miércoles, 29 de mayo de 2013

La historia corta de mayo. Historias del metro (8)

Un acontecimiento real que me narró un pajarito que suele coger el transporte público:
              "Me encontré tres personajes en el metro realmente curiosos.

            El primero me lo encontré en las escaleras mecánicas, bailando. Literalmente. Subiendo, bajando por las escaleras mecánicas, daba igual el sentido que tuvieran, hacia arriba o hacia abajo. Llevaba una camiseta en la que ponía “Elvis”, una gorra con la visera hacia atrás donde ponía lo mismo, y llevaba el volumen de su walkman tan alto que se escuchaba por todo el metro, y cuando digo por todo el metro, es por todo el metro. Y mientras bailaba, iba cantando “So special!”, con el mismo tono de barítono que un gato siendo aplastado por la rueda de un camión. Yo me dirigí hacia mi andén. Él, en cambio, siguió bailando.

            Luego, llegué al andén. Como al poco tiempo llegó mi amigo, el stereospecial (así acordé conmigo misma llamarle a él), busqué refugio en un banco para que no se sentara a mi lado, y por eso, me coloqué al lado de un ejecutivo. Sin embargo, nada más me senté en el banco, me di cuenta de que algo extraño sucedía. Era el olor. Un olor terrible, nauseabundo. Entonces, giré la cabeza, y me di cuenta de que el ejecutivo era en realidad un vagabundo disfrazado de ejecutivo. ¿Que en qué se le notaba? En casi nada. Leía el Financial Times, el nudo de la corbata estaba perfecta, la diferencia quizá estribaba, aparte de en el olor, en que sus zapatos no tenían suelas, ni tampoco tenían cordones. El tercer personaje extraño de aquel día fue un borracho que daba tumbos en el andén, cada vez que intentaba sentarse, montaba su particular espectáculo de equilibrismo. Vaya cosas que se encuentra una por Madrid, medité.

            Cuando me subí en el vagón, quise ver cuál de los tres se subía conmigo. El borracho no lo hizo: estaba demasiado ocupado tratando de sentarse. El ejecutivo-vagabundo, tampoco. Andaba entretenido con una columna del Financial Times. Y en cuento al stereospecial, bailando, tampoco subió.

            Para qué iba a subir, si todavía no había terminado su número".

Este mes ha sido un poco anómalo en cuanto a los temas habituales de las entradas, y me ha quedado pendiente de ofreceros una recomendación literaria y una historia real (aunque esta del metro sea verídica); no os preocupéis, ya las recuperaremos. Un saludo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Relato aleatorio: "Amad a la dama"

Seguimos con la racha de relatos aleatorios, cortesía de Ludkubo. Esta historia corresponde a un nuevo reto, que debe reunir las siguientes condiciones:

- El protagonista de la historia es un adicto
- La historia empieza con una reconciliación
- La historia empieza en un ático
- La tecnología tiene un rol importante en la historia.
Bonus especial (y por aclamación popular): inclusión de uno o más gatitos.

No ha habido mucho tiempo (últimamente mi vida anda un poco acelerada) y, salvo una corrección externa (que agradezco en el alma a la persona implicada), apenas revisión. Puedo adelantar que, aunque me ha gustado poder desarrollar ciertas cuestiones, otras aspectos del relato no me han convencido tanto. Pero bueno, espero que os guste. Cuando haya unos cuantos relatos de otros participantesos colgaré los enlaces para que podáis leer el resto. Un saludo.


Amad a la dama.

Llevan 65 millones de años compitiendo. Desde que desaparecieron los dinosaurios. Mamíferos y aves, condenados a la lucha hasta la extinción.

Ellos no lo saben. O eso creemos. Dicen que los animales no saben distinguir el pasado y el futuro. Y sin embargo, llevan en sus genes una enemistad que lleva fraguándose durante generaciones. A veces en la gran escala de la vida. Otras, sobre los tejados de cualquier ciudad.

Gatos y palomas caminando por encima de las tejas. Un gato cualquiera y una paloma cualquiera, mirándose entre ellos, representando a todos los demás. Como siempre en la vida, hay tres opciones: rehuir el contacto es una. Pero eso, en el fondo, es posponer la batalla para otro día. La otra es enzarzarse en una encarnizada a lucha por la supervivencia, de la cual sólo uno podrá volver. Y en cuanto uno muera, los otros tramarán su venganza, y responderán con una víctima, y el grupo opuesto con otra, y así hasta la extenuación.

Aunque quizás, se dicen a sí mismos ambos animales mientras se contemplan a los ojos fijamente, ha llegado el momento de cambiar de estrategia.

Quizás ha llegado el tiempo de la reconciliación.

* * *

Obviamente, era un colombófilo. Con esos tejados, qué menos, solía decir él. Desde esas alturas podía vislumbrar toda la ciudad. Para un vicio que tenía, no sabía por qué no se lo podían tolerar. A menudo le decían que era un adicto: pero él no entendía qué había de malo en tener unas pocas palomas.

Certificó que el candado de las jaulas se encontraba bien asegurado.

Por si algún gato.

* * *

Haciendo el amor, intensamente, sobre la cama. El sudor se agolpa sobre el colchón (ni siquiera han colocado las sábanas, en el arrebato de deseo), como si ambos se encontraran enfermos de las más intensas fiebres de malaria. Las lámparas de las mesitas de noche se han desplomado, en el Waterloo de algún empujón. Sus cuerpos se cruzan casi hasta matarse, pues ya intuyen que será la última. Después, llegará el destierro a Santa Elena, de donde ya nada puede retornar.

El último orgasmo, en el que casi se pegan un golpe con el techo del piso, sabe a cielo bendito.

Un cielo que se contempla desde los amplios ventanales, donde tan sólo un gato se atreve a pasar.

* * *

Ella delante de la puerta. Hay una mirada. Un brillo que refleja el último adiós. Saben que después de este día será difícil que vuelvan a verse.

Ella, con el bolso colgado de su hombro por un asa, le pregunta:

-¿Conoces la escultura del soldado que hay en la plaza de Mina?¿La del héroe?

Él rehuye la respuesta. Aún no ha llegado el momento de contestar.

* * *

El chico anda levantado, una vez más antes de tiempo, como todos los días, como en una larga condena que no tuviera fin ni principio; como en un infierno mítico del que Sísifo quisiera escapar. Aunque quién sabe, quizás, después de tanto tiempo condenado, a Sísifo le dé miedo escapar de la rutina. Quizás al chico le pasa lo mismo. Y por ello no se atreve a escapar.

Sí, claro, el ático parecía perfecto. Sobre todo a su novia, que lo consideraba “cuquísimo”. En pleno centro de la ciudad, con unos ventanales inmensos. Se pueden ver prácticamente todos los tejados de la ciudad. Se lo había vendido una agencia; por lo visto pertenecía a un antiguo jugador de balonmano, que ahora se trasladaba porque era rico y famoso desde que le habían otorgado un premio. Pero para ser un deportista de élite, al chico le parecía más bien espartano, o eso pensó mientras se lo enseñaba el vendedor y lo recorrían en apenas tres pasos, se tenían que agolpar en el baño para poder inspeccionarlo, o le daba la impresión –como pudo confirmar los siguientes días- de que se estamparía de bruces la cabeza contra el bajo techo cada vez que se levantara. Y sí, tenía terraza (el único motivo por el que se atrevería a llamar a aquel piso “ático” y no desván como le pedía el cuerpo: pero ni mucho menos “penthouse”, como si fuera la casa Playboy, y comentaba el anuncio), una que tenía pinta de llenarse de mugre y de cagadas de pájaro y otra clase de animales a los diez minutos de que la limpiaras. Sin embargo, a su novia le hacían los ojos chiribitas al contemplar “aquella delicia”, y como estaban próximos a casarse, al chico le pareció el mejor regalo de boda y que, después de todo, si a ella le gustaba, no sería tan malo. Qué bonito es el amor.

Y sí, no fue tan malo: fue mucho peor. A la casa le salieron termitas; tenía las tuberías muy cortas y por tanto, cada vez que ponían la lavadora, refluía el agua por los desagües y se llenaban los lavabos y el inodoro de agua en contacto de la ropa sucia, cargada de manchas negras porque en aquella época su novia fumaba, con lo había que limpiar a toda velocidad para que el hollín o lo que quiera que fuera esa pasta negra no se quedara incrustada en la porcelana. Y para colmo, y para acabar de rematar, su novia –ahora su mujer- le dejó por un maldito niño rico que vivía en una inmensa mansión victoriana. Y le dejó aquel maldito piso, que él siempre había odiado. Con sus tuberías, sus termitas y aquellos malditos gatos (vislumbró dos al otro lado de la parte de la ventana que daba a los tejados, en aquella inmensa explanada de tejas rojas la cual parecía extenderse hacia el infinito) que no hacían más que pasear su altanería por ahí.

Desde hacía cierto tiempo, las cosas habían ido degenerando; después de que Raquel le dejara, descolocado por la pérdida, después de aquella última sesión de amor durante la cual había creído que aún le quería, había perdido el trabajo. Como no tenía dinero, no podía permitirse alquilar un piso mejor. Sin ninguna excusa para salir afuera, sin querer correr el riesgo de encontrarse con amigos a los que tuviera que comentarles sus fracasos, apenas abandonaba el piso, andando siempre a punto de pegarse de golpes con los techos. En el televisor de pantalla plana, mientras tanto, iban desfilando las imágenes del vídeo del día de su boda, en el que quizás pudiera encontrar qué había salido mal. Se la imaginaba ahora con su nuevo novio, follando a todas horas con los muebles de la antigua casa que se había llevado, riéndose, siendo feliz, sin acordarse del pringado al que había dejado fatal. Mientras tanto, en la mesa, unas pocas fichas se encontraban desparramadas sobre un abandonado tablero de Scrabble.

Quizás fuera el momento de avanzar…

* * *

El mismo escenario. Esta vez, cuatro gatos arañando el alféizar de la ventana. Las fichas de Scrabble, cada vez más abundantes. En la televisión, siguen discurriendo imágenes de la boda. Ahí la novia, con su sonrisa Profidén. Quién iba a decir que luego le dejaría allí, en la estacada. El chico contuvo un insulto. Y él, en las imágenes, parecía tan feliz, tan ajeno a todo. Sin conocer la puñalada que le iban a clavar. El chico, mientras tanto, contemplando embelesado las imágenes, parece mucho más pálido que cuando le contemplamos en una anterior ocasión. En el piso hay cada vez menos muebles.

Ocho son los gatos ahora en la ventana, mientras se desplazan, silentes, las manecillas del reloj.

* * *

Ahora son casi una veintena los gatos que arañan, casi desesperados, los cristales. Negros, anaranjados, grises, a rayas, con sus pupilas verticales escrutándole con fervor. Mientras él da vueltas por la habitación, tratando de esquivar los techos, la pantalla plana sigue proyectando imágenes de la boda. El montón de las fichas de Scrabble es cada vez más alto. Apenas quedan más muebles que en una celda monacal. El tono de la piel del chico es aún más blanco. Sus ojos, cargados de insomnio, revelan varios días sin dormir. Su frente está perlada de sudor…

No me gusta. No quiero. No podrás. No vencerás.

Ya queda cada vez menos para el final…

* * *

Gatos. Docenas de gatos. Por la terraza, sobre las tejas, encaramándose a las antenas, aplastándose entre ellos, en una maraña de orejas, hocicos, colas y bigotes, sobre las cuales unos caminan encima de los otros, pero sólo puede sobrevivir unos pocos. Algunos de ellos, como en aquellos famosos montajes fotográficos de gatos embotellados, parecen aplastados contra el cristal.

Y mientras tanto, en el otro lado de la ventana, permanece enjaulado otro patético animal. La televisión de pantalla plana –ahora el único mueble de la casa- emite una perenne gris niebla. Varias torrecitas de fichas de Scrabble se acumulan sobre la mesa ante él …

Y sin embargo, en la mano del chico, una letra parece cambiarlo todo.

Una letra que coloca justamente en su lugar. En el centro. En ningún otro sitio podía a estar.

“Amad a la dama”, se leía sobre el tablero, como una orden a rajatabla que no se pudiera replicar. “Amad la dama”, leyó empezando desde el otro lado, implicando que, lo mirases por donde lo mirases, no lo podías olvidar. El chico pensó en una palabra que llevaba tiempo rondándole la cabeza.

Palíndromos.

Palíndromos. Frases que se leen igual desde el principio y desde el final. Sentencias simétricas. Cortas, largas, e incluso a veces han llegado a construir palíndromos tan largos como una novela. Historias que se leen igual al derecho que al revés.

Sin embargo, es posible que al leerlas de una manera o de otra, algo llegue a cambiar.

Comencemos desde el principio: o mejor dicho, desde el final.

No había muebles porque él no los había querido. Había abandonado todo lo que le pudiera recordar a ella. O bien había permitido que Raquel se los llevara, o los había vendido, o los había regalado en algún bazar. Luego, empezó a acumular cosas que encontraba en la basura. Al fin y al cabo, los necesitaba y no tenía mucho dinero. Comenzó de nuevo a tener muebles.

La televisión emitía las imágenes de su boda; pero no lo hacía en el orden correcto, sino en el inverso, gracias a los milagros del botón de rebobinar. Como si de esa manera hubiera podido alterar el curso de los acontecimientos. Como si algo pudiera cambiar. Mientras tanto, él se pasaba los días viendo pasar las imágenes y formando palíndromos en el Scrabble, seleccionando las fichas de un montón cada vez más escaso. Le ayudaba de esa manera a concentrarse, a concretar su plan

Los gatos no habían llegado allí por casualidad. Los había traído él. Los trajo una semana después de que Raquel le dejara, robándolos de la tienda de animales donde ella trabajaba hace muchos años, acumulándolos allí con la esperanza de verles morir. Pero aquello no era suficiente, se dijo. Además de que es un proceso muy lento, tiene que haber algo más. Algo más simbólico. Más antinatural.

Los vídeos avanzan al derecho, y no al revés. Las piezas de Scrabble tienden a aumentar en número sobre el tablero, y no a disminuir. Los gatos se comen a las palomas.

En su realidad, esto no sería así.

“Amo la pacífica paloma”, escribió sobre el tablero otro palíndromo. Las palomas no son pacíficas. Tienden a machacar, sin motivo alguno, a todos los bichos más pequeños que ellas. Es tan sólo que de esos suele haber pocos en su entorno natural. No es pacifismo, es cobardía. Pero las cosas iban a cambiar.

No es fácil invertir el orden lógico de cosas entre gatos y aves. Pero puedes hacerlo si eres un buen entrenador. Obviamente, él era colombófilo. Por mucha tecnología que exista, y mucho medio de comunicación –recordaba las malditas imágenes en la pantalla plana de la tele-, nunca hubo comunicación más segura que una paloma mensajera. Sólo hay que entrenar a las aves para que carguen veneno. De esa manera los gatos iban desapareciendo, día sí y día no. El chico incorporaba las dosis de veneno a las ganzúas que quedaban colgando de las patas de las palomas, las cuales iban posteriormente al encuentro de los gatos. De tanto manipular la mortífera ponzoña, primero las manos y luego el resto de las regiones de la piel del chico, de natural pálido, se fueron volviendo más y más cetrinas. Pero eso también era parte de su plan.

Una sutil llamada a un amigo, y una discreta sugerencia fueron el cebo que él empleó para Raquel supiera qué había pasado con los gatos, y dónde podía ir a buscarlos. En cuanto entró por la puerta, fue como si no hubiera pasado el tiempo. Allí, con el bolso de un asa, mirándole como si no hubieran pasado los años.

-¿Conoces la escultura del soldado que hay en la plaza de Mina?¿La del héroe?

Él no contestaba.

-Allí es donde me he encontrado a Jorge. Él me ha dicho… que estabas bastante mal.

Él casi no le permitió hablar. Se abalanzó sobre ella. Hicieron el amor. Fue como si hubiera sido otro domingo.

Cuando terminaron, ella se quedó sentada en la cama, como sorprendida aún del giro que habían tomado los acontecimientos. Él, sin embargo, se puso a abrir los cajones de las derrumbadas mesitas de noche.

-¿Qué estás buscando?-preguntó ella.

-El tabaco.

-¿Todavía no lo has dejado? Mira que anduvimos dando vueltas con eso desde lo del follón de la lavadora.

-¡Eh!, ¿qué te estás inventando?¡Si eras tú la que fumaba!

-Sí, claro. Fumábamos los dos, y tan sólo lo dejé yo. ¿O es que ya no te acordabas?

-Pues no… no lo sé –replicó enfadado-. Todo ha sido muy confuso desde que te fuiste con el tipo ése.

-¿Daniel? Te dije más de mil veces que no me fui con él. Sólo me alojó unos días en su casa después de que… me echaras… porque no me atrevo a llamarlo de otra manera.

Él se levantó, encabritado.

-¿Me echaras?¿Sabes todo lo que he sufrido por ti?¿Sabes cómo lo he pasado?

-¡Pues sí, sí lo sé, y me gustaría ayudarte!¡Porque veo a qué nivel estás descendiendo, y no entiendo por qué, si lo tenías todo para ser feliz!¡Tenías un trabajo, me tenías a mí, tenías esta casa…!

-¡… esta puta casa, donde me pego golpes con el techo!

-¿Otra vez con esa tontería?¡El techo sólo es bajo en el dormitorio!¡Y nunca te pegaste un golpe de verdad! Simplemente lo anticipabas, y eso era peor que si te hubieras atizado realmente uno. Y así con todo. Lo de las termitas y la obra de las cañerías te pilló cuando estabas en aquella estancia en el extranjero y, sin embargo, parecía que hubiera sido mejor que te hubiera tocado a ti en directo y no me hubiera encargado yo.

-¡No!¡Eso no es verdad!¡Eso…!

-¡Sí, sí que es verdad, León!¡De alguna manera, no sé cómo, trastocas las cosas con respecto a cómo han sido, y se vuelven algo malo en tu cabeza, algo que se va empozoñando, empozoñando y empozoñando hasta que no nos deja avanzar más!¡Yo te quería, León, y… maldita sea, aún te quiero!¡Y no me importa lo que le has hecho a esos gatos, o si me importa, pero bueno, quiero sobre todo que estés bien, maldita sea, y que estemos juntos de nuevo si es que se puede, y quiero que volvamos a criar a las palomas en las jaulas, sí, esas palomas que tanto me gustan, aunque tú pienses lo contrario, y dar paseos largos, y quiero que…!¡Yo qué sé lo quiero!¡Quiero que dejes de ser un adicto…!-se decidió por fin.

-… a las palomas, ya lo sé.

-No; a la infelicidad.

Y entonces León lo repensó. Pensó que quizás Raquel tenía razón, y que todas aquellas cosas que había pensado de ella lo había hecho solo para no afrontar lo inevitable, y era que él había cambiado y, de alguna manera, todo aquel estrés, aquel dolor, aquella rabia, le había llevado a la infelicidad. Y que esa infelicidad se la había transmitido a ella. Y que por eso ella se había marchado, y que en realidad no había nada que reprochar. Pero ya era tarde. Cuando le mencionó lo de las palomas, León recordó la dosis de veneno que había ingerido voluntariamente la última vez y que le había transmitido a Raquel a través de sus fluidos corporales. En unas cuantas horas, él estaría muerto. En unos cuantos días, ella también. Ya era demasiado tarde para corregir errores. Ahí le salió automática la respuesta que antes le había negado.

-La estatua que se encuentra en la plaza Mina no es a un héroe. Es un traidor.

Se hizo un silencio extraño.

-¿Quieres salir al tejado?-le preguntó.

El lugar estaba despejado. Él se había encargado muy cuidadosamente, durante esos días, de limpiar los restos de aquellos gatos. Tan sólo quedaba uno, el cual, aparentemente sano, se restregaba con cariño entre ellos dos. Ambos andaban cogidos de la mano, mirando el sol poniéndose sobre los techos de otros muchos áticos, mientras los pájaros sobrevolaban el cielo. Alguna paloma seguramente sería suya. Se respiraba un aire de tremenda paz.

-Tú tenías un segundo nombre, ¿verdad?-dijo él aún mirando al horizonte.

-Sí, claro. Seguro que te acuerdas, era Ana.

-Ah, sí. Ana. Un palíndromo. Seguro que eso ha tenido algo que ver. Mucho.

-Qué raro eres a veces, León –le dijo ella, riéndose, mientras le agarraba del brazo y se movía para estar más juntos. Mientras tanto, él no podía dejar de pensar en cosas.

Villanos que parecen héroes. Gatos que después de tratarles mal parecen simpáticos. Palíndromos que no se leen igual al revés que al principio.

La felicidad perfecta cuando lo que deberías hacer es llorar.

sábado, 18 de mayo de 2013

Noticias sobre "El troll".

Saludos. Me comunican que la editorial on line-página web peopleEbooks.com ha decidido cerrar, y la última fecha durante la cual seguirán vendiendo libros on-line es el 23 de mayo. Hasta entonces, podéis descargaros, por 1 euro, la novela corta de "El troll", en pdf o epub, a través del enlace que os cuelgo aquí o en la parte derecha del blog (donde podéis ver además portada y tambíen booktrailer). Por si acaso queréis recordar parte del argumento, os dejo esta entrada antigua, donde se ofrecía un pequeño adelanto. Gracias a los que los adquirísteis, gracias también a los que vayáis a intentarlo ahora, y a los que no os ha convencido, intentaremos seguir convenciéndoos de que leáis éstas u otras cosas, para las cuales buscaremos otros posibles medios y/o oportunidades. Una vez más, y en general, gracias. Un escritor lo hace porque le gusta, pero siempre sabe mejor si hay alguien al otro lado, y creo que notáis que el feedback de los lectores es bastante importante. Seguimos leyéndonos. Un abrazo.

Adendum: para la gente que no pudo acceder al libro en su momento, he decidido colgar la novela corta en Smashwords, donde podéis descargarlo en una variedad de formatos (epub, mobi, etcétera). Si tenéis cualquier problema, sólo tenéis que comunicármelo. Un saludo.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Relato aleatorio: "En la noche, dispararle al sol"


 Nuestro querido amigo Ludkubo (cuya identidad secreta es Juan Miguel Cano Castell, o Iron Man) ha vuelto a proponer uno de esos retos literarios que ya más que desafíos parecen duelos del siglo XVIII en los que batirase, y en los que las condiciones, más que aleatorias, parecen dictadas por un dios griego al que has despertado en mitad de la siesta, o por un mono que agita enloquecido por toda la habitación unos dados. Y como precisamente por eso nos encantan, y a pesar de la falta de tiempo, ha dado tiempo a pergeñar este desvarío, el cual no es que esté recién horneado, es que directamente quema, así que disculpad todas las erratas. Recordamos las tres condiciones que tenían que cumplir los relatos. Vale cualquier estilo, cualquier longitud, pero:
-La historia debe situarse en una ciudad perdida
-El desafío a la autoridad es una parte crucial de la historia
-Un arquero solitario debe ser un personaje principal en ella

Ya me contaréis lo que os ha parecido. Y que el dios griego (o el mono) me disculpe.

En la noche, dispararle al sol

                No muy a menudo, pero de vez en cuando, demasiado raramente, el roedor tiene la oportunidad de hacerle daño a la serpiente. Tienen que concurrir una serie de circunstancias: el ofidio en cuestión debe hallarse medio adormilado, probablemente a consecuencia de una opípara comida cuya silueta aún se vislumbra a la altura de su dilatado estómago; el roedor debe hallarse protegido por una vegetación que lo oculte el tiempo suficiente hasta que pueda llegar a la altura del cuello de la serpiente. Y, una vez allí, ha de tener la fortuna de abalanzarse sobre el cuello del animal antes de que la serpiente se dé cuenta y lo devore al vuelo, y con la suficiente fuerza para crujirle la primera vértebra con el aterrizaje del primer salto: no es probable que haya una segunda oportunidad. En este caso, el roedor se encontraba en la fase de calibrar sus propias fuerzas en sus patitas para ver si podía interrumpir el orden natural de la Creación. Ya se encontraba a punto de saltar, cuando el halcón lo elevó por los aires.
                Siempre hay alguien dispuesto a interrumpirte tus mejores planes, meditó el hombre moreno mientras el halcón volvía con su botín a su brazo y le colocaba la capucha para interrumpir la sesión por aquel día. El cazador diurno había cumplido con su misión.
                Ahora, pensó un par de horas más tarde mientras ajustaba la mirilla telescópica, le toca actuar al nocturno.
                La ciudad tintineaba con miles de luces, que intentaban sustituir pálidamente a las estrellas. Pero el hombre moreno no la reconoció. Y eso que la veía todas las noches. Pero ésa ya no era la ciudad. Ya no era su ciudad. No la reconocía. La habían hundido, la habían destruido, había quedado enterrada no por el paso del tiempo ni las dunas del desierto, como una Samarkanda o un olvidado Shangri-La, sino por el trabajo de las apisonadoras y el cotidiano pasotismo de los ciudadanos de a pie. Para tener una ciudad perdida, no hacen falta miles de años ni una leyenda mítica, lo único que hay que hacer es colocar encima otra y esperar que las urgencias habituales de todos los días lo oculten al mundo. La Atlántida nunca quedó borrada del mapa por un tsunami, simplemente se encuentra invertida bajo los cimientos de Nueva York. Lo mismo le pasa al lugar que yo conocí, se dijo el hombre. Ahora, cualquier sustituto que pretenda encontrar, en los clubs de jazz o en los paseos nocturnos, será tan solo un vulgar farsante. Pero hay cosas tan antiguas como el tiempo que se tienen que seguir haciendo. Y el hombre, ajustando el rifle en el agujero diminuto practicado en los amplios ventanales, oscurecidos para poder conseguir el apropiado efecto, se recostó mientras apuntaba sobre el sofá, aguardando el momento oportuno para hacer una de ellas.
                Y, al poco, apareció su víctima. Ahí estaba. Para ser alguien que se había ganado enemigos suficientes para ser liquidado, no parecía llevar un tren de vida muy llevado al límite, que es lo mínimo que se exige en esta clase de ocasiones. De hecho, estaba abriendo el frigorífico para sacar un maldito complejo multivitamínico. Joder, tío, estírate un poco, pensó el otro, es tu última cena, cómete algo como Dios manda, ¿o no pensabas que pudiera ser la última?, pues ya sabes para la próxima, capullo, dijo casi en voz alta mientras amartillaba el rifle. Y entonces se fijó.
                Joder. Una bufanda enmarcada. Un par de guantes sobre un corcho. El trofeo a un lado. Y las fotografías en el corcho. Joder, joder, joder. Joder, coño.
                Un portero. Un puto portero. Y además de balonmano. No podía ser de fútbol, no, como todo en este puñetero país. Tenía que ser de balonmano, el único deporte que había en su colegio donde refugiarse del omnipresente fútbol, la única actividad física que llegó realmente a amar. ¿Y se tenía que cargar a un portero de balonmano?¿Quién querría cargárselo? Seguramente alguien que peleaba por algún premio o la presidencia de una institución deportiva en Lausana. Antes se mataba por conseguir un reino o la inmortalidad y la gloria. Ahora, nos peleamos por salir en los cromos que vienen en las bolsas de patatas de Matutano. Esto en la Atlántida no pasaba, se repitió.
                Un portero… El hombre recordó –no supo por qué- que a los porteros, al menos a los del fútbol, se les llama arqueros en Sudamérica. Pero en realidad, si a algo se parece un arquero en la actualidad, un hombre que ha conseguido que su brazo y su instrumento de matar sean todo uno, es a las personas que ejercen la misma profesión en la que trabaja nuestro hombre. Herederos de una tradición tan añeja como el hombre, y es la de matar cuando alguien se interpone en nuestros propósitos, el del eliminador de obstáculos. Hombres en ambos casos que se encargan de resolver los problemas y hacer que no nos tengamos que preocupar. Arquero frente a arquero. Pero sólo uno puede cumplir su cometido sin fallar. El problema es que las consecuencias del fallo son bastante estruendosas.
                El hombre ya había pasado hace mucho la fase de “yo podría conocer a ese tipo, podríamos haber sido amigos, compartir aficiones comunes, ¿por qué tengo que matarlo?”. Pero aún así, una punzada especial se hizo presente entre las costillas en esta ocasión. Quizá fuera porque el apartamento que había alquilado para hacer el trabajo estaba tan a tiro del que había ordenado la ejecución como de la víctima. La disposición especial de aquel agujero hacía que sólo tuviera que desplazar el sofá y su propia postura un poco para modificar completamente el ángulo de tiro. De manera casi inconsciente, como por inercia, ya estaba. Ya había completado el giro. Ahora sólo le tocaba disparar. Pero, ¿por qué? Está claro que la única diferencia entre el asesino a sueldo y cualquier otro es que puede ejercer sus encargos por voluntad propia, y no porque le obligan, pero eso no implica que tengas demostrarlo. Entonces, ¿qué?¿Por qué iba a hacerlo?
                Porque de vez en cuando conviene ir contracorriente. Porque si hubiera querido seguir las normas no hubiera escogido este oficio. Porque a estas alturas, se dijo, estoy demasiado harto de tipos que se creen que lo pueden hacer todo en el mundo porque tienen mucho dinero, y dejan que los mismos capullos de siempre, los de a pie, se maten entre ellos. Porque siempre triunfan porque hay un tipo que carece de los escrúpulos suficientes como para pensar en lo que es justo o razonable y apoya siempre al bando que pretende mantener sus privilegios. Alguien que viene a preservar el orden natural de las cosas. Ya sea un arquero hitita, un asesino a sueldo, o un portero que para balones para que luego sea el delantero o el presidente del club de turno quien se lleve los millones y los méritos. Ejecutores. Mercenarios. Durante un tiempo quizás pueden vivir en la opulencia, pero saben en todo momento que siguen siendo parte de la escoria, y que el lujo por esa vida de ensueño –si alguna vez llegan a tenerla- es que su destino será más pronto que tarde que la mano que les manda presas más tarde o temprano les ordene también morir. Y al menos, antes de que le sacrifiquen, el perro fiel prefiere largar un buen mordisco. Aunque sea en mitad de la noche, a veces toca, por una vez, mear contra el viento, destruir el cielo, pretender dispararle, incluso a ciegas, entre los ojos al sol.
                Así pues, se aposentó. Aunque una última reflexión le vino antes de apretar el gatillo. Hubiera podido pensar… aunque no llegó a hacerlo. El disparo llegó desde el apartamento del portero de balonmano, que ni siquiera se inquietó y siguió tomando su complejo multivitamínico. El otro asesino pudo ejercer su labor de manera profesinal sin que el otro pestañeara siquiera. Como cuando realizaba una parada decisiva en la final del campeonato sin alterar su manera de respirar.
                Mientras tanto, el otro asesino iba perdiendo la conciencia mientras sus neuronas se interconectaban en una última danza maldita. Y pensó que, efectivamente, siempre hay alguien dispuesto a interrumpir tus mejores planes.
                Efectivamente, siempre hay alguien dispuesto a preservar el orden natural de las cosas. Algún idiota que cree que no puede vivir si el sol no sale al día siguiente.
                Efectivamente, siempre hay un arquero, que se encarga de proteger a la ciudad de los extraños.

Otros relatos escritos por otros participantes podéis encontrarlos aquí: 
http://vidacubica.wordpress.com/relatos-al-azar/ex-nihilo/

miércoles, 1 de mayo de 2013

El relato de mayo: un cuento sobre el "perpetuum mobile"

      El perpetuum mobile es una máquina teórica que, hipotéticamente, debería ser capaz de generar movimiento de manera continua e infinita, sin necesidad de seguir aportando energía desde fuera del sistema. Se ha tratado de desarrollar esta máquina desde tiempos remotos (convirtiéndose en una especie de Santo Grial o de obsesión para la ciencia de épocas antiguas), siempre de manera infructuosa. El siempre inquisitivo Leonardo da Vinci lo intentó, pero concluyó que su consutricción era imposible. Finalmente, el segundo principio de la termodinámica zanjó definitivamente el tema al establecer que "no se puede transformar completamente el calor en trabajo" (es decir, el efecto del rozamiento haría siempre que se perdiera parte de la energía y que el aparato se acabara detuviendo). Pero no en el mundo alternativo donde se encuentra enclavado este relato de ciencia ficción. Espero que os resulte movidito.                                                       

Ad eternum

                                                            A Timoteo Rodero, y D.H, que nos han demostrado que, mucho más importante que el conocimiento, son el esfuerzo, las ganas, y la ilusión por aprender.

                                                            A Álvaro Ridruejo, muchas de cuyas aportaciones han contribuido a la elaboración de este cuento.

“Los hombres deberían morir por las mentiras. Pero la verdad es demasiado preciosa como para morir por ella”. Terry Pratchett.
                                               
            El guardia de seguridad del Museo decidió que no podía soportar ni un minuto más el contemplar las paredes desnudas, los inmensos huecos, los extensos espacios vacíos… Y decidió entonces pasar a la acción.

            Cogió uno de los audífonos informativos que proporcionaba el Museo para los visitantes. Tenía tres posibles opciones: la versión para niños, la de adultos, y para los estudiantes de ciencia. La de los estudiantes, por mucho que se esforzó, nunca fue capaz de entenderla, a lo largo de los diez años de trabajo en el Museo. La de los niños, pese a ser divertida, no pegaba con este momento. Accionó la de adultos.

            De repente, las paredes comenzaron a llenarse de luces, sonidos y colores… Las imágenes holográficas se pusieron en marcha, y el guardia comenzó a caminar, mientras recorría, lentamente, sin prisas, el recorrido del Museo. Nunca se escuchaba de escuchar de nuevo la historia que le estaban recordando los hologramas y los efectos especiales, las voces y las imágenes de otras épocas: eran muchas las veces que hacía esto, caminar solo, cuando no había nadie más en todo el vasto edificio, presenciando el mismo espectáculo al que asistían los miles de visitantes que llegaban al Museo cada día… En teoría no debería hacerlo, en teoría debía estar vigilando. Pero este Museo sólo tenía una cosa de valor… y nadie se atrevería jamás a tocarla…
            <<Dicen que el hombre>>, comenzó la narración, <<le da una tremenda importancia a la teoría… De hecho, tardamos en comenzar a volar, porque sir Isaac Newton determinó, mediante un análisis teórico, que esto era científicamente imposible, y, por tanto, nadie intentó demostrar lo contrario hasta mucho tiempo más tarde, mediante el sencillo método de probar a ver si funcionaba... Lo cierto es, gracias a Dios, en el caso de la invención a la que está dedicado este Museo, no se aplicó el mismo caso. Muchos dijeron que era una locura; la mayoría, una utopía imposible; Leonardo da Vinci lo dio por perdido; y, sin embargo, hubo un hombre que se atrevió a desafiar estos malos augurios, y consiguió sacarlo adelante. De no ser así, probablemente llevaríamos varios siglos de retraso científico en nuestro haber, y la Tierra sería hoy muy diferente a como la conocemos…
            El guardia aguzó el oído. Siempre lo hacía en esta parte, cuando comenzaba a ponerse interesante.           
            >>Se trata del perpetuum mobile, es decir, la máquina de movimiento eterno. Durante la Edad Media, múltiples alquimistas y pseudocientíficos trataron de construir un aparato que se moviera continuamente, pese al rozamiento de los componentes, la fricción, la propia acción de resistencia del aire… Nunca lo lograron, entre otras cosas, porque carecían de unas bases teóricas adecuadas. Sin embargo, en el siglo XVI, un hombre, Andrea Stolzok, del que desconocemos casi todo, incluso si éste es su verdadero nombre, desarrolló todo un cuerpo teórico de conocimientos que llegaba a la conclusión de que era posible fabricar un perpetuum mobile, y, lo que es más, que éste, en su infinito movimiento, podía abastecer de energía a los hombres para la eternidad. Todos sus escritos fueron encontrados mucho más tarde, casi un siglo después, por unos monjes benedictinos que se dedicaron a construir su aparato… El resultado fue sorprendente… El perpetuum mobile era posible, y se hizo realidad delante de sus propios ojos. Fue una suerte, porque el monasterio estuvo a punto de ser arrasado por un incendio, salvándose los documentos milagrosamente.
            >>Desde entonces, todo ha cambiado. Toda nuestra ciencia, nuestra tecnología actual, la que nos permite, ya en el siglo XXI, volar, llegar al espacio, alcanzar los límites del sistema solar, desentrañar los secretos del átomo, hacer posible el milagro de la fusión fría, construir los más potentes ordenadores con el tamaño de un reloj de pulsera, y los robots más avanzados que tanto han transformado el mundo, y que consiguieron acabar con las injusticias sociales del pasado, todo eso, se ha basado en el perpetuum mobile. Su propia existencia, así como de toda la teoría que lleva detrás, han hecho posible llegar casi hasta los límites del conocimiento de la física, las matemáticas, la astronomía, y e incluso las ciencias biológicas y químicas… Además, el concepto filosófico del perpetuum, como aparato que no descansa, que permanece siempre alerta, (no en vano es la base de los sistemas de seguridad actuales), ha influido a poetas, filósofos, literaturas, historiadores… Su movimiento cíclico ha inspirado a inspirado a movimientos religiosos y creado nuevas formas de espiritualidad. De hecho, Andrea Stolzok es el único hombre que ha recibido, a título póstumo, algún premio Nóbel, el de Física. Sin embargo, por más que hemos intentado escarbar en su biografía, ha sido imposible. Algunos dicen que en realidad se trata de varias personas, que es imposible que ésta sea la obra de un hombre solo. Otros, que en realidad existió, y que se trató del mayor genio de todos los tiempos. Einstein declaró, tras terminar su teoría del campo unificado (la cual significó prácticamente la resolución definitiva de la física de partículas), que se sentía el niño tonto de la clase al lado de Andrea Stolzok, cuya teoría fue incluso capaz de sobrevivir a la aparente contradicción que entrañaba el segundo principio de la termodinámica, la cual argumentaba que, para que parte del trabajo realizado por el perpetuum no fuera desperdiciado en forma de calor, habría que hacer que varios millones de partículas actuasen exactamente de la misma manera, y eso era estadísticamente imposible. En todo caso, sin dudas ya sobre la solidez de la teoría de Stolzok, y para nuestra pesadumbre, la mayor parte de la verdad sobre la vida de este científico continúa siendo un misterio…
            El guardia de seguridad pasó entonces a la habitación contigua: una habitación que, esta vez sí, poseía un elemento material que se hallaba exhibido en el Museo. Lo único que, realmente, podría ser de valor para alguien, pero que, por profunda veneración, y por sentido común, nadie se atrevería a sustraer.
            -Y aquí está-prosiguió la visita guiada-; el primer perpetuum mobile en la historia, construido en aquel monasterio benedictino. Como ven, su estructura básica es la de un péndulo, forma original que le dio Stolzok, aunque puede ser aplicable a cualquier otro diseño: automóviles, aviones, robots… El aparato parece sencillo, la parte de arriba se asemeja a la de una balanza, pero, en realidad, su mecanismo es tremendamente complejo, se dice que hay sólo cien personas en el mundo que lo han llegado a entender plenamente, incluyendo, claro está, los actuales directores del Museo. De hecho, el perpetuum mobile original que, como ven, todavía desplaza el péndulo a un lado y otro, autorregenerando la energía en cada movimiento, no es sólo un objeto decorativo de este Museo: todavía se sigue estudiando, en gran medida, su mecanismo de funcionamiento, en búsqueda de nuevas aplicaciones y posibilidades, por parte de los más reconocidos científicos del planeta. Así pues, este sencillo péndulo sigue siendo imprescindible para el conjunto de nuestra población. En este momento, les dejaremos solos, podrán quitarse los audífonos… Será así como puedan contemplar con mayor deleite este aparato. Dicen, incluso, que si se aguza el oído, puede escucharse el tic-tac de su mecanismo, aunque eso, estadísticamente, sólo lo hacen una de cada tres personas, y, según algunos, no es más que una alucinación colectiva. Pueden ustedes, señores…
            Y el guardia se quitó los cascos y contempló el pequeño péndulo, de unos treinta centímetros, situado sobre el soporte de metal que lo elevaba hasta la altura, en su punto máximo, de un hombre de estatura media. Estaba cubierto, además, por una urna de cristal. El guardia nunca se cansaba de contemplarlo: por más que lo miraba, no podía dejar de parecerle maravilloso aquel mecanismo genial que había otorgado al hombre algunos de los milagros más maravillosos que se hubieran producido en la historia.

            Y sin embargo, aquella vez, fue distinta.

            Porque, ese día, el guardia, dudándolo al principio, aterrorizándose cuando se cercioró, se dio cuenta de que el péndulo se desplazaba más lentamente…

            Lo hizo, hasta que su arco comenzó a disminuir, de forma cada vez más dramática…

            Continuó haciéndolo, hasta el final…. Continuó ralentizándose… hasta que, ante el indescriptible grito callado de terror del guardia, éste finalmente se detuvo.

                                    *                                  *                                  *

             Hinsgbury recibió la llamada en mitad de la noche.
            -¿Sí?-preguntó-. ¿Quién es?   
            -Tiene usted que venir, profesor Hingsbury.  
            -¿Dupont?¿Adónde?¿Sabe usted qué hora es aquí?
            -Pues al Museo, naturalmente -no hizo falta que le especificara cuál-. Tiene que venir en seguida. 
            -¿Pero qué demonios…? Maldita sea, Dupont, no tengo tiempo de acertijos matemáticos a las dos de la mañana. Si quiere le llamo yo dentro de seis horas, y hablamos.                   
            -Profesor Hingsbury, se lo aseguro, tiene que venir, es importante.  
            -Dupont, no pienso tomar un avión en mitad de la madrugada y cruzar todo el océano Atlántico sin tener un motivo justificado.
            -De acuerdo -susurró Dupont, bajando la voz-… No quería contarlo por teléfono, pero veo que no voy a tener más remedio…-redujo aún una cuarta el tono-. Se ha parado.
            El gesto de Hingsbury, enfundando en un pijama de cuadros, empalideció. Su mujer preguntaba, con los ojos cerrados, “cariño, ¿quíén es?”
            -¿Cómo que se ha parado?¿Qué se ha parado?
            Dupont masculló.
            -¿Es que hace falta que te lo diga?
            El corazón de Hingsbury se aceleró.
            -Voy para allá.
            En tres horas, había llegado al Museo, situado en Londres, desde los Estados Unidos. Este tiempo puede parecernos una exageración, pero se trataba de un vuelo lento, el único que había podido coger a esas horas, no contaba aún con el nuevo modelo de perpetuum, más evolucionado, y con el que sólo se tardaban dos.

            Hingsbury accedió al Museo gracias al guardia, que le abrió la puerta de atrás. El profesor americano se dio cuenta de que el guardia se encontraba temblando; no le extrañaba. No sabía, en las siguientes horas, si él mismo iba a entrar en un colapso nervioso.

            Cuando entró en la estancia, allí ya se encontraban todos: Dupont, Müller y Clark. No muchos, los imprescindibles. Los cuatro hombres que más sabían del perpetuum en estos momentos: eran, además, los cuatro directores del Museo, aunque sólo uno de ellos funcionaba como gerente real, Dupont, mientras que los demás era tan sólo honoríficos.
           
            Lo que más le sorprendió ver a Hingsbury por allí, era la presencia de un niño pequeño, de unos cuatro años años, de pelo rubio.
            -¿Dupont, qué hace tu hijo aquí?-preguntó antes de saludar
            El aludido, que se encontraba, como los otros, contemplando el perpetuum mobile, se dio la vuelta.
            -Estaba solo con él, su madre está de guardia en el hospital, no podía encontrar a nadie que le cuidase a estas horas, y no me atrevía a dejarle solo en casa, así que me lo he traído.
            Hingsbury hizo un gesto con la mano hacia el guardia, en dirección al niño.
            -Por favor, ¿se lo puede llevar a dar una vuelta? Que juegue un rato por ahí. Ya sabe donde están los juguetes del Museo para los niños, ¿de acuerdo?-se acercó a sus compañeros, y contempló, con el mismo impávido rostro con el que sus compañeros habían analizado el hecho, la noticia a la que tantas vueltas le había estado dando en su cabeza durante el viaje en avión: el perpetuum mobile, completamente inmóvil. Para Hingsbury, era como si la Tierra se hubiera salido de su órbita, en cuanto a sorprendente… y en cuanto a grave.
            -Vamos a ir por partes. ¿Quién más sabe esto?
            Se asumía, por supuesto, que el idioma del debate seria el inglés.
            -Nada más que nosotros cuatro, y el guardia.
            -¿Cómo lo descubrió?-le preguntó a Dupont, refiriéndose a este último-. ¡No lo habrá parado él!
            -¡Por supuesto que no!-bramó el francés-. Es de absoluta confianza. No ha dado una sola queja en veinte años de servicio.
            -Dice que se paró –intervino Clark pretendiendo desviarse de la suposición de Hingsbury-… sin más… Redujo la velocidad y, simplemente, se acabó por detener.
            El americano se mesó los cabellos. Ninguno de ellos había hecho el más mínimo gesto de saludo al llegar. Todos estaban tan preocupados, que no habían pensado ni siquiera en guardar las más mínimas formas.
            -¿Cuánto tiempo tenemos?-preguntó Müller.
            Dupont hizo cuentas.
            -Son las cinco de la mañana. A las ocho comienza a entrar el personal, pero a ésos podemos mantenerles controlados. A las nueve, los visitantes. Y es solucionarlo antes de entonces, o cerrar el Museo.
            Hingsbury enarcó una ceja.
            -¿De qué estás hablando?¿No estarás diciendo que vamos a ocultar lo que ha pasado?
            -Cálmate, James -le insistió Dupont.
            -¡Esto es un hecho científico de mi primera magnitud!¡Nos guste o no nos guste, tenemos que comunicarlo!
            -Hingsbury -pidió Clark-, tranquilícese, por favor. Nosotros llevamos ya aquí unas horas, y hemos tenido más tiempo para analizar la situación. Este asunto no tiene tan sólo -recalcó mucho estas últimas palabras- connotaciones científicas… Sino bastantes más. Comprende lo que quiero decir, ¿verdad?           
            Hingsbury se serenó, y asintió con la cabeza. Efectivamente, tenía muchas más implicaciones.
            -Hoy por hoy, todos los aparatos con los que funcionamos se basan en la tecnología del perpetuum mobile -declaró Dupont-. Nuestros conciudadanos van a trabajar en sus vehículos confiando en ese modelo. Si ahora les decimos que ese modelo es falso, que todo aquello en lo que confían, se basa en una quimera, será el caos.
            -No podemos decir la verdad sin más -concretó Müller-. Tenemos que tener, al menos, una mínima hipótesis sobre lo que ha ocurrido.
            -Y esa es la cuestión -puso los brazos en jarras Hingsbury-. ¿Qué ha ocurrido?
            Y se hizo un silencio quedo.

            Clark fue el primero en hablar.
            -Bueno, tal vez esto no le guste demasiado a Dupont… Pero tal vez ha sido un problema del Museo. Tal vez no se ha conservado todo lo bien que se debiera.
            Dupont negó con la cabeza.
            -Condiciones óptimas de temperatura, humedad… Queríamos que los materiales no sufrieran ningún daño que pudiera alterar el diseño original. Renovación del aire cada cierto tiempo, eliminación automática del polvo… Ningún perpetuum ha sido tratado igual.
            Müller se rascó la cabeza.
            -¿Hasta qué punto sabemos que está detenido del todo? Quiero decir, a lo mejor en realidad el movimiento se ha estado ralentizando en los últimos tiempos, y no nos hemos dado cuenta, por la propia costumbre de contemplarlo todos los días. Incluso puede que la velocidad haya ido disminuuyendo progresivamente desde que fue construido, y que la que nosotros contemplábamos era mucho menor que la inicial. Quizás, de hecho, ahora mismo no está detenido del todo, sino que tiene un movimiento a nivel microscópico, que no podemos apreciar con la vista.
            Dupont negó con la cabeza.
            -Sobre eso, sí que te puedo responder: los sistemas de detección indicaron un movimiento a velocidad constante, hasta hace unas horas, en que cesó drásticamente. Y el aparato está parado, al menos, con la definición de inmovilidad que se le puede aplicar a un objeto a esta temperatura: ya sabéis que incluso, en el cero absoluto, las partículas conservan un cierto movimiento. Pero sobre eso no te preocupes, Müller. El perpetuum está parado, y bien parado. No te sé decir si antes de que instaláramos los sistemas de detección iba más o menos rápido, pero desde luego, lo que es desde hace un siglo, la velocidad se ha mantenido constante.
            Hingsbury se acercó a la urna.
            -Tal vez le haya afectado algo exterior. Algo extraordinario, que no suele acontecer, y que ha opuesto una fuerza inversa a su movimiento, que lo ha hecho detenerse.
            -¿Cómo qué?-preguntó Clark.
            -No sé… Te diría que un desplazamiento del eje de la Tierra, pero eso sería un absurdo, de ser así, ya estaríamos muertos… Pero sí una causa que altere el equilibrio dinámico del planeta, su movimiento en general, algo extraño… un terremoto de dimensiones catastróficas, un meteorito lo suficientemente grande…
            -Para averiguar eso, tendríamos que acceder a los bancos de datos de los sistemas de detección de…-quiso decir Müller.
            -Ya lo he hecho-aseguró Dupont, entregándoles unos papeles meticulosamente doblados que guardaba en uno de los bolsillos de la chaqueta-. No ha habido nada; ni terremoto, ni meteorito, ni nada que se salga de lo común.           
            -¿Una nueva arma, diseñada por algún enemigo?-preguntó Hingsbury-. ¿Algo que sea capaz de detener los perpetuum?
            -Ningún loco osaría hacer eso -dijo Müller-. Sería el fin de la civilización misma.
            -Hay mucho loco suelto por ahí –replicó crítico el americano.
            -Sí -dijo Clark-, pero se necesitarían no una, sino varias personas, todos ellos con grandes conocimientos científicos. Y todos deberían poseer un elevado instinto homicida. La posibilidad es factible, aunque muy remota.
            Uno de los científicos pareció tener una especie de inspiración divina.
            -¿Y el perpetuum le hubiera comunicado su energía a la Tierra?-preguntó Dupont-. Al fin y al cabo, muchas de nuestras máquinas no son perpetuums en sí misma, sino adaptadores: aprovechamos la energía del perpetuum, que es infinita, para poner en marcha su mecanismo, que funcionará así eternamente. ¿Por qué no ha podido, basándose en el mismo principio, transmitírsela a la Tierra?
            Müller se encogió de hombros.
            -Podría, pero también sería muy raro. Si fuera así, lo tendría que haber hecho progresivamente, durante siglos, no en unos instantes.              
            -Quizás lo lleva haciendo, y nunca lo comprobamos-dijo Clark-. ¿Alguien le ha medido la velocidad a la Tierra últimamente?
            -No-dijo Dupont-. Nadie se ha esforzado en ello. De hecho, lo de medir la velocidad del perpetuum, fue más para darle gusto a los visitantes del museo, que por ninguna necesidad científica real. Nadie supuso que alguna vez nos sirviera para algo. Siempre se ha asumido que los perpetuum son… precisamente eso, perpetuos.
            -Quizás -elucubró Clark-, cuando el perpetuum transmitió la mayor parte de su energía a la Tierra, hubo una especie de aceleración, un proceso de retroalimentación, y, en un momento en que se había desplazado una energía crítica, se precipitó hacia… un colapso final -la palabra sonaba muy cruda, por mucho que trataran de atenuarla.
            -Eso estaría muy bien, Clark -dijo Hingsbury-, pero hay un problema. ¿Adónde le hubiera transmitido el perpetuum esa energía? La Tierra es muy grande, son muchas cosas. ¿A su movimiento? El giro de rotación se hubiera acelerado tanto, que hubiéramos muerto, el día y la noche serían alternados a tal velocidad que serían instantáneos. ¿A su temperatura, al calor fundido del manto, al movimiento de las placas tectónicas? Con la energía del perpetuum, cualquiera de estos hechos estaría provocando una hecatombe, que hubiera acabado ya con la vida en la Tierra.
            -Se os está olvidando algo –recordó Dupont-. Para todos esos planteamientos, os estáis basando en que, efectivamente, la energía del perpetuum es muy grande… No obstante, volviendo a la teoría, debemos recordar que, la energía del perpetuum, un aparato que genera eterno movimiento, y es inmune al rozamiento…
            -… es infinita -recordó Hingsbury-. Maldita esa, es verdad, en teoría, el perpetuum podría estar transmitiéndole energía a la Tierra, y acelerándola hasta hacernos desaparecer del mapa, por los siglos de los siglos, y seguiría sin detenerse.
            Y mientras añadía esa última frase, se fijó en que en el rostro de Müller había una pequeña sonrisa.
            -¿De qué te ríes, tú?-le preguntó, ligeramente irritado, el americano.
            Müller le contempló con una expresión enigmática.
            -Bueno, puede que, después de todo, la teoría estuviera mal.
            Todos se quedaron callados.

            Hingsbury se paseó alrededor del péndulo, la mano en la nuca.
            -¿Que está mal?¿Cómo que está mal?
Seguía bastante enervado.
-¿Cómo... cómo se te ocurre…?¡Es como… es mandar a la mierda toda nuestra base científica!¡Es olvidarse de todo lo que hemos hecho hasta ahora!¿Cómo te atreves siquiera a proponer eso?
-¡Pero se ha parado!, ¿no?
-¡Sí, se ha parado, eso no hace falta que lo repitas, lo podemos ver todos!
-¡Pues algo tiene que fallar entonces!
-¿Y cómo explicas tú doscientos años de progreso basados en una teoría que está mal?-replicó Hingsbury, mesándose los cabellos-. ¿Cómo se puede comer eso?
Müller trató de matizar el concepto.
            -No digo que esté completamente mal… Simplemente, puede que no sea tan perfecta como nosotros pensábamos.
            -¿Qué quieres decir con eso?-preguntó Dupont.
            Clark se restregó los ojos.
            -Empiezo a estar algo cansado de estar de pie, y tengo sueño. ¿Nos traemos los sillones del vestíbulo?
            Así lo hicieron. Colocaron los sillones formando un corro alrededor del soporte del perpetuum, de tal forma que podían observarlo ligeramente desde abajo, estando sentados, y así tratar de desentrañar, aunque sólo fuera a fuerza de erosionarlo con su mirada, alguna pista de entre su mecanismo… Era fundamental que se les ocurriera una idea. Y mejor si era pronto.
            -Estoy diciendo -continuó Müller el pensamiento que había introducido anteriormente- que, desde que la ciencia existe, ninguna teoría es cierta, ninguna hipótesis es todo o nada. No hay verdades absolutas, todo tiene su probabilidad, y su porcentaje de error. Hasta ahora, habíamos considerado la teoría del perpetuum absoluta, innegable… Pero tal vez, no sea tan perfecta como lo que nosotros pensamos. El grado de error de una teoría lo determina el hecho experimental: hasta ahora, ningún hecho experimental había indicado la existencia de fallo alguno en el modelo, pero… al fin ha ocurrido. Ha pasado después de trescientos años, lo cual demuestra que era una buena teoría, inmune al paso del tiempo… o casi.
            Los otros tres científicos meditaron las palabras del alemán.
            -No.
            -Imposible.
            -Completamente absurdo.
            -¿Por qué?-inquirió Müller-. ¿Tan difícil os resulta aceptarlo?¿Tan rígido se os ha quedado el cerebro, que no podéis asumir que la teoría no es perfecta?¿Y si resulta que nos hemos equivocado en nuestro concepto de infinito?
            -Ah, no, volver a las discusiones filosóficas sobre lo que es el infinito, no, por favor –rogó Hingsbury.
            -Volvemos a la paradoja de Aquiles y la tortuga –se desplomó sobre su asiento Dupont.
            -Para mí, sería inaceptable -interpuso Clark.
            -O peor –volvió de nuevo a la carga Dupont-. Significaría que todo el conocimiento en que nos basamos es absolutamente incierto. Sería como decirnos que la gravedad es mentira, que las cosas pueden ir tanto hacia arriba como hacia abajo.
            -¡Pero vamos!-objetó Müller-. No os estoy diciendo que la teoría es errónea, simplemente, que no es perfecta.
            -Pero es que esta teoría equivale a la perfección -repuso Clark-. La idea del perpetuum no es que se mueva un año, dos, veinte siglos; es un movimiento infinito. Es la misma base de la teoría; si te mueves de allí, no estamos hablando de lo mismo. Estamos hablando, entonces, de un aparato que da muchas vueltas y suministra energía mucho tiempo, pero un tiempo finito, y, entonces, toda la teoría se desploma, se viene abajo.
            -No me puedo creer que seáis tan cerrados de mente.
            -Pero es que debemos ser así de cerrados de mente -terció Hingsbury por primera vez desde la argumentación de la teoría del alemán-. Quiero aportar el grano de arena americano a este debate.
            -¿Y en qué consistirá ese grano?-preguntó Dupont.
            -En la practicidad.
            Se hizo un silencio incómodo.
            -Vamos, pensemos. El perpetuum no es famoso por ser una teoría genialmente elucubrada; es conocido, porque todo lo que conocemos, se basa en ellos. Los aviones, los coches, los ordenadores, los aparatos de los hospitales, incluso la tostadora eléctrica. Este mecanismo es la base de toda nuestra tecnología actual; y, lo que es más importante, se fundamentó siempre en que la teoría del perpetuum era perfecta. Pura, inmaculada… Sin fallos.           
            Los otros tres científicos meditaron sobre este punto. Müller preguntó.
            -¿Pero en qué afecta este fallo a la tecnología? Quiero decir, es que no acabo de ver el problema. El perpetuum, sea la teoría perfecta o no, nos ha proporcionado unos niveles tecnológicos, y un modo de vida adecuado en los últimos siglos… Eso ocurría antes, y seguirá ocurriendo ahora, aunque éste se haya parado.
            -¡Pues cambia mucho, Müller!-se levantó Hingsbury, y empezó a dar vueltas por la habitación-. A ver, os va a costar entenderlo, porque siempre que os preguntan por este asunto, siempre asumís que la teoría de Stolzok es matemáticamente perfecta… Y esa es la cuestión, que, de tanto usarla, no nos damos cuenta. Pensad, en que todos los aparatos, todos los diseños que se realizan, se basan en que el perpetuum no puede pararse.
            -Sí, en efecto, eso es así -cercioró Dupont, impaciente por llegar al fondo de la cuestión.
            -¡Pues bien!-exclamó Hingsbury-. Tal y como hemos planificado nuestro mundo, dependemos completamente del perpetuum. Todo nuestro modo de vida se asienta en él. Quiero decir, imaginemos que hay un terremoto, un tsunami, que cae un meteorito… Todos los sistemas de defensa se basan en la perfección del perpetuum. Pero si éste no es imparable, si es modificable… entonces, todos nuestros cálculos son incorrectos, y no podemos estar seguros de que van a funcionar…
            Müller se rascó la nariz.
            -Pero que no duren eternamente, no significa que no puedan funcionar con un tiempo. Al fin y al cabo, este perpetuum ha aguantado trescientos años. No está nada mal. No es el infinito, pero no es una mala aproximación, sobre todo teniendo en cuenta que fue elucubrado en el siglo XVI, construido en el XVII, y hecho con materiales mucho menos elaborados que con los que se elaboran los perpetuum actuales. Quizás éstos sí se aproximen mucho más a una cifra razonable, millones de años tal vez. Eso es mucho tiempo. El ser humano, para entonces, tal vez se haya extinguido, y entonces no tendremos que preocuparnos más del asunto.
            -Vale, Müller, ahí tenemos el primer perpetuum, pero, ¿y el segundo?
            Dupont -en algo se tenía que demostrar que era el director principal del Museo-, fue el que respondió más rápidamente.
            -El segundo está en un museo en Pekín.
            -¿Y el quinto?
            -Pues… ahí ya no llegan mis conocimientos.
            -¡Esa es la cuestión, ¿no lo veis?!-chilló histérico Hingsbury-. Como asumimos que cualquier perpetuum, proceda de la época que proceda, no fallará, hay sistemas claves para los seres humanos que se mantienen con perpetuums del XVIII, del XIX… Y nadie sabe exactamente qué es lo que regula cada uno.
            -Pero puede comprobarse-dijo Clark-. Tienen números de serie, están anotados en un registro. Y pueden sustituirse.
            -¿Por qué?-preguntó Hingsbury-. ¿Por otros perpetuum? Aunque a corto plazo se solucione el problema, lo cierto es que vamos a seguir pendiendo de un hilo. Porque, realmente, no sabemos si el proceso es igual para todos los perpetuum. Tal vez unos aguantan más, y otros menos; nunca se ha hecho un ensayo de tiempo, porque siempre se ha asumido que duraban eternamente. Los nuevos perpetuum se diferencian, más que nada, en los anteriores, no en su durabilidad, sino en la capacidad que tienen de producir más energía por unidad de tiempo. Y, si asumimos que, efectivamente, la energía de los perpetuum no es infinita, sino que tiene un valor, un valor concreto, tendremos que asumir que los nuevos perpetuum…
            -… cuanta más energía producen…-se dio cuenta Müller.    
            -… menos tardarán menos en llegar a su fin -concluyó la frase Dupont.
            -¿Lo veis?-dijo Hingsbury-. En realidad, no sabemos cuáles son mejores, si los nuevos o los antiguos. Cuánto tardarán de verdad. Es una bomba de relojería, puede que ahora mismo haya mil a punto de detenerse, o dos mil, o ninguno, quién sabe. Es la incertidumbre, más que nada, lo que me está poniendo nervioso. Y, además, pensad en toda una serie de sistemas militares que se han planeado a cien años vista, y en los cuales están influyendo los perpetuum… Todos ellos tendrían que ser reelaborados, reinvestigados, probablemente todos estén mal, probablemente todos provocarían una catástrofe si los dejáramos a su libre albedrío.
            -Pero hay un detalle importante -añadió Clark-. Nos hemos olvidado de un asunto.
            Hingsbury levantó la vista. Empezaba a encontrarse algo cansado. Estaban planteándose demasiadas cosas, en demasiado poco tiempo, se estaba hablando del agotamiento energético, del fin de la civilización, de la seguridad, del presente y futuro de la humanidad… Eran demasiadas cosas, demasiado impactantes, demasiado martilleantes en su cerebro, menos a esta hora de la madrugada y con jet lag, demasiadas responsabilidades para una noche. Pero es que el hecho al que se estaban enfrentando… era trágico.
            -¿Sí?-preguntó Dupont.
            -¿No estamos orientando la cuestión desde un punto de vista desenfocado? Al fin y al cabo, éste es el único perpetuum mobile que ha estado funcionando de forma ininterrumpida desde sus comienzos. En cambio, otros muchos han empezado a funcionar hace poco, han tenido distintos tiempos, distintas evoluciones… El segundo perpetuum, o el tercero, o los que sean, fueron siendo intercambiados, sustituidos por otros… Es cierto que nadie se esmeró, desde arriba, en que cada perpetuum estuviera en el sitio correcto según su fecha de caducidad, pero sí es cierto que los que regulan los sistemas y servicios más importantes –defensa, sanidad, etc.-, van siendo sustituidos continuamente por otros mejores… ¡A los perpetuum no les da tiempo de gastarse, porque son intercambiados continuamente! La propia selección natural, como si de un ser vivo se tratase, ha hecho que, en los lugares claves, haya contribuido más de un perpetuum, con lo cual, el “agotamiento”, por decirlo así, de las máquinas, no ha sido tan sufrido como el de otros aparatos que han permanecido en su puesto, incólumes, durante siglos… como este de aquí -señaló al que se encontraba encima de la mesa-. Pensemos que, en líneas generales, ninguno de nosotros conoce ningún aparato que no haya sufrido varios intercambios de perpetuum… No me extrañaría nada que los más antiguos, ni siquiera anduviesen ya en circulación, salvo en los museos.
            -Eso no elimina el problema principal -dijo Dupont.
            El instante de calma que les había proporcionado Clark, se diluyó ahora con este nuevo desafío.
            -¿Y cuál es el problema principal?-se exasperó Hingsbury.
            -El que nos encontramos con que nuestro principal sistema de abastecimiento energético es limitado; algo que nunca habíamos tenido en cuenta.
            Los demás se miraron entre sí.
            -Pensadlo: el hombre tenía la tracción animal; luego, algunas máquinas, muy primitivas. Pero llegó el perpetuum... y ahí se acabó toda inventiva. No tenemos sistemas alternativos. No los hemos desarrollado.
            Ése era un buen detalle. Ahí todos los demás estuvieron de acuerdo.
            -Bueno, hay otros sistemas energéticos -dijo Müller-. Está el petróleo.
            -Sí, está el petróleo, querido amigo, pero, ¿cómo aprovecharlo? Se sabe, a nivel teórico, que el petróleo sería un perfecto combustible para motores de combustión… ¡si alguien se hubiera molestado en inventar los motores de combustión!
            -Es verdad –confesó de forma ingenua Clark, cuyo rostro empezaba a reflejar ya la desolación del momento.
            -Miradlo desde este punto de vista -indicó Dupont-. La ciencia avanza por los caminos que le marcan las necesidades humanas, y la tecnología. Desde que llegó el perpetuum, nos marcamos como meta el perfeccionarlo, nunca el diseñar estrategias alternativas. Energía solar, eólica, todo ello son posibilidades teóricas, que se han elucubrado en disciplinas como la filosofía, pero que nunca han sido puestas en marcha por las ciencias básicas… ¿Para qué?, nos preguntábamos. ¡Si tenemos el perpetuum...!
            Se hizo el silencio ante esta última afirmación.
            -Creíamos que teníamos en nuestras manos el fin de todos nuestros males: la piedra filosofal, la fuente de la eterna juventud… Y, sin embargo, nos hemos encontrado con que nuestra energía es limitada, agotable… Que nuestros perpetuum están fatídicamente destinados, si es verdad que la teoría de Stolzok no es perfecta, uno por uno, a detenerse…
            El ambiente en aquellos momentos no pudo ser más incómodo, ni más opresivo.
            -Pero -aclaró Müller, queriendo quitarle algo de dramatismo a la situación-, no hay por qué desesperarse… Todavía -dijo con un tembleque en la voz- podemos seguir fabricando más perpetuum…
            -¿Podemos de verdad, Müller?¿Seguro?-preguntó Dupont-. ¿Hasta cuándo? Tanto dependemos del perpetuum, que, para muchos de los procesos industriales de la fabricación de nuevos aparatos de este tipo, hemos aprovechado la energía que nos proporcionaban los anteriores modelos; y éstos para construir otros más avanzados… Y así indefinidamente. Pero, ¿hasta cuándo?¿Hasta cuándo podremos seguir?¿Quién nos dice, que en un momento determinado, crítico, en el día que vayamos a construir un nuevo perpetuum, no tengamos siquiera la maquinaria para elaborarlo, y por tanto, nos hayamos quedado literalmente sin recursos? Y entonces sí, claro, podríamos construir nuevos perpetuum... pero a la misma velocidad con que pudieron los monjes benedictinos con este aparato, que fue muy lenta. ¿Puede nuestra civilización actual soportar una disminución del ritmo de vida tan brutal, en tan poco tiempo? La colonización espacial y la superpoblación que hemos alcanzado ha sido posible gracias a este invento, significa toda su base de sustentación, ¿significa que todas las personas que se han establecidos en las colonias, tendrán que volver...?
            Los demás se rebulleron en sus asientos. Sólo Müller quiso aportar algo de esperanza al plomizo momento que ahora se les avecinaba.
            -Bueno, qué pesimistas os veo esta noche. Para el momento en que tengamos que plantearnos esas decisiones, ya habremos desarrollado otras fuentes de energía.
            -¿Estás seguro, Müller?-preguntó Clark preocupado-. Todo ese esfuerzo lo hubiéramos tenido que hacer en siglos. Ahora, tenemos que hacerlo a toda velocidad –cosa que no siempre es posible pedirle a la ciencia-, porque sabemos que tenemos un tiempo limitado… El problema, es que no sabemos cuánto.
            -¿Cuánto?-preguntó Dupont.
            -Eso, cuánto -se preguntaba Hingsbury.
            Y se miraron entre ellos.
            -Si no sabemos cuál es la causa del problema, nunca sabremos de cuánto tiempo disponemos -dijo Hingsbury.
            Clark contempló el aparato. En su rostro se había afincado aún más el aire desolado.
            -Quizás sea únicamente problema de este perpetuum. Quizás no afecte a los demás.
            -O quizás les va a pasar a todos lo mismo a la vez –propuso ácido Dupont.
            -Por Dios, ni se te ocurra -se horrorizó Hingsbury.
            -A ver, empecemos por el principio…
            -No tenemos principio ahora mismo, sólo vemos el final…
            Se contemplaron, angustiados entre sí.
            -No puedo creerlo -dijo Dupont-. Las más brillantes mentes científicas del momento, sintiéndose impotentes.           
            -Pero es que es como para sentirse impotente -se dejaba caer en el sillón Hingsbury-. Es un problema como el que nadie ha tenido, nos sobrepasa por todos lados.
            -Podríamos ponernos a revisar las ecuaciones de Stolzok -propuso Müller.
            -¿Con la de vueltas que les ha dado todo el mundo?-replicó despectivo Dupont-. Estoy seguro de que no encontraríamos nada.
            -¿Alguna vez ha ocurrido algo como esto?-preguntó Hingsbury, menos conocedor de la historia de la ciencia-. Quiero decir, alguna vez que un principio fundamental haya sido puesto en solfa.
            -Bueno...-meditó Dupont-. Hubo algo parecido, en la época en que se investigaban las radiaciones beta. En aquellos tiempos, descubrieron que, por muy exactas que se realizaran las mediciones, siempre había una parte de energía que se perdía. Eso contradecía la norma básica del principio de la conservación de la energía. ¡Imagínate cómo se lo plantearon, la energía ya no es permanente, ahora desaparece de la nada, rompiendo el principio más básico de todos los que han asentado la ciencia! Fue un hecho dramático para muchos científicos, algunos, asustados, propusieron que habría que resignarse y, frente a toda lógica, poner en la ecuación, en lugar de una equivalencia, un “menos o igual”...
            -Pero entonces –continuó la historia Müller-, un científico planteó que el principio tenía que estar bien. Y que lo que pasaba era que había una segunda partícula, que no podían detectar, y que ocupaba la cantidad equivalente a esa energía. Fue la primera vez que se predijo la existencia de una partícula, a nivel teórico. Luego se ha hecho muchas veces, pero aquella vez, fue bestial. El caso es que acertó: fue la demostración de que la ciencia, después de todo, puede ser una cuestión de fe, de ser capaz de creer que la teoría se encuentra por encima de todo.
            -Eso es lo que me preocupa -respondió Clark-. Porque lo peor de todo será la reacción del público. Y el público, que cree a pies juntillas en esta teoría como si fuera una religión, aunque no la comprendan, tendrá una respuesta... en fin... Si la nuestra está siendo bastante descorazonadora, no me quiero imaginar la del resto de la humanidad.
            Todos guardaron silencio.
            -Ésa es otra -inqurió Müller, tragando saliva-. ¿Qué hacemos?
            -¿Cuánto tiempo tenemos?
            Dupont contempló con cansancio su reloj.
            -Una hora escasa antes de que lleguen los empleados.
            -Joder, joder, maldita sea -blasfemó Hingsbury-. ¿Y qué les vamos a contar?
            -Todo -dijo Müller.
            -Nada -dijo Clark.
            -¿Todo?-gritó Hingsbury al alemán-. ¿Estás loco?
            -Eso fue lo que dijimos: explicarlo con una hipótesis factible. No hay hipótesis, o, si preferís, la hipótesis es que la teoría es incorrecta. Se lo presentamos así, y ya está. ¡Antes eras tú el que te ofendías cuando insinuábamos el retrasar la noticia!
            -Creo que los acontecimientos han modificado bastante mi manera de pensar, mi querido amigo… lo que no entiendo ahora es tu postura.
            -¿Y cómo lo hacemos, Müller?¿Envolvemos el regalito en paquete para regalo?-inquirió sarcástico Dupont.
            -¿Qué sugerís entonces?-preguntó Müller.
            -No decir nada -terció Clark-. Cerrar el museo, aludiendo obras, y llamar aquí a más científicos, a militares, a las autoridades competentes… Ver qué opinan los presidentes de la Confederación Mundial.
            -¿Y qué haremos si empiezan a aparecer perpetuums que se paran por todo el mundo?¿Vamos a vallar cada esquina?         
            -Müller, por Dios, contarlo todo así sin más no es una opción -atajó Hingsbury-. No lo entenderían, de la misma manera que no lo entendemos nosotros: sería el caos. Atracos, desorden… maldita sea, la gente confía sus vidas, cada día, a los perpetuum, hay obreros que trabajan a cientos de metros de altura sobre un aparato que, en teoría, no puede fallar. ¿Cómo les vas a decir tú ahora que se suban allí arriba?
            -Sería el fin de la civilización -dijo Clark.
            -Es, el fin de la civilización -Dupont estaba ahora mismo terriblemente pesimista.
            -Vamos, señores, no seamos así -quiso tranquilizar Müller-. El hombre inventó el perpetuum, y puede valerse sin él.
            -El hombre se ha acostumbrado demasiado al perpetuum -bostezó Clark.
            -¡Por Dios!, ¿no eras tú el optimista antes? No te pongas apocalíptico; en el caso de que pasara cualquier cosa, la gente se adaptaría.
            -Pídeles volver al siglo XVII, a ver qué te dicen.
            -Volverá todo -dijo Dupont-. Todos los males que existían antes del siglo XVIII, y que creíamos haber erradicado… el hambre, la pobreza…
            -Estallará una guerra -predijo Clark.
            -Vuelven los cuatro jinetes del Apocalipsis -ironizó Hingsbury.
            -Y lo peor -puntualizó Clark-: ¿quién se atreverá a ser el mensajero del Apocalipsis?
            -¿A qué te refieres?-preguntó Müller.
            -¿Qué te imaginas que hará la multitud aterrada cuando se entere?¿Contra quien cargarán las culpas?¿Te gusta eso de ser profesor universitario, de ser reconocido por tus compañeros? Cuando te presentes ante el mundo, tú, garante del conocimiento, intérprete de los designios de los dioses, con tan sólo unos balbuceos inconexos como toda teoría sobre lo que ha pasado, veremos cómo reacciona la gente. Creo que lo que pasará con nuestras casas, y en general, con todas las de los científicos prestigiosos que ahora disfrutan de todo el respecto intelectual, social y monetario que nos puede dar la sociedad, será escandaloso comparado con lo que aconteció en un día de revolución en la Bastilla...
            Todos se plantearon hacia dentro esa posibilidad: hasta ahora, no se les había ocurrido pensar que este hecho afectara tan directamente a sus propias vidas. ¿Qué puesto le aguarda a un científico que no sabe dar respuestas?
            -Estoy agotado… No puedo más -se hundía el francés.
            Hingsbury empezaba a contagiarse. Comenzaba a darse cuenta del lío en que se habían metido. La humanidad debería evolucionar sólo hacia un lado, sólo hacia delante, así estaba construido el mundo desde sus orígenes. ¿Sería posible volver a empezar?¿Era tan corto, o tan largo, el tiempo que les aguardaba antes del colapso de los perpetuum?¿Comenzarían a fallar desde mañana, uno a uno, progresivamente, o tardaría aún un siglo en detenerse el siguiente?¿Cuánto tiempo le quedaba a la humanidad?¿Reaccionaríamos correcta y ordenadamente, o nos mataríamos entre nosotros? Sólo el futuro podía decirlo… Hingsbury se sentía como Jesucrito en el huerto de los olivos, rezando porque apartaran de él este cáliz. No, definitivamente, y pese a toda su capacidad racional como científico, no podía asumirlo. De ser así el futuro, no quería vivirlo.
           
            De repente, llegó el guardia, que se encontró con cuatro hombres -hace unas cuantas horas serenos, activos, como científicos rigurosos, seguros de sí mismos, respetados por la comunidad científica-, que se encontraban, en estos momentos, completamente abatidos y apesadumbrados, con el mismo lamentable aspecto que presentarían en una mañana de resaca. El guardia iba acompañado por el hijo de Dupont.
            -¿Pero qué pasa?-preguntó Hingsbury, con muy malos modos-. ¿Todavía queda una hora, no?
            El guardia se detuvo, con el niño en la mano, que también se asustó ante el grito proferido.
            -Lo siento…-se disculpó el americano-. Lo siento muchísimo… Es que no he dormido apenas, y la cosa no va muy bien -señaló al perpetuum-, como usted puede comprobar. ¿Qué es lo que pasa?-terminó la frase cansado.
            El guardia reflejaba también un rostro grave, una mirada preocupada.
            -Se ha adelantado una chica… Una de las programadoras… Tiene que hacer cosas en el sistema de esta habitación… ¿Qué le digo?
            Hingsbury se pasó la mano por la cara. Oh, no, era el fin… Mientras tanto, el hijo de Dupont no hacía más que molestar alrededor de su padre, que balbuceaba unas palabras en francés para tratar de calmarlo. El niño, que tampoco había dormido mucho, estaba sin embargo pletórico.
            -¿Qué le das a tu hijo para dormir, Dupont?-preguntó Müller-. ¿Anfetaminas?
            Éste, visiblemente agotado, parecía casi hablar menos francés que su hijo, prácticamente se hallaba ya completamente escurrido en el sillón.            
            -Es muy activo. Demasiado activo. Su madre se queja precisamente de eso.
            El niño, sin embargo, dejó de prestarle atención a su padre. Algo, mucho más emocionante, captaba su interés unos centímetros por encima de él.    
            -Allí -decía el niño en francés, con una lengua de trapo que hizo que a duras penas le entendieran-. Allí.
            Müller sonrió.
            -Vaya; cree que el perpetuum es un juguete -se quiso reír.
Pero no lo hizo cuando contempló los ojos de Hingsbury.
            -Por Dios, James… Estás completamente lívido. ¿Qué te pasa?¿Has visto un fantasma?
            Y, entonces, todos ellos empalidecieron. Hingsbury se aproximó a la urna.
            -¡Allí, allí!-gritaba el niño.
            Hingsbury quitó el cristal.

            Los otros se encontraban tan sorprendidos, que no tuvieron tiempo de moverse.     -¡Allí, allí!-gritaba el niño.
            Hingsbury le miró, desde su altura, con gravedad, como consultándole el último gesto, como si fuera él quien le estuviera dirigiendo.
            -Déplace-ça! –chillaba cada vez más alborozado el niño-. Déplace-ça!
            Y entonces, con el rostro más impenetrable que jamás pudo alguno de los presentes contemplar, con un sentimiento de sorpresa, que les impidió moverse del sitio, Hingsbury depositó el dedo sobre el eje del péndulo, que llevaba sin ser tocado más de trescientos años, lo desplazó ligeramente hacia un lado…

            … y lo puso de nuevo en marcha.
           
            Los ojos se le salían a todo el mundo de las órbitas, contemplando el horror, la herejía, el sacrilegio que su compañero había cometido sobre un objeto que –todos lo sabían-, ya no era nada más que un simple péndulo, sin ninguna de las características de un perpetuum. El guardia era el que se hallaba más tembloroso. Los otros, lo estaban menos, simplemente, porque se encontraban petrificados. El hijo de Dupont, mientras tanto, pegaba saltos de alegría.
            -Ça se déplace! Ça se deplace!
            Y, de repente, y entre la consternación general, Hingsbury se empezó a reír, se desternillaba, como si estuviera loco.
            -¡Usted!-le gritó exultante al guardia.- ¡Saque el champán, y traiga cuatro copas!
            El guardia se quedó atónito. Éste volvió la vista hacia Dupont.

            El francés, tan sorprendido como los demás, comenzó, a pesar de todo, a esbozar una breve sonrisa. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
                       
            Clark, cuya flema británica parecía agrietarse por momentos, estuvo a punto de levantarse para preguntar por la monstruosidad que estaban haciendo… pero él también reflexionó, y se levantó con alegría.

            El rostro de Müller indicaba, a todas luces, una suprema felicidad.

            Todos, carentes de fuerza hace un momento, parecían ahora radiantes, hombres nuevos, como si hubieran vuelto a los veinte años. Hasta el guardia se contagió del estado de ánimo imperante, y asumió que, de una manera u otra, todo volvía a estar bien.
            -Propongo ahora un brindis -determinó Hingsbury, abrazándose sobre todo al guarda, y a Dupont, principales responsables, a partir de ahora, de vigilar que el perpetuum nunca dejara, aparentemente, de moverse; orientó entonces su copa en dirección al hijo de este último.
            -¡Por nuestros hijos!-proclamó-. ¡Porque tengan, a su vez, hijos tan listos, que le solucionen a sus padres todos sus problemas!
            Y todos brindaron, entre risas, elevando sus copas al cielo. Mientras tanto, Hingsbury, que contemplaba la máquina, de nuevo en acción, origen de todos los problemas, acariciaba el cabello del niño.
            -Más vale que se cumpla nuestro brindis -susurró entre dientes el americano-. Y buena suerte -se agachó y le susurró al niño en la oreja-… La vais a necesitar…


                                                            FIN



            Nota: este cuento, por supuesto, no tiene ninguna base científica. Empezando por el hecho de que el perpetuum mobile es físicamente imposible (como hemos mencionado antes, contradice la segunda ley de la temodinámica), y siguiendo por varias inconsistencias que probablemente se nos hayan colado en algún razonamiento científico y que se podrán detectar con tan sólo rascar un poco. Este cuento, en realidad, sólo quiere servir un poco a modo de reflexión sobre la ciencia, la sociedad, la forma en que construimos nuestro mundo.. y lo que nos puede pasar algún día, de forma, probablemente, no muy distinta.

            Por cierto, la historia sobre el inicio de la aviación, la negación por parte de Newton de la posibilidad de la misma, y el logro final del primer aeroplano, es real, y corresponde, como todos sabemos, a los hermanos Wright (aunque hubo mucho desarrollo, por parte de otros científicios, anterior y posteriormente al invento). En cuanto a la primera partícula subatómica postulada, la historia también es real. En nuestro mundo sin perpetuum, el mérito corresponde a Pauli.