lunes, 15 de abril de 2013

El relato de abril: Cuentos fantásticos (I). La biblioteca de las maravillas


La biblioteca de las maravillas.

            Todo empezó un día de lluvia. Aquella tarde, a la gente no le apetecía salir a tomar el sol; tampoco querían ir al cine, la cartelera era muy mala, no era época de buenas películas. Así que algunas parejas de enamorados, que se encontraban paseando tranquilamente por los parques, y se vieron sorprendidos por el aguacero, decidieron refugiarse, y pasar la tarde, en una biblioteca.

            Muchos de estos recién llegados no habían visitado un edificio de este tipo desde hacía mucho tiempo. Algunos, se dedicaron simplemente a pasar el rato, disfrutando de juegos tontos, garabateando corazones en las mesas de lectura. En cambio, una de las parejas –se llamaban Alexander y Ana-, se dedicó a contemplar los títulos de los libros, como paseando por una calle donde pudieran espiar en los buzones el nombre de los habitantes de esas casas. Algunos los conocían; otros, en cambio no.
            -El Aleph-encontró Alexander-. ¿Qué demonios querrá decir eso?
            -Suena como a nombre de detergente-le respondió Ana-. ¡Eh, fíjate, El Hombre Invisible!¡Éste me lo leí yo!
            Luego se rió al encontrar otro volumen:
            -El hombre que perdió su esterilla. Vaya título.        
            -¡Eh, no te rías!-le respondió su novio-. Yo me lo leí.
            -¿Y eso?
            -Una vez entré en una librería de ocasión cuya publicidad era que tenían todos los libros posibles. Les dije el primer nombre que se me pasó por la cabeza, completamente inventado, para que no pudieran encontrarlo. Pues van y me lo sacan.
            -¿Y qué hiciste?
            -¡Qué remedio, no tuve más remedio que comprarlo! Y, puñetas, si me gasto el dinero, supongo que tendré que leerlo.
            Ana se rió. Pero en ese momento, el lomo de un libro –suave y erizado, como la espalda de los animales, alguien tuvo razón al ponerle el mismo nombre a las dos cosas- le llamó la atención.

            Para sorpresa de Alexander, la chica se quedó quieta, su rostro se volvió lívido, pétreo, su garganta enmudeció, la sorpresa petrificaba su alma.

            Alexander se acercó entonces, para ver qué era lo que había cautivado la atención de su chica. Y entonces él también lo leyó:
            -La vida de Ana Swzeig.
            No había nombre del autor.
           
            Ana sonrió con alegría.
            -¡Que casualidad, ¿no?!¡La protagonista de este libro se llama igual que yo!
            Alexander se rascó la cabeza.
            -Bueno, no es tan raro; son nombres relativamente comunes.
            Ana dio un par de saltitos.
            -¡Venga, vamos a leerlo, a ver de que va!
            Y Alexander:
            -Bueno, si insistes...
            Y se sentaron a leerlo. Tampoco estaba dentro del libro el nombre del autor. No había editorial. Las cubiertas eran de un color marrón anodino, hubiera sido muy fácil que les hubiera pasado desapercibido. Le echaron una hojeada general.
           
            Comenzaron a turbarse sus miradas.
            >>Ana tiene veinte años. Le gustan las manualidades y los paseos por el parque. Es alérgica a los ácaros del polvo y a las picaduras de avispa.
            Ana contempló a su novio, con una expresión incómoda. Todo coincidía. Alexander tragó saliva. Buscó un par de páginas más adelante.
            >>Cuando conoció a Alexander, parecían hechos a entenderse. A Alexander también le gustaba la música dance y el mismo estilo de películas. Su primer beso fue en el cine, viendo La vida es bella. La primera vez que hicieron el amor, fue en el coche de ella.
            Los dos se contemplaron aterrados. Ana siguió leyendo:
            >>Pero todo cambió el día en que Alexander conoció a Elena. Fue Ana quien les presentó. Ella, por supuesto, no sospechaba lo que iba a ocurrir...
            Alexander cerró entonces bruscamente el libro.

            Ana giró la cabeza, con mirada de interrogación.      
            -¿Qué coño está diciendo este libro, Alexander?¿Tú lo sabes?
            Alexander negó con la cabeza.          
            -Esto es una estupidez-replicó-. Éste es un libro, no puede saber nada de nuestra vida. Además, lo de que me presentases a Elena fue hace sólo una semana. Es imposible que esto salga en un libro. No es real; así que vamos a dejar de leerlo.
            Ana enfrentó su mirada a la de su novio.
            -¿Y entonces por qué no quieres que siga leyendo?
            Alexander trató de apartarle el libro. 
            -Porque no quiero que te obsesiones por una tonterí...
            Pero no le dio tiempo a terminar la frase. Ana le había arrebatado el libro de las manos. Volvió a la misma página.
            >>... y fue entonces cuando ella averiguó, de las páginas de este libro, que la misma noche en que presentó a su novio y a Elena, ellos dos hicieron el amor en su propio cuarto de baño...
            Ana giró la cabeza. La mirada estaba llena de furia. 
            -¿Es esto verdad, Alexander?
            Él trató de negar con la cabeza. <<¿A quién vas a creer, a mí o a un libro?>>, preguntaba, pero a Ana ya no había quien la parara.
            >>Después de dejar definitivamente a Alexander, para siempre, Ana salió de la biblioteca... A la salida, se encontró, por este orden, a un anciano ciego, a un perro cojo, y a su antiguo profesor de música.
            Ana salió de la biblioteca. Alexander la intentó parar, pero su antigua novia le hizo un gesto con el dedo corazón que le indicaba adónde podía irse.

            Corrió entonces por donde le guiaba su instinto, sin tomar dirección alguna; y a lo largo de camino, se encontró tres cosas...

            Un anciano ciego...
           
            ... un perro cojo...

            ... y a su antiguo profesor de música...

            De repente, ella lo supo. Aquel libro le revelaba su futuro...

            Fue algo extraño. Ana volvió a la biblioteca al día siguiente El libro seguía allí; estaba alucinada; aquel libro narraba todos los detalles de su vida, los que sólo ella conocía, y los que nunca había advertido, su pasado... y también su futuro. ¡Qué arma más poderosa había puesto el destino en sus manos, se dijo!¡Qué increíble suerte había tenido!

            No sacó el libro de la biblioteca porque no quería despertar sospechas. Tampoco quiso leerlo de principio a fin; no se atrevía aún del todo hacerlo. Simplemente iba, le echaba una miradita, se conformaba con ver lo que iba a pasar al día siguiente. Al principio, mantuvo un silencio riguroso sobre la cuestión. Sin embargo, el ser humano acaba contando todos los secretos en cuanto le dan una oportunidad. Se lo confesó a una amiga, la cual, ante su incredulidad, tuvo que ir personalmente a la biblioteca para comprobar que, efectivamente, lo que le contaba Ana era cierto.

            La amiga se quedó preocupada. Al día siguiente, volvió a la biblioteca, esta vez sin Ana. Buscó por todas partes un determinado volumen, pero no lo encontró. Esa tarde, se quedó visiblemente desazonada, sin embargo, a la mañana siguiente, se le ocurrió una idea. Así que fue visitando, una por una, todas las bibliotecas de la ciudad. Tardó varias semanas, pero finalmente lo encontró: La vida de Audrie Cherguev.

            Ella también trató de mantenerlo en secreto: pero le pudo la ansiedad, no se puede tener tanto tiempo oculto un suceso tan asombroso. Así que, poco a poco, comenzó a extenderse el rumor; la gente comenzó a visitar las bibliotecas, a buscar sus libros, a encontrar sus volúmenes. Poco a poco, fue confirmándose: los libros estaban allí, esperando ser descubiertos. Cada cual era distinto, tenía distinta textura, tamaño, color de la portada, o tamaño de la letra; pero en todos ellos faltaba la editorial y el nombre del autor, en todos los casos, no había registro escrito sobre cuándo o cómo había entrado a formar parte de la colección de la biblioteca, y todos ellos narraban, de principio a fin, el desarrollo de toda una vida de los habitantes de esa ciudad. Más tarde, se descubriría que ello afectaba a todo el país. Y más adelante, los países vecinos comenzaron a movilizarse.

            Lo que tenían en sus manos, descubrieron conforme los fueron encontrando, era un instrumento poderosísimo que les permitía administrar de una manera nueva y distinta lo que iba a ser el resto de sus vidas; la posibilidad de conocer, minuto a minuto, lo que les había pasado, lo que les iba a pasar. Nos quejamos muy a menudo de que la vida es compleja, de que nunca viene con un manual de instrucciones, pues bien, allí estaba, presente e impreso, justo a su disposición. ¿Qué no hubieran pagado, qué no hubieran entregado a cambio de ello? Nadie se atrevía tan siquiera a proponer el precio.

            Pronto, las bibliotecas se llenaron de multitudes enfervorecidas buscando sus correspondientes libros. Jamás se habían visto colas tan inmensas para acceder a las bibliotecas, los responsables públicos se inquietaron –a pesar de que en un inicio se alegraron de que a la gente le hubiera dado tan repentinamente este ansia de leer-, el alcalde pensó en requisar estos libros, pero fue imposible, por dos motivos: primero, porque la avalancha de seres humanos en busca (nunca mejor dicho) de su destino, lo hubiera impedido a toda costa. Segundo, porque se descubrió que cada libro sólo podía ser encontrado por su correspondiente dueño: ni uno solo de los miles de policías que hubiera estado dispuesto a dirigir el alcalde en busca de los libros malditos, hubiera hallado otro texto más que el suyo propio.

            Y entonces, la gente empezó a leer. Nadie se atrevía a sacar los libros de su sitio, quién sabe por qué, simplemente, no se atrevieron. Hubo uno que lo buscó, pero, cuando se acercaba a la puerta, misteriosamente, fue arrepintiéndose, hasta volver de nuevo a su asiento de la biblioteca. La gente les echaba al principio un vistazo, luego, una hojeada mayor, alguno sólo quería contemplar algún pequeño detalle de algún punto de su futuro que particularmente le atormentaba. Un detalle importante era quién se atrevería a leer descrita su propia muerte; hubo alguno que lo hizo, sin ningún miedo en el cuerpo. Otros, en cambio, quedaron traumatizados durante días, en los cuales no fueron capaces de salir de la biblioteca, y se quedaron lánguidos, en sus asientos, carentes de comida y de bebida, sin saber qué decir, sin atreverse a respirar...

            Se dieron circunstancias varias, diversas, variantes; se dice, de hecho, que un día una chica leyó su propio asesinato, y se encontró, frente a frente, con los ojos de su agresor, que también leía su libro, quizás el mismo pasaje... Hubo quien se volvió loco al comprobar que los sueños de su vida no se hacían realidad, arremetió contra los libros de la biblioteca, dijo que nadie debería retomar la letra escrita, y produjo una inmensa hoguera, que incluía títulos como El Quijote, La Divina Comedia, El libro de las Maravillas de Marco Polo, o las obras completas de Chejov. A nadie le importó, todos andaban demasiado ocupados con sus propios relatos, incluyendo los mismos bibliotecarios, a nadie le interesó que ese enajenado fuera biblioteca por biblioteca quemando todos los libros que hallaba a su paso. La gente sólo pensaba en volver a sus casas para planear qué es lo que harían de cara al día siguiente, en función las predicciones (¡qué predicciones!, hechos contrastados!), que les habían otorgado sus libros. Y entonces fue cuando se reveló el mayor de los misterios.

            Y es que el futuro era variable: se podía modificar, ligeramente, según las decisiones que tomáramos. Así pues, al finalizar el día, uno podía volver a su libro, para comprobar qué había cambiado en el resto de su vida por haber modificado sus actos con respecto a los que originalmente planeaban realizar. O sea, que el futuro no estaba escrito; era variable, incluso comprobable, podíamos dirigir para nuestro beneficio nuestras propias vidas, con tan sólo leer qué modificaciones habíamos provocado. ¿Qué más se podía pedir?

            Sin embargo, ni siquiera las cosas perfectas lo son como uno se lo esperan. Porque aquí llega la paradoja. Durante todos los días de nuestra vida, tomamos miles de decisiones, minuto a minuto, hora a hora. En la mayor parte de los casos, no somos conscientes de qué repercusión tienen o no esas decisiones; no tenemos la posibilidad de volver atrás, solemos decir, bueno, da igual, todo hubiera sido igual de la otra manera. Pero ahora, no; ahora, todas las decisiones quedaban escritos en papel, y tenían su reflejo en la evolución del libro: cambiaban, alteraban, incluso agregaban o quitaban una o dos páginas. En esas circunstancias, cualquier ligera modificación, pesaba como una losa de plomo en el libro de la vida. Y fue en esos momentos, cuando la gente empezó a coger miedo.

            Porque se dieron cuenta de la cantidad de saltos sobre el precipicio, de opciones al filo de la navaja, tomaban cada día. Porque comenzaron a darse cuenta de lo difícil que era vivir, de lo complicado que era manejarse sin un manual de instrucciones. De hecho, se preguntaron, cómo podían haber sobrevivido todo ese tiempo antes. Y de repente, salir a la calle, sin el libro de las respuestas, sin la piedra filosofal del control sobre nuestra propia vida, se convirtió en una empresa arriesgada; que incluso podía ser mortal.

            Y la gente comenzó a no salir; a encerrarse en las bibliotecas, leyendo página tras página, contemplando párrafos y letras. Los habitantes de la ciudad, de todo el país, de todo el mundo, comenzaron a comer, a lavarse, a dormir en las bibliotecas... Algunos dejaron de comer, simplemente, leían el libro, que, de alguna extraña manera, les proporcionaba sustento vital suficiente como para no necesitar alimento... Y de repente, se enlazó un extraño giro, personas leyendo un libro que narraban la historia de esas propias personas leyendo un libro, que narraban la historia de esas personas leyendo un libro, en un bucle cerrado, en un ciclo interminable, que nunca pararía ni dejaría de parar. Pero la gente, lejos de escapar de ese círculo vicioso, se sintió a gusto en él, se sintió temerosa de la vida, prefirió esta existencia irreal y anodina al riesgo de enfrentarse al mundo exterior... Y la civilización, tal y como la conocemos, comenzó a derrumbarse de golpe.

            Primero faltaron los servicios urbanos de las ciudades; luego, se pararon las factorías, los gigantescos motores industriales dejaron de funcionar. Finalmente, no llegaron los camiones procedentes de las granjas con los alimentos necesarios para la subsistencia de los individuos; todos se habían encerrado, los que no tenían biblioteca en su propia localidad emigraron a la más cercana; sólo los analfabetos se pudieron salvar, vagaron como almas en pena, por las calles vacías, por las esquinas desiertas, preguntándose qué había pasado, qué había empujado a los poderosos, a los poseedores de la palabra, a dejarles el camino a ellos, los seres inferiores de la sociedad... Muchos sonrieron, de forma irónica, satisfechos ante la reparación de la injusticia. Otros, que se enteraron del motivo que encerraba a los “hombres del libro” dentro de sus bibliotecas, trataron también de formar parte de la peligrosa, pero atrayente, ecuación suprema. Algunos aprendieron a leer; otros no pudieron, porque quienes pudieron haberles enseñado no querían desembarazarse de sus libros; incluso varios casos de muerte de lectores que se negaron a prestarle ayuda a aquellos que se la solicitaron, se la imploraron, -se la exigieron. Parecía que nada ni nadie iba a escaparse de esa epidemia, de esa hecatombe.

            Yo intenté salvarme. Me dije desde el principio que no me interesaba lo que un libro tuviera que decirme sobre mi vida. Luego, cuando me di cuenta del giro dramático que tomaban los hechos, procuré huir con todas mis fuerzas. Me fui quedando solo, sin pareja, sin amigos, las personas que yo conocía, mis padres, mis jefes, tenían en la cuenca de sus ojos el aspecto vidrioso de la lectura continua, del cerebro absorbido... Procuré aislarme, abstraerme, pero cuando me encontré solo, por entre las calles vacías, con el traje medio raído y el nudo de la corbata deshecho, con la basura repartida entre las calles, caminando por entre los ayuntamientos y las oficinas vacías, me di cuenta del dramatismo de la situación. Me di cuenta de mi absoluta soledad.

            Todo, hasta que un día, no tuve más remedio. Hasta que un día, me volví medio loco. Hasta que la soledad hizo mella en mí y me obligó a salir desesperado, por entre las calles, mientras uno de los pocos analfabetos que quedaban se bañaba entusiasmado en una estancada fuente pública. Corrí a través de los caminos desérticos, hasta finalmente penetrar en la primera biblioteca que encontré, hasta rebuscar uno por uno entre los libros, en medio de los lectores, que se mostraban indiferentes ante mi presencia frenética, ajado y encrespado como me encontraba. Así hasta que finalmente, encontré mi libro... y comencé a escribir.

            Y escribí y escribí y escribí, mientras yo mismo me sumergía en un bucle continuo que se repetiría por siempre; y escribí y escribí y escribí, sin ningún sentido, sin ningún por qué, lo primero que se me pasaba por la mente; y escribí y escribí y escribí, sin tener ni idea de qué quería decir en este escrito ni por qué... Escribí, como el último hombre que quedaba en el mundo con algo de cordura y los pies en la tierra... Escribí, mientras me zambullía, en un mar más plácido, más sincero, donde la vida es más fácil, más sencilla, pero es gris...

            Y todo hasta que finalmente este libro viajó por todo el mundo hasta llegar hasta aquí...

            ... para que a partir de ahora, amigo mío, tú empezaras, como nosotros, a leer...

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