lunes, 30 de abril de 2012

El relato de mayo (adelantado). "Smile".


El relato de hoy quiere servir de homenaje no sólo a las personas especiales que he conocido a lo largo de mi vida (y que me inspiran este relato, cada cual en una medida distinta), sino también como ejemplo de cómo ciertas enfermedades pueden generar situaciones sorprendentes -algunas horrendas, otras en cambio maravillosas- en función de la siempre inesperada perspectiva con la que el ser humano al que le aflige sea capaz de afrontarlas. Gracias a los prodigios de la investigación y de la medicina (que han disminuido la mortalidad infantil por otras afecciones) vemos un número cada vez más creciente de estas enfermedades genéticas de baja incidencia, denominadas también "enfermedades raras", para muchas de las cuales todavía no se conoce cura. En algunos casos por el deseo de desentrañar los mecanismos que gobiernan nuestro organismo, y también en muchos casos por el abnegado deseo de ayudar, miles de científicos se dedican en cuerpo y alma a diseccionar la base de estas enfermedades, y a encontrar una manera de reparar su mal. Conozco a fondo a esos investigadores porque los he tenido cerca: son hombres como todos, realizan su trabajo los más por vocación, algunos por altruismo y otros porque es una tarea como cualquier otra. Pero puedo testificar de primera mano que muchos de ellos son personas maravillosas, y no nos cabe duda de que realizan una contribución incalculable a la sociedad: comprometidos con su trabajo hasta decir basta, capaces de despreocuparse de cosas personales o de su propio futuro y en cambio pasar una noche sin pegar ojo preguntándose por qué un experimento salió mal o si se han dejado encendida una luz del laboratorio que debieron apagar. Gracias a estos seres anónimos con bata (que no ven pacientes, que no salen casi nunca en los periódicos, que realizan un trabajo callado y en la sombra, arduo, trabajoso, poco agradecido y siempre entregado), que un día se llamaron Pasteur o Fleming, nuestra esperanza de vida es más larga, nuestros hijos nacen cada vez más sanos, y hay se cuentan cada año por menos las plagas a las que no hayamos conseguido derrotar. En un tiempo en que los recortes en ciencia cada vez son más brutales (suponiendo, de manera segura, pan para hoy y hambre para mañana) y en que gente que triunfa por labores vanas se dedica a cuestionar la utilidad de la ciencia, este post quiere servir, entre otras cosas, de tributo a mis amigos los científicos. Y en concreto a unos cuantos a los que he amado muy intesamente: ellos saben cuánto les voy a extrañar.

Smile

            No hay nada más grande que esa sonrisa.
Y al mismo tiempo, nada más mortal.
            No me entendáis mal. Ésta no es una de estas historias donde un hombre terriblemente cruel y despiadado ejecuta un plan macabro con el objeto de llevar a la ruina a más de media humanidad. No es nada de eso. Ni siquiera se puede decir que en este relato haya un malo pequeñito, una especie de personaje secundario amable que nos haga gracia a la vez que él trata sin éxito hacerle la puñeta a todos los demás, como una suegra quejica, un jefe malintencionado o incluso un perro que se orina sin venir a cuento en la entrada de nuestro jardín. No, aquí no mostraremos ningún villano. Al menos, ninguno humano. La única culpable, terrible y maléfica, en este caso, es la propia madre naturaleza.
            Pero quizás debiera comenzar de una manera más convencional la historia. Para ello, os quiero presentar a mi novia, Lluvia. Es un nombre original, como ella misma. Le gustan cosas curiosas, y a veces diametralmente opuestas: le encanta cine, claro, pero también escuchar el sonido de un grillo agazapado detrás de las rocas. Salir con los amigos, y asimismo las cajitas de música, las cuales puede pasarse horas tocando. Abrir la boca y beber el agua de lluvia directamente: dice que la alimenta, ya que después de todo lleva su nombre. Los libros pequeños, de los que caben en el bolsillo y los puedes apretar contra tu cuerpo y acariciar. ¿Puenting, alpinismo, deportes de riesgo?, quizás, aunque los que practique no sean los más conocidos, pero para ella toda su vida, en cierta medida, es un evento arriesgado. Pero lo más formidable de todo, como digo, es su sonrisa, y más increíble todavía, su risa. Una risa abierta, espontánea, natural, fresca, mostrando todos los dientes, una carcajada espectacular que te llena, alucinante, ambiciosa, la cual te hace pensar que no hay otra cosa mejor en el mundo, que todo es dicha y felicidad y maravilla, una risa que lo inunda todo, que lo ilumina, como un océano desparramándose más allá de sus orillas. Todo rebosa un universo de grandiosidad y de belleza cuando se ríe...
Y entonces, a continuación, el corazón de Lluvia, como un reloj mal acompasado, se desconecta.
            No es una broma. Qué más me gustaría a mí que lo fuera. Ojalá hubiera sido todo una broma. En todos los lugares donde alguna vez ha pasado. En la playa. En la piscina. En el cine. En el centro comercial. En la acera. En la esquina. En casa. En un estadio de fútbol. En mitad de la lluvia. En días soleados. En días de niebla. En España, en Francia, en Italia, en Argentina. En lo alto de los edificios y en lo profundo de las pirámides. En todos esos días, una sonrisa, un estremecimiento, un gritito de sorpresa, un llanto, pero sobre todo, una risa, como aviso con antelación de que el mundo se detiene. Primero para mí, y a continuación para ella. Para mí sólo era de mente, para ella, en cambio, también ocurría de cuerpo. El flujo sanguíneo se para y le deja de llegar oxígeno al cerebro. Y entonces hay que reanimarla. A veces bastan con unos simples golpecitos, como si se estuviera despertando de un sueño. Otras veces, en cambio, hay que ponerse más serio. Tiene gracia esto que diga lo del sueño, porque es una enfermedad que se parece mucho a la narcolepsia, aunque ésta es más conocida para el gran público. Porque dormirte cuando sientes alguna emoción en gran medida, bueno, hasta ahí es comprensible, ¿pero hallarse al borde de la muerte? Parece cosa de brujas, una especie de misterio de ciencia ficción. Y sin embargo, lo sorprendente de esta historia no es esto. No es el milagro más grande.
            Éste es el relato de la persona con la que con más frecuencia y estruendosidad escuché reírse jamás.
            Lluvia ríe en todos los lugares y en todas las ocasiones. Es una fanática empedernida de las comedias; sonríe cuando le saludas y también al despedirse de ti. Se asusta al escuchar la explosión de los fuegos artificiales en las fiestas, y se emociona al contemplar un atardecer especialmente bello. Tiende a rodearse de amigos que la hacen reír a mandíbula batiente, se apunta a todas las fiestas, le encanta sorprenderse por un truco de magia, se conmueve cada vez que sucede cualquier acontecimiento pequeñito, de hecho es una especialista en darse cuenta de los más ínfimos detalles, como la vez que abrió tantísimo los ojos al encontrar unos zapatitos de muñeca junto a una casita de juguete abandonados por la calle y dijo, toda excitada: “Creo que Dorothy, la del mago de Oz, ha estado aquí”. Y temblaba al imaginárselo.
            Pero claro, todo ese torrente de emociones tenía que tener su contrapunto, y lo tiene. Como cuando salió de voluntaria para un espectáculo de circo y quedó tan entusiasmada que tuvieron que reanimarla entre tres hombres. También fue curiosa la escena durante la cual, en el transcurso un viaje en globo, tuve que darle golpecitos durante todo el trayecto porque se quedaba tan ensimismada y absorta contemplando el paisaje que no hacía más que parársele el corazón a intervalos periódicos. Aunque he de reconocer que cuando peor lo he pasado fue en la montaña rusa; a cada grito de exaltación de Lluvia, un desvanecimiento, y luego, un nuevo brusco movimiento de la montaña rusa la volvía a recuperar. Todo transcurrió bien y al final no pasó nada grave, pero yo me pasé acojonado a su lado todo el viaje, reflexionando en aquel momento acerca de lo inútil era para ambos en esta ocasión el arnés de seguridad.
            Posiblemente lo que todos me preguntéis es cómo la dejé subir a ese cacharro infernal, o hacer todas esas cosas, teniendo en cuenta su enfermedad. Y entonces os respondería lo que ya he contestado tantas veces: que ella no me deja oponerme. Que no tengo más remedio. La fuerza de voluntad de Lluvia por llevar a cabo aquellas cosas que le emocionan es mucho mayor que el miedo que todos nosotros tenemos a que le pase algo, a que en el intento fallezca. Nunca ha dejado que nada ni nadie le impida realizar aquello que aspira a hacer: ni siquiera su enfermedad. Ni mucho menos su inestable corazón.
            La vida de Lluvia ha sido excepcional en muchos sentidos. Empezando por su nombre, y siguiendo por todo lo demás. Su propia existencia es un continuo desafío a las leyes de la naturaleza. Los médicos que la atendieron en un principio no le daban más de dos años de vida. Y sin embargo, ahí sigue, en la edad adulta, con un trabajo, una vida, un novio (en este caso yo mismo), y una vida repleta de anécdotas y acontecimientos, probablemente muchos más de los que la mayoría de nosotros podamos presumir alguna vez en nuestra vejez. Uno cabría esperar que, para que una persona que sufre esta enfermedad –que los científicos denominan RAS, o Reflexive Anoxic Seizure (traducible como epilepsia anóxica refleja)- la única salida posible, en el caso de que se pretenda mantener una existencia prolongada, es eliminar cualquier estímulo que le pueda provocar estas paradas cardiacas las cuales impiden que le llegue el oxígeno al cerebro: es decir, evitar cualquier hecho que le pueda producir una emoción. O, en el caso de que esto no sea posible (ya que es muy difícil controlar un mundo exterior tan complejo como el nuestro), aprender a que nada nos emocione; a que ningún chiste nos cause risa; a que el sufrimiento no nos produzca dolor. Resignarnos a no enamorarnos jamás... Lluvia, en cambio, ha elegido la vía opuesta: sentir por todos sus poros, vivir de forma tan intensa que parece que en cualquier momento fuera a explotar. Ser feliz, hasta sus últimas consecuencias.
            Pero (me diréis entonces) ese modo de vida es muy arriesgado. ¿Qué pasa si no hay nadie allí para ayudarla, para darle unos golpecitos, o realizarle una maniobra de resucitación cardiopulmonar? O incluso, ¿qué ocurre cuando se encuentra con gente que no conoce su enfermedad? Con respecto a este último punto, personalmente puedo dar constancia hablándoos acerca de la primera vez que salimos. Yo la había invitado a tomar algo después de un par de cruces de miradas en la universidad, y ella había aceptado. Tras salir de la cafetería, después de un par de horas hablando de temas variados, y mientras caminábamos por las calles desiertas, ella me dijo: “Tengo que acordarme antes de irme a casa de un encargo que me ha hecho mi madre. Me ha dicho que le compre un limón”. Yo, al observar lo tarde que se nos había hecho, no pude sino observar: “Bueno, es una pena que no haya una limonería de guardia por aquí”. Tardó en pillar el chiste, unos pocos segundos. Pero entonces, cuando yo casi lo había olvidado, ella comenzó a repetirlo, “una limonería de guardia, je, je”, primero una risita escueta, y luego una tremenda carcajada, enorme, gigante, tanto que me sobresaltó, no sólo porque considerara que el chiste no era ni mucho menos tan bueno como para eso, sino también porque para cuando Lluvia se desmayó desplomándose sobre mí ya me había dado cuenta de que algo extraño estaba pasando. Así fue cómo la historia de nuestra primera cita acabó en urgencias, después de ser transportado durante todo el trayecto en una ambulancia pitando a toda velocidad. La verdad es que no era así como tenía planeada acabar la noche, le expresaría a Lluvia muy a menudo cuando sacáramos a relucir ese incidente. “Bueno”, me respondía ella, “¿a qué ninguna chica te había llevado nunca en una carroza con tantas lucecitas?”, y se reía a continuación alborozada. A mí este tipo de comentarios irónicos de Lluvia sobre su enfermedad no siempre me han hecho gracia, pero me he tenido que resignar.
            ¿Cómo acostumbrarse a esa existencia, a esa forma de vida tan atroz? Bueno, todo es cuestión de ponerse... sobre todo si hay mucho amor de por medio. Lluvia me confesó más adelante que no me había querido contar lo de su enfermedad en la primera cita porque temía que me asustara, como los otros, y me marchara sin volver atrás la vista. En la cama del hospital, todavía recuperándose de su último desvanecimiento, me interrogó: “¿Tú también te vas a marchar?”, preguntándomelo con ojos tiernos. Y en aquel momento no dije nada, pero hice algo mucho más significativo: me quedé. No supe muy bien por qué. Todo me decía que salir con esa chica iba a ser un problema por todos lados. En parte me justificaba a mí mismo diciéndome que, si la dejaba, a lo mejor le daba otro ataque y se moría allí mismo. Pero por otro lado, sin embargo, yo también era consciente de que había algo más...
            Un trago incluso más complicado fue lo de hablar con su padre. Cuando ya llevábamos un par de meses saliendo, y parecía que la cosa iba a ir un poco en serio, éste consiguió que nos quedáramos a solas en el salón de su casa mientras Lluvia se acicalaba, y allí me habló. Lo cierto es que me daba algo de miedo, con esa envergadura tan imponente, un hombre grande por alto y también a lo ancho, con una profusa barba donde parece que podría albergarse media selva. “Mira”, me dijo, “la verdad es que esta situación no es tampoco nada cómoda para mí. La última vez que vi a un padre entregando a una hija fue cuando el padre de mi mujer lo hizo conmigo, y lo cierto es que ya entonces me pareció arcaico. Yo en aquella época era un hippie de los radicales, que creía en el amor libre y en la obligación de desterrar los convencionalismos sociales, y nada me iba a decir que treinta años más tarde iba a acabar haciendo lo mismo. Pero en el caso de Lluvia, no hay más remedio. Hasta ahora, hemos sido sus padres los que más hemos cuidado de ella. Ya sabes lo delicada que es su vida, lo frágil que puede llegar a ser. Es un milagro: un milagro que nos ha sido concedido, y que tenemos el deber de salvaguardar. Durante todo este tiempo nos ha tocado nosotros: ahora vas a tener que hacerlo tú. Cuídala y hazla todo lo feliz que puedas. Aunque quizás no deberías hacerlo demasiado”. Y yo, no sé por qué, hecho todavía un mozalbete, en lugar de encogerme ante tan pesada carga, me sentí henchido de cierto orgullo, y también de una honda responsabilidad. Responsabilidad que he asumido desde entonces, sin haber tenido nunca (en ningún momento) la tentación de renunciar.
            Y así hasta ahora… Ambos mantenemos un collage (mental, y también físico, porque conservamos las fotos colgadas de un corcho en el dormitorio del piso en el que vivimos desde hace un par de años) de imágenes de cosas que hemos compartido juntos. Con los minaretes de Estambul de fondo; acudiendo a espectáculos del Circo del Sol, con Lluvia creyendo sincera que los acróbatas iban a caérsenos encima en cualquier momento; jugando partidos de paintball, cubiertos ambos de balazos de pintura; sentados en las butacas de un cine, robándome Lluvia de mi cubo las palomitas mientras ambos mantenemos la mirada clavada en la película; celebrando Halloween vestidos de bruja ella y de zombie yo, mientras ambos nos asustamos ante la llegada de una momia. Casi todas esas imágenes tienen lugar justo antes, justo después, o al mismo tiempo que uno de sus ataques, porque en todos ellos Lluvia disfruta al máximo, hasta el punto de correr peligro debido a su perenne situación. Y sin embargo, ella nunca se raja: siempre persevera por llegar hasta el fin.
            Para mí, por supuesto, esta situación es complicada. ¿Cómo hacer sonreír a alguien a quien, precisamente, hacerle sonreír es un problema? Supone conciliar un precario equilibrio. De hecho, la primera vez que nos acostamos juntos, yo estaba acojonado. Tuve que hacer acopio de valor (y de mucha insistencia por su parte) para que todo llegara a buen puerto. Y aún así, hubo cuatro o cinco momentos críticos por el camino. Pero al final, todo salió bien, después de todo, y Lluvia me abrazó y me dijo que era la sensación más placentera que había tenido jamás, y que quería repetirlo por lo menos tres o cuatro veces por semana. Creo que entonces me recorrió por todo mi cuerpo un escalofrío.
            Lluvia no quiere negarse nada. Siempre quiere todo más. A veces me digo a mí mismo que lo hace porque es una incosciente, pero en realidad parece tenerlo todo mucho más reflexionado de lo que en principio aparenta. Dice que no entiende que por sufrir una cierta dolencia tenga que resignarse a mantener una vida infeliz. Que de blindarse ante los sentimientos, ante los emociones, entonces quizás conservaría la vida, pero se encontraría muerta, tan muerta como las piedras que no sufren esa enfermedad. Y por eso quiere aprovechar la vida, esa vida tan efímera que Dios nos ha dado, y que en su caso se aprecia todavía más. Rebuscar los más íntimos rincones hasta sentir todas las emociones que le sea posible alcanzar. Saborearlas todas profundamente; no sea que ésta, sea su última oportunidad.
            Pero esto nos provoca a todos miedos, susto. ¿Cómo sobrellevar esto, cómo aguantar la posible muerte del amor de tu vida, dos, tres, cuatro veces al día? Se te desarrollan reflejos, automatismos. De hecho, a veces me ocurre, cuando no estoy con ella (lo cual procuro que sea lo menos posible) que cuando veo a alguna chica riéndose efusivamente o emocionándose, le doy un par de golpecitos en el brazo, para luego a continuación darme cuenta de que ella no la va palmar. Siempre tengo la precaución de llevar conmigo, además, cosas que crea que sean útiles para despertar a Lluvia en caso de peligro; un silbato, un inhalador contra el asma para excitar sus receptores, y si vamos en el coche, un desfibrilador pequeñito. Pero aún así, nunca es suficiente. En todas las circunstancias, hay miedo, hay desánimo. Hubo una época, incluso, en que me dije que esto no podía durar. En que si seguíamos así, esto acabaría con Lluvia muerta en mis brazos, y yo llorando desconsolado en una cuneta. Por eso me esforcé, durante un par de semanas, en que la vida de ella fuera lo más rutinaria posible, más predecible. No llevarla a ver cosas nuevas, no contarle chistes graciosos, convertir su existencia en algo gris, monótono y anodino, tal como sería más seguro, tal como haría que todos pudiéramos tomarnos la vida con mayor tranquilidad. Traté de que el cambio fuera sutil y paulatino, para que ella no lo apreciase y de esa manera se pudiera poco a poco amoldar y acostumbrarse. Sin embargo, Lluvia me notó algo extraño en mi comportamiento y en mirada, y me exigió que me confesase. Entonces le revelé mis miedos, le conté la profundidad de los pensamientos que me rondaban por la cabeza. Y ella se rió, como siempre natural y espontánea, y me besó en los labios, bendiciendo mi ingenuidad con ese beso:
            -¡Pero tonto!¿No comprendes que precisamente estoy contigo porque me emocionas, porque me sorprendes, porque me haces reír? De no ser así, no te querría. Si no fueras así, entonces sí que no querría vivir más.
            Y desde entonces hemos seguido. Sin miedo y con sobresaltos. Porque sobresaltos, sí, muchos, controlados, pero siempre al acecho, como si en cualquier momento pudiera pasar cualquier cosa, y de hecho puede pasar. Como una espada de Damocles que se balancea siempre sobre nuestras cabezas. Siempre nos mantiene alerta, siempre nos obliga a mirar atrás.
            Pero bien mirado, he conseguido adaptarme. Esta vida es un riesgo, desde luego, pero toda vida lo es. Si existe un riesgo es porque hay algo bueno, algo hermoso que proteger. Hay gente que pasa toda su vida sin hacer nada que pueda ponerles en peligro, ellos no sufren RAS ni nada parecido, y sin embargo, disfrutan mucho menos de sus horas de lo que Lluvia lo hace con normalidad. Ella en cambio ha decidido vivir del todo su vida, apurar hasta los límites de su existencia. Ojalá yo me pareciera a ella; ojalá tuviera tanto valor. Sin embargo, mi existencia es plena porque tengo una misión que va más allá de todos los límites: proteger ese milagro. Procurar que no se extinga jamás.
            Hacerlo, y al mismo tiempo, alimentar su alegría, estimular su sonrisa, provocarle todo aquello que precisamente la puede matar. ¿Es posible aguantarlo? Ella dice que lo haga; que merece la pena. Que nada le gusta más que el hecho de reír, soñar, querer, caricias, abrazos, besos, todo eso que la gente no se da normalmente porque tiene miedo a revelar sus sentimientos, o teme que sea impropio, todas esas cosas que se guardan para sí y que hace que pasen ochenta años y se den cuenta de que no han disfrutado lo suficiente de su vida y han desaprovechado un tiempo que no podrán recuperar jamás, pedorretas en la barriga, llenarle la cara de chocolate o de crema, todas esas cosas que a ella le encantan (en su corazón mental, más resistente que el físico) y que a mí me encanta también dar. Dice Lluvia que no tiene miedo de morir por alguna de las emociones que yo le provoque; que sería muy feliz si pudiera presumir de tener una persona al lado que la ama y a la que ama tanto que le provoca destellos completos de felicidad. “¿Te imaginas?”, me dice entrecortada, susurrando, “¿qué sería más bonito que poder decir que he fallecido de alegría?¿Que me has entusiasmado tanto, que me ha dado un ataque de risa por algo que me has contado, y que éste ha sido mortal?¿Se te ocurre forma más maravillosa de morir?”. Yo la escucho y ante un debate tan serio, prefiero hacerle cosquillas y pararla. Y ambos nos metemos bajo las sábanas y nos olvidamos de que existe todo lo demás.
            ¿Cómo afronto el futuro? Con un profundo sentido del compromiso que he adqurido, y a la vez, con esperanza. A sabiendas de que todo lo que tengo se podría perder en cualquier momento, y también, de que si no pongo el esfuerzo en mantenerlo, entonces no tendré nada por lo que me merezca la pena luchar. Soy consciente de que quizás me iría aparentemente mejor si estuviera con una personal “normal”, que no ofreciera esos riesgos: pero comparadas con Lluvia, todas las personas reales son tan sosas, viven una existencia tan anodina, han aprendido tan poco a disfrutar de la vida, que dudo de que con ninguna de ellas pudiera llegar a ser feliz. Ella me ha enseñado varias cosas: la capacidad por pelear por lo que uno cree; el valor de la ilusión, del querer un mejor futuro; y sobre todo, que nunca debemos rendirnos, que paralizarnos en no hacer nada es tan sólo una manera de extinguir de modo consciente la propia vida. Y que ése es el mayor pecado que podemos realizar. Que hay que vivir, vivir al límite. Y esté con Lluvia o sin ella, si un día por desgracia muere, recordaré el mensaje que ella me enseñó y en la distancia, aunque la lloremos, sabré que el mejor homenaje que pueda yo dedicarle será actuar como ella, tal como me enseñó: aprovechar la vida al máximo. Reír todo lo posible. Sobre todo, disfrutar.
            Así que, mientras Lluvia está dormida, con la cabeza apoyada en mi regazo, al mismo tiempo que vemos una película (por supuesto de miedo), y yo acaricio su pelo, reflexiono sobre la suerte que me ha deparado el destino y pienso, “Qué duro”, y también “Qué maravilla”, lo mismo que debieron de sentir aquellos a los que les tocó custodiar el Santo Grial. Y recuerdo aquella frase que escuché una vez y que no sé de dónde viene ni quién se la inventó: la vida no esperar a que la tormenta amaine... sino aprender a bailar bajo la lluvia. Me pregunto si el que la enunció tenía que enfrentarse a un dilema similar.
            Yo ahora mismo canto y bailo bajo esa lluvia, la que al mismo tiempo me moja y me cala los huesos.
            Y espero con ansia que el sol no salga jamás...


            Nota del autor: la dolencia denominada Reflexive Anoxic Seizure, aunque poco frecuente, existe, aunque en algunos casos sea tan sólo transitoria. Esta historia surgió a partir de la lectura del autor de la existencia de un niño de pocos meses que había empezado a sufrir esta enfermedad.

lunes, 23 de abril de 2012

Día de San Jorge

Día de los libros y de las bibliotecas (para cuántas cosas sirven, ¿verdad?: para estudiar, para leer, para obtener información, para hacer amigos, para culturizarse, para amar, para enamorarse de los libros y de la humanidad, para enamorarse), la curiosa coincidencia del día del famoso San Jorge, por lo visto en su origen un soldado romano, y de la leyenda del dragón con el día en que murieron Shakespeare y Cervantes (aunque todo esto está en duda porque por lo visto Shakespeare no era Shakespeare sino uno que pasaba por ahí, y además está el cambio de calendario juliano a gregoriano para liarlo todo) han hecho que este santo quede definitivamente a cargo de la pastoral de los libros -y digo yo, ¿también de los eBooks y blogs, a pesar de lo que diga el siempre clarividente Forges?-, que son una parte fundamental de nuestra vida, porque pienso (ingenuo de mí) que si alguien de verdad ama y comprende la literatura entonces comprende al ser humano, sus anhelos y esperanzas, sus idioteces y sus momentos sublimes, y entonces no puede odiar ni alentar el mal contra sus semejantes, sino que conoce y comprende las pequeñas debilidades de cada uno y aprende a perdonar. ¿Es así? Quién lo sabe. En todo caso yo me pasaba por aquí para deciros que mi querido Juan Miguel Cano Castell, más conocido en círculos literarios como Ludkubo, y de cuyos retos literarios ya os he hablado recientemente, se arriesgó a plantear un reto aleatorio por esto del día de San Jorge, y para no acabar todos hablando de lo mismo, acabó dándole a su máquina de generar cosas al azar y nos ha dado a elegir entre versiones del mito de San Jorge en fiestas playeras, motos de los años 50 o estilos varios. A mí, para bien o para mal, me tocó elegir entre cuento de horror sobrenatural y uno ambientado en la Edad de Bronce. Veréis lo que he elegido. Pasad buen día de San Jorge, y compradle a las chicas un libro y compradles a los chicos una rosa: por variar.

La edad de los prodigios

                -No llevaré escudo…
                Recordó que le decía al Consejo mientras a su alrededor se calentaban los hierros y se golpeaban las fraguas.
                -No llevaré lanza…
                Prometía mientras en torno suya llovían las chispas y el metal líquido se comía los anillos y devoraba los antiguos amuletos para los festivales. Ahora ya no había celebraciones, ya no se repetían las risas: los únicos dioses que habían sobrevivido eran aquellos cuyas invocaciones proporcionaban mayor fervor para matar.
                El resto de ellos, pese a su inmortalidad, no habían resistido.
-Tienes que llevar un elemento de defensa –dijo el jefe de la tribu, adornado con un penacho de plumas-. Si no, el dragón te matará.
El hombre negó apesadumbrado con la cabeza.
-No hay ningún dragón.
-Eso no es lo que dicen los relatos de los hombres que volvieron.
El aludido suspiró.
-No creo en dragones, ni en magos, ni entes sobrenaturales, ni tampoco en charlatanerías ni cuentos de vieja. Además, si hubiera habido un dragón, lo más probable es que esos hombres no hubieran vuelto.
Los ancianos, sin embargo, giraron la cabeza. En la montaña había dragones, eso todo el mundo lo sabía. Se conocía desde antiguo, añadieron. El hombre se contuvo para no contestarles con una expresión socarrona. ¿Dónde lo habían oído? Él era casi tan viejo como ellos y los únicos que había escuchado hablando de esas leyendas eran borrachos, presuntuosos o fabuladores profesionales; en cuanto a preguntarles si había algún registro escrito de cuán viejos eran esos relatos, esa pregunta estaba fuera de lugar.
-Aún así, es demasiado arriesgado –proclamó el mayor de los ancianos-. Quieras o no, se te proporcionará una lanza. Y un escudo. Preferimos que se diga que el Consejo ha pecado de exceso de prudencia que de lo contrario.
Y por eso ahora el hombre andaba entre fraguas, yunques, herreros, metales. Tampoco les reprochaba el miedo a los ancianos. Un metal es algo sólido. Es algo en lo que puedes confiar. Muy adecuado para situaciones de incertidumbre.
Los últimos cincuenta ciclos solares habían sido de ese tipo.
-Hola, Dendral. He venido de parte de los Ancianos. Quieren que me proporciones algunas armas.
El herrero le miró muy serio.
-¿Finalmente te has presentado voluntario?
El hombre asintió. Pues claro. ¿Quién si no iba a hacerlo? La cuestión de la guerra era un asunto inminente. Las vetas de mineral en la zona era cada vez más escasas, y se estaban acabando los recursos para comerciar. A su vez, el vecino pueblo de los osros tampoco andaba en las mejores condiciones posibles. Que los ánimos se crisparan y las armas se levantaran de nuevo parecía cuestión de semanas, tal vez días. Sólo volver a la inaccesible zona de las montañas, al Risco Prohibido, y encontrar el mineral ansiado podría –quizás- detener la inmensa bola de nieve en la que se había convertido la marcha de las cosas.
-¿Por qué tú?-preguntó Dendral.
El hombre se rió.
-¿Por qué yo?¿Por qué cualquier otro?, sería mejor decirse. Los que iban antes están ya tan viejos que no podrían caminar ni con los pies de otra persona. Los jóvenes no conocen los pasos por aquella zona, y son demasiado orgullosos como para ocuparse de viejos asuntos del pasado cuando ahora hay una guerra en marcha donde demostrar lo gallitos que son. Y el resto están asustados por los dragones, reales o imaginarios. ¿Quién quedaba entonces?
-No te he preguntado por qué no van lo demás; te he preguntado por qué vas tú.
El hombre se quedó pensando. Buena pregunta. Al fin y al cabo, ¿por qué se iba a sacrificar por un pueblo del que prácticamente todos sus habitantes le importaban poco o más bien nada, y por los que no lloraría demasiado en caso de verles muertos? A lo mejor era precisamente por eso, pensó: porque si me matan, ya no tendré que verlos más.
Claro que para eso no tendría que esperar mucho: con la guerra, desaparecerían muchos. El problema es que ni siquiera los que volvieran lo harían como antes, meditó el voluntario. No es que le gustaban las guerras, más bien al contrario, le repelían. Pero al menos, en los viejos tiempos, la gente volvía con historias, relatos, noticias sobre otros pueblos, aspectos extraordinarios que comentar… Ahora, en cambio, en que la escritura había desaparecido, las historias se habían vuelto más pobres, los relatos más escasos. Y justamente la gente de su pueblo no parecía tener siquiera la imaginación suficiente como para inventarse las fabulaciones más tempestuosas. Él tampoco la tenía: pero al menos apreciaba escucharlas. Lo malo es que tenía muy mala memoria para ello. Se le mezclaban los personajes, las causas, las consecuencias. ¿Cómo era aquel rey que venció a…?¿Lo de mató a siete de un golpe se refería a cuando…? La falta de escritos acababa conduciendo a la falta de relatos, y éstos, finalmente, a la amputación de parte de la vida.
Las cosas habían ido muy difíciles desde hacía tiempo. Primero fueron los terremotos. Llegaron de repente y se prolongaron a lo largo de varios días. Después, una nube negra, muy densa, que lo invadió todo, y que procedía de una inmensa columna enclavada en algún sitio del mar. Luego unos comerciantes les habían dicho que la humareda provino de una isla, que ésta se había hundido, y había dejado una inmensa caldera rellena por agua y varias islas donde antes sólo había una. El problema era que esa lejana isla, que parecía a aquella región le pillaba muy remota, era por lo visto un centro comercial de primer orden, y de repente numerosos productos comenzaron a escasear. Algunos pueblos, antes que pasar hambre, decidieron emigrar y asolaron a todo aquel que se plantó a su paso. Comenzaron las batallas. En medio de ellas, se perdieron, hombres, vidas, pero también la artesanía, la manera de hacer las cosas, los papeles escritos… Se empezó a olvidar… El hombre era muy joven cuando todo aquello empezó. Todo lo que había venido después era una lenta decadencia. ¿Por qué marchaba voluntario? Quizá porque no quería seguir viéndolo más.
-Alguien tiene que evitar esta guerra –le mintió a su amigo el herrero-. Y alguno se debería sacrificar. Aunque sea para enfrentarse a un dragón.
El herrero se encogió de hombros.
-Dicen que al norte se está movilizando un ejército para sitiar a toda una ciudad. Que gentes de todos los confines van allí en busca de botín, fama y gloria. Hay algunos que cuenta que todo viene por una disputa por una princesa a la que le ha dado por irse con otro. Yo no me lo acabo de creer, pero al menos tendría más lógica que lo que tú estás haciendo.
El otro hombre sonrió.  
-Sí, estaría bastante bien que matar al dragón llevara siempre aparejada una princesa, ¿verdad? 
Ambos se rieron. Siguieron hablando otro poco más.
Y en poco tiempo, el hombre ya estaba de camino a la montaña adonde le había llevado el destino, armado de su escudo y su lanza. Eran buenas armas, hechas de bronce. Ésa era de las pocas cosas que no se habían perdido. Los pergaminos, el arte de sanar o los viejos mitos podían extraviarse, pero siempre se necesitaba algún herrero que hiciera un trabajo artesano. Y siempre podía ponerse alguien al lado a aprenderlo. El problema es cuando alguno no quisiera que nadie más conociera su secreto; entonces, eran cosas como un pergamino transmitido de generación en generación, o un sitio donde se anotaran las instrucciones y que se perdiera o fuera sigilosamente arrebatado lo que hacía que acabara extendiéndose (la historia del conocimiento es, reflexionó el hombre, también la historia del plagio y del robo). Ahora que esas alternativas no existían, ¿cuánto tardaría en perderse el secreto de la fabricación del bronce?¿Una, dos generaciones? El pobre Dendral se sentiría triste allá donde estuviese, en el valle de los gemidos o abrazado a la Madre Tierra. El hombre se preguntaba si al otro mundo le dejarían llevar sus instrumentos para trabajar.
Caminó por el valle desolado pacientemente, cavilando sobre qué era lo que se encontraría cuando llegara allí. Pensó en el dragón. Durante todo aquel tiempo había negado su existencia, pero ahora, conforme se acercaba al lugar, le empezaba a entrar aquel temor reverencial sobre si todas aquellas leyendas de su infancia, contadas en torno al fuego, eran verdad. Su memoria no daba para mucho en cuanto al contenido de las mismas, pero sí que se acordaba de las caras retorcidas, casi malignas, de las ancianas, visiblemente alegres de conseguir infundir miedo hasta el punto del pánico a unos pobres zagales. El problema era que luego esos chicos crecían y el miedo seguía ahí, y los dragones dejaban de ser imaginarios e incluso se empezaban a crear… Quizás, era posible, meditó el hombre, que un número de personas suficiente pensando en ellos los materializaran. Pero el problema era que, de ser así, el escudo y la lanza iban a ser realmente necesarios, y pudiera ser que no llegaran a bastar…
Comenzó a llegar al lugar. El entorno se volvió más agreste. La silueta de la montaña se recortaba contra el cielo gris como un animal salvaje. Las colinas estaban cubiertas de un extraño polvo blanco y ceniza que producían un cierto estremecimiento y en algunos huecos de los cuales, sin embargo, parecía que las hierbas se atrevían mínimamente a asomarse. El hombre asió inconscientemente su lanza con más fuerza. Allí hacía más calor. Casi podía sentir, de hecho, la respiración pausada e inquietante de alguna criatura durmiente en las profundidades… Le dio la sensación de que algún animal le acechaba. ¿Murciélagos de los que chupan sangre, lobos? No se sentía seguro allí afuera. Llegó entonces a la entrada de una cueva. En aquel lugar, la respiración que antes creía haber estado escuchando se apreciaba todavía más.
Bueno, si en algún lugar debía estar el dragón era justamente ahí, pensó. Dio un paso hacia adelante y se adentró en la cueva. Si hemos de morir, se dijo a sí mismo, que sea ya.
El calor era asfixiante ahí dentro. El hedor también. En aquel momento, el hombre empezó a dudar: dejó de lado su escepticismo, su racionalidad, su incredulidad en lo imposible, y plantó el escudo por delante en espera de que llegara cualquier cosa. Entonces, captó por el rabillo del ojo un movimiento; sin pensarlo demasiado, salió corriendo detrás de él. Luego, conforme corría, se dio cuenta de la insensatez: ¿qué iba a hacer, amenazar a un dragón de quince metros con una ridícula jabalina y un escudo que probablemente no resistiría un fuego infernal? Pero aún así, ya estaba corriendo, y no podía esquivar el peligro que se cernía. Le dio la vuelta a la esquina. Contuvo la respiración.
Resbaló. Una zona de la gruta estaba cubierta por agua y en ese momento el hombre se sintió caer. Se deslizó por un largo túnel que le arrastraba a toda velocidad hacia el centro sin que pudiera hacer nada para evitarlo, salvo rozar sus piernas y brazos desnudos con las paredes de la caverna, e intentar no matarse con sus propias armas. El hombre aterrizó abruptamente rodando sobre el suelo de la caverna. La jabalina se clavó sobre el suelo y se rompió de golpe. El voluntario levantó la cabeza, cubriéndose con el escudo, y cerrándolo en torno a su cuerpo nada más su mente comprendió lo que había visto.
Porque enfrente suya estaba el dragón.
Durante unos segundos, esperó que pasara lo que tenía que pasar. El sudor se le clavaba como un cuchillo en la nuca, quizás porque temía que en cualquier momento unos dientes como dagas se le ensartaran en la garganta. Nunca había sido de rezar mucho, pero en aquel momento invocó a todos los dioses que sabía y que podía recordar. Sabía que el escudo no servía de nada. Ya estaba, estaba seguro, iba a morir.
El calor se hizo súbitamente más intenso. Por un momento le quemó la piel y pareció atravesarle hasta el tuétano. El hombre se preguntó cuánto puede una llamarada llegarte a mortificar…
Pero entonces, no ocurrió nada. Pasaron los minutos, y no había dolor, ni fuego, ni muerte horrible. El hombre se atrevió a echar una mirada por encima del escudo. Y su mirada entonces fue ojiplática, y su cara reflejó la más absoluta estupefacción.
Sí, era un dragón… Salvo que no estaba vivo. La formación de rocas tenía un aspecto muy similar, en forma disposición, a la que hubiera tenido cualquier animal mítico. Si la mirabas de cerca, y con más calma, por supuesto que había sus diferencias y que te hubiera podido parecer otras muchas cosas, incluyendo simplemente rocas: pero lo sorprendente era la imagen que aparentaba a cierta distancia, y lo fácil que era posible inducirte a error. Aunque quizás lo más impactante eran los pequeños huecos horadados en la piedra y a través de los cuales, lo que asemejaba unos ojos maléficos y una boca llameante eran en realidad accesos para la lava, que emitían ese pestilente aroma tan particular… Ahora lo entendió todo. Comprendió también los súbitos cambios de temperatura, marcados por el río de lava que debía estar circulando alrededor. La zona había sufrido no sólo terremotos, sino también volcanes: por eso la gente se había alejado tanto tiempo, por eso el lugar había sido prohibido, y por eso el pueblo había tenido tanto miedo cuando él era pequeño, pero nadie lo había escrito y ninguno se lo había podido explicar. Y la poca gente que había venido por aquí se había encontrado la lava aún circulante, un infierno asfixiante, e incluso rocas que se identificaban tanto con animales míticos que era normal que alguien asustado hubiera caído en el error. Allí estaba el dragón…
… y también aquí, ahora que podía contemplar la cueva con tranquilidad y sin miedo, el mineral que había venido a buscar.
Aquello era un gran descubrimiento. Esto podría parar la guerra. Era lo que había querido encontrar. Y sin embargo, el hombre descubrió algo todavía más sorprendente.
El lugar era peligroso. El lugar era inaccesible. Pero precisamente por eso, era un buen lugar para esconderse cuando no querías que nadie te pudiera hallar. Cuando pretendes ocultar cosas. Y los dioses sabían que su pueblo, igual que todos, había sido rico en discordias en los últimos tiempos. Una pequeña pila se acumulaba cubierta por un manto de ceniza. El hombre se acercó hasta allá. Retiró con mucho cuidado aquella capa de ceniza.
Y entonces sí que el corazón le estuvo a punto de estallar.
                Tantos tiempo esperando. Tantos ciclos solares añorando.
                Casi deseó abrazarlo contra su pecho. Pero tuvo tanto cuidado que sólo muy trabajosamente lo consiguió sacar. Ahora que estaba rescatado, no podía hacer se perdiese. Debía protegerlo, debía cuidarlo. Lo debía preservar. Nada debía alterar la palabra escrita.
                Cogió los pliegos y los colocó sobre su escudo, que sirvió a modo de bandeja. Al mismo tiempo, se apercibió de que, justo al lado de lo que hubiera correspondido a la cola y el bajo vientre del dragón, había unas flores de un color rosado intenso que parecían haber sido colocadas allí como un regalo para tomar. Decían que las tierras sometidas al influjo de los volcanes eran luego más ricas y fértiles. Si fuera así, por primera vez en mucho tiempo, podían decir que les aguardaba un brillante futuro en el valle: el hombre cogió alguna de estas flores. Las plantó también en el escudo, y comenzó a marchar.
                Caminó por entre las grutas y pasillos oscuros. Andaba pausado, y en dirección hacia la luz. No sabía lo que venía entonces ni lo que iba a pasar. Pero sí que era consciente de una cosa, y era que todo iba a cambiar.
                ¿Cómo se empezaban las historias? Quizá lo importante no era aquello, sino cómo llegaban a terminarse, a escribirse, a recordarse. Quizás si se enterara de algo más, podría anotar esa historia acerca de la princesa que había provocado aquella guerra en el este. ¿Cómo le había dicho Dendral que se llamaba, en la conversación justo antes de su partida?¿Kira, Vesda, Helena quizás? Su mala memoria siempre lo dificultaba todo, meditó conforme llegaba al pueblo y plantaba delante del corro que se había reunido las flores, el mineral, los pergaminos, y la lanza rota, todo ello encima del escudo, que sostenía con aire marcial.
                Esperaba que los futuros historiadores tuvieran más memoria que él.
                -Me llamo Goargas –proclamó él-; he matado al dragón.

martes, 17 de abril de 2012

El libro, la historia real del mes, el poema: El exilio de Machado

El camino del exilio es duro. Para el que se marcha de manera voluntaria, desde Marco Polo hasta los modernos ciudadanos del mundo, puede ser una oportunidad y un desafío. Para el que se marcha forzado, es la mayor abominación de las posibles. Hoy, en estos días tan complicados, muchos andan pensando (y recordando la canción de Juanito Valderrama -el cual, por cierto, fue felicitado por ella por Franco-) en emigrar. No entraré en personalismos. Pero a casi todos nos viene a la memoria un nombre, Antonio Machado, y un epitafio (ya que no celebramos en el blog el día mundial de la poesía, hoy tocan versos, que además forman parte de su libro de poemas "Retrato"):


"Y cuando llegue el último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar"

Una historia poco conocida, sin embargo (y controvertida acerca de si alguna vez llegó a ocurrir), fue el "pequeño y arrugado trozo de papel" que el hermano de Antonio Machado, José, encontró en el gabán del poeta unos cuantos días después de su muerte, en la ciudad francesa de Colliure, un rinconcito del mundo que también descansa mirando al mar.

El papelito contenía tres anotaciones:
-El inicio del monólogo de Hamlet: "Ser o no ser".
-La tercera anotación era una corrección de unos versos anteriormente publicados por él y dedicados a su amor platónico, una dama casada y asustadiza llamada Pilar Valderrama, y a quien él denominaba poéticamente (como formaba parte del título del libro original en que se habían escrito) Guiomar. Los versos a quizás el amor de su vida decían:
Y te daré mi canción:
se canta lo que se pierde.
Con un papagayo verde
que la diga en tu balcón.
-La segunda anotación era el último verso redactado alguna vez por el poeta. Con un tono profundo de añoranza, clamaban:
"Esos días azules, y ese sol de la infancia".

No recuerdo quién decía aquello de que la infancia es aquel país al que todos queremos retornar.

martes, 10 de abril de 2012

Relato aleatorio. "Cosas de chicas"

Esta historia es la respuesta a un reto de Relato Aleatorio, organizado por mi colega Juan Miguel Cano Castell. La dinámica es sencilla: los participiantes tienen que escribir un relato a partir de unas cuantas condiciones que han sido seleccionadas al azar gracias a la mano inocente del ordenador, y a la capacidad informática de Juan Miguel (alias "Ludkubo") para programarlo. En este caso concreto, los requisitos del relato eran:
- La historia empieza durante un crimen
– Un personaje lee el diario de alguien
– Un personaje se vuelve contemplativo durante la historia
– Un personaje come algo que hacía tiempo que no comía
Ésta es la historia que he pergeñado:

Cosas de chicas.

La chica le echó un vistazo general a la cocina. Apoyó la mano en la barbilla, pensativa, y al mismo tiempo también en la encimera. Incluso se estiró un poco: eso solía ayudarla a meditar con más claridad. Por fin, tomó una determinación. Agarró el cuchillo. Lo asió con fuerza por encima de ella…
                A continuación, cortó el pepino en rodajas finas y los añadió a la batidora. Volvió a quedarse abstraída. ¿Qué debía hacer a continuación?
                Finalmente lo resolvió. Se dirigió a un cajón situado en la parte lateral de la cocina. Lo abrió y encontró en su interior un libro de notas decorado en la portada con una combinación de flores y ositos tan recargada que a la propia Heidi le hubiera parecido una cursilada. Buscó en el diario la fecha del día actual, y se dispuso a leer con fervor el mensaje que contenía en sus hojas de color gris perla.
                Y el secreto que revelaba el diario para este día era: “Caca”.
                Vale, al menos eso quedaba claro. Entonces, decidió pasar a la verdadera acción. Empezó a volcarse en el crimen que había venido a ejecutar. Tardó unos pocos minutos. Después, introdujo en recipiente en el interior de aquel infernal aparato y apretó el botón…
                Dos minutos después, extrajo el recipiente y probó con una cuchara su contenido. Ah, estaba bien. No sabía que estaban tan buenos los potitos. De ser así, quizás no hubiera dejado de tomarlos durante todo este tiempo.
                Después, se dirigió al dormitorio del niño. Allí, le cambió el pañal (efectivamente, el diario tenía razón; no podía protestar porque no le hubieran avisado), le dio de comer los potitos de calabacín y pepino, y lo ordenó todo de tal manera que quedara bien claro que había llevado a cabo su trabajo con eficiencia. Recogió su bolso, también las llaves, y por un momento, antes de marcharse y de que fuera demasiado tarde –y por tanto, que tuviera la oportunidad de arrepentirse-, quiso ponerse de verdad, seriamente por primera vez en toda la tarde, a reflexionar… Quería realmente dedicarse a meditar los pros y los contras acerca de la decisión por la que estaba a punto de decantarse. Debía realmente saber si era necesario el próximo paso, si su propósito era el correcto. Tomó aire profundamente antes de comenzar…
                -¡Vale! –exclamó en voz alta, emitiendo un pequeño gritito parecido a una risa. Nunca había sido de pensar mucho. A las animadoras no las seleccionan precisamente por su capacidad contemplativa, ni tampoco por aprobar matemáticas ni leer a Kant.
                -Entonces, perfecto –se repitió a sí misma-, ¿se me olvida algo?
                Ah, sí, se acordó de repente, claro que se me olvida una cosa.
                Dejó el bolso y las llaves a un lado, salió de la cocina, cogió al niño, lo metió en la batidora, añadió los pepinos que le habían sobrado, cerró la tapa y apretó el botón.
                Luego, volvió a sacar el diario de su sitio y anotó en la fecha adecuada: “Acabar con el pequeño Anticristo”.
                Cogió de nuevo el bolso y las llaves y sonrió. Ahora los padres sabrían que la niñera había venido, que había cumplido su cometido, y que el hecho de encontrar a lo que quedaría de su hijo de aquella guisa no era casual ni producto de un accidente o de un descuido. Aquel hijo de puta había tenido su merecido.
                 Así aprenderá la próxima vez (pensó mientras cerraba la puerta) a reencarnarse en algo decente, y no en un asqueroso reptil espacial.

El resto de los relatos podéis encontrarlo en el blog de Juan Miguel, "Vida Cúbica". Os paso a su relato directamente con este enlace: http://vidacubica.wordpress.com/relatos-al-azar/mantis/ (él mismo enlaza a los cuentos de otros participantes). Creo que el mejor relato tiene un no-premio, aunque no sé quiénes están autorizados a votar, jeje. Un saludo.

martes, 3 de abril de 2012

El relato de abril: "María".

Probablemente muy apropiado en estas fechas, tanto para los que crean como para los que no. Feliz Semana Santa.


María

            Me llaman de muchas formas, la mayor parte de las cuales son extrañas a mí.
            Me llamo simplemente María.
            Es duro ser la otra. Sobre todo, cuando ella es el resto del mundo. Es duro amar a un hombre, que sin embargo, tiene cosas mucho más importantes a las que atender, la humanidad entera.
            Es duro ser la enamorada de Dios.
         Ahora se dedican a decir que es el hijo de Dios. Muchas veces me preguntan qué se siente al caminar junto a un ser divino, y la verdad, no sé muy bien qué responder. Yo no sabía todo esto cuando estaba junto a él, ni tampoco lo sabían los apóstoles. Todavía dudo si creérmelo del todo. ¿Era, realmente, el hijo de Dios? No sé, ¿en qué se ve eso?, en los ojos, en las manos… Para mí era solo un hombre. Y para mí, todo el mérito que tenía, era precisamente porque se trataba de hombre… Si es hijo de Dios o no, no lo sé, la verdad, tampoco me importa demasiado, como no me importan todas las vueltas que le quieran dar acerca de su vida, o si eran auténticos los milagros… A mí eso me da igual… Me trató bien… Y eso era lo único importante.
         Ahora dicen que era descendiente del rey David. Que vinieron tres reyes magos a verle en su nacimiento. Que estaba elevado a las más altas esferas, y que come con ángeles y gloriosos antepasados. Pero en aquella época, los que estábamos con él éramos lo peor de entre cada casa, los pecadores, los pobres, los más míseros de entre los míseros… Pero ahora no, su figura está envuelta en un aura de luz, un reflejo brillante que no admite que la manchemos las que trabajamos de puta… Incluso tratan de desmarcarse de Judas, ahora parece que era el apestado del grupo, cuando en realidad era el más cañero, era el que se los llevaba siempre de farra… Ahora es cuando me pregunto si Salomón, en el fondo, no fue sino un hombre normal, y la famosa reina de Saba, era la pescadera del pueblo… Es lo que tienen las leyendas, que cuando establecen un cierto listón, se hacen estrictas para permitir entrar a determinadas personas que en el fondo, fueron las que las crearon…
            Pero a mí eso me da igual. A mí lo único que me importa es que él ya no está. Todos celebran el milagro de su vida y su resurrección, pero a mí lo único que me importa es que está muerto, y que ya no le puedo tocar… No sé qué hacen todos repitiendo todo el rato su muerte, consagrándole con su pan y con su vino, parecen como si estuvieran contentos, como si, en el caso de haber seguido vivo, les estuviera molestando por no haberles permitido montar el chiringuito que ahora mismo andan por organizar… Ha muerto, y poco más me importa… No sé si está en el cielo o en el infierno, lo único que me importa es que el único hombre que no me trató como una puta, ya no está aquí…
            Y el crucifijo… Qué coño hacen adorando ese crucifijo, y enseñándoselo a los niños… Por Dios, allí mataron a un hombre, allí torturaron a la muerte a uno de vuestros amigos, ¿qué diablos hacéis presentándolo como si se tratara de una reliquia sagrada?¿Dónde estábais vosotros, escondidos mientras otras le llorábamos, allí, al lado de su madre enfrente de esa nefasta cruz, mientras consolábamos a la otra María y tratábamos de taparle la cara para que ella no viera a su hijo ensartado en un palo?¿Dónde estábais vosotros cuando yo era la única que podía enjugar las lágrimas de su madre y ni tan siquiera podía explicar quién era yo ni qué relación tenía con su hijo, y trataba de taparme la cara de vergüenza para que nadie me reconociera ni pudiera decirle quién era yo? Ahora, cada vez que veo un crucifijo, me entran los siete males. Es un instrumento de muerte y tortura y la estáis convirtiendo en símbolo de vuestra nueva fe. ¿Qué clase de fe es esa?, me preguntó yo. Y cuando me presentan como el alma arrepentida, yo me río. Sabréis vosotros, lo que llevar una vida repleta a manos llenas de pecado, de qué cosas no me arrepiento, y que otras en cambio, lamento muchísimo…
            Paseo por las calles, por los escenarios donde estuvo él… Ahora empieza a ser escenario de peregrinación, parecen turistas, pero a mí la verdad me la pela, éstos fueron los lugares, sin más, donde yo hablé con él, donde me relajó con palabras serenas, era un rasgo propio suyo, no te decía nada, pero su propio tono de hablar, tan tranquilizador, servían de sobra para ahuyentar todos los problemas. Nunca quiso tocarme, al principio lo dudé, pensé que me rechazaba, que no quería ligarse conmigo de ninguna manera, luego aprendí que él era distinto, diferente, que siempre le gustaba hacer las cosas, a su manera… No me importó. En contraste con los tocacoños habituales, me pareció especial… Lo haremos a tu modo, medité para sus adentros, realmente nunca llegué a saber si estábamos juntos, pero lo que sí sabíamos, era que cuando nos mirábamos, sentíamos un alma tan atormentada como la nuestra al otro lado donde apoyarnos, y así nos sentíamos bien…
            ¿Era realmente el hijo de Dios? Yo no lo sé, para mí era simplemente Jesús, un muchachito idealista, con los sueños demasiado justos, y unos principios que interferían con los planes del Sanedrín. Un chico ingenuo, en un mundo demasiado obsceno, demasiado cruel para ruiseñores como él, es lo que tienen los pájaros hermosos, viven poco pero intensamente, no tienen capacidad para resistir todos los ataques de un mundo que se les viene encima… Ahora él ha muerto, quizás esté en un lugar como él soñaba, donde los esclavos campan libres a sus anchas y la gente como yo tienen un marido al que no paran de amar… Quizás ahora, sea más feliz…
            Ahora ando demacrada, con ojeras, la cara violácea, descuido mi aspecto, camino como un fantasma por ahí, ahora, sin embargo, que me he convertido en un personaje popular, en una pequeña atracción de feria… Los niños murmuran al verme pasar, les oigo, Mira, ésa fue a la que Jesús perdonó que le lanzaran las piedras, y se ríen muy crueles, algunos, incluso, me tiran piedras al pasar, yo nunca me vuelvo… Quién te ha visto y quién te ve, me comentan mis antiguos clientes, es lo que tiene envejecer, les respondo yo a ellos, yo creí que eras más joven, me dicen algunos, de la misma edad que Jesús, Para las putas, según que edad, y según la vida, eso ya es empezar a ser vieja…
            No me viene a ver mucha gente. Parece como si todos quisieran desmarcarse de mí. De vez en cuando viene Judas Tadeo, parece que, por la similitud del nombre, quisiera borrar con sus actos los pecados que cometió su homólogo. Es un chico muy amable, siempre me tuvo simpatía, me cuida, me limpia las llagas, yo le ofrezco alguna monedita, pero él se disculpa, nunca quiere cobrar. Y el otro día fue a verme Juan. Fue una entrevista tensa, se lo vi en la forma en que se le crispaban las manos.
            -Así que sigues trabajando de puta –afirmó.
            Asentí con la cabeza.
            -De algo hay que comer, ¿no?
            El otro negó reprobador con la cabeza.
            -A la comunidad no le gusta que alguien que fue tan cercana a Él siga caminando por las sendas del pecado..
            Que manera con hablar de Jesús como si se tratara de un becerro de oro.
            -Pero a él no le importaba –dije yo, acentuando mucho las minúsculas.
            Juan hizo caso omiso de mi comentario. En su fiera mirada, y en su cerrada barba, se reflejaban su incomodidad por estar allí conmigo.
            -Veo que tu casa sigue estando como siempre.
            -No han cambiado mucho por aquí las cosas. ¿Qué tal vosotros por Roma?
            Así le llamamos nosotros, al general, al resto del pueblo romano, a los impíos, todavía, a pesar de la conquista, nos consideramos parte de él.
            -Malvivimos. Nos metemos en catacumbas. Celebramos misa con las ratas. Pero merece la pena. Él lo hubiera querido así.
            Quién eres tú para hablar, como si supieras lo que él querría. Lo que desea un hombre no lo sabe nadie, salvo él mismo.
            -¿A qué has venido de verdad?-pregunté yo-. Porque si es para arreglar mi vida, Pedro ya te habrá informado, le dije que mi decisión era firme, vosotros por un lado, yo por el mío, yo no interfiero con vuestros asuntos, si vosotros no os entrometéis en mi vida. Ya sabes que no me vas a convencer: ¿a qué has venido entonces?
            Y entonces Juan me miró con un esbozo de rabia y de ira.
            -Por qué…-susurró él-… Por qué entre todos, él te prefería a ti… Por qué quería a una ramera, a una furcia, por qué, qué le dabas tú que no le proporcionáramos nosotros…
            Me quedé muy callada, me atrasé un paso.
            -¿Por qué, qué le dabas tú, maldita zorra?¿Qué le dabas por las noches?
            Y se acercó a mí, y comenzó a arrancarme la ropa, yo grité, sollozaba, pero él hacía caso omiso, simplemente me desgarró el vestido, las prendas íntimas, comenzó a subirse la túnica, mientras gritaba encolerizado:
            -¡Yo era el discípulo amado!¡Yo era el discípulo amado!
            Y yo seguía gritando, mientras las lágrimas se generaban a borbotones de mis ojos, y mi garganta emitía un gemido sordo, doliente, herido… Las mujeres entraron entonces, a duras penas consiguieron apartar a Juan de mí… Éste, sorprendido en su acción, me echó una última mirada fiera, todavía con el sexo parcialmente descubierto… Luego, se colocó las ropas, y a grandes y violentas zancadas, se alejó… Yo me quedé allí tumbada, todavía medio desnuda, llorando…
            La vida pasa sin más. Yo procuro vivir tranquila, cada vez tengo menos clientes, cada vez queda menos de la María que fui, y de la Magdalena que a partir de ahora seré… De vez en cuando, me siento en el patio, y me pongo a coser, lo olvido todo, quiero pensar que no soy la decimotercera apóstol, que simplemente soy una mujer normal, que nunca conocí al fundador del cristianismo… Pero de lo que nunca me podré olvidar, a pesar de todo, será de esos ojitos claros, y de ese tono de voz tranquilo, que hacía que las plantas mustias volvieran a reverdecer… Eso sí que es un milagro…
            Me gano la vida cada vez más cosiendo. Cuando los clientes entran en casa, preguntan por la Magdalena.
            Yo les corrijo la frase.
            Llamadme simplemente María.