lunes, 23 de abril de 2012

Día de San Jorge

Día de los libros y de las bibliotecas (para cuántas cosas sirven, ¿verdad?: para estudiar, para leer, para obtener información, para hacer amigos, para culturizarse, para amar, para enamorarse de los libros y de la humanidad, para enamorarse), la curiosa coincidencia del día del famoso San Jorge, por lo visto en su origen un soldado romano, y de la leyenda del dragón con el día en que murieron Shakespeare y Cervantes (aunque todo esto está en duda porque por lo visto Shakespeare no era Shakespeare sino uno que pasaba por ahí, y además está el cambio de calendario juliano a gregoriano para liarlo todo) han hecho que este santo quede definitivamente a cargo de la pastoral de los libros -y digo yo, ¿también de los eBooks y blogs, a pesar de lo que diga el siempre clarividente Forges?-, que son una parte fundamental de nuestra vida, porque pienso (ingenuo de mí) que si alguien de verdad ama y comprende la literatura entonces comprende al ser humano, sus anhelos y esperanzas, sus idioteces y sus momentos sublimes, y entonces no puede odiar ni alentar el mal contra sus semejantes, sino que conoce y comprende las pequeñas debilidades de cada uno y aprende a perdonar. ¿Es así? Quién lo sabe. En todo caso yo me pasaba por aquí para deciros que mi querido Juan Miguel Cano Castell, más conocido en círculos literarios como Ludkubo, y de cuyos retos literarios ya os he hablado recientemente, se arriesgó a plantear un reto aleatorio por esto del día de San Jorge, y para no acabar todos hablando de lo mismo, acabó dándole a su máquina de generar cosas al azar y nos ha dado a elegir entre versiones del mito de San Jorge en fiestas playeras, motos de los años 50 o estilos varios. A mí, para bien o para mal, me tocó elegir entre cuento de horror sobrenatural y uno ambientado en la Edad de Bronce. Veréis lo que he elegido. Pasad buen día de San Jorge, y compradle a las chicas un libro y compradles a los chicos una rosa: por variar.

La edad de los prodigios

                -No llevaré escudo…
                Recordó que le decía al Consejo mientras a su alrededor se calentaban los hierros y se golpeaban las fraguas.
                -No llevaré lanza…
                Prometía mientras en torno suya llovían las chispas y el metal líquido se comía los anillos y devoraba los antiguos amuletos para los festivales. Ahora ya no había celebraciones, ya no se repetían las risas: los únicos dioses que habían sobrevivido eran aquellos cuyas invocaciones proporcionaban mayor fervor para matar.
                El resto de ellos, pese a su inmortalidad, no habían resistido.
-Tienes que llevar un elemento de defensa –dijo el jefe de la tribu, adornado con un penacho de plumas-. Si no, el dragón te matará.
El hombre negó apesadumbrado con la cabeza.
-No hay ningún dragón.
-Eso no es lo que dicen los relatos de los hombres que volvieron.
El aludido suspiró.
-No creo en dragones, ni en magos, ni entes sobrenaturales, ni tampoco en charlatanerías ni cuentos de vieja. Además, si hubiera habido un dragón, lo más probable es que esos hombres no hubieran vuelto.
Los ancianos, sin embargo, giraron la cabeza. En la montaña había dragones, eso todo el mundo lo sabía. Se conocía desde antiguo, añadieron. El hombre se contuvo para no contestarles con una expresión socarrona. ¿Dónde lo habían oído? Él era casi tan viejo como ellos y los únicos que había escuchado hablando de esas leyendas eran borrachos, presuntuosos o fabuladores profesionales; en cuanto a preguntarles si había algún registro escrito de cuán viejos eran esos relatos, esa pregunta estaba fuera de lugar.
-Aún así, es demasiado arriesgado –proclamó el mayor de los ancianos-. Quieras o no, se te proporcionará una lanza. Y un escudo. Preferimos que se diga que el Consejo ha pecado de exceso de prudencia que de lo contrario.
Y por eso ahora el hombre andaba entre fraguas, yunques, herreros, metales. Tampoco les reprochaba el miedo a los ancianos. Un metal es algo sólido. Es algo en lo que puedes confiar. Muy adecuado para situaciones de incertidumbre.
Los últimos cincuenta ciclos solares habían sido de ese tipo.
-Hola, Dendral. He venido de parte de los Ancianos. Quieren que me proporciones algunas armas.
El herrero le miró muy serio.
-¿Finalmente te has presentado voluntario?
El hombre asintió. Pues claro. ¿Quién si no iba a hacerlo? La cuestión de la guerra era un asunto inminente. Las vetas de mineral en la zona era cada vez más escasas, y se estaban acabando los recursos para comerciar. A su vez, el vecino pueblo de los osros tampoco andaba en las mejores condiciones posibles. Que los ánimos se crisparan y las armas se levantaran de nuevo parecía cuestión de semanas, tal vez días. Sólo volver a la inaccesible zona de las montañas, al Risco Prohibido, y encontrar el mineral ansiado podría –quizás- detener la inmensa bola de nieve en la que se había convertido la marcha de las cosas.
-¿Por qué tú?-preguntó Dendral.
El hombre se rió.
-¿Por qué yo?¿Por qué cualquier otro?, sería mejor decirse. Los que iban antes están ya tan viejos que no podrían caminar ni con los pies de otra persona. Los jóvenes no conocen los pasos por aquella zona, y son demasiado orgullosos como para ocuparse de viejos asuntos del pasado cuando ahora hay una guerra en marcha donde demostrar lo gallitos que son. Y el resto están asustados por los dragones, reales o imaginarios. ¿Quién quedaba entonces?
-No te he preguntado por qué no van lo demás; te he preguntado por qué vas tú.
El hombre se quedó pensando. Buena pregunta. Al fin y al cabo, ¿por qué se iba a sacrificar por un pueblo del que prácticamente todos sus habitantes le importaban poco o más bien nada, y por los que no lloraría demasiado en caso de verles muertos? A lo mejor era precisamente por eso, pensó: porque si me matan, ya no tendré que verlos más.
Claro que para eso no tendría que esperar mucho: con la guerra, desaparecerían muchos. El problema es que ni siquiera los que volvieran lo harían como antes, meditó el voluntario. No es que le gustaban las guerras, más bien al contrario, le repelían. Pero al menos, en los viejos tiempos, la gente volvía con historias, relatos, noticias sobre otros pueblos, aspectos extraordinarios que comentar… Ahora, en cambio, en que la escritura había desaparecido, las historias se habían vuelto más pobres, los relatos más escasos. Y justamente la gente de su pueblo no parecía tener siquiera la imaginación suficiente como para inventarse las fabulaciones más tempestuosas. Él tampoco la tenía: pero al menos apreciaba escucharlas. Lo malo es que tenía muy mala memoria para ello. Se le mezclaban los personajes, las causas, las consecuencias. ¿Cómo era aquel rey que venció a…?¿Lo de mató a siete de un golpe se refería a cuando…? La falta de escritos acababa conduciendo a la falta de relatos, y éstos, finalmente, a la amputación de parte de la vida.
Las cosas habían ido muy difíciles desde hacía tiempo. Primero fueron los terremotos. Llegaron de repente y se prolongaron a lo largo de varios días. Después, una nube negra, muy densa, que lo invadió todo, y que procedía de una inmensa columna enclavada en algún sitio del mar. Luego unos comerciantes les habían dicho que la humareda provino de una isla, que ésta se había hundido, y había dejado una inmensa caldera rellena por agua y varias islas donde antes sólo había una. El problema era que esa lejana isla, que parecía a aquella región le pillaba muy remota, era por lo visto un centro comercial de primer orden, y de repente numerosos productos comenzaron a escasear. Algunos pueblos, antes que pasar hambre, decidieron emigrar y asolaron a todo aquel que se plantó a su paso. Comenzaron las batallas. En medio de ellas, se perdieron, hombres, vidas, pero también la artesanía, la manera de hacer las cosas, los papeles escritos… Se empezó a olvidar… El hombre era muy joven cuando todo aquello empezó. Todo lo que había venido después era una lenta decadencia. ¿Por qué marchaba voluntario? Quizá porque no quería seguir viéndolo más.
-Alguien tiene que evitar esta guerra –le mintió a su amigo el herrero-. Y alguno se debería sacrificar. Aunque sea para enfrentarse a un dragón.
El herrero se encogió de hombros.
-Dicen que al norte se está movilizando un ejército para sitiar a toda una ciudad. Que gentes de todos los confines van allí en busca de botín, fama y gloria. Hay algunos que cuenta que todo viene por una disputa por una princesa a la que le ha dado por irse con otro. Yo no me lo acabo de creer, pero al menos tendría más lógica que lo que tú estás haciendo.
El otro hombre sonrió.  
-Sí, estaría bastante bien que matar al dragón llevara siempre aparejada una princesa, ¿verdad? 
Ambos se rieron. Siguieron hablando otro poco más.
Y en poco tiempo, el hombre ya estaba de camino a la montaña adonde le había llevado el destino, armado de su escudo y su lanza. Eran buenas armas, hechas de bronce. Ésa era de las pocas cosas que no se habían perdido. Los pergaminos, el arte de sanar o los viejos mitos podían extraviarse, pero siempre se necesitaba algún herrero que hiciera un trabajo artesano. Y siempre podía ponerse alguien al lado a aprenderlo. El problema es cuando alguno no quisiera que nadie más conociera su secreto; entonces, eran cosas como un pergamino transmitido de generación en generación, o un sitio donde se anotaran las instrucciones y que se perdiera o fuera sigilosamente arrebatado lo que hacía que acabara extendiéndose (la historia del conocimiento es, reflexionó el hombre, también la historia del plagio y del robo). Ahora que esas alternativas no existían, ¿cuánto tardaría en perderse el secreto de la fabricación del bronce?¿Una, dos generaciones? El pobre Dendral se sentiría triste allá donde estuviese, en el valle de los gemidos o abrazado a la Madre Tierra. El hombre se preguntaba si al otro mundo le dejarían llevar sus instrumentos para trabajar.
Caminó por el valle desolado pacientemente, cavilando sobre qué era lo que se encontraría cuando llegara allí. Pensó en el dragón. Durante todo aquel tiempo había negado su existencia, pero ahora, conforme se acercaba al lugar, le empezaba a entrar aquel temor reverencial sobre si todas aquellas leyendas de su infancia, contadas en torno al fuego, eran verdad. Su memoria no daba para mucho en cuanto al contenido de las mismas, pero sí que se acordaba de las caras retorcidas, casi malignas, de las ancianas, visiblemente alegres de conseguir infundir miedo hasta el punto del pánico a unos pobres zagales. El problema era que luego esos chicos crecían y el miedo seguía ahí, y los dragones dejaban de ser imaginarios e incluso se empezaban a crear… Quizás, era posible, meditó el hombre, que un número de personas suficiente pensando en ellos los materializaran. Pero el problema era que, de ser así, el escudo y la lanza iban a ser realmente necesarios, y pudiera ser que no llegaran a bastar…
Comenzó a llegar al lugar. El entorno se volvió más agreste. La silueta de la montaña se recortaba contra el cielo gris como un animal salvaje. Las colinas estaban cubiertas de un extraño polvo blanco y ceniza que producían un cierto estremecimiento y en algunos huecos de los cuales, sin embargo, parecía que las hierbas se atrevían mínimamente a asomarse. El hombre asió inconscientemente su lanza con más fuerza. Allí hacía más calor. Casi podía sentir, de hecho, la respiración pausada e inquietante de alguna criatura durmiente en las profundidades… Le dio la sensación de que algún animal le acechaba. ¿Murciélagos de los que chupan sangre, lobos? No se sentía seguro allí afuera. Llegó entonces a la entrada de una cueva. En aquel lugar, la respiración que antes creía haber estado escuchando se apreciaba todavía más.
Bueno, si en algún lugar debía estar el dragón era justamente ahí, pensó. Dio un paso hacia adelante y se adentró en la cueva. Si hemos de morir, se dijo a sí mismo, que sea ya.
El calor era asfixiante ahí dentro. El hedor también. En aquel momento, el hombre empezó a dudar: dejó de lado su escepticismo, su racionalidad, su incredulidad en lo imposible, y plantó el escudo por delante en espera de que llegara cualquier cosa. Entonces, captó por el rabillo del ojo un movimiento; sin pensarlo demasiado, salió corriendo detrás de él. Luego, conforme corría, se dio cuenta de la insensatez: ¿qué iba a hacer, amenazar a un dragón de quince metros con una ridícula jabalina y un escudo que probablemente no resistiría un fuego infernal? Pero aún así, ya estaba corriendo, y no podía esquivar el peligro que se cernía. Le dio la vuelta a la esquina. Contuvo la respiración.
Resbaló. Una zona de la gruta estaba cubierta por agua y en ese momento el hombre se sintió caer. Se deslizó por un largo túnel que le arrastraba a toda velocidad hacia el centro sin que pudiera hacer nada para evitarlo, salvo rozar sus piernas y brazos desnudos con las paredes de la caverna, e intentar no matarse con sus propias armas. El hombre aterrizó abruptamente rodando sobre el suelo de la caverna. La jabalina se clavó sobre el suelo y se rompió de golpe. El voluntario levantó la cabeza, cubriéndose con el escudo, y cerrándolo en torno a su cuerpo nada más su mente comprendió lo que había visto.
Porque enfrente suya estaba el dragón.
Durante unos segundos, esperó que pasara lo que tenía que pasar. El sudor se le clavaba como un cuchillo en la nuca, quizás porque temía que en cualquier momento unos dientes como dagas se le ensartaran en la garganta. Nunca había sido de rezar mucho, pero en aquel momento invocó a todos los dioses que sabía y que podía recordar. Sabía que el escudo no servía de nada. Ya estaba, estaba seguro, iba a morir.
El calor se hizo súbitamente más intenso. Por un momento le quemó la piel y pareció atravesarle hasta el tuétano. El hombre se preguntó cuánto puede una llamarada llegarte a mortificar…
Pero entonces, no ocurrió nada. Pasaron los minutos, y no había dolor, ni fuego, ni muerte horrible. El hombre se atrevió a echar una mirada por encima del escudo. Y su mirada entonces fue ojiplática, y su cara reflejó la más absoluta estupefacción.
Sí, era un dragón… Salvo que no estaba vivo. La formación de rocas tenía un aspecto muy similar, en forma disposición, a la que hubiera tenido cualquier animal mítico. Si la mirabas de cerca, y con más calma, por supuesto que había sus diferencias y que te hubiera podido parecer otras muchas cosas, incluyendo simplemente rocas: pero lo sorprendente era la imagen que aparentaba a cierta distancia, y lo fácil que era posible inducirte a error. Aunque quizás lo más impactante eran los pequeños huecos horadados en la piedra y a través de los cuales, lo que asemejaba unos ojos maléficos y una boca llameante eran en realidad accesos para la lava, que emitían ese pestilente aroma tan particular… Ahora lo entendió todo. Comprendió también los súbitos cambios de temperatura, marcados por el río de lava que debía estar circulando alrededor. La zona había sufrido no sólo terremotos, sino también volcanes: por eso la gente se había alejado tanto tiempo, por eso el lugar había sido prohibido, y por eso el pueblo había tenido tanto miedo cuando él era pequeño, pero nadie lo había escrito y ninguno se lo había podido explicar. Y la poca gente que había venido por aquí se había encontrado la lava aún circulante, un infierno asfixiante, e incluso rocas que se identificaban tanto con animales míticos que era normal que alguien asustado hubiera caído en el error. Allí estaba el dragón…
… y también aquí, ahora que podía contemplar la cueva con tranquilidad y sin miedo, el mineral que había venido a buscar.
Aquello era un gran descubrimiento. Esto podría parar la guerra. Era lo que había querido encontrar. Y sin embargo, el hombre descubrió algo todavía más sorprendente.
El lugar era peligroso. El lugar era inaccesible. Pero precisamente por eso, era un buen lugar para esconderse cuando no querías que nadie te pudiera hallar. Cuando pretendes ocultar cosas. Y los dioses sabían que su pueblo, igual que todos, había sido rico en discordias en los últimos tiempos. Una pequeña pila se acumulaba cubierta por un manto de ceniza. El hombre se acercó hasta allá. Retiró con mucho cuidado aquella capa de ceniza.
Y entonces sí que el corazón le estuvo a punto de estallar.
                Tantos tiempo esperando. Tantos ciclos solares añorando.
                Casi deseó abrazarlo contra su pecho. Pero tuvo tanto cuidado que sólo muy trabajosamente lo consiguió sacar. Ahora que estaba rescatado, no podía hacer se perdiese. Debía protegerlo, debía cuidarlo. Lo debía preservar. Nada debía alterar la palabra escrita.
                Cogió los pliegos y los colocó sobre su escudo, que sirvió a modo de bandeja. Al mismo tiempo, se apercibió de que, justo al lado de lo que hubiera correspondido a la cola y el bajo vientre del dragón, había unas flores de un color rosado intenso que parecían haber sido colocadas allí como un regalo para tomar. Decían que las tierras sometidas al influjo de los volcanes eran luego más ricas y fértiles. Si fuera así, por primera vez en mucho tiempo, podían decir que les aguardaba un brillante futuro en el valle: el hombre cogió alguna de estas flores. Las plantó también en el escudo, y comenzó a marchar.
                Caminó por entre las grutas y pasillos oscuros. Andaba pausado, y en dirección hacia la luz. No sabía lo que venía entonces ni lo que iba a pasar. Pero sí que era consciente de una cosa, y era que todo iba a cambiar.
                ¿Cómo se empezaban las historias? Quizá lo importante no era aquello, sino cómo llegaban a terminarse, a escribirse, a recordarse. Quizás si se enterara de algo más, podría anotar esa historia acerca de la princesa que había provocado aquella guerra en el este. ¿Cómo le había dicho Dendral que se llamaba, en la conversación justo antes de su partida?¿Kira, Vesda, Helena quizás? Su mala memoria siempre lo dificultaba todo, meditó conforme llegaba al pueblo y plantaba delante del corro que se había reunido las flores, el mineral, los pergaminos, y la lanza rota, todo ello encima del escudo, que sostenía con aire marcial.
                Esperaba que los futuros historiadores tuvieran más memoria que él.
                -Me llamo Goargas –proclamó él-; he matado al dragón.

4 comentarios:

  1. Un relato en el que el heroe que no lo es es un personaje ideal, no es ni el cobarde ni el valiente, es otro, nuevo, que tiene una no motivación. Por otro lado, el transfondo de los males de la guerra dota al relato de una profundidad inconsciente, alerta de los males humanos tanto pasados como presentes futuros, entre ellos, el miedo a la pérdida de la memoria, de los conocimientos, las leyendas y el propio pasado. Algo que se escenifica en el propio protagonista, quizá la humanidad descreida que se enfrenta a las ilusiones para descubrir sus verdaderos orígenes, no por reales, menos bellos.

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  2. Decía Einstein que si la tercera guerra mundial se hacía con bombas atómicas, la cuarta se libraría con palos piedras... El ser humano se dedica muchas veces a tirarse piedras a sí mismo y a los demás sin darse cuenta de todo lo que puede llegar a perder. Quizás el día que volvamos la cabeza a esa Edad Oscura que relata el cuento (y que es la parte real de la historia), nos demos cuenta de cuánto estamos arriesgando con nuestras decisiones.

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  3. Otros aceptaron también el reto de San Jordi y respondieron: http://santajis.wordpress.com/2012/04/20/reto-literario-especial-sant-jordi-2012/

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  4. http://fdb88.wordpress.com/2012/04/23/reto-4-sant-jordi-en-la-playa/

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