lunes, 26 de noviembre de 2012

La historia corta de noviembre. Dedicadas a Eduardo Galeno (3)


(Basado en un hecho real comentado por una chica cercana a mí)          

           Era la primera vez que yo salía con la gente de mi clase en la universidad, el día de la fiesta de la Almudena en Madrid. Los chicos estaban de botellón. Como yo no bebo, y me aburría, fui a dar una vuelta por ahí. Al hacerlo, me encontré con un mendigo, que estaba rebuscando en la basura de un restaurante. De repente, vi que el mendigo hacía aparecer, sobre sus manos (como si hubieran procedido de la nada, una especie de truco de magia o algo así), un par de enormes y magníficas tartas.
            -¿Quieres una?-me ofreció.
           Supongo que expresé una especie de mohín de disgusto, porque él se explicó como si lo hubiera hecho:
           -¡Son tartas del día de la Almudena! Los restaurantes las hacen, y como llevan huevo, se ponen malas al día siguiente, así que las tiran. Pero ahora mismo, están estupendas. ¡Toma, yo no me puedo comer todas!
            La verdad es que contemplé la tarta, y el mendigo tenía razón, o al menos, la pinta aparente era fantástica. Así que le di las gracias dos o tres veces, y me marché con la tarta al botellón.
            -¿Alguien quiere tarta?-pregunté.
            Y al contemplarla, todos se lanzaron, extasiados, ante tan apetitoso manjar como yo traía. No se preguntaron nada, simplemente, se lanzaron como los pingüinos cuando los cuidadores les dan el pescado. Sólo hubo dos personas que dijeron:
            -¿De dónde puñetas has sacado la tarta?
            -No te lo pienso decir.
            -No me la tomo porque no me fío de tí –me espetó la segunda persona con aire sombrío.
            Yo enarbolé una sonrisa de oreja a oreja.
            -¡Pues a lo mejor no deberías!-respondí.
         Luego, cuando todos habían ya devorado la tarta, y dado buena cuenta de ella, les confesé definitivamente el secreto, (¡me la ha dado un mendigo!), y casi todos hicieron una especie de mueca de asco. Algunos me retiraron la palabra. Luego, con el tiempo, me han vuelto a hablar. Casi todos.

            La tarta, realmente, estaba riquísima.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Parabéns, José Saramago

Hoy, que se cumple el 90 aniversario del nacimiento de José Saramago, esta historia a modo de particular tributo, redactada por el menos probable de sus posible autores (atribuidle a este hecho todos los posibles fallos). Para todos sus lectores entuasiastas, y los que aún lo están por descubrir.

Una jornada sin horas

                Este relato está basado en una suposición, o en una mentira.
                A los 13 años, José Saramago, futuro premio Nobel de Literatura, comenzó a trabajar como cerrajero mecánico, después de haber completado su formación en una escuela industrial. Hemos de recordar que los padres de Saramago eran campesinos sin muchos recursos, y ello limitó mucho sus estudios, teniendo que completar buena parte de su aprendizaje leyendo libros por su cuenta. El trabajo sólo duró dos años y luego entró a trabajar como administrativo, y más adelante como periodista. No obstante, es curioso cómo un hombre que luego se consideraría uno de los mejores escritores de nuestro tiempo se dedicara durante una época de su vida a ejecutar trabajos manuales (como hacían habitualmente, por otra parte, pensadores como Gandhi, que nunca despreció este tipo de labores). Un día, una persona muy querida me señaló lo curioso que tiene que ser que te venga a arreglar las tuberías a tu casa un fontanero, y años más tarde, en la televisión, te encuentres con que éste luego se encuentra en Estocolmo recibiendo el Nobel. Aquella idea me chocó, y dada la gran admiración que profeso por la obra de Saramago, mi mente empezó a cavilar…
                En esta historia, hemos alterado bastantes cosas: Saramago no es un joven imberbe de trece años, sino que lo hemos hecho algo más mayor, aunque coincidiendo con la época en que se pasó veinte años sin escribir porque, en sus propias palabras, “cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es callar”. Al envejecerlo, le hemos permitido encontrarse viviendo también en una época clave de la historia de Portugal. Por supuesto, este extraño suceso nunca ocurrió, como tampoco sabemos si las ideas de Saramago sobre ciertos asuntos se encontraban asentadas entonces, o acabarían maduradas con el paso de los años. De ningún modo se puede jurar que nuestro protagonista hubiera opinado en la vida real esto o aquello, o que hubiera reaccionado ante las mismas circunstancias de igual forma. Se trata tan sólo de una inocente fábula, que busca tan sólo rendir tributo a uno de mis autores favoritos, a un ser humano sin duda excepcional, y a todos aquellos (quienes leyeron sus libros, o quienes leyeron su alma) que le van a echar de menos…
                A José, a Pilar del Río, a la Fundación José Saramago, a los suyos, va dedicado este cuento.

                Todo comienza en una casa. Una casa parada. Parece que el tiempo se hubiera congelado. Nada avanza. Si acaso, el lento movimiento del tic-tac continuo de un reloj.
                No obstante, el reloj principal, colgado en la pared del salón, el que debía dar las horas en la casa, se encuentra parado. Tan detenido, como el resto del ambiente.
                Es una casa de una buena familia, de acomodada posición. Decorada con gusto, sin duda. Con detalles destacados, aunque sin llegar a la exageración, que ha requerido dinero pero no pretende reflejar ostentación. Un par de recuerdos de El Algarve, platos de cristal, un juego de tazas chinas de té en los armarios de cristal del salón. Aunque lo más espectacular, sin duda, es el reloj. Con los perfiles dorados, las agujas con filigranas barrocas, como asemejando un continuo movimiento, y, por el contrario, el péndulo establemente en su sitio, como si nadie lo hubiera puesto en marcha jamás. Una atmósfera calurosa y densa flotaba en el ambiente casi a nivel del suelo, como si el mismo aire se encontrara enfermo y buscara un último refugio donde poder descansar. En medio de este entorno opresivo, divisamos a una mujer: está en la cocina, sentada junto a la mesa. Se puede tener una perspectiva perfecta de ella contemplando desde el vestíbulo de la casa tanto la cocina como al mismo tiempo el salón, a través en ambos casos de puertas abiertas, pero no nos hemos percatado hasta ahora de la presencia de esta persona porque se encuentra tan inmóvil y tan rígida que no provoca contraste con el resto de los objetos que encontramos a su alrededor. Es una escena curiosa, observarla a ella en la cocina, a la vez que al reloj en el salón: ambos tan quietos, tan estáticos, aparentemente tan… muertos, sin posibilidad de resucitar. La mujer es de mediana edad, de pelo rubio ondulado, probablemente ya debería presentar alguna cana pero seguramente se las tiña para que no se le noten. Ropas elegantes pero discretas, en consonancia con el resto de la mansión. Ella, como el reloj, como toda la vivienda, parece –ésa es la palabra- encapsulada, atrapada en esa habitación en ese instante, como si hubiera apretado un botón y cesado toda actividad, como si hubiera elegido permanecer allí, y el reloj se hubiera detenido entonces, junto con el paso del tiempo…
                Un sonido de llaves se escucha entonces procedente de la puerta de entrada. Le cuesta un poco lograrlo, pero finalmente la entrada se abre. Acceden entonces a la casa dos hombres. Uno de ellos entra de manera enérgica, decidida, sin duda porque es el hombre de la casa y pisa con seguridad el terreno en el que avanza con el impulso de sus piernas. Viste traje de chaqueta y corbata beige, acorde a los rigores del verano cuando por obligación tienes que vestir de traje, y aunque alguna arruga empieza a hacer mella en su rostro, sus movimientos irradian que no ha perdido la fuerza para seguir dirigiendo su vida. En cuanto al hombre que llega detrás, es relativamente más joven: tendrá entre treinta y muchos y cuarenta y pocos años, un asomo de calvicie, y unas sienes donde el color gris comienza a avanzar. Su aire es sereno, tranquilo, avanza con lentitud y con la cabeza parcialmente agachada, observándolo todo con detenimiento a partir de los cristales de unas gruesas gafas. Sus manos son grandes y gastadas, producto del trabajo desarrollado durante muchos años. Sus movimientos, sencillos, como humilde es el gastado mono azul de trabajo que gasta. El primer hombre parece dirigir al segundo, el cual sigue con precaución cada uno de sus pasos.
                -Voy a ver si está en casa –indica el primer hombre-. ¿Cariño? –llama hacia el interior-. ¿Cariño, estás ahí?
                La mujer tarda un instante de más en contestar. Parece como si no asumiera que alguien ha entrado, o que si no quisiera terminárselo de plantear. Vacila algo más de tiempo que es necesario en levantarse: por eso les da tiempo a los dos hombres a llegar hasta la cocina, donde se la acaban finalmente por encontrar.
                -¿Cariño? Mira, ¿te acuerdas de que te dije que mi amigo Álvaro tenía una factoría? Éste es uno de sus trabajadores. He hablado con Álvaro y me ha hecho el favor de darle permiso para ver si nos puede arreglar el reloj. A ver si así solucionamos ese problema.
                -Buenos días. Me llamo Adela –dijo la mujer, alargando la mano.
                -Mi nombre es José de Sousa Saramago –respondió el hombre del mono azul, respondiendo al gesto-. Como le ha dicho su marido, trabajo de cerrajero mecánico, pero tengo cierta experiencia en reparación de otro tipo de objetos.
                -Mire, éste es el reloj –dijo el hombre, colocando la chaqueta sobre una silla y avanzando hacia el salón-. Es una pieza muy delicada. Ha pertenecido a mi familia durante generaciones, y siempre ha funcionado bien. Ahora se ha parado, y la mayor parte de los relojeros con los que hemos hablado nos dice que es demasiado antiguo, que no conocen el mecanismo, que si lo abren, no pueden garantizarnos que no lo tengamos que tirar. Por eso necesito que nos diga si es posible arreglarlo.
                José Saramago alargó los brazos. Con sumo cuidado, sacó el reloj de su sitio, previniendo que los contrapesos mecánicos del reloj de pared no chocaran con la madera al alterar la verticalidad del mismo. Dirigido por los dueños de la casa (más bien por el hombre, pues la mujer se mantenía en un silencioso segundo plano, con las manos situadas exangüemente a ambos lados de su cuerpo), depositó el objeto sobre una mesa cubierta por un mantel de ganchillo blanco. Se ajustó las gafas sobre la nariz, y observó el aparato con el rigor de un orfebre calculando el valor de la una pepita de oro. Apretó los labios examinando con detenimiento cada detalle. Expectante como un campesino aguardando el oráculo sobre las lluvias, el hombre de la casa finalmente preguntó:
                -¿Entonces, puede arreglarlo?
                José Saramago no se alteró por esa pregunta, pero alejó las manos momentáneamente del reloj.
                -Un reloj –expuso de manera queda- es como un hombre: refleja de manera interna todo lo que le ha acontecido a lo largo de toda su vida, lo que ha vivido en el exterior. Hasta que no lo abra, no lo sabré seguro.
                Volvió su cabeza hacia el hombre.
                -Sin embargo, no vamos a ser pesimistas. Yo apostaría que sí. Aunque necesitaré un par de días.
                El otro hombre suspiró, como si le hubieran quitado un gran peso de encima.
                -Bien… Entonces, usted puede quedarse aquí, reparándolo durante ese tiempo. Yo hablé con Álvaro para que le encuentre un sustituto en la factoría. Tómese el tiempo que quiera, lo importante es que quede bien. Yo estaré entrando y saliendo, por cosas de mis negocios. ¿Necesita algún objeto, algo…?
                -He traído mis herramientas conmigo –señaló el cerrajero, mostrando una caja metálica que había raído consigo-. Lo que sí que necesitaré será un espacio, una mesa sobre la que poder trabajar.
                -De acuerdo. Podemos dejarle una mesita de cristal en el comedor, ¿no, Adela?-le preguntó a su mujer, que sin embargo no contestó nada-. No lo solemos utilizar mucho, la mayor parte de las veces comemos en esa mesa alta del salón, solamente lo empleamos en las grandes ocasiones, cuando hay que estar yendo y viniendo constantemente de la cocina. Está bien iluminada, tiene unas cuantas ventanas que miran al exterior. Allí podrá trabajar tranquilo y a gusto.
                No tardaron mucho. La mujer colocó la mesa de marras al lado de la ventana en la habitación del comedor, situada anexa al vestíbulo, de tal forma que permite tener esa visión tan excepcional del salón y de la cocina de la que nosotros hemos disfrutado anteriormente. Los dos hombres acomodaron allí el reloj, colocando un mantel de hule para que el cristal de la mesa no se rayase, y el cerrajero mecánico colocó al lado de la misma su caja de herramientas. Todo parecía dispuesto. El marido contempló la estampa con una mirada de satisfacción.
                -Muy bien. Entonces, dejo el reloj en buenas manos, ¿verdad? Adela, ponle al señor Saramago alguna bebida si tiene sed, o lo que sea que necesite pedirte. Yo me voy a ir un rato. Luego volveré a la hora de la comida.
                Al decir esto, agarró a su mujer por los hombros y le dio un breve meso en la mejilla. Sin embargo, ésta no reaccionó. El hombre pronunció (con un azoramiento sin explicación aparente) unas cuantas palabras de despedida hacia ambos, y se marchó por la puerta. El cierre de la misma contrastó con el nuevo silencio que de improviso en aquel momento se forjó.
                El cerrajero mecánico enarboló entonces una tímida sonrisa hacia la dueña de la casa, a la que ésta respondió con otra de vuelta, aunque tal vez demasiado forzada. Luego, sin decir nada, ésta se dirigió hacia la cocina. Una vez allí, se sentó de nuevo junto a la mesa, en la misma rígida posición en la que se encontraba antes de que todo esto pasara. No realizó ni un gesto a continuación. No, al menos, durante los siguientes minutos.
                José Saramago, tras tomarse unos instantes meditando sobre el extraño silencio que sonaba (o dejaba de sonar) en aquella casa, se sentó junto a la mesa, de frente al reloj de pared que ahora yacía tumbado como si hubiera sido asesinado y ahora su cadáver hubiera quedado yacente en la hierba a modo de héroe griego. Se colocó entonces una cuerdecilla que guardaba en el bolsillo para sujetar mejor las gafas, y colocó las mismas justo al borde de la nariz. Movió levemente los dedos de las manos, como queriendo prepararlas para el esfuerzo, y a continuación, y con sumo cuidado y delicadeza, comenzó a abrir el reloj…

*                                             *                                             *

                El cerrajero mecánico trabajó de manera pausada pero precisa durante toda la mañana. Cada vez que avistaba una pieza (como si se tratara de una ballena localizada por el catalejo del capitán Ahab), observaba primero con atención cómo cada una de sus partes interaccionaba con el resto del reloj, y cuando la extraía, ponía sumo cuidado en memorizar cómo lo había hecho y cómo se arreglaba la maquinaria completa para manejarse ahora que aquella pieza concreta no se hallaba insertada en ella. A veces se quedaba como extasiado, contemplando un pequeño tornillo durante minutos. Otras veces, en cambio, sacaba una rueda dentada con prudencia y esmero pero, una vez hecho esto, la apartaba con desprecio, como si le hubiera ofendido o esperara de ella más. Poco a poco, los intestinos del reloj iban quedando expuestos sobre la mesa.
                Todo esto lo sabía la mujer porque, aún desde su discreción desde la cocina, ponía ojos constantes en todo lo que hacía el invitado: a pesar de que su labor era parcialmente ocultada por la espalda de este último, la señora Adela se esforzaba en averiguar lo que iba pasando, e incluso llegó a desplazar ligeramente la silla que ocupaba para poder divisarlo mejor. Procurando disimular su labor de espía, incluso se levantó a ratos, fingiendo ir a buscar un vaso de agua a o llenar algún recipiente, pero en realidad sólo era una excusa para contemplar algún hecho en concreto que estaba sucediendo y que no llegaba a atisbar. Y era curioso, porque en realidad la mujer no tenía ni la menor idea de mecánica ni conocía en absoluto el nombre de ninguna de las piezas que el cerrajero mecánico estaba sacando del reloj, y no hubiera podido hacer nada con ellas. Y sin embargo, había algo de tranquilizador en aquella labor, un extraño sosiego en la meticulosidad que el hombre aportaba a cada movimiento, a cada gesto, a cada ajuste de las gafas sobre la nariz para desentrañar una determinada parte del mecanismo. Y aquella forma de proceder a la mujer le escamaba, pero al mismo tiempo le proporcionaba –quién sabe por qué- una extraña paz interior.
                Sin embargo, con el tiempo, aquella sensación en un principio anestésica se fue diluyendo con el paso de las horas. Y una vez más, la mujer se encontró en la cocina, sola, sin nada con que ocuparse, ni qué decir. En medio de todo esto, el cerrajero mecánico no hacía nada, tan sólo se ocupaba de su reloj, y sólo alguna vez de refilón entraba la señora Adela en su campo de visión. Las miradas que le dirigía entonces el cerrajero no querían decir nada, eran neutras, porque lo que en realidad ocurría era que no la miraba sino que simplemente la veía, como si fuera transparente y no tuviera más trascendencia que el fondo la imagen que se veía a continuación. Adela sabía que el hombre actuaba de esta manera por educación, para que no se sintiera observada; pero con la repetición, sin embargo, una de estas últimas miradas de reojo terminó por ofenderla y se levantó. Se dirigió con aire irascible hacia el salón.
                Allí, se sentó sobre el sofá y encendió el cigarrillo. Durante unos segundos, estuvo meditando qué paso dar a continuación. ¿Encender la televisión? Lo descartó. ¿Abrir un libro? La mujer sopesó la elección entre los que había y el asunto no quedó del todo aclarado. Depositando la ceniza del cigarrillo sobre un cenicero (también, como otros objetos, “recuerdo de El Algarve”), se levantó y se acercó, sacudida por un impulso súbito, hacia el moderno teléfono del salón.
                Sin embargo, una vez allí, no hizo nada… Tanteó el auricular, rozándolo tan solo con la yema del dedo índice… Como si estuviera planteándose para qué servía ese rimbombante aparato. Fue como si una especie de lucha interna, una duda que la corroía por dentro, sacudiera todos sus miembros. Luego, finalmente, pareció que la mujer se había rendido, pues agachó la cabeza, volvió hacia el sofá, y ya no volvió a mirar al teléfono más.
                Permaneció allí también durante un rato, hasta que el cigarrillo se consumió, sin hacer nada más. Apenas sí chupó las últimas caladas que podría haber aprovechado. Luego, se dio cuenta de que el cerrajero mecánico podía observarla si lo deseaba también desde el comedor. A pesar de que sus modales en ningún momento fueron bruscos, ni su apariencia grosera, la señora Adela se sintió sin seguir cómoda. Se levantó y se dirigió de nuevo a la cocina. Allí, volvió a sentarse en la misma silla. Y una vez en ese sitio, se paró.
                Podría haber permanecido horas allí. En otros casos lo hacía. Pero hoy tenía un extraño hormigueo en su interior. Ese mismo hormigueo la llevó a levantarse y, casi de manera instintiva, abrir un par de cajones que le hacían las veces de alacena en aquella habitación en la que pasaba la mayor parte de su vida. También de manera instintiva, como otros días, cuando sus manos salieron del cajón, portaban una botella de vino. El vaso pareció llegar a sus manos por sí solo, y ya estaba a punto de verter un poco y beber.
                Pero el incorporar la vista, y ver a Saramago, sin embargo, hizo cambiar su rutina. Y una idea nueva empezó a fraguar.
                Un par de minutos después, la mujer aparecía en la habitación donde Saramago se hallaba reparando el reloj, portando una bandeja en la mano. Contenía un café y varios dulces.
                -¿Le apetece comer algo? –le dijo con una voz entre entumecida y también apocada-. Trabajar le debe dar hambre.
                Saramago sonrió gustoso, y le agradeció el gesto. Bebió del café, y asimismo disfrutó de las galletas. Su anfitriona lo miraba callada, pensativamente, como si se concentrara en la forma en que sus labios sorbían de la taza o las migas caían de su boca con la misma atención discreta con la que antes observaba cómo reparaba el reloj. El cerrajero mecánico no dijo nada y, a pesar del intenso escrutinio al que estaba siendo sometido, no devolvió la mirada, cosa que ella agradeció porque hubiera exhibido más todavía su pudor. Los ojillos de Saramago se movieron inquietos, como tratando de averiguar qué pensamientos bullían por detrás de la mirada de su anfitriona, pero si tomaron una decisión se abstuvieron de mencionarla y simplemente permaneció en silencio, probablemente por no encontrar apropiado ningún otro tema de conversación. Cuando terminó de comer, la mujer, servicialmente, le retiró la taza de las manos y la colocó en la bandeja, volviendo con los restos a la cocina, que limpió y ordenó con total rigor. Luego, volvió a sentarse en la cocina, y volvió a quedar sumergida en la bruma de aquel mutismo hasta mediodía.
                Aproximadamente a esa hora, se escuchó un ruido de llaves. La mujer, visiblemente alborozada (la primera ocasión en que esta expresión había acudido a su rostro en todo el día) se levantó rápidamente para acercarse. Saramago levantó brevemente la vista, y al hacerlo tan sólo pudo observar la espalda de lo que parecía un joven, de pelo enmarañado negro como la pez, y jersey al que le quedaba bastante poco para quedar adornado con un par de rotos. El joven, que portaba una bolsa de arpillera marrón oscuro, se dirigía a grandes zancadas hacia el pasillo, mientras la señora de la casa le seguía.
                -Deja, madre –le pidió él-. Me voy a comer con unos amigos. Por favor, no insistas.
                La madre no decía nada, tan sólo rogaba con la mirada. Cuando el muchacho se metió en la habitación, la madre se quedó mirándolo. Allí, aguardó unos minutos de pie, con los brazos caídos y crispados de impotencia en un puño, mientras en el interior de la habitación se escuchaban sonidos que indicaban que el joven estaba buscando algo, pero desde la posición del cerrajero mecánico no se podía saber qué. La madre aguardaba y también observaba, con el mismo o mayor denuedo con que estaba contemplando antes el arreglo del reloj por parte de Saramago y (quizás) con la misma incomprensión. Luego, el muchacho salió sin la bolsa de arpillera, pero portando unos cuantos libros debajo del brazo, y con los mismos pasos largos con que había entrado antes, desanduvo el camino para salir por la vuelta, plantarle un fugaz beso a su madre en la mejilla, y salir como alma que lleva el diablo de nuevo.
                Doña Adela, entonces, pareció desolada. Con lentitud premeditada (o quizás simplemente instintiva) recorrió el espacio que separaba la entrada de la cocina, pasando para ello por el salón y el comedor. No saludó a Samarago, no le ofreció la más mínima explicación ni le miró siquiera, no por pretensión de ignorarle ni mucho menos –sino simplemente porque para ella, en estos momentos, en la casa no había nadie más. Se sentó de nuevo en el mismo rincón de la cocina de siempre y allí aguardó, inerme, hasta que una media hora más tarde, nuevas llaves sonaron a la puerta. Pero ésta vez ella no acudió ante quien las portaban.
                Era su marido. Traía una expresión exultante en el rostro, aunque no parecía que por nada en concreto, y el mismo aire dinámico del anterior momento. Se sorprendió gratamente al encontrarse a Saramago en el comedor.
                -Hombre, ¿qué tal va eso?
                -A pasos lentos pero seguros –contestó sosegado el obrero mecánico.
                -Bien, eso está bien. ¿Ha comido?
                -No, pero su mujer ha sido muy amable y me ha ofrecido un café y galletas.
                -Eso está bien. ¿Qué le parece si comemos juntos?
                -Bueno, no quisiera molestar…
                -¡No se preocupe, qué va a ser molestia!-exclamó jovial, y se adentró en la cocina-. Adela, prepáranos algo a mí y a este señor, ¿de acuerdo?¡Nos morimos de hambre!
                La señora Adela, sin decir nada, asintió.

*                                             *                                             *

                La verdad acerca del apetito del estómago del cabeza de familia quedó sobradamente demostrada con el ímpetu con el que devoró la carne aderezada de una sabrosa guarnición de champiñones que le preparó su esposa. José Saramago, en cambio, comía con más recato, quizás a causa de encontrarse en una casa ajena, o tal vez porque creyó necesario exhibir un contraste con el voraz instinto que exhibía su anfitrión. En todo caso parecía que el hombre había prácticamente terminado cuando Saramago aún le quedaba para llegar al postre, y quizás por ello el marido se vio en la obligación moral de proporcionarle a su invitado algo de conversación.
                -¿De dónde es usted, amigo José?
                -Yo nací en el Alentejo –declaró el otro, sin pretender especificar al principio, pero luego añadió-, en una pedanía de Golegã.
                -Ah, el Alentejo, preciosa tierra –respondió el otro, aunque con tono de quien hubiera respondido lo mismo ante cualquier respuesta-. ¿A que no adivinaría de dónde soy yo?-proclamó, pareciendo en este momento que habían tocado un punto clave.
                -La verdad, no puedo figurármelo.
                -¡Pues de Angola!¿A que no se lo esperaba, verdad?¡Jajaja!-carcajeó con una risa estridente el hombre, que le hizo hincharse orgullosamente el pecho-. Pues sí, soy descendiente de emigrantes lisboetas que se establecieron allí. Mi familia tuvo durante mucho tiempo terrenos en aquella zona, pero yo no soy hombre que sepa estarse quieto, o al menos lo era cuando era joven, y me alisté al ejército. Después de unas cuantas batallas, me dieron un retiro y me asignaron un puesto en la administración, y con eso y con lo que saqué de vender las tierras, nos vinimos aquí. ¿No nos ha ido mal, verdad?-preguntó, aunque su propio gesto indicaba que ya daba por asumida la respuesta.
                -¿Notaron mucho el cambio al trasladarse acá?-inquirió el obrero por cortesía.
                -Oh –respondió al ver que Saramago había señalado con la cabeza a su mujer, que seguía ajetreada en la cocina-, ella es de aquí. Igual que mi hijo. Yo me mudé muy joven y bueno, esto no me resultaba desconocido, siempre hemos tenido familia en Lisboa. Angola no estaba mal… pero uno siempre tiene que volver a las raíces, ¿no es así?
                Saramago no dijo nada. Le parecía que tampoco hubiera tenido mucho sentido exponer lo contrario, incluso en el caso hipotético de que lo hubiera pensado así.
                -Seguro que me está deseando preguntar qué es lo que opino yo del asunto de las colonias, ¿verdad?
                Pero Saramago tampoco empleó esta vez el derecho que (al parecer) le había sido concedido para exponer sus opiniones. Sabía intuir cuándo un hombre quería decir algo, y tan sólo buscaba una excusa para expresarlo. Por eso simplemente escuchó:
                -Todo eso que dicen… de si la opresión, y los muertos, y los soldados… Yo creo que todo eso son excusas. Excusas ante el miedo. Claro que nos da miedo meternos en eso. Pero es como tener miedo a defender tu familia y tu hogar. Y no por ello dejas de defenderlo, ¿no? Angola es tan nuestra como el Algarve, o como el Alentejo, o como la propia Lisboa. ¡Y si no, fíjense en mí!-pegó una palmada sobre la mesa, riendo, satisfecho con su propia ocurrencia-. Pero eso la juventud no lo ve –señaló, mientras su mujer le traía el postre a Saramago y retiraba los demás platos-. Prefieren la comodidad de los que les dan todo hecho. Se olvidan de todo lo que han hecho sus padres por ellos, de todo lo que han trabajado para conseguirlo. Ahora nos llaman diablos, asesinos, creen que las cosas que hicimos allí no debieran haberse hecho. ¿Yo, un opresor?¿Por arrastrarme empotrado en el barro y defender todo lo que ahora tienen, lo que se han ganado gracias a nuestro esfuerzo? Deberían aprender más respeto –subrayó, y al hacerlo enfocó una mirada especial hacia su esposa. Una de estas miradas incomprensibles, a no ser que lleves más de veinte años juntos, y sepas perfectamente qué quiere decir cada párrafo, y cada sílaba.
                Mientras la señora Adela se retiraba con los platos, Saramago terminó su postre en un par de bocados. Luego, al anfitrión le pareció de rigor mostrarle aquellas partes de la casa que el otro todavía no había visitado.
                -¿Lo ve? Este es mi despacho –y a continuación, como respondiendo a un comentario nunca formulado por el cerrajero mecánico, prosiguió-. Efectivamente, tiendo a acumular cosas de mis continuos viajes entre aquí y Angola. Ese tótem es un recuerdo de juventud. Y esto…
                Pero el hombre se detuvo al comprobar que Saramago se había quedado detenido, prendado, al parecer, de una fotografía en blanco y negro de pequeño tamaño que estaba enmarcada y colocada en una pared lateral. El dueño de la casa se fijó en la foto con cuidado, y al hacerlo sonrió.
                -Ah, veo que a usted también le gustan los caballos. ¿Es un buen jinete?¿Cuánto tiempo lleva montando?
                Saramago, sin apartar ni un milímetro la mirada de la imagen, susurró:
                -La verdad es que no he tenido un caballo en mi vida…
                Y ni siquiera ante la cara de perplejidad del antiguo militar volvió la vista hacia él, ni dejó de posar los ojos sobre la fotografía.
                Luego, el hombre de la casa se despidió, pues, según él, debía volver a sus ocupaciones, pero dejó a cargo a su mujer, la cual sin duda se ocuparía de proveerle cualquier cosa que necesitara. Sin embargo, antes de marcharse, se disculpó y se ausentó para entrar en el dormitorio, dejando cerrada la puerta. Saramago escuchó incluso el ruido (inconfundible para él, recordemos, cerrajero de profesión) del pestillo de la puerta al cerrarse. A continuación, se intuyeron -más que escucharon directamente- algunas entrecortadas expresiones que dejaban de oírse súbitamente, bien porque el hombre dejaba de hablar para escuchar a su interlocutor, bien porque bajaba el tono hasta hacerlo casi inaudible. “Sí, claro, por supuesto”. “¿No será demasiado pronto?”. “Es posible que llegue a sospechar”. “¿En la plaza entonces? Al lado del hotel. De acuerdo. Lleva mejor las de encaje rojo. Sí, yo también. Nos vemos”. Y el sonido inequívoco del teléfono al colgar.
                Posteriormente, el hombre salió de la habitación, cogió su chaqueta, se despidió cordialmente de Saramago con un apretón de manos, y luego con un beso de su mujer, esta vez en los labios, pero pareció incluso más frío que el de aquella mañana. Abrió la puerta de la calle, la cerró, y sus pasos resonaron alejándose.
                Entonces, sin más aspavientos, y con tan sólo una breve sonrisa forzada por parte de Saramago, aunque cargada de aparente candor –por parte de la señora de la casa, no hubo respuesta facial-, éste se colocó de nuevo en su lugar de trabajo, mientras que la señora Adela se dispuso una vez más en su sitio en la cocina, como haciéndose de nuevo estatua, con la mirada perdida que había mantenido anteriormente, sin expresar nada en concreto, ni revelar ningún sentimiento adicional…
                Así hasta que comenzó a llorar y se ocultó los ojos con las manos. No se molestó en cerrar la puerta. Saramago escuchó aquel gemido de fondo. Pero no se atrevió, no consideró prudente, o no quiso reaccionar…

*                                             *                                             *

                Al día siguiente, Saramago volvió a la casa a retomar su trabajo en el punto en que lo había dejado. Le recibió la mujer, esta vez en ausencia de su marido, y le condujo una vez más a la misma mesa donde el día anterior Saramago había dejado los útiles de trabajo y el reloj, los cuales parecían haber estado aguardando impacientemente su regreso. El cerrajero se puso de nuevo a trabajar con denuedo, tratando de desmontar un mecanismo que se le resistía particularmente. Sin embargo, una inesperada visita vino a enturbiar su esfuerzo.
                La criada angoleña llegó a mitad de la mañana y no pareció tomarse a bien que hubiera por allí una presencia no habitual que interfiriera en sus labores de limpieza. Como si se encontrara espantando a un gato de excesivo tamaño que se hubiera aposentado sobre la mesa, la criada trató de limpiar por todos los rincones que le dejó el cerrajero, aún a riesgo de tirar al suelo algunos de los delicados mecanismos de relojería. Por lo demás, entre los dos trabajadores en casa ajena se produjeron una serie de miradas de recelo, incluso suspicacia, como dos aves que se encontraran en disputa por un mismo territorio. Finalmente, llegaron a un tácito acuerdo de amainar y no ser molestados, dedicándose cada uno a sus labores sin atreverse ninguno a adentrarse en el territorio del otro, quedando para Saramago la mesa que se elevaba como una humilde isla en el océano a lo largo del cual la criada no hizo más que pasar por todos lados el plumero, como si tratara de encontrar a algún otro misterioso visitante escondido. Entre tanto, la anfitriona de la casa hizo lo mismo que el día anterior: es decir, permanecer en la cocina, autista frente a los continuos devaneos de la criada, observando sus propias manos entrelazadas, rodeada constantemente de gente, pero siempre sola.
                La criada se marchó, tan silenciosa y subrepticiamente como había venido. Como último regalo, le lanzó una mirada suspicaz a Saramago antes de cerrar la puerta y desaparecer.
                Sólo unos cuantos minutos después llegó el hijo: ya desde el principio se intuía que iba a haber una tremenda explosión. Aquello era algo que veía venirse, como la retirada del agua del mar justo antes de un tsunami, o la electricidad estática y el vuelo de los vencejos justo antes de la tormenta.
                Los rayos y truenos fueron precedidos por un portazo; a continuación se escucharon los pasos precipitados del hijo (no cabía duda, sólo de una persona joven podía provenir una energía así) seguidos de los más suaves, casi acolchados, de la señora Adela, siguiéndole detrás. Saramago atisbó a ver al hijo apartando rudamente el brazo que su madre le ofrecía.
                -No, mamá, no le justifiques. Ésta ya ha sido la gota que colma el vaso. Ahí, en la universidad, delante de todo el mundo, poniéndome a caldo y apoyando esa estúpida guerra. Y tú vas y le defiendes: ¿es que quieres que me lleven a Angola?¿Es que pretendes que tenga que huir a Francia?¡Estoy harto!¡Me voy a marchar de esta casa ya!
                Y de nuevo sonó un portazo, cerrando la entrada de su cuarto. Saramago, aunque no vio, escuchó el intento de la señora Adela por evitar que de su boca saliera cualquier sonido de llanto. Sin embargo, tuvo finalmente que marcharse a su dormitorio para que su congoja no se hiciera pública.
                Sólo un poco después salió el hijo del dormitorio. Cargado con su bolsa, pasó por la cocina y empezó a añadir un par de cosas (queso, embutidos) a la misma, la cual parecía ya repleta hasta lo imposible de libros. Ya iba a aventurarse a salir de la casa, cuando antes, en el camino, Saramago le interrumpió:
                -Perdona, ¿podrías echarme una mano con este reloj?
                El chico se quedó parado. Hasta ahora no se había apercibido de la presencia del experto en mecánica. Contempló las piezas del reloj desplegadas sobre la mesa, y también a Saramago, quien le observaba a través de sus gafas de gruesa graduación con ojos paradójicamente lúcidos y de mirada límpida.
                -Sólo será un momento –aclaró él-. Siempre tendrás la oportunidad después de marcharte. Pero ahora mismo necesito unas manos jóvenes y más capaces de lidiar con ciertos mecanismos. Mi experiencia me dice que nunca se pierde el tiempo deteniéndose un momento para arreglar algo con el objetivo de que vuelva a funcionar.
                El chico estaba confuso. Tenía prisa por irse, pero al mismo tiempo, no podía resistirse a una petición realizada tan solícitamente y con un tono tan educado. Además, le intrigaba también esa expresión extraña del hombre que parecía indicar que estaba expresando más de lo que decía realmente. Un poco desconcertado –y probablemente influido también por el hecho de que no sabía hacia dónde dirigirse-, se sentó cautamente sobre la mesa. Saramago le acercó una pieza.
                -Mira, estoy tratando de introducir esta varilla por aquí. Pero hace falta mucha precisión, y cierta constancia, para volverla a pasar varias veces. No te preocupes si te sale mal a la primera: se vuelve hacia atrás y se intenta otra vez. Y si no otra, sin más problema.
                El estudiante, lentamente, sin todavía entenderlo muy bien, intentó hacer lo que le proponía el humilde trabajador. Al principio no le pillaba el truco pero después, poco a poco, le fue cogiendo el tranquillo. Como el otro le había dicho, costaba y muchas veces tenía que dar marcha atrás pero, con la flexibilidad que le permitía la juventud, simplemente desandaba el camino y volvía a empezar. Paulatinamente, aquello se fue convirtiendo en una rutina. Casi parecía que llevaba toda la vida haciéndolo.
                -Siempre he considerado que los trabajos manuales, además de descargar la mente, ayudan en gran medida a la actividad intelectual –consideró Saramago en voz alta, enredado en el funcionamiento de las manecillas del reloj-. Cuando yo era joven y me enseñaban este oficio, los estudios también contenían asignaturas humanísticas: latín, griego, algo de literatura, aunque la mayor parte la aprendí por mi cuenta sacando libros de la biblioteca. Pero igualmente, quizás en las carreras más intelectuales debería enseñarse algo de trabajos mecánicos. Primero, porque nos enseñan de dónde venimos, qué es lo que hacemos, para qué trabajamos. No se pueden proponer soluciones para los obreros del campo sin saber en qué ocupan la mayor parte de su tiempo. Y segundo, porque nunca viene mal a la hora de reparar alguna cosa: después de todo, haber leído a Pessoa, a Camoens o a Séneca no te sirve de mucho cuando tienes que cambiar una bombilla.
                -Si le oyeran mis padres –dijo el muchacho, que le había escuchado sorprendentemente cautivado-, dirían que es usted comunista.
                -Las palabras van y vienen; los conceptos los emplean unos u otros de muy diferentes maneras; son las ideas, los sentimientos, lo que hemos de cambiar –dijo Saramago, indicándole al estudiante un paso concreto que había llevado a cabo incorrectamente con el reloj-. Pero esto no puede hacerse de golpe, de una sola vez, deprisa y corriendo. Hace falta mucho ímpetu, tesón y sobre todo, mucha paciencia, para marcar de nuevo el tempo de un reloj que se ha acostumbrado a marchar a un ritmo determinado. Figúrese mi propio caso: desde pequeño le he tenido un miedo cerval a los perros, porque uno me ladró, y he sentido una admiración reverencial de los caballos, porque una vez vi montar a alguien en uno, y a mí no me dejaron. Años más tarde, acabé subido en uno de ellos, pero ya no era el mismo caballo, y no se entregó a mí, como sí que lo hizo el otro. Así pues, aunque pasen los años, y por más raciocinio que le aplique al asunto, siempre le tendré miedo a los perros, incluso al más simpático, y siempre echaré de menos el no haber montado en aquel caballo, por muchos a los que me suba. Y eso que me considero alguien que actúa a las leyes de la lógica. Pero también, en sinceridad a las mismas, he de reconocer qué cosas no puedo hacer.
                -Sin embargo –quiso matizar el hijo-, las viejas costumbres deben cambiar. Si no, nunca se podrá acercar a un perro.
                -Te doy la razón en eso; aunque para que lo viejo muera, lo nuevo no tiene necesariamente por qué matarlo. Ante un árbol muerto, es mejor no desplazarlo, sino que la vida empiece a brotar y a poblarlo todo a su alrededor. Sólo habrá de talarse el árbol cuando impida el crecimiento de la vida que tiene al lado.
                -¿Y por qué otra cosa iba a querer permanecer lo viejo?-inquirió el joven, que se daba cuenta de que ya no se encontraban hablando de relojes, caballos o perros-. ¿Por qué si no iba a invertir tanto esfuerzo en permanecer de pie?
                -Por costumbre –esgrimió Saramago-. Por miedo. Porque no se ha conocido otra cosa. Por desconocimiento de lo que traerá el futuro. Porque el hecho de paralizarse es el síntoma más común del miedo a envejecer.
                -¿Y no es tan culpable, entonces, como los que pretenden que lo viejo permanezca simplemente por permanecer arriba ellos?
                -Quizás sí; pero entonces, cabe reflexionar, ¿no son entonces, acaso, igual de víctimas?
                El estudiante se acercó casi inconscientemente a él. Comenzó a hablar en un cuchicheo que revelaba mayor secreto.
                -Sí, pero eso es lo que menos entiendo de todo: si ella también lo sufre –dijo ya refiriéndose a un hecho muy concreto-, si le daña, ¿por qué insiste en escudarlo?
                -Porque es lo que le enseñaron; lo que le contaron que debía hacerse –Saramago dejó el reloj a un lado y le obligó focalizar su atención-. Cada generación considera unos valores que en sí mismo no son buenos o malos, sino que son los valores que necesitaba para vivir en aquel momento. La gente de los pueblos valoraba el trabajo en equipo, para la comunidad, para el grupo: pero esto también anulaba la voluntad individual convirtiéndola un hecho imposible. En la ciudad, en cambio, se busca la felicidad de cada individuo, pero esto nos hace olvidar nuestro compromiso con los demás: cada uno queremos promover algo que creemos que compensa el defecto de la sociedad de la que venimos, pero es normalmente exagerándolo como acabamos creando una sociedad igual de opresiva, pero en el sentido contrario, que a otros condenará.
                -Llevamos mucho tiempo viviendo en una ciudad –le replicó el chico.
                -Siempre arrastramos con nosotros una parte del lugar en que hemos habitado –comentó Saramago, como un aforismo-. Y a veces arrastramos más de lo queremos; cometiendo los mismos errores de nuestros padres, en los que nos juramos no caer jamás. Sí, no me mires así, quizás tú creas que a ti no te va a pasar, pero ya te preguntaré de nuevo dentro de cuarenta años. En todo caso, los errores no son algo por lo que debamos distanciarnos: es algo que debemos tratar de enmendar -insistió.
                -Pero, ¿y si se niegan a arreglarse?¿Y si continúan repitiéndolo –clamó exigente el chico-, una, otra, y otra vez?
                Saramago le contempló muy fijamente, con los ojos tranquilos pero intensamente abiertos, y la boca cerrada, en rictus de severidad.
                -Ocurrirá que, si nos enfrentamos sin ninguna clase de piedad a ellos, les estaremos haciendo lo mismo que aquellos que creemos que se encuentran equivocados. Y se habrá reducido todo, de una lucha por la razón, a simplemente una oposición entre dos bandos. Habremos perdido nuestra humanidad. Y entonces, no estaremos beneficiando a aquellos que justamente decimos defender. Y lo que es peor de todo, les habremos decepcionado.
                Saramago volvió entonces, sin aspavientos, a colocar sus manos huesudas entre las tripas desperdigadas por la mesa del reloj. El muchacho se había quedado inmóvil, absorto y pensativo. Tan detenido como el tiempo del mecanismo estropeado. Observando a Saramago, sorprendido, y al mismo tiempo cavilando…
                En un momento determinado se levantó. Avanzó hacia el dormitorio de su madre y tocó a la puerta. Ella salió bastante encogida, aún con el pañuelo entre las manos, y tapándose parcialmente la cara como si fuera en cualquier momento a volver a llorar. Su expresión fue de incredulidad absoluta cuando el hijo la envolvió con sus brazos y, apretándola con fuerza, apoyando la cabeza sobre su hombro, le proporcionó un abrazo tan fuerte que casi parecía que la iba a estrangular. Y sin embargo, la mujer, aunque nerviosa y confusa, cuando rompió a sollozar definitivamente, parecía estar sumida en una especie de extraño alivio.
                El chico le dio un beso a su madre y le dijo que ahora salía para la universidad, pero que volvería luego. Se fue hacia la mesa donde se encontraba Saramago para coger la bolsa: pero entonces, mirando al obrero, sacó los alimentos que había metido en la bolsa y los colocó de nuevo en la despensa. Luego volvió a dirigirse a la puerta, pero antes se paró justo delante de Saramago para decirle:
                -Gracias.
                Y se marchó, aunque el cierre de la puerta fue esta vez mucho más suave que en la ocasión anterior.
                Saramago sonrió. Murmuró “No hay de qué” un poco al vacío, más que nada para sí mismo que para otra cosa.
                Pasó al menos una hora hasta que la señora Adela se atrevió a acercarse hasta él. Aparentaba haber estado sosteniendo una larga lucha consigo misma, como si se hubiera estado preguntando constantemente qué paso tomar a continuación, cómo debía actuar. O al menos, el pañuelo arrugado que sostenía en la mano (quizás el mismo con el que había recibido el abrazo de su vástago) asemejaba indicar aquello.
                La señora Adela se sentó en la silla. Le estaba estudiando con la misma precisión con que un ornitólogo hubiera analizado a un pájaro que hubiera permanecido enjaulado cantando toda su vida y una mañana hubiera dicho en perfecto portugués: “Buenos días”, e intentara averiguar qué había cambiado. Saramago seguía mientras tanto a lo suyo, sin alterarse lo más mínimo.
                -¿Qué es lo que le ha dicho a mi hijo?-preguntó finalmente, atreviéndose a dar el primer paso.
                Saramago metía los dedos en el interior de la carcasa del reloj como si esperara que éstos se hicieran diminutos y pudieran caminar sin dificultad entre los engranajes.     
                -Seguramente nada que no supiera ya. ¿Cómo no iba a saberlo? Si acaso, simplemente le ayudé a tenerlo más claro, y a ordenar sus prioridades.
                Seguía enredando en los mecanismos, como si no le hubieran interrumpido. La mujer adquirió algo más de valor, y después de morderse el labio inferior, inquirió:
                -¿Y qué me tiene usted que decir a mí?
                Saramago volvió la cabeza.
                -¿Qué es lo que pretende que le diga?
                La mujer se encogió de hombros.
                -No sé. ¿Va a ser usted un salvador?¿Uno de ésos que viene a traer la paz y la tranquilidad a las familias? Si esto fuera una novelita, seguro que me contaría algo que me dejaría en perfecta paz espiritual. ¿Va a hacer eso?
                -No sé. ¿Le gustaría?
                -Me recuerda demasiado a los curas.     
                Saramago la contempló escéptico por encima de las gafas.
                -¿Tengo yo pinta de cura?
                La señora Adela parecía mucho más atrevida que en todo el día anterior. Para sorpresa de Saramago y quizás de sí misma, se fue a la cocina, sacó un paquete de tabaco escondido de alguna parte, y encendió un cigarrillo. Parecía como si hubiera decidido desahogarse de una vez.
                -Los curas siempre dicen cosas como ésas: perdonar, olvidar, resignarse, asumir. Hacer como que nada ha ocurrido, hacer como que nada está ocurriendo de verdad. Que sirvas a tu marido, que te comportes como una buena esposa. Que no reproches nada. Que no te atrevas a hablar.
                Saramago dejó un instante el reloj a un lado.
                -En mi pueblo había una mujer que fue a confesarse al sacerdote. Le dijo que su marido la pegaba, la maltrataba moral y físicamente. El religioso le dijo que debía ser obediente y leal y que sólo de esa manera alcanzaría el cielo. Resuena todavía en mi cabeza la convicción con que aquella mujer pronunció, con voz grave y profunda, aquellas palabras: “¿El cielo?¿Para qué quiero yo ir al cielo, con todos esos católicos a los que defiende usted? Déjenos a las mujeres el infierno… Al menos estaremos solas, y nos dejarán en paz”.
                Saramago calló, reflexionando.
                -Nunca olvidaré las palabras de esta mujer, y de la dignidad que de ella se desprendía.
                La señora Adela apagó el cigarrillo casi sin consumir en un cenicero.        
                -¿Cómo se enteró de esa conversación?
                Saramago elevó las cejas.
                -Yo era un niño muy inquieto.
                Volvió a depositar la vista distraído sobre el reloj.
                -Luego he conocido a toda clase de curas, algunos personajes odiosos y otros en cambio excelentes seres humanos. Personalmente, siempre he preferido a los que te decían que no confiaras en Dios para resolver tus problemas, sino en ti mismo y en las buenas personas que te rodean.
                Depositó su mano callosa sobre la mano de la mujer. Esta, conmovida por el gesto, comenzó a llorar al hacerlo. 
                -Yo no le voy a decir que se resigne. Yo no le voy a aconsejar que continúen pisoteándola. Pero le digo que piense en su hijo. La nueva generación no puede quedar atrapada y zarandeada entre nuestras viejas contradicciones. Debe de dejar de pensar que usted está contra él simplemente en base a valores que aprendió de joven y que ahora no es capaz de cambiar.
                La mujer se restregó los párpados húmedos con el pañuelo que aun asía con más fuerza entre las uñas pintadas.
                -¿Y yo?¿Qué será de mí?¿Es que a todo tengo que poner una sonrisa?¿Es que no tengo derecho ni a patalear?
                Saramago se acercó a su rostro.
                -Usted debe hablar… hablar con su hijo y hablar con su marido…
                -Pero si… no escucha… -y no dijo a cuál de los dos se refería.
                El cerrajero mecánico agarró su mano aún más fuertemente.
                -A veces, no es con los oídos, sino con sus ojos, con lo que debemos forzar a la gente a escuchar…

                                                *                                             *                                             *

                Los ruidos de la discusión llegaban hasta el lugar donde Saramago seguía operando en el reloj. Voces que se elevaban en un tono de furia y que empezaban a uniformarse de un modo casi sincrónico con la rugiente tormenta vespertina que de improviso se había desatado en el exterior. Un fogonazo seguido del retumbar de un trueno se coló de reojo por la ventana al lado de Saramago mientras éste escuchaba un portazo, y veía cómo el cabeza de familia se dirigía hacia él.
                -¿Qué narices ha pasado?¡Me voy de casa por la mañana con todo perfecto, y cuando vuelvo mi mujer me empieza a reprochar cosas!¿Qué demonios le ha dicho?¡Maldita sea!, ¿qué narices les ha hecho usted creer…?
                Saramago le señaló con el dedo, como indicándole que había cosas que no estaba dispuesto a permitir.
                -Hoy, su hijo ha estado a punto de marcharse de casa y aunque no me las doy de futurólogo, me figuro que si esto hubiera ocurrido, su mujer hubiera intentado suicidarse por segunda vez. Sí, por segunda vez, ha oído bien. Si estuviera menos ocupado atendiendo a sus queridas y a sí mismo y fuera más observador, se hubiera fijado en las cicatrices que tiene su mujer marcadas en las muñecas. Seguramente la primera fue sólo para llamar la atención, pero dudo que hoy hubiera fallado, así que siéntese y deje de pensar en qué he podido decir yo, y más en lo que ha podido hacer usted.
                El hombre, intimidado de repente, se sentó.
                -¿Cómo sabe qué…?
                -No soy particularmente cotilla, pero no estoy sordo ni ciego, y hay cosas sórdidas de sobra en esta casa como para darse cuenta de lo que ocurre. No era muy difícil de averiguar.
                El marido se pasó la mano por el rostro. Su cara reflejaba el abatimiento de un Atlas al que se le ha caído el mundo al suelo y trata de averiguar cuánto de grandes son los pedazos arrancados.
                -¿Usted también opina como mi mujer, que tengo yo la culpa de todo lo que ocurre en esta casa?¿Que soy un ogro, y que debería marcharme de aquí, por no tener las mismas ideas que mi hijo sobre la guerra?
                -Aquí no estamos hablando de la guerra –respondió contundente Saramago, aunque evitando mirarle directamente-, sino de algo más importante.
                -¿Más importante que la guerra?
                -Puede que para el planeta Tierra sea muy relevante el meteorito que se estrellará en unos cuantos millones de años contra su superficie: pero a la pequeña lagartija le resulta mucho más esencial escapar del animal mayor que se la va a comer en unos segundos.
                Saramago se ajustó las gafas sobre las orejas, y esta vez sí le apuntó a los ojos. 
                -Ahora, quizás, deberíamos averiguar quién pretende comerle a usted.
                El hombre se quedó parado en la silla. Un trueno sonó de fondo.
                El tiempo de pronto cambió. La tormenta se transformó en una lluvia continua que golpeteaba contra el cristal de la habitación mientras la luz exterior -o mejor, la falta de ésta, la penumbra provocada por las nubes- atravesaba toda la habitación y les enfocaba directamente en la mesa. Saramago seguía enfrascado en el reloj. El hombre contemplaba con pesadumbre el exterior a través del cristal esmerilado de la ventana.
                -Cree que yo soy el malo. Cree que yo soy el malo, como mi mujer.
                Agitó la cabeza contemplando sus propias manos.
                -Pero no es así. O al menos, no siempre fue así.
                Repasaba sus dedos alrededor del anillo de boda.
                -Yo quería a mi mujer. O no sé, en aquel momento pensaba que la quería. ¿Qué sé yo? Era joven, era guapa, se reía con las cosas que hacía, yo me reía también con las suyas, a lo mejor los dos lo hacíamos simplemente porque era lo que el otro esperaba y sabíamos que le iba a gustar… Pero luego pasa el tiempo, pasan las rutinas, pasan los años, pasa todo. La gente pierde la juventud, la magia, la risa, el color, y sólo quedan los defectos, que ésos sí que se mantienen y repiten, un día sí y otro también. Seguramente yo también he acumulado defectos, pero claro, los tolero porque son los míos… Y en un momento determinado te das cuenta de que ya no amas a tu esposa, o quizás nunca la has amado, y que fue tan sólo un capricho pero que te casaste porque eso era lo que había que hacer…
                >>Y entonces –volvió a reflexionar mirando alternativamente a Saramago y al suelo-, te planteas teorías, dudas, sueños, esperanzas. Te planteas para qué un trabajo, para qué un ascenso, para qué todo este lamer culos como hago constantemente, si merece la pena o si estoy perdiendo la vida por el camino. Pero, total, reflexionas, ¿qué otra cosa podría hacer?, te da miedo abandonar la ruta y optar por el contrario contrario, piensas que los sueños se irán en cualquier momento y el dinero siempre será algo que necesitarás, y que si te estás muriendo de hambre entonces sí que no vas a tolerar sueños ni gaitas. Y por eso sigues machaconamente la senda que te han marcado, buscando un refuerzo en tu carrera y una nueva posición social… Y vas al hipódromo y a los bailes porque te lo piden. Y sonríes a unos y a otros porque te lo exigen. Pero un día, un día… Estás así, reflexivo, melancólico, paseando por tu trabajo, donde sabes que no haces nada, que se maneja solo y que actuando lo que único que harías sería enturbiarlo, y de repente coges al azar una carpeta del registro civil y te encuentras un nombre de mujer cualquiera y piensas: “Oye, ¿y qué?, quizás me debiera haber casado con ésta. Casi seguro que hubiera tenido más probabilidades de ser feliz”. Una idea absurda, ¿verdad?, pero no puedes evitar pensarlo. Y preguntarte qué haces aquí… En qué dirección piensas remar… Por qué estás luchando en realidad… Total, mi hijo ni siquiera me habla, o al menos, no hablamos sin gritarnos desde hace mucho. ¿Para quién estoy ahorrando todo ese dinero entonces?¿De qué sirve que mi hijo estudie en la universidad si eso va a conseguir que me odie? En otras palabras, ¿para qué estoy luchando, qué estoy haciendo?¿Qué debería hacer a continuación?
                Le miró a Saramago mientras la luz de un rayo iluminaba brevemete la estancia.
                -Dígamelo usted.
Saramago escuchó todo esto muy atento y discreto, sin atreverse a interrumpir en ningún momento. Había permanecido con la mirada bajada, sin enfocar directamente a su interlocutor.
Pero cuando le interpelaron, volvió la vista hacia el hombre que había hablado. Y entonces este último se dio cuenta de que los ojos de Saramago siempre habían estado esperándolo.
                -Dar consejos es el privilegio de aquellos que no tienen que depender de si éstos consejos son un acierto. Sería poco prudente por mi parte sugerirle que tuviera que hacer un acto tal, o un acto cual. Pero sí hay algunas cuestiones sobre las cuales un poco de perspectiva desde fuera quizás tuviera algo de valor.
                Saramago mantenía en las manos con delicadeza infinita una parte de las vísceras del reloj que había estado reparando durante todo este tiempo. Un brillo especial se reflejaba en el filo de sus gafas.
                -Las cosas creadas por el hombre no están hechas para durar infinitamente. Ni siquiera las que estuvieron antes que él. Los ríos, las montañas, todo eso pasará y dejará paso a otros continentes. Todo se para: hasta el mecanismo del más preciso reloj –dijo depositándolo sobre la mesa.
                >>Pero al mismo tiempo, la vida del hombre es una constante lucha por hacer perdurar lo que por definición está hecho para ser efímero. Para mantener vivas las cosas que le importan y le interesan. Para, incluso, si creen que éstas deben subsistir más que él mismo, para inmortalizarlas. En ese sentido, debemos buscar, dentro de aquellas cosas que un día nos maravillaron, cuál es el fondo de su mecanismo, lo esencial, lo que hace único, y ver qué es lo que se puede salvar.
                Saramago tamborileó tranquilo sus dedos sobre la superficie de la mesa.
                -Decía Maurois que un matrimonio feliz es como una larga conversación que siempre se nos hace demasiado corta. Las conversaciones suelen ir bien hasta que alguien dice algo equivocado, entra al tema equivocado, y entonces nos pasamos el día discutiendo sobre lo que dijimos o dejamos de decir. Pero quizás la conversación pueda retomarse en el punto en que todavía seguía discurriendo de manera dichosa, olvidándonos de obsesiones, de callejones sin salida en los que nos metimos nosotros solos y de los que ya no sabemos salir. Eso requiere mucho tiempo, y esfuerzo. Requiere retomar el camino. Requiere guardar las fuerzas para lo que a veces es lo más costoso, que no es hablar, sino aprender a callar y escuchar, y sólo entonces responder algo. Y sobre todo, requiere aprender a reconocer qué cosas amamos desde un principio… y cuáles, a pesar de los empeños nuestros, y del tiempo, siguen ahí, esperándonos, para que las volvamos a rescatar.
                El operario mecánico le observó muy fijamente.              
                -Usted y yo tenemos ideas muy distintas. Y no puedo mostrarme equidistante frente a las mismas. Pero creo que, al contrario que algunas otras personas que también poseen sus planteamientos o los míos, en el fondo compartimos algo común, y es que nos importan unos seres humanos comunes. Las ideas son importantes en la medida en que éstas benefician a los hombres; en cuanto a que estos conceptos expresan el amor universal por la humanidad que deben impregnar cada una de nuestras acciones. Pero cuando estas ideas traicionan sus principios originales, o se convierten en cárceles aún más terribles que las prisiones de las que pretendíamos salir, entonces han de ser modificadas, o matizadas como mínimo. Son las ideas las que deben servir al hombre, o mejor dicho, a la humanidad en su conjunto, y no al revés.
                Saramago sintió que había hablado demasiado para lo que hubiera preferido realmente haber dicho. Pero había una cosa más que creía que, a la conversación, era necesario incorporar.
                -Váyase a la cama. Reflexione. Piense en qué ideas le están haciendo esclavo y las mantiene simplemente porque se siente dolido, porque quiere defender lo que ha sido, en lugar de porque, racional o sentimentalmente, crea en ellas de verdad. Piense en qué personas están resultados heridas a causa de ellas. Deje de temer que le reprochen cosas, y más bien, tenga miedo a qué cosas se puede usted en el futuro a sí mismo reprochar. Todavía está a tiempo de arreglar la maquinaria.
                Introdujo el mecanismo del reloj en el interior de la carcasa y cerró la tapa. Ajustó las manecillas y le alargó el artilugio por encima de la mesa.
                -Aquí tiene la suya. Está reparada. Es el momento en que decida qué quiere hacer con ella.
                El hombre miró el reloj. Ahora las manecillas indicaban perfectamente la hora, aunque, con el péndulo en posición horizontal, el aparato aún no estaba en marcha.
                Constató que se había hecho muy tarde.
                -Será mejor que se quede a dormir aquí. Tenemos una habitación de invitados.
                Saramago aceptó el ofrecimiento.
                Al día siguiente, Saramago se levantó. Con la suma precaución y delicadeza que da el encontrarse en una casa ajena, se desplazó para intentar averiguar qué habitantes de la casa se habían despertado de esa efímera muerte que damos en llamar sueño y de la que nunca estamos seguros si alguna vez vamos a despertar…
                Pero mientras avanzaba, se detuvo en seco. Porque allí, al fondo, en el salón de la casa, tres figuras se encontraba de pie, pero sólo una hablaba. Era el padre, situado de espaldas a Saramago, de tal manera que no podía verle el rostro. Tenía la cabeza gacha y, al mismo tiempo, de vez en cuando la elevaba, contemplando las miradas graves y receptivas de su mujer y de su hijo.
                Saramago no escuchaba nada de lo que decían, pero la actitud corporal del hombre sugería no mandato sino dolor; no confrontación sino miedo. No reproche, sino disculpa. No hizo falta que se quedara para comprobar si iba a haber un abrazo familiar final: quizás no lo hubiera, quizás fuera demasiado pronto para aquello, e incluso excesivamente melodramático. Ninguna palabra iba a arreglar por sí sola el desaguisado que muchos silencios habían obrado a lo largo de un gran número de años. Pero el trabajador mecáico sabía que el primer paso estaba dado, y que ahora les tocaba a los actores de este drama improvisar a partir de un guión que no tenía final. En este caso las horas no contaban, a pesar de que el reloj ya las marcaba desde su posición privilegiada en el salón.
Saramago, brevemente, sonrió.
                Unos veinte minutos más tarde, Saramago estaba preparando sus cosas para marcharse a sus casa. El cabeza de familia se le acercó abriendo la cartera.
                -¿Qué es lo que le debo… por lo del reloj?
                Saramago llevó la mano a la cartera del otro, negando con la cabeza.
                -Yo no le he arreglado un reloj: yo le he dado el tiempo. Aprovéchelo. Negar el tiempo del que disponemos es sin duda el mayor pecado.
                El hombre quiso orientar una sonrisa de agradecimiento. Pero Saramago no le dejó. Con un gesto comprensivo, le dejó claro que nada de esto era necesario. Y si no era necesitario, mejor dejarlo estar.
                Saramago llegó aquella mañana a su casa. Se sentía relajado consigo mismo, como después de haber realizado un ímprobo esfuerzo; además, hoy seguía teniendo el día libre en la fábrica, así que podía dedicarse a descansar. Sin embargo, todavía había una cosa que le daba vueltas por la cabeza. Sentado en la mesa de su comedor, mucho más modesto que el de la familia que había visitado, pensaba:
                -Vió una carpeta del registro civil… No sabía nada de aquella mujer, salvo su fecha de nacimiento, su dirección y algunos otros datos. Y entonces se enamoró… y salió a buscarla.
                Aquella misma mañana, sacó de lo alto de un viejo armario una antigua pero bien preservada máquina de escribir.
                Comenzó entonces a teclear.