martes, 27 de marzo de 2012

La historia real de marzo. Historias del metro (2).

Puede parecer sorprendente publicar esta (reflexión, opinión, como quiera que desee llamársele) sobre el 11-M un par de semanas más tarde del aniversario oficial del atentado. Entre otras razones, una de ellas (sin duda no la más importante) obedece al deseo de subrayar el daño que nos provocan acciones tan dramáticas como ésta no sólo en el momento en que se producen, sino después, conforme volvemos a los lugares donde se produjeron los hechos; cuando meditamos acerca de lo que hemos perdido. Cuando descubrimos lo que añoramos. Quizás esta entrada conmemore, más que nada, el aniversario de que alguien volviera a subirse a los trenes, y hubiera aspectos en los que se pusiera a pensar...


No hay muchas más palabras que puedan añadirse a las ya repetidas en tantos lados acerca de una sinrazón causada por un fanatismo absurdo y que ha provocado tanto llanto. Quizás, aparte de todas esas cuestiones, este conjunto de pensamientos pueda hacer referencia a personas que, por una circunstancia u otra (incluso por nuestra propia causa), perdemos de vista a lo largo del tiempo y que luego echamos de menos; o también a cómo nuestros propios sesgos o cerrazones puedan estar influyendo, de una manera más o menos grave, de manera negativa en la vida de los demás. En todo caso, sirve al menos como humilde tributo sobre un suceso sobre el que (como aquellos en los que se basan la mayor parte de las obras poéticas) nunca se debió haber escrito o hablado. Algo que, sencillamente, nunca hubiera debido pasar.

Espero que esta reflexión no os incomode, e incluso os conmueva u os llame al pensamiento. Nos vemos.

Mi novia me dice siempre que no me doy cuenta de en que mundo vivo: yo le respondo siempre que eso es porque ella es muy, muy observadora, o muy cotilla, eso ya cada cual como quiera entenderlo. El contraste definitivo entre ella y yo se puso de manifiesto cuando me contó esta historia:

Cuando voy en el tren de cercanías, camino de la universidad, me suelo fijar mucho en la gente que va conmigo. Al fin y al cabo, estamos saliendo, más o menos a la misma hora todos los días las mismas personas. De tanto verlas, acabo por recordarlas. Acabo por saber que están allí. Son, más o menos, mis desconocidos.

Por eso me pregunto qué ocurre con mis desconocidos cuando no me los encuentro. Si es que hoy estarán enfermos, si habrán tenido que salir más tarde, si han encontrado otro trabajo... Me pregunto muy a menudo qué pasó para aquella gente que, el 15-M del 2004, tuvieron que volver a coger otra vez la misma vía, tras aquel jueves fatídico. Me pregunto si se fijarían en los asientos vacíos, y se preguntarían si esa gente cuya cara les solía sonar ya no volverán a estar en esos asientos, o si les volverán a ver en un próximo viaje...

Por eso, cada vez más conforme más lo pienso, me fijo en mis desconocidos. Quiero localizarles, recordarles sus caras, memorizarles con todas sus letras, sus paraguas y sus abrigos, saber dónde están sentados, para que si un día les pasa algo, al menos alguien, en ese mismo tren, en ese mismo metro, sepa que ya no están allí...

Espero que si un día falto, alguien se acuerde de mí...

lunes, 19 de marzo de 2012

El relato de marzo. "La guerra que nunca debimos ganar".

           Este relato lo escribí hace unos años, tratando algunas cuestiones políticas muy concretas de la época en que estábamos viviendo, y es sorprendente cómo los temas de los que habla siguen estando de rabiosa actualidad. Ahora, celebrando el 200 aniversario de nuestra primera Constitución, "La Pepa", y con varios movimientos ciudadanos (entre otros el 15-M) exigiendo una nueva mejora de las instituciones democráticas, retomando probablemente el primer impulso de sus homólogos en San Fernando, lo cuelgo en este blog con nada más que algún ligero retoque, esperando que nos ayude a todos a reflexionar. Un saludo.

La guerra que nunca debimos ganar

            La verdad es que es mala suerte. Uno, mientras está hojeando las páginas de los libros de Historia, se imagina que, para el momento en el cual un personaje entra en escena, se encuentra allí, de pie, plantado en armas, con un caballo debajo, el sable levantado, y un sombrero ridículo lleno de plumas sobre su cabeza, como recién salido de un estudio fotográfico para pasar a la posteridad. Sin embargo, esto no es normalmente así. En realidad, lo que suele ocurrir para la mayor parte de los personajes históricos, incluso los más eminentes, es que la posteridad te coge cuando menos te lo esperas, te agarra por el cuello de la camisa, te empuja justo detrás de un recién levantado telón, y te encuentras de sopetón delante de todo el mundo, sin guión o con uno apenas improvisado, con una audiencia expectante aguardando a que por fin comiences a hacer tu papel. En realidad, la mayor parte de las veces que una persona accede por la puerta (muy a menudo la de atrás), a los libros de historia, éste se encontraba tratando de hacer las paces con su mujer, pagando con apuro una hipoteca, o incluso en el baño, haciendo cosas que se supone que no tienen necesidad de realizar los personajes históricos, como si su cuerpo se las apañara para no tener que ejecutar todas las funciones biológicas, por muy prosaicas que éstas sean. ¿Se imaginan qué apuro, la Historia llamando a la puerta, pom, pom, quién es, soy la Historia, oye, que te toca, y tú allí, sin saber qué hacer, con la escobilla del baño como único arma para defenderte? Debe ser un momento crudo, dramático. Por eso, son extraños, incluso excepcionales, aquellos instantes en los cuales una página de ese inmenso libro que es en común nuestras vidas va a volverse de improviso solo cuando –y indefectiblemente cuando-, una única persona que tiene encima la responsabilidad se atreva a hacer la señal: cuando tú dominas el tiempo. Cuando, en realidad, todo en este mundo se ha parado, y tan sólo espera tu orden para volver a activarse.

            Este día, es uno de ellos. El lugar se llama Cabezas de San Juan.

            Ya para empezar, el nombre es lúgubre, recordando aquel episodio bíblico en el que cierto profeta acabó con su testuz sobre una bandeja de plata. Un incidente ligeramente desagradable. Tan fúnebre, como un edificio entero con forma de parrilla para recordar el suplicio de un santo, en el cual nuestros augustos reyes almorzaban un día sí y otro también. O como tantos recuerdos de mártires que nos enseñan cómo hemos de alcanzar la santidad a través de la tortura, del sufrimiento. Así pues, todo parece indicar –empezando por el nombre, desde luego- que, de donde nos encontramos hoy, no suele salir nada bueno. Y esto es verdad, en parte. Es la realidad, sólo a medias. Aunque todo ello, repetimos, depende ahora de los actos de un hombre, de una persona que se pregunta qué demonios hace allí, él, asturiano, del más puro norte, en un pueblo perdido de la mano de Dios en Cádiz, teniendo en sus manos en este momento la primera de una larga lista de decisiones importantes que va a tener que tomar España en los próximos siglos.

            Ese hombre es el general Rafael Riego. Y maldita la gracia que le hace serlo en este momento.

            Quién le iba a decir a él que iba a acabar allí, así, a caballo, revisando sus tropas, en un amanecer extraño, teniendo en un chasquido de dedos el destino de toda la nación española. Quién le iba a decir que aquí, tan lejos de casa, de los lugares con más importancia en su vida, iba a dar –o no-, el vuelco trascendental a la comedia. Quién se lo iba a decir... Y sin embargo, allí está.

            Pasa revista a los hombres. Todos ellos firmes, enérgicos, los botones de las casacas bien ajustados hasta arriba, los sables en su sitio, el uniforme perfectamente articulado respecto a las ordenanzas. Un grupo de hombres que tienen su confianza depositada en él, que marcharan con su general al cielo o al infierno, donde él quiera llevarles, y cuya única causa política será la que marque su jefe. Un jefe que, como tal, debería indicar una orden firme, absoluta, inexorable. Y sin embargo, se resiste a hacerlo. Porque Riego aún se lo está pensando.

            Maldita sea la hora en que me mandaron aquí, medita nuestro héroe. Maldita sea la hora en que me dijeron, anda, Rafael, tú, vete p´a las Américas, que andan los criollos revolucionados, ve a enseñarles un poco cómo se impone la madre patria. Maldita sea este pueblo, Cabezas de San Juan, punto de partida hacia Cádiz, de donde debería zarpar para enfrentarme a los enemigos de la patria. “Maldito sea” (se dice) “el día en que me encontré con los generales que venían de vuelta de América”.
            -Lo de allí pinta muy mal, Rafael -le dijo Mendizábal-. No están dispuestos a rendirse. El Bolívar ese lo tiene muy claro, se le ha metido entre ceja y ceja, y no va a parar hasta conseguirlo. Y están San Martín, y Sucre, y mucha gente ya... Esto ya no lo detiene ni la madre que lo parió.
            Rafael le contemplaba, con gesto adusto.
            -¿Pero qué es lo que te han dicho?
            Mendizábal, perro viejo, escupió a un lado sobre la tierra.
            -Pues que qué cojones hacemos nosotros combatiéndoles, si hace nay menos estuvimos partiéndonos el cobre con los franceses para librarnos de los que nos habían invadido. Que es, según me dicen, igualito a lo que están haciendo ellos mismos luchando contra nosotros. Y que qué haríamos si una potencia extranjera viniera a imponernos un absolutismo rígido y monolítico como el que, de hecho, quería Napoleón para España.
A mí me lo vas a contar, meditaba para sus adentros Riego. Si Murat, el lugarteniente del Napo, me mandó a la cárcel y tuve que escaparme como pude para poder volver a ver la luz del sol.
-En definitiva -quiso terminar Mendizábal-, que qué carajo estamos haciendo luchando a favor de Fernando VII.
            Riego masculló. Joder, la madre que les parió a todos. Si lo peor es que tenían razón.
            -¿Y no les has dicho que es nuestro rey?¿Que un soldado tiene que servir al que gobierna su patria?
            -Sí, se lo decía, y se me descojonaban –Riego enarcó una ceja-. A ver...-gruñó Mendizábal, replicando al asturiano con la mirada-. Qué clase de rey es uno al que llaman el Deseado, y vuelve como el ogro que fue siempre. Que acepta la Constitución que le entrega un pueblo soberano, volcado con su regreso, y en dos años lo tira todo a la basura, y se dedica a perseguir a los que insinuaron una mayor libertad en España. Que cómo podemos defender, me preguntaban ellos, a un soberano que nos ha traicionado tan descaradamente. Y que ni siquiera se parece a su abuelo, que intentó imponer algo de cultura y razón por aquí, aunque fuera sin contar con el pueblo; pero es que éste se dedica a cerrar universidades, y a abrir escuelas de tauromaquia.
            Riego contempla el horizonte. Mientras lo hace, recuerda cómo una de las pocas buenas cosas que hizo el gran Napo aquí, como fue eliminar aquella lacra anacrónica que decía llamarse el Santo Oficio en España, había sido también remedada por Fernando VII, garantizando, como siempre, nuestra imparable marcha hacia el progreso (el progreso del oscurantismo, de la ignorancia y de la miseria, se entiende), en contra del avance de todo el planeta. Que inventen ellos, y todo eso, que se dirá después. Unos segundos más tarde, Riego le pregunta a su colega:
            -¿Tú cómo crees que se arreglaría esto?
            Mendizábal se muestra seguro.
            -Bajo el absolutismo, las colonias están perdidas. En un sistema mínimamente democrático, los criollos se abrirían un poco a negociar.
            Y fija los ojos en Riego.
            -Y a lo mejor no es sólo del futuro de las colonias de lo que estamos hablando en este momento.  
            Y Riego asintió. Tenía que asentir, cómo no iba a hacerlo. Y conforme lo debatía con más gente, más seguro estaba de todo aquello. De hecho, la cosa estaba hablada desde hacía mucho tiempo, el plan se hallaba orquestado, y ya se había establecido Cabezas de San Juan como punto de actuación del movimiento inicial. Pero aún le asaltaban las dudas. Por ejemplo, cuando abordó un ratito después a su superior Quiroga, el cual trataba de despejarle las incertidumbres.
            -¿No te parece, Rafael, que un golpe de mano podría cambiar muchas cosas en este país?
            Y Riego le miraba con ojos firmes. Y afirmó, con voz sobria y quebrada:
            -Por mucho menos se ha colgado a traidores.
            Y era verdad, y él también tenía experiencia en ese tipo de lances. Al fin y al cabo, y cuando consiguió salir de la cárcel en la que lo había metido Murat, tuvo que pasarlas canutas para convencer a sus propios compatriotas que no venía como espía francés. Anda que no eran desconfiados los huevones. Aunque él también, después de todo, lo hubiera sido.
            -Riego, esto no puede seguir así. La Pepa fue aprobada por aclamación popular. Tan sólo se han puesto en contra los politicastros del antiguo régimen; el pueblo, en cambio, está con nosotros. Es hora de que Fernando VII cumpla lo que prometió. Si no le presionamos, seguiremos como estamos hasta el fin de la eternidad. Además, si en el fondo, Fernando VII es un cagueta. Se arrugará a las primeras de cambio, como hizo en Aranjuez y como hará cada vez que alguien le levante un poco las pistolas.
            El general asturiano vacila. Una cosa es pelearse contra los franchutes, con su chulería imperial, tratando a los españoles como si fueran chusma a batir a golpe de bayoneta, y otra es enfrentarte contra tu rey, tu propio rey, le roi, como dicen los gabachos, en favor de un pueblo que muy probablemente te olvide en menos de dos días, y se te eche atrás a la primera de cambio. El órdago, como mínimo, requiere valor.

            Pero la pregunta era, ¿merecía la pena?¿Era el camino por donde nos llevaba ahora mismo Fernando VII- el mismo por el que nos condujeron su padre Carlos IV, y el chuleta de Godoy (demostración viva de que cualquier podía llegar a primer ministro a fuerza de ir echando polvos)-, el que más le convenía a España? Porque de momento, primero de todo, y por su ineptitud, nos condujo a que nos invadiera el gran Napo, después de haber estado peleando a favor suyo en no-sé-cuántas peleas (desastre de Trafalgar incluido) precisamente para estar de buenas con él. Todas esas tonterías de nuestros reyes, la decadencia que llevábamos arrastrado desde Felipe III, la habían estado aguantando los españoles –católicos, devotos, patriotas-, durante ya varios siglos, en los que habíamos estado tensando la cuerda hasta el límite, pareciendo que de tanto sufrirla nos íbamos a acabar por acostumbrar... Pero, sin embargo, y por mucho que quisieran negarlo, esto ya no podría ser así nunca más. La llegada de los franceses había supuesto un cambio, pues ellos traían consigo la leyenda de una revolución que les precedía, de un estado llano que decidió plantar el puño encima de la mesa y decir, se acabó, me niego a pasar hambre, e incluso a cortar la cabeza de un rey. Bien era cierto que la revolución había aportado masacre tras masacre, y que su final había culminado en un emperador que era tan absolutista como al Luis XVIII al que le separaron suavemente la cabeza de su cuello, pero esas contradicciones, para los que las contemplaban desde fuera, eran lo de menos. Lo cierto era que España (meditó Riego) también se merecía cambiar: también se merecía un poquito de libertad. Ese sentimiento –se dijo- esa exaltación de los nacionalismos locales, que se impregnaban a la par de la ambición de la democracia, fue, en realidad, y después de todas las batallas, lo más importante que nos legó el gran Napo a la historia, a pesar de Austerlitz, de Leipzig o de Waterloo. De hecho, cuanto más lo pensaba Riego, más se confirmaba su hipótesis de que, contra el Napo, vivíamos mejor: al menos en aquella época, el pueblo tenía bien claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos, nuestro rey era lo mejor que había parido madre, y mientras en una isla se tejía una Constitución –como tejería más tarde Mariana Pineda su bandera-, en esa Cádiz tan cercana se cantaba aquello de “con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones”, y las mujeres se dedicaban a arrojar todas sus baterías de cocina por la ventana contra los malditos gabachos, los cuales ni se esperaban lo que esos “cabrognes” de los españoles estaban dispuestos a hacer, ni sospechaban siquiera una mínima parte de lo locos que estábamos. Y se confirmaba, es triste admitirlo, que a veces lo peor que te puede ocurrir en la vida, es que tus sueños se hagan realidad.

            No obstante, Riego, ahora, delante de sus hombres, en el amanecer de Cabezas de San Juan, dudaba. ¿Qué pasaría?¿Qué ocurriría con España? Eso era lo que más le importaba. Le atañía mucho cómo fuera a pasar su nombre a la historia, si como la de un héroe, un inútil, o un innoble a la patria. Pero eso él no podía saberlo.

            La respuesta, si Riego la hubiera sabido, hubiera sido doble. La leyenda le recompensaría de sobra por sus acciones; la realidad, le trataría a puntapiés. Porque en realidad, el mérito de este golpe de mando no debía haber sido de Riego; debía haber sido de Quiroga, que era su superior, a quien le tocaban todos los honores. El problema es que Quiroga alzó la mano un día después, y medio fracasó en Cádiz. En cambio Riego, que va a ponerse en marcha hoy, obtendrá éxito en un reducto tan minúsculo como es Cabezas de San Juan. Y él pasará a la Historia, y luego se cantará el Himno de Riego, y todas esas cosas que tanto le gusta relatar a las abuelas junto con las tradiciones populares. Pero las intrigas palaciegas, que desprecian a los héroes y les apartan en cuanto pueden del tablero de la política -con sus sempiternos seres oscuros, que nunca asoman su rostro a la luz-, le retiraron, en la paz, todos los honores que había el asturiano alcanzado en la guerra. Apenas fue reconocido por su éxito, y, de hecho, en medio de las continuas luchas internas de los liberales que habían triunfado con el movimiento de Riego, los más exaltados expulsaron a los más moderados (incluyendo el general) de toda tarea de gobierno, relegándolos a un rincón secundario. Eso sí, cuando tres años después de iniciado este momento, las potencias europeas, conscientes de que la democracia es una enfermedad terriblemente contagiosa, mandasen a cien mil hijos de la madre que les parió a terminar con tanta tontería como tenían encima los españoles, a Riego le llamarán de nuevo, como siempre, para partirse la cara, mientras los que por aquel entonces se ponían las medallas se dedicaban a esconderse por debajo de las mesas. Esta vez, sin embargo, a los unos y a los otros, les iba a tocar perder. Fernando VII pretenderá no hacer sangre, una vez recuperado el poder absoluto, y jura y requetejura que decretará una amnistía general para todos los implicados en el golpe. Pero una vez más, el paleto de nuestro monarca romperá su palabra dada en mil pedazos, y mandará a la muerte a todos los que se opongan a lo que se ha mantenido toda la vida de Dios en España, el absolutismo más férreo, e incluirá a Riego en su lista, a todo un héroe de la Independencia, el cual acabará por fenecer ahorcado. Éste suele ser el destino de los más leales defensores de la patria: despreciados en vida, exaltados en la muerte. Hay que joderse, pensaría el asturiano, si lo hubiera sabido, o quizá intuyéndolo.

            Pero no era eso lo que más le preocupaba a Riego. Por eso, el día anterior, y sin que nadie se diera cuenta, se pasó por una feria ambulante que pasaba por el pueblo ese día, y que iba a marcharse al día siguiente al alba, justamente a la hora a la que todo debía decidirse. Y penetró, sin el traje militar, completamente de incógnito, en la tienda de una pitonisa, que predecía el futuro en los posos de café y en la bola de cristal –supercherías de las que Riego siempre se había mofado en público y en privado; pero hay preocupaciones, pensaba él, por los que merece la pena acabar rompiendo algunas creencias-. Y le preguntó por una decisión que tenía que tomar mañana. Y sobre qué iba a pasar con respecto a ella.

            La pitonisa miró. Y la bola, por primera vez en toda su vida (nunca había pasado de estafadora común, la pobre), le empezó, para su susto, a decir demasiadas cosas. Le reveló que a continuación del golpe de Riego, las distancias entre conservadores y liberales, muy marcadas ya de por sí, se abrirían mucho más. Que en este país, en el que ni siquiera es posible que dos se pongan de acuerdo para ir al baño juntos, no había manera de que los politicuchos sellaran algo común, más allá de las irreconciliables diferencias, para resolver nuestros problemas compartidos de una manera pacífica. Que cada uno se enconó en el radicalismo de las ideas de su bando, los conservadores, pretendiendo preservar como en una momia un absolutismo cada vez más muerto, los liberales, escindiéndose en facciones, muchas de ellas enemistadas a muerte entre sí, y que irían alcanzando cotas de violencia cada vez más elevadas. Contempló el retorno del absolutismo, a Mariana Pineda envuelta en el silencio y su bandera, contempló la expulsión de Isabel II, a un Saboya que se sintió despechado, a una Primera República que se fue a la mierda, y en la cual uno de los más grandes jefes de estado que hemos tenido en la historia, Nicolás Salmerón, dimitió literalmente a los cuatro días de ser nombrado porque firmar las penas de muerte no iba con su conciencia. No había aprendido el muchacho que los escrúpulos no convenían a la política, ni la costumbre de la mayor parte de los diputados, que no dejan su asiento ni aún les corten las manos. Vio una restauración y un sistema de alternancia, un intento de asentar la paz en base a los caciquismos que no consiguió casi nada, pues cada medida adoptada, como el lienzo de Penélope, se tejía y destejía al compás de los gobiernos, que iban sumando constituciones, a cual más inútil. Vio una generación del 98 que quiso resolver el problema penetrando en las raíces del carácter español, y que salió tan escaldada que perdió toda esperanza. Vio una dictadura de un Primo de Rivera impuesta por un rey, y cómo ese rey fue castigado a marcharse por la puerta chica. Vio una Segunda República que pudo ser una salida quizás razonable, pero que se fue a la porra, acabando en una Guerra Civil cruenta, sangrienta y sanguinaria, que reflejó los casi siglo y medio de luchas constantes entre absolutistas y liberales, carlistas, marxistas y anarquistas, terroristas y tropas del estado. Vio una guerra que venía de mucho antes, que venía de tanta intransigencia, de tanto odio, de tanta radicalización de posturas, de querer imponer la razón por la fuerza de las armas, que se basaba en la asunción de que la mejor manera de ganar dialécticamente en una disputa era matar a tu oponente... Vio el reflejo de lo que era España, y en lo que se quedó, cubierta por un silencio atronador, el silencio de tantísimos muertos, porque cualquiera procuró cargarse a todo el que pudo a su paso, los nacionales conforme avanzaban, los rojos por donde huían... Vio una España rota, sin alma y partida en mil pedazos, que mantuvo durante cuarenta años la cabeza baja, avergonzada por su propio drama. Vio, finalmente, que fueron necesarios tantos palos, y tanto dolor, para que finalmente fuera posible que los comunistas y los franquistas, los nacionalistas periféricos y españoles, los socialistas y los de centro, se sentaran en una misma mesa y se dijeran que todo esto no podía repetirse. Y consiguieran, a base de ceder cosas, ponernos por fin de acuerdo en algo. Pero, para todo ello, había tenido que tener lugar tanto sufrimiento...

            Porque era verdad que, en algunas de estas disputas, había veces que era uno de los bandos el que tenía la mayor parte de razón. Era verdad que España ya no podía aguantar nunca más el absolutismo, y que tenía que salir de allí. Era verdad que era preferible una segunda república, con todos sus fallos y sus descontroles (que debimos haber intentado arreglar entre todos, parando a las facciones militares de izquierdas y de derechas, en lugar de alentarlas), que la dictadura que estableció después un señor bajito y con aires de grandeza, elaborando la paz sobre los cuerpos de cientos de miles de hombres, y alargando la guerra para conseguir la mayor masacre en cada sitio, de tal manera que ningún opositor volviera a decir esta boca es mía en toda su vida, si es que finalmente quedaba alguno... Pero también era verdad que incluso los que tenían la razón, se pasaron cuatro pueblos en muchas de sus acciones, que si el ejército nacional masacró sin piedad, los rojos también quisieron hacer sus purgas por su cuenta, y que al final los desmanes eran tan grandes por ambos lados, que es imposible, sin revolvernos el estómago, ponernos a defender a ninguno... Era verdad que si bien los movimientos obreros tenían razón en querer mejorar las condiciones sociales, los métodos que adoptaron muchas veces, a fuerza de bombas y de manchas de sangre, eran mucho peores que las injusticias que tan ardientemente combatían. Y si era ilógico que la Iglesia Católica tuviera una cantidad de dinero que no era normal en un país tan hambriento, tampoco era lógico por ello pensar que eso justificaba quemar conventos, ni este hecho permitía que los curas tomasen una escopeta y se pusieran a disparar. Que razón tenía Goya, cuando representó fielmente el carácter español, dos hombres matándose a garrotazos en mitad del campo, dos tendencias opuestas que nunca encuentran manera de serenar los ánimos, españolito, españolito, mira que te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte del corazón. ¿Y dónde estaba Goya? Decepcionado, asqueado, crudo retratista de su tiempo, del capullo de Carlos IV, de la boba de su esposa, y del oligofrénico de Fernando VII, de una guerra que le horrorizaba y le espantaba, y a la que nos condujeron unos cuantos hijos de puta que no pisaron un campo de batalla en su vida, o que estaban tan locos como para colocarse con el olor de la pólvora. Goya estaba perdido, a punto de exiliarse él mismo, aislado en un mundo sin sonido de pinturas negras, de aquelarres y miserias, de horror y de brujería, de Saturno comiéndose a sus hijos, de una España profunda a la cual no toleraba, y a la que sin embargo se veía incapaz de cambiar; Goya se volvió loco, porque veía la realidad con toda su fuerza, porque era de esos hombres que no es capaz de taparse los ojos -como casi todos nuestros grandes sabios, se arrepentía de haber nacido en su patria, y, sin embargo, no podía dejar de interesarse por ella. Así fue como pasó de ser el pintor de los majos bailando bucólicos en los campos, de los alegres paisajes y de los colores vivos, al creador, al que dio vida, a algunas de la más oscuras pesadillas. A las que él contempló.

Todo eso lo vio la pitonisa, todo eso lo contemplaba mientras Riego la miraba y aguardaba una respuesta. Y la pitonisa le miró y se calló, como una puta: “la bola no es capaz de decir nada”. Sabía, lo sabía la adivina, que si le contaba a quien fuera todo esto, nadie la iba a creer.
           
            Y al día siguiente, Riego, el sable en la mano, sus hombres listos, se lo pensó otra vez. Y pensó en el día en el que España alcanzara la paz y la estabilidad y los partidos se alternasen de manera pacífica y en función de las decisiones del pueblo. Lo cual nos hace pensar qué opinaría Riego de las situaciones que se viven hoy en día, de partidos políticos haciendo campaña electoral, en un bando y en el otro, a raíz de un atentado terrorista; de leyes que se aprueban o no, nunca por su contenido, sino por quién las convoca; de partidismos a muerte, de periódicos manipulados, de negación de la democracia y la humanidad a favor de los privilegios y de los privilegiados, de seguir defendiendo una idea a fuerza de masacre y de bombas... De tanta y tanta mierda de unos políticos que no reflejan a la gente, que merecen que los echen todos a patadas, y de unos ciudadanos que han perdido cada día más la conexión con sus representantes, los cuales viven en una burbuja y se empeñan en crear problemas que no existen. Políticos que han perdido el espíritu de la conciliación, de la paz, de recordar -como recordaron tantísimos españoles en las elecciones del 77 y el referéndum del 78, primándolo con su voto- que otra guerra civil no podía volver a repetirse. Pero a esta nueva generación de “politicuchos”, lo peor de cada casa (aléjense de ellos, que no toquen a sus hijos, es contagioso), les da todo igual y lo mismo les importa que vuelvan a levantarse las bayonetas en Brunete, si con ello arañan un par de votos. Y donde cada día crecen más los partidos que reclaman el voto en blanco, el tirar la suscripción electoral al retrete, o el “si el voto sirviera de algo, entonces estaría prohibido”.

            Pero Riego ignora todo esto. Riego está pensando en la libertad. Quiere creer en un mundo más justo y más libre, como también lo quieren Bolívar y San Martín, que se encontrarán, años más tarde, con una Sudamérica que también se les deshará entre luchas partidistas, y en la cual sus habitantes comprobarán como al final todo su esfuerzo para salir de la dominación española ha servido, después de todo, para caer bajo las manos de otros amos, quizás más indirectos, pero incluso, después de todo, mucho más opresivos. Y para descubrir ellos también, por sí mismos, lo difícil y solitario que es el camino de la libertad.

            Y por eso, Riego levanta el sable, y pone a sus hombres en marcha.

            El sol no ha terminado de salir.

martes, 13 de marzo de 2012

La historia corta de marzo. Un premio inesperado.

Entiendo que el título de esta entrada puede inducir a equívoco. No es que la historia corta de este mes sea "un premio inesperado". Para quien ha supuesto un premio inesperado es para la persona que os habla. Andaba yo  echándole un ojo a una de las páginas literarias que sigo de vez en cuando, LeoyEscribo, y me encontré entonces un concurso que consistía en proseguir un relato iniciado por la escritora Ángela Vallvey acerca de la historia de amor de una pareja. La dinámica del concurso consistía en leer las secciones que componía Ángela y que correspondían al punto de vista de la chica, y responder desde el punto de vista del chico. Las instrucciones añadían que se pretendía que el relato final tuviera un tinte tanto cómico como trágico, y que los dos puntos de vista (el masculino y el femenino del relato) no tenían necesariamente por qué coincidir y que, de hecho, que sería bastante bueno que no lo hicieran. La cuestión es que le eché un vistazo al inicio de la historia, y aunque últimamente me encuentro cada vez más renuente a participar en cualquier tipo de concurso, y tampoco sabía muy bien si éste era mi estilo, lo cierto es que había una palabra que no hacía más que venírseme a la cabeza. Así que, un poco en broma y un poco en serio, redacté un par de líneas, le eché un breve repaso (tan breve que al releerlo hay alguna cosa de la que me arrepiento) y lo envié sin darle mayor importancia. Pero parece ser que a los de la página les hizo gracia y resulta que he ganado -el premio ha sido un lote de libros de Planeta: tranquilos que no me quito de pobre-. Así que os lo muestro a vosotros, para que también lo podáis ver. Espero que os guste.

Mi amor no es menos hermoso que el azul de tus ojos
primero
(ELLA):
Yo tenía un amante al que no supe que amaba hasta que me abandonó. Lo amé sin amarlo; no sabía lo que estaba haciendo. Los perfumes del amor reventaron a mi lado, y se desvanecieron. El amor es uno de esos poemas que se escriben por la noche. Yo nunca tuve sensibilidad para la poesía.
Pensé que estar sola era bueno, porque nunca en toda mi vida lo había estado, hasta que él me dejó.
Lo conocí en los últimos cursos de bachillerato, cuando aún llevaba un corrector dental que me ponía por las noches, lleno de hierros exteriores que me presionaban el cráneo y me apretaban tanto la mandíbula que yo estaba convencida de que en realidad era un bozal para locos. El aparato me dejaba marcas sanguinolentas, pero mi madre se empeñaba en que siguiese usándolo porque, según ella, no había nada más satisfactorio en el mercado de la ortodoncia y porque, para mi padre, la única señal visible de que alguien es de buena familia está en la simetría de sus dientes.
Andrés —así se llamaba el que acabaría siendo mi amante, mi esposo—, se sentó una tarde a mi lado, mientras veíamos un partido de fútbol escolar. Era un chico tímido, y guapo. Pero no de esos guapos que deslumbran a todas las muchachas del Instituto y que se menean por los pasillos con el huero pavoneo de un gallo joven.
Ángela Vallvey
Éste era el inicio del relato, y la que véis abajo es mi aportación: 
(ÉL):
Patatas. Yo en lo único en que podía pensar era en patatas. Lo del partido de fútbol era una excusa: más bien me regodeaba en la imagen de las deliciosas papas fritas que vendían en la cafetería, y que sólo si me quedaba iba a tener la ocasión de probar. Después de comprarme mi cucurucho de tan hermosos tubérculos (cortados y doraditos como si de una aparición celestial se tratara) intenté encontrar sitio en las gradas, pero no hallé ninguno. Bueno, sí, al final. Al lado de esa chica con los hierros para los dientes, que la hacían asemejarse a un jugador de fútbol americano dispuesto para la carga. Yo no la conocía demasiado, pero en fin, tampoco es que tuviera demasiadas ganas de conversar. Así que me senté, fingí que veía el partido, y antes de darme cuenta, escuché un sonido extraño. Me giré y contemplé cómo los dientes de la chica, dentro de su cárcel de hierro, me sonreían de par en par. Yo sólo podía pensar en una cosa: se había comido una de mis patatas.

Si queréis ver cómo ha progresado el relato, podéis seguir su evolución aquí. Me alegra comprobar que alguno de los aspirantes a continuar la historia ha retomado la cuestíón de las patatas.

martes, 6 de marzo de 2012

La película de marzo. "Candilejas", de Charles Chaplin

"Candilejas" es quizás una de las películas más desconocidas del creador de personaje de Charlot (el cual no aparece en la misma, pero se le intuye), pero, según algunos, la mejor de todas. Y tiene mucho de especial por distintos aspectos.

Para empezar, es difícil no pensar que tiene mucho de autobiográfica. Chaplin (actor y director, como en casi todas sus películas) interpreta a Clavero, un viejo actor al que el mundo ha olvidado y que malvive recordando sus viejos momentos de gloria. Chaplin, como todos los actores que vivieron la época del cine mudo (aunque Gloria Swanson fue la que quizás mejor lo reflejó en "El crepúsculo de los dioses"), se sentía descolocado con la innovación técnica del sonido, y aunque no fue el peor tratado, sí que quizás notaba en parte que su tiempo había pasado. Por esto esta película rinde un sentido homenaje a esos viejos cómicos, y quizá por ello sea la única en la que podemos ver a los dos más grandes del cine mudo, Charles Chaplin y Buster Keaton, compartiendo plano y escena, como en este fotograma:
Se da la circunstancia, además, de que Buster Keaton atravesaba por esta época un momento difícil, con lo cual su inclusión en la película tenía un doble sentido del compromiso. Esto contribuye a que las escenas en las que ambos colaboran sean (sobre todo si se conoce el contexto) particularmente emotivas.

Pero quizás el hecho que más marcó la película fue un dramático suceso en la vida de Chaplin. Cuando fueron a rodar algunas escenas en Londres, el director solicitó el visado para la re-entrada en Estados Unidos. El visado le fue denegado, por la sospecha de que el actor tenía simpatías comunistas. Yo siempre me lo he imaginado como una especie de llamada telefónica: "¿Qué tal?¿Te va bien por Europa? Ah, todo estupendo por aquí. Por cierto, ya que estamos, que no hace falta que vuelvas". Se cerraba de un plumazo todo un capítulo de la vida de este hombre. Le habían desterrado, y sabía (de manera muy lúcida y certera) que le sería prácticamente imposible regresar.

Chaplin se adaptó. Residió en Europa. No pasó una mala vida. Era feliz, como probablemente fue feliz siempre, a pesar de una vida marcada de contratiempos. No fue de esos autores que acaban aborreciendo al personaje que han creado sino que, en la Suiza en la que se retiró, era habitual que, bajo solicitud de algún fan, le dedicara unos pasos al mejor estilo Charlot. Era un hombre que amaba lo que hacía. Igual que amaba a la humanidad, como demostró en una de sus películas más personales, "El gran dictador", y en su vibrante discurso final. ¿Simpatizante comunista? Los investigadores del gobierno norteamericano lo estudiaron, como podemos averiguar en este reportaje. En su profunda inspección, en la que llegaron a confirmar que no existía su partida de nacimiento (el origen de Chaplin es un enigma: por lo visto guardaba unos papeles que decían que era hijo de unos zíngaros nómadas, y aunque nadie sabe confirmar la veracidad de este punto, su hijo opina que el hecho de Chaplin guardara los papeles demuestra que él al menos les daba cierta importancia), determinaron que no podían constatar que se tratara de un simpatizante comunista -menos, por supuesto, que trabajara para los soviéticos-, y que con la información que tenían podría tratarse simplemente de un progresista o un radical (aclaremos: estamos hablando de la época del McCarthismo, en la que los partidarios del senador llamaban bolcheviques a demócratas que repartían fragmentos de la Constitución americana). En todo caso, Chaplin no retornó a Estados Unidos aquel año, y tampoco lo hizo su película; el hecho de que hubiera sido señalado con el dedo por las autoridades norteamericanas hizo que muchos cines no quisieran exhibirla. Una vez más, como tantas, no sólo se acalló la voz de un autor molesto, sino también su espíritu.

Pero todo pasa, incluso una ideología tan autoritaria, tan extremista, tan invasiva y coartante de la libertad y de la humanidad como el McCarthismo. Y en 1972, la película se volvió a proyectar en los cines. Y, quizás por la deuda moral que tenía la Academia con Chaplin, la película recibió el Óscar a la Mejor Banda Sonora, en lo que consituyó todo un homenaje a Chaplin, el cual, con 83 años, recibió el único Óscar no honorífico de su carrera. El cómico, una vez más y a pesar de los años pasados, volvía a reír.

En cuanto a los valores cinematográficos de la película, contiene escenas tiernas, curiosas, sorprendentes, que nos causarán una sonrisa, pero también es verdad que a veces (y esta opinión es por supuesto subjetiva) adolece de algunos defectos: un cierto exceso de sentimentalismo; un ritmo ligeramente monótono; una historia que en determinados momentos sabe a repetida -si bien es verdad, como todos sabemos, que a veces el peligro de ver películas clásicas es que ya hemos visto antes la misma historia contada por sus imitadores y olvidamos el valor de lo original-; un tono deprimente que puede desincentivar el visionado, y alguna escena que es difícil de comprender bajo el punto de vista de los parámetros sociales actuales. Aún así, y por todo el significado que trae consigo, por toda la historia que subyace y que acabamos de mencionar, la película adquiere un valor incalculable, ya que son dos historias las que nos van a contar: la que refleja la película, la que vería cualquiera, y la historia real relacionada con el sufrimiento de los personajes, que es también el de los actores que se encuentran detrás. Como suele decirse, la procesión va por dentro, debajo de los ojos de los protagonistas. Por otra parte, contemplar las magníficas escenas en que Chaplin recrea al propio Charlot, los momentos con Buster Keaton, o a Chaplin bajo una perspectiva diferente, pero siempre carismático, amable, cándido, humano, en uno de esos personajes tan cálidos que nos ha legado, es un espectáculo impagable por el que merece la pena arriesgar. 

Recordando el silencio al que se vio sometido con su exilio Chaplin (y no precisamente por dedicarse al cine mudo), ¿a cuántos Chaplin se acalla cada día en el mundo?¿Quiénes ven alrededor de su boca una mordaza, de qué manera y con qué amenaza se les obliga a callar?

Chaplin, sin embargo, sobrevivió para dejar su mensaje. Hoy sus películas nos muestran todo aquello de lo que "el pequeño vagabundo", sin decir nada en muchas de ellas, quería hablar.