lunes, 2 de diciembre de 2013

Las películas y la historia real de diciembre: "Si no nosotros, ¿quién?", y "Facción del Ejército Rojo"

Fueron dos películas que salieron con no demasiado tiempo de diferencia y que reflejan una cicatriz aún reciente de la historia de Alemania: el tiempo en que un grupo de jóvenes de tendencias izquierdistas, alrededor de los años 70, montaron un grupo que organizó acciones de "terrorismo" o "guerrilla urbana" -aquí los términos, como os figuraréis, depende de quién los enuncie- como medida de protesta para conseguir un mundo distinto al sistema capitalista y dominado por el imperialismo americano al que decían verse condenados. Este grupo (Fracción o Facción del Ejército Rojo, también llamado banda Baader-Meinhof) presenta un paralelismo con otros similares que aparecieron en toda Europa en estos años, tales como las Brigadas Rojas en Italia o los G.R.A.P.O. en España. Quizás la mejor manera de contar la historia de este grupo es narrarla a través de estas dos películas, las cuales, como observaréis, tratan el mismo tema desde ópticas radicalmente distintas. Esperando que sea verdad aquello que decía Ortega acerca de que la suma de todas las visiones individuales es también la perspectiva de Dios.

(Imagen extraída de la web www.labutaca.net)

La película "Si no nosotros, ¿quién?" empieza desde el principio. Tanto, que durante buena parte de la misma cuenta otra historia. La primera sección del film se centra especialmente en Bernward Vesper, hijo de un antiguo escritor protegido por el régimen nazi, y que vive obsesionado con limpiar la memoria de su padre. Para ello, removerá cielo y tierra con el objetivo de conseguir publicar de nuevo sus obras, creando una pequeña editorial que navegará entre la bancarrota y la necesidad de aliarse con la ultraderecha para seguir adelante. Durante esa travesía en el desierto, le acompaña Gudrun Ensslin (la actriz que la interpreta, por cierto, guarda un curioso parecido físico con la más que prometedora actriz y más que buena amiga Elena Cedillo, lo cual me hizo plantearme constantemente lo interesante que hubiera sido contemplarla a ella ocupando este papel), una buena estudiante de familia demócrata la cual, sin embargo, seducida por el ardor intelectual de Bernward, es capaz de descender a los infiernos de esta oscura obligación para con el pasado del muchacho, haciéndose su mayor defensora en la tormenta. Claro que la vida de la pareja no es idílica, y eso se debe en buena parte a las infidelidades de Bernward. Los celos parecen fuera de lugar en esta pareja tan moderna y avanzada intelectualmente de los años 70, pero Gudrun se va dando cuenta de que no puede soportar esa situación y tras caer primero en la tentación de creer de que, si ama a Bernward lo suficiente, éste sólo le amará a ella (cuántas mujeres habrán pensado lo mismo antes y después que esta chica), su ira y su desesperación van haciendo mayores hasta llegar a un punto de inflexión en que esta conflictiva asociación se enfrenta a una catarsis, tanto a nivel editorial (hasta Bernward empieza a dudar de la sacrosanta figura de su padre) como de pareja, con el traslado a Berlín y una relación que parece que empieza a estabilizarse. En la capital del país, sin embargo, comenzarán a entrar en contacto con la flor y nata de la intelectualidad alemana, y allí es cuando se plantearán un claro dilema: permanecer en la inacción ante un mundo que les está disgustando, o hacer algo para cambiarlo.
Fuera de algunos acontecimientos concretos -manifestaciones contra el sha de Persia reprimidas por la policía, el asesinato de un activista por parte de un anticomunista acérrimo, contactos esporádicos con otros movimientos sociales como los panteras negras-, tanto esta película como la otra que tratamos en este artículo insisten en la importancia que tuvo la guerra de Vietnam en la iniciación del movimiento. En un momento determinado, la película (que introduce fragmentos de vídeos de la época) enfoca a un piloto norteamericano contando alegre cómo el napalm va a hacer salir a los vietnamitas de su escondite. Para nosotros, que hemos visto las imágenes de niños desnudos con el cuerpo y las ropas quemados por el napalm, esta imagen, en principio tan tranquila y anodina, resulta por ello -precisamente por su aparente normalidad- tan escalofriante. Y no resulta difícil avanzar mentalmente en el tiempo hasta la época actual, las manifestaciones contra la guerra de Irak y -sobre todo- los dramas humanos por la crisis económica, para entender a estos muchachos y su deseo de cambiar el mundo, y pasar de los deseos a las acciones, dejando de dar vueltas a las palabras. Aquí, resulta fundamental la relación de Gudrun con Andreas Baader, un joven que ya ha coqueteado con delitos menores y que opina que la táctica de tratar de cambiar a la sociedad simplemente arrojando panfletos es una estupidez, y que es hora de pasar a acciones más contundentes. Gudrun se embarca en una pulsión política a la que pone tanta pasión como a la que demostró en su día apoyando a Bernward en la reivindicación de la memoria de su padre, y por ahí llega la rebelión al sistema, la tentación de cambiar el mundo y, en definitiva, la formación de un grupo terrorista que se dedicará al principio a producir desperfectos en compañías como grandes almacenes pero que luego, conforme crezca la escalada de enfrentamiento con jueces y policías, llegará a producir muertos: se trata de la Facción del Ejército Rojo, también llamada banda Baader-Meinhoff (en honor a Andreas Baader y Ulrike Meinhof, una periodista que posteriormente se unirá al grupo). Gudrun abandonará a Bernward y al hijo común de ambos, y Bernward, desbordado por los acontecimientos (la política le viene demasiado grande a un intelectual acostumbrado a lidiar con causas complejas, pero incapaz cuando se enfrenta a hechos que sobrepasan a los discursos) se consumirá en una progresiva locura acompañada con un cocktail explosivo de drogas. Es el contraste entre los intelectuales y los hombres de acción, entre los que se van y los que atrás quedan: es el final de la historia de Bernward, y el comienzo de la de Gudrun.


La película "Facción del Ejército Rojo" empieza más o menos donde termina la anterior, pero lo hace en un tono completamente distinto. La personalidad de los protagonistas aparece mucho más desdibujada; mientras en "Si no nosotros, ¿quién?", los actos de los personajes se presentan como la consecuencia lógica de sus inquietudes e impulsos, en "Facción del Ejército Rojo", todo tiene un aire más estereotipado, y los miembros de la banda terrorista expresan las estandarizadas frases de un comando guerrero que se deja llevar por su ideología. Por otro lado, al mismo tiempo, tanto el entorno del grupo como sus acciones parecen investidos de un halo similar al de las estrellas de rock, con imitadores, seguidores, y un comportamiento rebelde que parece que va más allá de sus inclinaciones políticas. Sea más realista la versión de un film u otro, esta obra en particular insiste en las relaciones entre un gran número de movimientos de la época que abrazaban causas anti-sistema, anti-imperialistas o anti-americanas: desde los palestinos en protesta por la ocupación israelí, hasta los grupos imitadores que siguen el ejemplo de Andreas Baader y Gudrun Ensslin, pasando por las operaciones de los grupúsculos originales para robar bancos de cara a financiarse. En realidad, es en su relación con estas organizaciones periféricas donde se observan algunas de las contradicciones más flagrantes del movimiento: desde lo difícil que es combinar -a pesar de los teóricos objetivos comunes- a un grupo árabe de carácter islamista con una banda de urbanitas universitarios partidarios del amor libre, hasta el hecho de que buena parte de las reivindicaciones de la R.A.F. acaban más relacionadas con la liberación de presos y partidarios que con el supuesto cambio del sistema que pretenden conquistar. La película también da una idea de la incertidumbre que sacudió a la sociedad alemana debido a los atentados (en un momento determinado, con reproches al nazismo y a la sumisión frente a los norteamericanos, parece que dos generaciones, la de los ancianos y la de los jóvenes, se encuentran irremisiblemente enfrentadas; incluso una estudiante colabora con el grupo para secuestrar a un juez que se trata de su propio tutor), dando buena cuenta además de la complejidad del enfrentamiento, en particular a través de la figura del policía (un siempre versátil Bruno Ganz), que no trata sólo de enfrentarse al grupo, sino de comprenderlo, de ser consciente de que la transformación social y política que reclaman -incluyendo el fin de la guerra de Vietnam- es necesaria, pese a que no le convezcan sus métodos. La película también sigue en primera línea el final del grupo, arrestado, implicado en labores de protesta desde la cárcel (huelgas de hambre, etc), y, en última instancia, mostrando el final de sus miembros: primero Ulrike Meinhof (en la película, se deja entrever que esta periodista e intelectual, la cual siempre se sintió poco a gusto en el papel de ejecutora, acaba suicidándose por desavenencias con el grupo), y después todos los demás. Ante este suicidio, hay que poner en contexto histórico que todavía no está muy claro si éste fue tal: proclamado por algunos como acción reivindicativa, y reprochado por otros como un acto de cobardía, la única superviviente del grupo declaró que en realidad se trató de una ejecución extrajudicial por parte de la policía alemana, cosa tampoco muy difícil de creer porque en aquellos tiempos la policía no era demasiado amiga (os dejo para vosotros considerar si lo es ahora) de la corrección política. La polémica, en ese sentido, sigue servida.

Una de las razones por las que me llaman la atención estas dos películas es porque hablan acerca de un concepto que todos los jóvenes se han planteado alguna vez, y es de cómo cambiar la sociedad en la que viven y evitar las injusticias del mundo. En aquella época, tanto alemanes como integrantes de otros países pensaron que la violencia era la única vía, pero se encontraron con una sociedad que les ignoró y les consideró como a criminales. Más allá de juzgar a estos personajes, y si lo que hacían era realmente por ansia de salvar el mundo o por rebeldía o deseo de notoriedad, caben establecerse ciertos paralelismos con la época actual. Hay una frase que Gudrun proclama en "Si no nosotros, ¿quién?", que reza: "Ahora, el fascismo domina España y Grecia [en aquella época, bajo dictaduras militares]; luego, serán Italia y Alemania". Hoy en día es verdad que no tenemos dictaduras nominales en nuestro entorno, pero parece que la Historia, en muchos sentidos, le ha dado más que quitado la razón a los miembros del grupo: los movimientos fascistas campan por doquier, encontrándose partidos políticos de este signo con sólida representación en los parlamentos de numerosos países de nuestro entorno, así como actitudes antidemocráticas en muchos de los gobiernos occidentales. Europa se encuentra en una situación crítica gracias al crecimiento incontrolado del capitalismo y, en respuesta a este problema, de manera paradójica, se aprovecha para recortar derechos y promover una mayor desigualdad entre ricos y pobres. Si estuvieran vivos, los miembros de la banda Baader-Meinhof nos diría que ha ocurrido justamente lo que ellos predecían: es decir, que la pasividad de las clases proletarias ha hecho que "los dueños del mundo" acabaran ganándonos la partida. Incluso algunas de las ideas aparentemente más peregrinas de los miembros de la banda (tratar de concienciar no a la sociedad general adormecida, sino -en una especie de doctrina propia del archienemigo de Batman, el desquiciadísimo Joker- a los miembros excluidos del orden social, como criminales o locos) no parece tan disparatada cuando vemos a cada vez más personas rechazadas por el sistema en forma de desahucios, gente que se ve obligada a saltarse la ley para sobrevivir, o un aumento de los trastornos psicológicos provocados por la crisis. Así que sopesados los planteamientos teóricos, quizás ahora nos deberíamos ocupar de los métodos.

Una de las cosas que le reprochan a Gudrun en la película es que parece que su forma de hacer las cosas no está funcionando, y no han conseguido movilizar a la gente que dicen pretender ayudar. Quitando de lado las razones para este hecho (mucho se ha discutido sobre por qué la sociedad permaneció callada antes de la crisis y sigue haciéndolo ahora), uno de los personajes de "Si no nosotros, ¿quién?", habla del valor de encontrarse dentro del sistema e intentar modificarlo desde dentro, de la importancia de los "pequeños cambios" que podemos de manera callada obrar. También sería posible hablar del recurso de la no-violencia, ése que practicaron Luther King o Gandhi y que Nelson Mandela creyó más útil que la resistencia armada si se pretendía llegar a triunfar en el largo plazo. En ese sentido, puede muy bien argumentarse que -además de los terribles efectos colaterales y de la cuestión siempre paradójica de promover la paz con guerra- hay métodos mejores para este tipo de propósitos que la violencia.

No obstante, muchas de estas explicaciones, aparentemente tan bien articuladas y tan lógicas, se han hecho añicos con la crisis. ¿Desde hace cuánto no vemos alguien que sea capaz de cambiar un partido o una institución desde dentro, sino ser fagocitado o convertirse en un componente más del sistema?¿Acaso las manifestaciones no violentas están consiguiendo que mejore algo, o lo que ha ocurrido es que de tanto verlas -tanto nosotros como los políticos-, hemos aprendido a ignorar cualquier tipo de reclamación? Muchos declaran hallarse impotentes, atados de pies y manos ante el sistema actual, el cual parece tan complejo e inmovilizante que asemeja imposible cambiarlo, y declaran que sería preferente una vuelco estilo Revolución Francesa que lo alterase todo, pero claro, ¿quién quiere arriesgarse a volver a sufrir a los Robespierre, a los Danton, a los Napoleón? Ninguna de las opciones (no-violencia, resistencia desde nuestros puestos, revolución violenta) parece válida. ¿Qué hacemos entonces, salvo contemplar el sufrimiento de brazos cruzados?

Muchos acontecimientos y actitudes de aquella época son semejantes a la nuestra. La lucha entre generaciones (la que clama contra los bancos y la que tiene fondos de pensiones en uno); la fragmentación de la sociedad (se ha dicho que el problema no es que seamos el 99%, sino el 1+1+1...); la presencia de tantos actores distintos y tan monolíticos que resulta muy costoso realizar cualquier cambio, más que dejarse llevar por una especie de barco a la deriva en forma de darwinismo; la visión de que suceden acciones terribles en el mundo -ya sea Vietnam o Irak; decía Umberto Eco que no volvería a ocurrir que se produjera una guerra sin permiso de la gente porque ésta no lo permitiría; que la sociedad civil resistiría; ya vemos lo equivocado que estaba- que se transforman inexorablemente en sucesos que no podemos parar, o sobre los que no podemos decidir. Al hablar sobre estos temas, estamos planteándonos una pregunta -qué hacer cuando crees que es necesario obrar un cambio- ante la que no tenemos respuesta, ante la cual no podemos proponer una, porque, precisamente, toda la humanidad la está buscando. Algunos nos dirá que hacen falta soluciones lentas, como un partido político (ahí tenemos a Syriza en Grecia, la cual, sin embargo, parece que nunca es suficiente), y otros opinan que simplemente el mundo evolucionará hacia otro lado hasta alcanzar un nuevo equilibrio, aunque no puede cuantificarse del todo cuál es el precio que se pagará en víctimas hasta que ese estado de la balanza se alcance. Aprender acerca de la Facción del Ejército Rojo (no colocándola precisamente como ejemplo, sino como una ilustración práctica de lo que puede ocurrir si se opta por determinadas vías) nos sirve para darnos cuenta de cómo, cuarenta años después, seguimos sin encontrar respuestas claras. Y sin embargo, ahora más que nunca nos hacen falta. Nos estamos jugando la vida en ello. La cuestión es siempre: hay que hacer algo. Y la pregunta no es en estos momentos, "si no nosotros, ¿quién?", sino, "¿qué cosa concreta podemos hacer?". La respuesta, quizás, al otro lado de la pantalla.

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