lunes, 18 de marzo de 2024

El libro de marzo: "Antes de la tormenta", de Gal Beckerman.

Resulta fácil sentirse atraído por la intención de "Antes de la tormenta", libro de ensayo de Gal Beckerman: tratar de encontrar, en los distintos movimientos revolucionarios que han transformado el mundo, una serie de patrones comunes (o de diferencias) que expliquen su éxito o su fracaso. Buscar qué métodos de trabajo han funcionado, para así aplicarlos a propósitos futuros. Con este propósito, Beckerman analiza diferentes grupos que enarbolaron ideas (en su día consideradas radicales) de naturaleza científica, social, artística y política: desde el astrónomo Peiresc coordinando gente de todo el mundo, en el siglo XVII, para obtener más datos acerca de un eclipse, hasta la corriente de los futuristas italianos, pasando por las peticiones de ampliación de derecho al voto de Gran Bretaña en el siglo XIX, el movimiento punk femenino de los 80-90 o los primeros periódicos anticolonialistas del oeste de África. A través de todos estos procesos (que el autor narra con una minuciosidad histórica y personal que nos ha deleitado a muchos), se desgranan las diversas virtudes que ha de tener un movimiento de este tipo: paciencia, control, enfoque, imaginación, debate, coherencia... En ese sentido, es un libro estupendo para aprender acerca de determinadas revoluciones -o intentos de conseguirlas- que no han sido suficientemente publicitadas.

Se vuelve un poco más difícil estar de acuerdo con las conclusiones a las que llega el libro, las cuales se aventuran ya desde los primeros compases. A saber: el autor defiende que las redes sociales con las que tratamos todos los días, como Facebook y Twitter, no son las ideales para lograr el cambio social. Beckerman esgrime (no sin razón) que estas redes sirven muy bien para canalizar el griterío y la frustración espontáneas, pero que luego no son las herramientas adecuadas para el intercambio de ideas y la discusión que consigue un cambio de mentalidad más a largo plazo, en un proceso que, según el autor, se ve favorecido por hacer las cosas de una manera más lenta. Desde luego, hay argumentaciones en las que uno no puede sino estar de acuerdo con Beckerman: no sólo con que estas redes viven para el beneficio empresarial (y generan dinámicas a veces contraproducentes), sino con que en ocasiones son convenientes espacios más privados donde un grupo determinado pueda sentirse y sentarse a gusto -la metáfora visual que mejor emplea es la de una mesa- para discutir sus estrategias de acción. Quizá lo menos acertado del libro es lo que el autor considera un éxito o un fracaso: parece desdeñar los logros de la plaza Tahrir en Egipto (que cristalizaron en un cambio de gobierno, aunque éste fuera efímero y no el que muchos desearon) y en cambio ensalzar los de los samizdat -unas publicaciones clandestinas de la resistencia antisoviética que se distribuían 20 años antes de que se produjera el más mínimo amago de cambio en el país-. También da la impresión de que hay factores, en el lado contrario, con los que Beckerman no cuenta demasiado: la resistencia de las fuerzas del statu quo, el grado de madurez de la sociedad donde se produce el cambio, y la influencia de factores externos al propio movimiento y a su oposición. En ese sentido, resulta muy difícil evaluar hasta qué punto determinada aproximación resulta un éxito o un fracaso, o forma parte de un proceso histórico más amplio donde el valor de cada contribución resulta difícil de juzgar.

Donde creo que probablemente el autor se aproxima más a la verdad es cuando se centra en fenómenos más recientes: el Black Lives Matter, la cadena de correos electrónicos entre responsables de salud pública durante la epidemia de COVID-19, e incluso cómo grupos de extrema derecha organizaron las infames marchas de 2017 en Charlottesville. Beckerman habla de cómo estas corrientes exploraron medios alternativos a las redes sociales: desde plataformas de chat privado tipo Discord al puerta-a-puerta de toda la vida, y ensalza sus beneficios respecto a la continua exposición pública de las grandes redes. En su empeño, hasta alaba a las tecnologías de mensajería instantánea, como si todos no supiéramos lo caóticas que pueden llegar a ser. Independientemente de todo esto, parece como si el autor buscara una fórmula mágica: un solo medio que sirva para llevar a cabo los diferentes fines que nos proponemos. Esto, por supuesto, es imposible, y creo que si por algo se caracterizan las ideas radicales que alguna vez han logrado algo es porque han sabido emplear las distintas herramientas que tenían a su disposición en diferentes momentos, según las necesidades de cada circunstancia, y en un enfoque múltiple, más que a través de una única vía. Así pues, habrá encrucijadas críticas en las que debas movilizar a la gente a través de las redes sociales, pero también períodos para la reflexión donde la gente tenga necesidad de reunirse en privado para generar un debate o una estrategia: métodos que pasan no sólo por Internet, sino incluso por la reunión presencial. En ese sentido, el libro de Beckerman sirve para señalar estas tácticas alternativas y saber qué posibilidades tenemos a nuestro alcance, con el objeto de tratar de aprender a discernir cuándo es mejor emplear cada una. Lo cual, después de todo, no es poca cosa.

lunes, 11 de marzo de 2024

La historia real de marzo: ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

 ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

            Es uno de los clásicos más inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran. No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás, la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno. Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como un hecho normal.

            Hay un axioma en ciencia que dice que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo). En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa “posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones, en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.

            Pero hay cosas que empiezan a no tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace un tiempo acerca de una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella (firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”, supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000 candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan estéril, sin obtener ningún beneficio… da que pensar.

            Me diréis (y con razón) que esta enfermera no se distingue mucho de los talibanes, los terroristas suicidas, los integrantes de las SS y demás extremistas que eran y son capaces de destruir el mundo con tal de ver sus absurdas ideas llegar a la cumbre. O me señalaréis que esa enfermera, en su ignorancia, creía estar haciendo el bien, y que puede que algún día le ocurra como a aquella madre anti-vacunas que acabó teniendo a varios hijos infectados de enfermedades casi olvidadas, y declaró que se sentía “profundamente engañada” (provocando un multitudinaria y unánime: “a buenas horas, mangas verdes”). En ese sentido, me advertiréis, no es nada nuevo. No obstante, llega un momento en que choca el poder y la penetración que están adquiriendo tales ideas, y también la abundancia y variedad de las mismas. Lo dicho, ya no sé a qué echarle la culpa: si a que somos muchos miles de millones de personas, si a que con los recortes en educación cada día estamos peor evolucionados, o si con la contaminación que hay en el planeta nuestros cerebros ya no pueden dar para más. No soy capaz de decidirme. De vez en cuando –he de confesar- me asaltan esas democráticas ideas en las que creo sinceramente acerca de que la decisión de un solo individuo es casi siempre mucho peor que la que toma la mayoría en su conjunto, pero las visiones que tenemos en el imaginario colectivo de las turbas medievales, y la manera en que hemos comprobado últimamente que poniendo voces interesadas y dinero a cualquier tontería ésta acaba por tener una nube de seguidores detrás (y sólo hay que ver ciertos tipos de prensa, o cómo manejaba Esperanza Aguirre las cuentas de su partido cuando llegaban las elecciones) me hacen perder la fe en la humanidad. La poca que todavía no hemos perdido.

            Algunos tipos de escritores y de lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios  del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christie, y la triste realidad de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.

viernes, 1 de marzo de 2024

El relato de marzo: "Una morada para la eternidad".

 Una morada para la eternidad

 

                A Gorka le tiraron por la ventana un día de marzo. Era el límite de la fecha necesaria para que su casero pudiera poner en alquiler el apartamento como piso turístico, así que puede decirse que el propietario retrasó el asesinato hasta el último minuto.

                Por suerte para el dueño de la propiedad, había tanto extranjero disfrutando de la Semana Santa -uno de los acontecimientos más reconocidos, a nivel internacional, entre las atracciones turísticas de la ciudad-, haciendo fotos borrosas, pariendo selfies mal encuadrados, y pegándose con los otros visitantes por contemplar más de cera el espectáculo, que nadie se dio cuenta de que estaban pisoteando el cadáver del pobre Gorka.

                Por fortuna para este último, su espíritu había quedado atrapado en el piso y, al menos, lo que no consiguió en vida, lo lograría de alguna manera tras la muerte.

                Es decir, hacerle la vida imposible a su casero por el simple hecho de no moverse de allí.

                *

                Es difícil alquilar un piso cuando tiene alojado un espectro. La localización y el precio son sin duda un factor; cómo estén distribuidos los espacios y la pintura de las paredes puede arreglarse; pero tener un ectoplasma por ahí dando vueltas y espantando con ruidos de cadenas, risotadas maléficas y movimientos de cortinas a los inquilinos, desde luego, desalienta a cualquier viajero que quiera disfrutar de unos días de asueto. Y eso que Gorka no era especialmente fan de los trucos clásicos de fantasmas; él era más de encender los altavoces para que sonara Camela a las cuatro de la mañana, reconfigurar el ordenador con el objetivo de que los turistas sean incapaces de usar el wi-fi, o aflojar las pilas del mando para que éste funcione a ratos: ahora sí, ahora no (ése, según Dante, era el undécimo círculo del infierno; y si no lo opinaba, debería). Porque hay que reconocer que un aliento helado en la noche provoca un estremecimiento, pero que te apaguen el aire acondicionado cuando estás dormido, en medio de una ola de calor, o que tu móvil aparezca por la mañana sin batería, con las fotos borradas y varios cargos de tarjeta de crédito, constituye otro nivel. Hay tantas maneras y tan diversas de amargarles la estancia a los visitantes, pensaba Gorka: sobre todo desde que existen Alexa, los teléfonos inteligentes, o los electrodomésticos controlados por dispositivos situados a kilómetros de distancia. Qué amargura iban a sentir los últimos turistas que habían disfrutado del piso cuando descubrieran que, a su retorno, el frigorífico se había apagado por un inoportuna acción ejecutada a través del móvil, y se les había podrido la comida durante la semana que estuvieron fuera. <<Seguro que pondrán una crítica horrible en TripAdvisor>>, se ufanaba Gorka, restregándose las manos como si fuera un villano de película. Aunque para él, por supuesto, el auténtico genio del mal era su casero: se iba a arrepentir de haberle tirado por la ventana, y lo haría durante los siglos de los siglos. No iba a conseguir hacer dinero con su piso turístico -se besaba Gorka las puntas de los dedos, en una promesa-… por sus muertos.

                Claro que todo esto era muy divertido… hasta que conoció a Aiko.

                *

                Con aquella chica japonesa, tan delicada, tan tímida, de apariencia tan frágil, Gorka entendió que las cosas no se podían hacer de la misma manera. De hecho, la primera vez que le pegó un susto, ella cogió tanto miedo que se pasó llorando en su cama dos horas seguidas. Al verla así, tan dolorida, Gorka se sintió herido en su interior (todo lo herido que puede estar un ser incorpóreo) y, por primera vez, se consideró una criatura del inframundo. Así que decidió que, por una ocasión, era mucho mejor esperar y ver.

                Y cuando esperó y vio, se quedó prendado de aquellos gestos minimalistas, de aquel carácter apocado, de sus ingenuos errores en el uso del castellano, de aquella alma cándida, inocente y pura alrededor de la cual emanaba un halo de luminosidad… Gorka había huido de la luz cuando ésta se abrió delante de su alma inmortal, pero ahora, ante aquel destello brillante, estaba dispuesto a zambullirse de cabeza.

                Tardó en manifestarse ante su amada, con aquel exceso de prudencia, alternado con arranques impulsivos, que caracteriza a todo enamorado: pero, al fin, una noche, Gorka se materializó delante de la chica, quien exhibió al inicio un rictus de miedo que a aquel fantasma le hizo temblar… Sin embargo, a continuación, después de tranquilizarla, empezaron a hablar en ese idioma (donde las palabras son casi innecesarias) que practican casi gemelas afinidades. Se quedaron conversando hasta medianoche, la hora bruja… y más adelante, continuaron con la charla. Necesitaron tres noches para que ella permitiera que su traslúcida mano atravesara su nívea piel; al final de la semana, ella imploraba a gritos una experiencia de posesión de la que salió con su pelo (por lo habitual liso) completamente rizado, sudores en lugares inconfesables, la pérdida completa de la vergüenza respecto a la falta de intimidad -frente a una presencia, por otra parte, que podía atravesar las paredes-, y una sonrisa de Oriente a Occidente en los labios.

                Sucedió que Aiko, en su país natal, era abogada. Sucedió que consiguió encontrar un resquicio legal por el cual obligó a su casero a permitirle un alquiler permanente. Ahora, ella ha logrado vivir en ese piso de manera indefinida. De esta manera, la venganza de Gorka se ha cumplido, aunque de un modo que no pudo ni imaginar.

                De todas maneras, de un tiempo a esta parte, Gorka, Aiko y los niños están pensando en mudarse de ciudad. Dicen que, en la que están, hay mucho fantasma suelto.

lunes, 26 de febrero de 2024

La historia corta de febrero: "Clase de dibujo"

 Clase de dibujo

(Basada en hechos reales)

             El profesor a los alumnos:

            -Esta tarde, vais a pensar en casa un proyecto para dibujar mañana por la mañana en clase. Dadle a la imaginación, y traeros algo interesante que retratar: espero propuestas interesantes.

            La chica de cuarto curso, a pesar de desvivirse por encontrar algo que dibujar en su casa, no encontró nada, salvo un caramelo de café, que fue lo que se llevó. Pero el profesor se retrasó, y la chica, en un ataque de hipoglucemia, no pudo evitar comérselo. Cuando llegó el profesor, y se enteró de la historia, le preguntó entonces:

            -¿Y qué vas a dibujar?

            Y ella, señalando el envoltorio del caramelo, cual cadáver de cuerpo presente, exclamó:

            -¡El vacío!

            Otro chico, en cambio, venía con el puño derecho apretado bien fuerte a clase. La chica le preguntó que por qué lo hacía.

            -Tengo aquí lo que voy a dibujar. Es una mosca.

            A lo que la chica le replicó:

            -Pues no sé cómo vas a dibujarla sin que se te escape. Y además, ¿cómo piensas hacerlo, si tienes la mosca en la mano derecha, y tú eres diestro?

            El chico, que no había considerado esa posibilidad, se queda mirando su puño, como ausente de recursos. Entonces el profesor llega, le abre la mano, aplasta la mosca sobre la mesa y le indica:

            -Ahí lo tienes.

            Lo más terrible es que el chico la dibujó.


lunes, 19 de febrero de 2024

Una novela por fascículos: "El cajero" (8 y final)

Entrega final de "El cajero", la novela corta que empezamos aquí y cuya último capítulo enlazamos acá. Pero si preferís leer la novela de principio a fin, podéis descargárosla aquí, tanto en formato epub como pdf. En cualquier paso, espero que la hayáis disfrutado, y también de esta forma de contarla, recordando a las viejas novelas decimonónicas por fascículos. Un saludo a todos, y gracias por la experiencia compartida. Os dejo con el último contacto con nuestro amigo el cajero:

La noche deja paso a una hora todavía más bruja que la precedente. Entre otras cosas, porque de ella no puede salir nada bueno: ya es muy tarde para acostarse, incluso aunque nos caigamos rendidos de sueño; pero también es demasiado pronto para empezar a hacer cualquier otra cosa, por mucho empeño que le pongamos, y aunque nos esforcemos en despertar a todo el personal. Para más inri, el clima se está volviendo desapacible. Se respira un aire excesivamente fresco. De hecho, en el horizonte caen rayos y truenos, en lo que tiene pinta de ser una tormenta seca, de ésas que atemorizan más que ninguna otra, no se sabe por qué extraño motivo; quizá, porque no constituyen la imagen típica que tenemos en la cabeza acerca de cómo ha de ser una tempestad. Los símbolos (o la ausencia de los mismos) infunden más miedo, en ocasiones, que los hechos físicos per se.

            Pero allí, de momento, irreductibles frente a las inclemencias meteorológicas, (además de ante todas las demás) resisten de momento los cuatro gatos que habitan en esa pequeña esquina del mundo que hemos estado observando, cada uno atento a sus particulares objetos de valor, sus preciados tesoros, los cuales custodian como un dragón que ya ha olvidado que en otro tiempo su vida consistía en echar fuego y surcar el aire con libertad. Por ejemplo, los empleados del restaurante chino tienen pinta de haber agotado el negocio por esta noche, y con total tranquilidad hubieran podido cerrar. Sin embargo, con esa camaradería que existe entre gente de una cultura exótica que vive dentro de una civilización que (para ellos) resulta tan enigmática e incomprensible como en sentido inverso, al local habían acudido más paisanos de la misma nacionalidad, los cuales llegaron allí al principio para preguntar cómo iba la cosa, permanecieron después con la excusa de jugar al mahjong o conversar acerca de la madre patria y la tierra prometida, y al final se habían quedado para pasar el rato hasta que volviera la luz, y también seguramente por satisfacer una intrigante curiosidad acerca de cómo concluiría aquello. Entre tanto, el vendedor de kebabs dormitaba a un lado, con unos ronquidos tan sonoros como si a los integrantes de la filarmónica de Berlín les hubieran sustituido por desafinados elefantes. En cuanto al joyero, en principio permanecía imperturbable, cual estatua romana. Tanto que, según la posición en la que se colocaba dentro de su pequeño reducto, a nuestro oficinista le parecía que estaba lúcidamente despierto, dormido con los ojos abiertos, o se hallaba tan sumido en los brazos de Morfeo como el vendedor de kebabs. Sin embargo, la quietud de su negocio quedó totalmente abolida ante el sonido de un teléfono móvil (una vieja antigualla, comprobó nuestro hombre: sólo le hubiera resultado más anacrónico –o más en consonancia con la tienda– un auricular decimonónico), el cual resonó estruendoso hasta que el joyero, de manera torpe, lo agarró y consiguió accionar un par de botones que, presuntamente, lo pusieron en comunicación con el otro lado. Comenzó entonces lo que sin duda se trataba de un animado diálogo, aunque a nuestro (testigo silencioso)-barra-(cotilla)-barra-(hombre agazapado fingiendo que no está escuchando) no le llegaba nada, porque el joyero, fiel a la imagen de templanza que transmitía, hablaba en un volumen demasiado bajo para que desde esa distancia pudiera escucharle. Sin embargo, sí que se observaban, por parte del experto en piedras preciosas, vívidos ademanes que dieron lugar, más adelante, a palabras serenas, muchos asentimientos, y gestos cargados de sobreentendidos, algo muy extraño dado que la persona al otro lado del teléfono no le veía, pero el oficinista estaba seguro de que (de alguna manera) cada movimiento se estaba transmitiendo con fidelidad a través de las ondas. Después, el joyero colgó y lenta, parsimoniosamente, salió de su quiosco particular. Entonces, como si hubiera de declarar algo al resto del mundo, y el único que tuviera a mano fuera el oficinista, anunció, parco y tranquilo:

            –Me voy.

            El aludido se sintió tan desconcertado que se vio impelido a levantarse y acercarse hacia su interlocutor.

            –¿Cómo que se va?

            El hombre asintió, aunque se apreciaba que no necesitaba ninguna clase de refuerzo, ni externo ni interno, para su decisión:

            –Mi mujer está asustada. Por los rayos. No lo dice, pero yo se lo noto. No hemos dormido separados en… bueno, no sé, tantos años que ni me acuerdo. No me va a reprochar que me quede aquí… Aunque sé que lo va a pasar mal si ve que no llego a casa.

            El oficinista casi temblaba. Le entraban ganas de decirle: <<oiga, no puede dejarme usted solo aquí, con todo lo que hemos pasado juntos>>, aunque él mismo se daba cuenta de lo absurdo que sonaba.

            –¿No teme que le roben la tienda? Si se ha quedado este tiempo, es porque no está seguro del todo. Ya que ha invertido una buena cantidad de horas, ¿no le merecían la pena unas pocas más, al menos hasta el amanecer, sólo por estar seguro?

            El joyero indicó con la cabeza que, desde luego, entendía, pero que (desde luego también) el veredicto era inapelable:

            –Si me roban, me habrán hecho un roto. Tengo seguro, claro, aunque esas cosas las acabas pagando, de una manera u otra. No obstante, sólo es dinero: se puede recuperar. En cambio, hay momentos en un matrimonio en que tienes que estar ahí, sí o sí.

            Le miró, solicitándole comprensión:

            –Ella me necesita. Si no voy, sin duda podrá perdonármelo. Pero yo no. Ahora mismo no quiero estar en ningún otro lado que no sea allá.

            En ese momento, el oficinista, invadido por un súbito impulso, decidió dar un paso hacia adelante. Literal. Pero, asimismo, metafórico:

            –Yo me quedaré vigilando. Le echaré un ojo… también a la tienda. Puede irse tranquilo.

            –No se preocupe, no hace falta…

            –No, no, insisto; total, ya me iba a quedar aquí de todas maneras, los dos sitios están cerca, no me cuesta demasiado…

            Se notaba que el anciano no tenía ganas de discutir; en cambio, estaba deseando marcharse con su mujer, abrazarla y meterse juntos bajo las sábanas para esconderse de la tormenta.

            De hecho, mientras se marchaba, nuestro hombre consideraba que él quizá podría encontrarse, de haberlo querido, en una situación muy similar…

            Mientras meditaba qué hacer con su vida, escuchó el ruido de unos pasos detrás y, al darse la vuelta, observó llegar tambaleándose y todavía medio abotargado al vendedor de kebabs. Llevaba a un lado una bolsa de plástico.

            –Va a ser difícil –esgrimió–. Si vuelve la luz a “todos sitios” a la vez, ¿cómo vas a estar en cajero y joyería? Es imposible…

            –¿Estabas escuchándonos?¡Pero si estabas dormido!

            –Dormir y a la vez escuchar: buen truco. Lo aprendí en Turquía. Creéis que este país es difícil: Turquía sí es difícil. No has respondido pregunta –de la bolsa sacó dos refrescos. Le ofreció uno de ellos–. No es kebab, ¿OK? Esto sí lo puedes aceptar.

            Los dos se sentaron al lado de la joyería. El cajero quedaba relativamente lejos. El hombre había dejado allí su equipaje, como si ya no le importara que se lo robasen. Se pusieron a beber al unísono, con tranquilidad, a sorbitos cortos.

            –No sé qué haré si vuelve la luz a la vez en todas partes –respondió finalmente el hombre–. A estas alturas, ni siquiera sé del todo que hago aquí. Pero el joyero estaba obrando de un modo… maravilloso. Pensé que era mi deber ayudarle.

            El vendedor se encogió de hombros:

            –¿Y qué?¿Cómo estás ahora?¿Qué tal sienta hacer algo diferente?

            El oficinista tomó otro trago de su bebida.

            –Sorprendentemente… bien.

            El vendedor levantó con prudencia la bolsa.

            –¿Un… kebab?

            Y a pesar del goteo infecto de grasa, de que llevaba un tiempo a la intemperie, de que la bolsa rezumaba líquido por cada uno de sus poros (si es que las bolsas de plástico tienen poros), el oficinista alargó la mano.

            –Venga, ¿por qué no?

            Comieron al unísono, manchándose por completo las manos, gastando decenas de servilletas. Perdieron muchas veces la visión del cajero y, aun así, al oficinista se le antojó una vista hermosa.

            El vendedor de kebabs se ausentó poco tiempo después; el sueño le seguía venciendo, y prefería amodorrarse pegado a su carrito. Se acercaba el amanecer, pero se resistía, como si el sol se cubriera con las sábanas de la noche y remoloneara un rato su salida. Mientras tanto, algunas parejas habían salido a pasear, cogidas de la mano (era difícil saber si venían de la fiesta o se habían despertado bien temprano), en la soledad de las calles vacías y, para variar, exiguas en luces. En el cielo, de hecho, se divisaba perfectamente, alineada con la larga calle, la estela de la Vía Láctea, y unas estrellas que titilaban más vívidas que nunca.

            Entonces llegó ella. Esta vez, era una anciana. El arquetipo perfecto de bruja, aunque sin sombrero: pelo ensortijado y cano, nariz larga, un par de verrugas en la cara, y un vestido negro de pies a cabeza. Pensándolo bien, igual era una bruja que, sencillamente, una señora mayor con atuendo de luto. Como ella misma le había dicho antes con otras palabras, todo era culpa de las malditas atribuciones que el subconsciente realiza de manera inmediata sin detenerse a plantear alternativas.

            –Veo que la noche está acabando de un modo muy distinto al que empezó –subrayó ella mientras se sentaba a su lado. Él agradeció que no hubiera partido de un: “¿ahora, ya estás preparado para hablar?”.

            Porque, en el fondo, él no necesitaba que le dijeran ninguna cosa para retomar la conversación:

            –No es culpa de ella… ni es culpa de nadie. No me quería marchar porque ella hubiera hecho nada malo. Ella es como es, tiene sus defectos, como todo el mundo, claro, pero como también los muestro yo… Es, es…

            Le costó arrancarse, como si la palabra estuviera atada, ensartándole con sus agudos filos la garganta:

            –… es la nube negra –finalmente expulsó–. Acude de vez en cuando, te atrapa, te envuelve, y no te deja reaccionar. Te anula por completo. Te impide hacer nada, más que caer, y caer, y reducirte a la más mínima expresión, hasta volverte un guiñapo de ti mismo…

            –El perro negro, lo ha denominado alguno de los que la han sufrido –matizó la mujer–. Que te muerde y te oprime con cada uno de sus dientes.

            –No puedo estar con nadie en ese estado –prosiguió el oficinista–. No puedo arrastrar a alguien, que me vea convertido en… ese despojo humano en el que me transformo cuando esto ocurre. No es justo para ella. Ni para mí. Es mejor que me vaya, que me aísle de todos. Es culpa mía: he dejado llegar las cosas demasiado lejos.

            La bruja (hechicera, anciana, ser humano, amiga) se acercó a él:

            –¿Y no has pensado que es al contrario?¿Que merecía la pena tener a alguien cerca con quien poder contar? La mayoría de las personas suele quejarse de que no conocen a la pareja que tiene al lado, y que luego les decepciona cuando las cosas vienen mal dadas. Tú posees un test estupendo para probar que la gente está de verdad interesada en ti, a pesar de tus defectos, y ni siquiera lo aprovechas.

            –¿Quién va a aceptar a alguien así?¿Quién va a querer cargar con esa losa encima?
            –¿Has intentado contárselo? A veces la gente te sorprende…

            El oficinista bufó.

            –¿Eso de qué manual de autoayuda lo has sacado?

            La bruja se rio. Lo hizo de manera tan natural y sentida que no podías enfadarte con ella.

            –Míralo desde otro punto de vista –abordó la mujer–: te está aguantando ya de normal, a pesar de que no eres precisamente una perita en dulce. A lo mejor va a resultar que cree de verdad que hay algo valioso en ti, aunque ninguno de nosotros lo percibamos ni aun acercándonos a centímetros. No sé, a lo mejor le das algo que merece la pena, y por lo que estaría dispuesta a aguantar a las duras y a las maduras. A ver si va a ser verdad que en el fondo te quiere y todo.

            A pesar del sarcasmo con el que remarcaba cada una de las frases, nuestro oficinista no alteró el rictus para esbozar siquiera una sonrisa. Contemplaba encogido, en cambio, un punto fijo en el suelo:

            –No se trata sólo de ella. Todo esto (sí, por supuesto) va sobre mí. He sido tremendamente egoísta hasta para eso. Pero, a la vez, también intentaba despegarme lo más posible de mis propios problemas. Huir, ser otra persona. Aunque supongo que no puedes escapar de ti completamente, ¿verdad?

            Ella suspiró:

            –No soy la mejor para responderte. Llevo toda la noche yendo en dirección contraria a mí misma. En cada capítulo de esta larga vigilia he sido un poco distinta, y en cada fase de la vida la pifio de una manera diferente: unas por más, otras por menos, en ciertos casos por un problema diametralmente opuesto, y en alguna ocasión volviéndola a cagar, una vez más, al repetir el error original. A veces el fracaso pasa inadvertido, y otras ilumina el cielo en forma de desastre magnífico, una hecatombe espectacular. ¿Qué le vamos a hacer? Somos humanos. Y hasta las máquinas fallan, ¿no?–dijo señalando con la barbilla lo que asemejaba un derrotado, exangüe cajero–. No deberíamos exigirnos, a nosotros mismos, más que a esos viejos cacharros de hojalata.

            El oficinista volvió a contemplar al expendedor de billetes: casi de igual a igual, por primera vez en toda la noche.

            –O tal vez sí -expuso el hombre, como un suspiro-: si una máquina se equivoca, se obceca en su actitud de errar. Nosotros podemos aspirar a hacerlo mejor.

            En ese momento, comenzó a retornar el movimiento a aquella sección de la calle. No sólo porque unos cuantos volvieran ya de la zona de fiesta con las ropas tan maltrechas como si hubieran pasado por un lavadero de coches, pero sin coche (para muestra, un botón: observando los agujeros en las prendas de los recién llegados, el oficinista constató que la natalidad iba a aumentar en gran medida a lo largo del siguiente año); sino, sobre todo, por la insólita llegada de un colorido grupo: una banda de mariachis que cruzaban la calle a un ritmo muy vivo –casi diríase que bravo– mientras cargaban con sus guitarras con la misma actitud con la que un comando de francotiradores portarían sus armas semiautomáticas. Dicha formación musical avanzó con determinación hasta llegar a las proximidades de la zona donde se asentaba nuestra pequeña congregación de personajes, momento en que los componentes de la banda se detuvieron, justo enfrente del edificio anexo a la joyería. El que parecía el líder consultó entonces un papelito en el que tenía algo anotado, tratando de determinar si aquel era el punto final de su destino. Ante la duda, el segundo de a bordo de tan peculiar tripulación sin barco intervino, entablándose una discusión entre ambos dirigentes, los cuales llegaron a la conclusión de que el edificio al que debían encaminarse no era ése, sino el colindante, es decir, el de la silueta. Los que aún permanecían en el restaurante chino escrutaron con curiosidad a los recién llegados conforme se aposentaron y sacaron los instrumentos delante de ellos, mientras los pocos viandantes aguardaban con anhelo el siguiente episodio. Éste no se demoró demasiado. Los mariachis arramblaron con composiciones con un claro tinte mexicano, provocando un estallido de música y color en un lugar que hasta hace poco se erigía en una balsa de aceite sonora. Entonces, a la vez, empezaron a suceder muchas cosas. Lo primero de todo, apareció de ninguna parte un hombre, pero no uno cualquiera, sino uno que nuestro oficinista reconoció como el marido de esa mujer del edificio de la silueta, la cual llevaba esperando toda la noche a su esposo. El individuo se puso a pelear a gritos con el líder de los mariachis (por lo visto, preguntaba que a qué venía ese estruendo tan molesto, ahora que volvía a casa para disfrutar de un par de horas de sueño), señalando al edificio de la silueta, donde su mujer –quien debía de creer que andaban debatiendo sobre qué melodía concreta interpretar, pues estaba sin duda convencida de que era su marido quien los había contratado–, exhalando felicidad por los costados, daba palmas desde la ventana y se disponía a salir del piso. La contienda verbal que estaba teniendo lugar allí abajo no afectó en absoluto al registro musical de la banda, la cual siguió tocando, para regocijo de los comensales del restaurante chino y hasta del vendedor de kebabs, que se había desperezado y arrancó a bailar de manera espontánea una especie de pasodoble (el cual combinaba apropiación cultural con un atentado evidente al buen gusto) en colaboración con una encantada señora china, de edad indeterminada entre los ochenta y los trescientos años. Mientras tanto, en los pisos de arriba, los vecinos salían a las terrazas a mirar con asombro lo que ocurría en la calle: entre otros el pianista, y también su vecina, la chica de al lado, quien por fin se dejó ver a pesar de sus magulladuras. Entonces, ambos prácticamente se sincronizaron para hacer lo mismo: gritarles a los mariachis, lanzándolas una sátira de improperios, ordenándoles que les dejaran dormir, trabajar, o lo que quieran que estuvieran haciendo al filo de aquella larga e intempestiva noche. Lo más llamativo de todo fue que, entre el sonido estridente de los mariachis y de sus propias voces, ambos ocupantes de los apartamentos contiguos se giraron para darle las gracias al desconocido que estaba dándoles la razón y, cuando se miraron a los ojos, surgió algo: esa conexión que sólo se produce entre dos personas que vociferan hacia el mismo sitio.

            El oficinista se rio. Se rio mucho. Pensó que hacía bastante tiempo que no se lo pasaba tan bien. Miró a su lado. La hechicera había desaparecido. Empezó a llegar más gente, que se incorporó a la charanga, y se puso a bailar bajo el compás de los mariachis, mientras la mujer del edificio de la silueta interrumpía a su marido en mitad del acalorado debate con los mexicanos, discusión la cual, por suerte, en su emocionado arrebato, la esposa no escuchó en absoluto. Por ello, la mujer agarró a su marido y le envolvió en un beso de película; el cónyuge se resistió al inicio, sorprendido, pero luego aflojó los músculos, dejó que ambos cuerpos se fundieran en un cálido abrazo y se olvidaran, los dos en sintonía, de cualquier discordia. La mujer tomó a su marido del brazo y se lo llevó en dirección al edificio, justo en el momento en que aparecía en la calle el joven que, aquella misma mañana, había contratado a los mexicanos, y que ahora les señalaba enérgicamente el edificio de al lado, recalcando la existencia de una confusión a la cual el resto de los mariachis daban la impresión de hacer caso omiso. Mientras tanto, el hombre del piso alto del edificio de la silueta avanzaba en dirección a casa con su mujer y, observando de reojo aquella nueva bronca en el lado de los mexicanos, agradecía su buena suerte, dejaba de prestar atención a la calle e, incluso, arrojaba a una papelera cercana su maletín del trabajo, con pinta de no tener la más mínima intención de ocuparse de su contenido nunca más. La calle volvió a llenarse de color y de sonido mientras nuestro protagonista, conmovido por todos estos acontecimientos, se levantaba y encendía el móvil para llamar a alguien. Conforme tecleaba los números, observó de reojo cómo, en los pisos intermedios del edificio bajo el cual tocaban los mariachis, la ventana de la casa de la chica mostraba que allí no había nadie, al tiempo que las persianas de la vivienda del pianista se hallaban completamente bajadas. Para cuando se alejó del lugar, de espaldas al cajero, el oficinista ni siquiera estaba considerando si, en medio del maremágnum, la luz se había recuperado o no (la joyería, por lo visto, permanecía a salvo), o si el cajero, solitario y mudo, había vuelto a funcionar.       

FIN

lunes, 12 de febrero de 2024

Cine y realidad. Charla: "¿Están locos estos romanos?"

Este pasado 14 de diciembre, en la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, tuve el privilegio de impartir, en nombre del Instituto Cajal, una conferencia titulada "¡Están locos estos romanos!", donde discutimos acerca de las películas del género péplum (especialmente las que tratan sobre la antigua Roma) que han tratado la enfermedad mental, y cómo la han reflejado. De esta forma, charlamos acerca de cómo los trastornos mentales en el mundo aniguo podían diferir de los actuales, de lo difícil que es diagnosticar a posterior, y también acerca de lo diferentes, pero también de lo similares, que pueden ser los antiguos romanos respecto a los actuales seres humanos. Si te interesa el tema, puedes ver la charla completa en este enlace. Espero que os guste. Un saludo

jueves, 1 de febrero de 2024

Los libros y las historias reales de febrero: "Dientes de dragón" y "El último tahúr"

Hoy presentamos dos narraciones que tienen varios puntos en común: hallarse ambientadas en el salvaje Oeste americano y entremezclar la realidad y la ficción.. De hecho, contaremos también parte de las historias reales (o las leyendas) en las que se basan.

Dientes de dragón. A Michael Crichton le conocemos por Parque Jurásico, Esfera o Sol Naciente, con sus adaptaciones cinematográficas, y tiene algunas obras polémicas, pero otras también bastante interesantes. Por ejemplo, una característica de algunas novelas (por ejemplo Devoradores de cadáveres, que también tuvo su versión en pantalla grande) es que tratan de hacerse pasar por narraciones reales, incluyendo diarios en primera persona de sus protagonistas. Es el caso de Dientes de dragón, que nos cuenta la historia de un univesitario de la Costa Este estadounidense que, por culpa de una apuesta, ha de viajar al Oeste, y lo hace acompañando a O.C. Marsh, un reconocido paleontólogo que, durante el siglo XIX, mantuvo una dura pugna con su rival E.D. Cope por ver quién descubría más especies distintas de dinosaurios (si la historia os suena, quizá es porque me habéis escuchado mentarla brevemente aquí). Crichton emplea ese viaje como excusa para narrar el enfrentamiento entre ambos científicos, pero aprovecha para hablar de guerras indias, visitar la atmósfera del legendario pueblo de Deadwood (un lugar que tenía la fama de "pueblo sin ley" de manera más que merecida), o introducir como personaje a Wyatt Earp, en lo que constituye un relato de crecimiento y maduración de un joven en el terreno hostil del Far West. Quizás (como ocurre con la otra ficción que vamos a describir a continuación) la narrativa pierde algo de verosimilitud o de continuidad a lo largo de las páginas, pero en todo caso habla de tantos temas sugerentes que no te queda otra que seguir leyendo.

El último tahúr. Existe un volumen denominado El experto en la mesa de juego, escrito por un tal S.W. Erdnase y publicado en 1902, que aparentemente consiste en un inocente librito que explica cómo realizar determinados trucos de magia mediante la manipulación de los naipes de una baraja. No obstante, hay una leyenda circulando en torno a él: se dice que el autor en realidad era un jugador profesional que escribió todas las maneras conocidas de hacer trampas a las cartas, y que ocultó su identidad porque las leyes federales prohibían los libros de contenido obsceno (por lo visto, algunos jueces consideraban que el juego era un tema de este tipo). El manual se ha hecho extremadamente famoso tanto entre magos como entre jugadores -tanto que algunos le conocen como "la Biblia"-, y por supuesto se han disparado las especulaciones sobre la auténtica identidad de S.W. Andrews. Entre los posibles candidatos a ser los verdaderos autores del texto se hallan un pintoresco grupo, que incluye magos, jugadores profesionales, miembros del circo, detectives privados y por supuesto criminales. Una teoría ya clásica esgrime que, si uno escribe el nombre del escritor al revés, sale E.S. Andrews, un apelativo tan común que no sería extraño que el autor se denominara así en realidad (aunque otros opinan que sería algo demasiado evidente -o quizá prepotente). A partir de ahí, Rodrigo Sopeña y Juande Pozuelo elaboran una novela gráfica usando a E.S. Andrews como personaje ficticio que también recorre buena parte del siglo XIX en el Oeste americano, con sus grandes forajidos fuera de la ley -los Dalton entre otros-, sus personajes más reconocidos (entre otros, Harry Houdini y sus amigos los Keaton, entre los que se hallaba el famoso actor de películas de cine mudo apodado Buster), y el turbulento mundo de las mesas de juego. Una fantasía divertida pero que, sobre todo a nivel gráfico, está muy inspirada en imágenes y fotografías antiguas, así como en algunas de las biografías más extravagantes de una época que, sin duda, dará durante siglos de qué escribir y de qué hablar. Y nosotros lo leeremos y lo oiremos, quizá sobre una mesa de juego.

Posdata: si me queréis ver haciendo un truco de cartas que no tiene trampa ni cartón (quizá sí algo de magia), podéis echarle un ojo a este vídeo de Youtube (o quizá este otro) que he grabado para el Instituto Cajal y donde hago difusión de nuestra neurobaraja (ya os enteraréis de qué es; si os interesa tenerla, podéis descargárosla o imprimirla, o bien comprarla en versión bonita en la tienda del Museo Nacional de Ciencias Naturales en Madrid). Así veréis cómo las artes del ilusionismo no sólo mienten, sino que también pueden servir para expresar la verdad -por ejemplo, explicar neurociencia-. Un saludo, tened buena suerte en el juego, y más aún en la vida. Nos leemos.