martes, 15 de abril de 2014

El relato de abril: "El personaje olvidado"

Un relato sin ninguna base real, escrito únicamente a modo de ficción. Sin plantear plausibilidad alguna ni pretender que os lo toméis demasiado en serio. Que lo disfrutéis.

                                                         El personaje olvidado

           

            <<A la hora de relatar esta crónica, siento una gran congoja en mi interior. Lo hago porque sé cuál es la importancia de esta historia, y cuáles las posibilidades de que este documento altere totalmente la percepción que muchos hombres y mujeres tienen de un hecho que, aún ocurrido antes de que ellos nacieran, en muchos casos, ya forma parte indiscutible de sus propias vidas. No obstante, me veo en la obligación de escribir estas líneas, las cuales, sin embargo, no sé si alguna vez verán la luz. En todo caso, he de ponerme ya a redactarlas. Si no lo hago ahora, probablemente no me atreva a hacerlo jamás.

            Esta historia describe parte de aquellos hechos acontecidos en un rincón del mundo que, sin embargo, ha querido capitalizar buena parte de la historia a fuerza, entre otras cosas, de que sus habitantes se muelan a golpes los unos contra los otros: la región que denominamos Palestina. Los acontecimientos transcurren en una fecha para muchos conocida: el año 33 después del nacimiento de Cristo, más o menos. Sí, Cristo; pues es él de quien estamos hablando. O, sobre todo, de un personaje: del más desconocido, y olvidado, de todos aquellos días. Aquél a quien llamaban José de Arimatea.

            ¿Qué sabemos de él? Poco, por no decir nada. Se dice que era un judío acomodado, devoto de la religión (apenas religión puede llamarse, pues todavía no se había salido demasiado de la vertiente judía original de la que provenía) que predicaba Jesús, pero que lo mantenía en secreto, por temor a las autoridades. José de Arimatea, sin embargo, al ver condenado a su secreto líder, a Jesús, surge de la oscuridad, da un paso adelante, y le pide a Poncio Pilatos permiso para enterrar a su inconfesable héroe en un pequeño sepulcro de su propiedad. La historia nos muestra a José de Arimatea como el hombre que, atemorizado al principio, se atreve a reconocer su fe y a dar la cara por Jesús en un tiempo en el que Pedro reniega de él, y la mayor parte de los apóstoles le han abandonado. El pusilánime con el que los apóstoles no querrían juntarse, y que ahora los aventaja a todos ellos; el hombre ante el cual, a pesar de su desprecio, han de postrarse a causa del favor que le otorga a su maestro. No por regalar un sepulcro que le sobraba (qué mérito tiene, pensarán los discípulos que malviven en la miseria), sino por demostrar un valor que a ellos les faltó. A él, que cargaba encima con la vergüenza de ser rico –pues ya lo dijo Jesús, es más fácil para una gruesa maroma* pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de los cielos-, ahora puede mirar por encima del hombro a todos aquellos que le menospreciaban con el gesto, y le miraban por encima del hombro, y esto hace que sea doblemente odiado, incluso por aquellos que cargan la cruz con él cuando descuelgan al Cristo y lo llevan al ya mencionado sepulcro. Ésta, como decimos, es la historia oficial: pero recordemos que ésta no siempre se corresponde con la realidad.

            José de Arimatea, a pesar de la deformación que ha sufrido posteriormente en la Historia, que le ha moldeado según correspondía no a la realidad que fue, sino a la que conviene en estos momentos que sea, era un colaboracionista: trabajaba codo con codo con los romanos, y era uno de los más prósperos mercaderes en el comercio con éstos. Era pues, un renegado, y así lo consideraba la resistencia judía que se oponía a la dominación romana, y que clamaba constantemente por vencerla, en numerosísimas facciones y grupos armados que organizaban revueltas y levantamientos populares. Todos estos hombres, entre los que se incluirían, más adelante, los Macabeos, y otros muchos nacionalistas judíos, no conseguirían, sin embargo, más que mucha sangre derramada y sus propias vidas destruidas, porque no era entonces cuando le tocaba caer al Imperio Romano, sino muchos años más tarde. Pero eso todavía no lo sabían ellos, que se empecinaban en una disputa inútil contra un muro que siempre les rechazaría, sin poderse derribar. Es lo que tiene la imposibilidad de leer el futuro, nos conduce a una gran cantidad de esfuerzo derrochado para un acontecer que nos es incierto. ¿Hubieran combatido los Macabeos, y otros grupos afines, si hubieran sabido que su único destino era la muerte, sin por ello conseguir liberar a Israel?¿No añorarían, incluso (si fueran conscientes de lo que iba a ocurrir con su tierra) la dominación romana, en lugar de lo que vendría después? Quién sabe: a lo mejor hubieran luchado de todas maneras. Es una propiedad de las revoluciones, que no se hacen nunca por la causa por la que dicen hacerse, sino por los revolucionarios: su misma presencia exalta a la rebelión, por una causa justa o injusta, eso es lo de menos. Tal vez hasta bajo esas condiciones hubieran aceptado el reto, incluso asumiendo que su destino era perder. Tal vez, incluso, así lo hubieran disfrutado más.

            Siento que la historia me lanza mensajes entremezclados con mi relato: noto que, entre los párrafos que yo escribo, hay divagaciones interpuestas que no son las mías, sino dictadas por otro. Pero en fin, no me entretendré en esto: bastante retraso estoy teniendo ya escribiendo estas líneas, y pronto he de volver a mis obligaciones.

            José, por tanto, era un hombre en buena posición, capaz de contemplar, desde la distancia, el avance que la doctrina de Jesús estaba logrando entre las clases más humildes. Normal. Una religión que proclama que, a pesar de nuestra innoble existencia sobre la Tierra, encontraremos en los cielos una opción de felicidad, siempre y cuando permanezcamos como personas pacíficas y piadosas durante este breve valle de lágrimas; que presta poca atención a ricos y a fariseos, pero sí al hombre corriente de la calle; que les dice a los publicanos y pecadores que es de ellos de quienes más preocupado está Dios. Las religiones son una compraventa: se ofrece algo, y la gente lo adquiere, o no, en tanto satisface y complace su gusto. El entonces recién nacido cristianismo tenía muy buenos activos con los que comerciar, y así lo sabían tanto las autoridades judías, preocupadas por el ascenso de ese desconocido, Jesús -ese hombre que no había requerido años de estudios ni necesitaba un poderoso mecenas que le respaldas-, como por los romanos, a quien ningún cambio, incluso aunque aparentemente insignificante y ajeno a la política, podía sentarles bien. Pese a que los poderes religiosos judíos clamaban por la cabeza del Mesías (el trigésimo segundo en los últimos tiempos), los romanos no parecían inquietarse demasiado por la suerte de un hombre que consideraba concordante con su doctrina pagarle los tributos al César (“al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”). Sólo José de Arimatea comprendió la preocupación de los judíos. Sólo él, sin embargo, pudo vislumbrar, desde la perspectiva que le daban sus conocimientos, y su amplitud de miras, las oportunidades que se le ofrecían a los romanos bajo la aparentemente nimia figura de Jesús.

            Al fin y al cabo, pensemos que José de Arimatea era un comerciante, y como tal, las revueltas de judíos, secesionistas y demás revoltosos, le interferían en sus negocios en la misma medida que una plaga de langostas. No era extraño, por tanto, que viera en esta nueva orientación religiosa una forma de librarse de estas continuas luchas que, intermitentemente, entorpecían la industria y el comercio, sin que él ni nadie pudieran hacer nada para evitarlo. Los romanos, en su táctica del yunque y el martillo, versados en La Guerra de las Galias, las tres guerras púnicas, y manuales militares al uso, se negaban a contemplar ninguna otra solución que no pasase por la completa sumisión de los judíos al omnímodo poderío de Roma. No obstante (pensaba José, el de Arimatea), tal vez haya alguna solución más sutil y, desde luego, más eficaz. Al fin y al cabo, una piedra no puede pasar a través de un pequeño agujero; pero el agua, líquido elemento, sí que es capaz.

            José de Arimatea razonó así: tenemos por un lado el judaísmo, religión que lleva los cuatro mil años que ha subsistido en el mundo blasfemando contra los dominadores extranjeros que han pasado por su historia, los cuales han sido muchos. Poseedora de un dios vengativo y perverso que no se toma a broma a quienes atacan a su pueblo. Los egipcios, asolados por siete plagas; los filisteos, masacrados por Sansón. Sólo Ciro, que liberó al pueblo de Israel, sale bien parado en la Biblia. No es un colectivo, sin duda, muy respetuoso con sus señores: al menos, según su religión actual. Esto no puede ser bueno para los romanos. Y, por tanto (piensa José), no para mí.

            Pero pensemos en el cristianismo: éste es distinto. Pese a los arrebatos ocasionales de Jesús –escasos, sin duda, comparados con la ferocidad de sus contemporáneos-, es una religión, en general, que predica la paz. Que no tiene tanto en cuenta el poder político presente, sino, más bien, los futuros bienes en el reino de los cielos. Que no ha levantado, de momento, la mano contra los romanos, y que no ha cedido a las provocaciones que estos continuamente presentan. A José se le pudo haber pasado por la cabeza que Jesús creía en lo que decía, que era en sí mismo un hombre pacífico; pero José era por natural pragmático, y creía poco en idealismos. Más bien, pensaba que Jesús era un buen estratega, un hábil encantador de serpientes, y que sabía que ninguna religión que se opusiera al Imperio Romano podría durar mucho tiempo, y menos aún su líder. Era un tipo listo, sin duda; eso había que tenerlo en cuenta.

            Pero una religión así era justamente lo que le convenía a este pueblo, siempre insatisfecho y desobediente; un poco de serenidad y de agua fría en esta tempestad de almas y armas, hierro y fuego. Un pueblo que cree que lo importante no es esta vida, sino la siguiente, no pensará en desaprovechar este efímero lapso que nos ha sido otorgado para maltratar a los romanos; menos aún si la violencia para batallarlos se halla en contradicción con los actos que habrán de conducirles al paraíso celestial. Era, por tanto, una oportunidad preciosa para todo aquel que quisiera apaciguar los ánimos de tan osado e indómito pueblo. El único problema, sin embargo, era conseguir que esas tercas mulas, también denominados israelitas, consintieran en imponer el mensaje de Jesús sobre todos sus antiguos prejuicios, supersticiones y creencias. ¿Cómo se podría conseguir esto?

            José de Arimatea era un hombre astuto: recordaba el ejemplo de Sansón, que murió bajo los escombros de su particular coliseo para aplastar a los filisteos; o el de Moisés, que no pudo entrar en la tierra prometida para así poder acercar a su pueblo los confines de ésta; no se le pasaba por alto el impactante efecto de imagen que tuvo el cuerpo ensangrentado de César ante los romanos, para conseguir que éstos le considerasen como a un dios, y que apoyasen a aquellos que dijeron defender su memoria. El martirio tiene un efecto llamada para nada despreciable, y sirve de vehículo para cualquier mensaje que queremos difundir entre la ferviente marea, crédula de profetas y ansiosa devoradora de héroes. La muerte –o, mejor dicho, el sacrificio- de Jesús, por tanto, podía servir de majestuosa ocasión para conseguir que a los aún escépticos hebreos les entrasen por fin las enseñanzas de Jesús en su obstinada cabeza: y así se lo comunicó el mercader de Arimatea a los romanos.

            A éstos, en un principio, les sonó extraña esta estrategia, pese a los sólidos argumentos que empleó José para convencerles de sus beneficios, así como el profundo conocimiento que demostró acerca de las enseñanzas de Jesús (esto lo justificó como parte de su investigación para conocer los entresijos del mensaje de este último, aunque a los romanos no les satisfizo mucho esta explicación, de parte de alguien que se había imbuido demasiado de una doctrina que aún no sabían si era del todo inofensiva). No obstante sus dudas y desconfianzas, a los romanos ni les iba ni les venía demasiado la cuestión de Jesús. Y, al fin y al cabo, si la idea prosperaba, podrían encontrar, tal vez, un poco de paz y sosiego en estas tierras. Y si no prosperaba, en todo caso, se habrían librado del molesto culto a un hombre que podía ser potencialmente peligroso. Con lo cual, no había mucho que perder, y sí bastante que ganar.

            Se decidió, entonces, que visto que Jesús se acercaba a Jerusalén, después de un largo periplo, con motivo de la Pascua judía, se aprovecharía este momento para hacerle preso, y sería entonces cuando se haría público un juicio que no tendría de éste sino la más somero apariencia. Pilatos decidiría que no quería mojarse demasiado en este asunto, y, a pesar de firmar la condena, le cedería toda responsabilidad a las autoridades del Sanedrín; de esta manera, Roma no se colocaría como el artífice de la agresión, sino que dejaría ese carga, para bien o para mal, en manos de los judíos, quienes serían los posibles perjudicados de la ira de los seguidores de Cristo (en el caso, como decimos, de que tuviera lugar una conversión en masa ante el martirio; como se vio posteriormente, esto no fue en realidad así –oh, planes maestros, que nunca salís como estáis previstos-, y los discípulos de Jesús tuvieron que esconderse durante largas temporadas antes de salir a predicar por los caminos). Los romanos, en cambio, tendrían poco que perder ante un sacrificio que no era suyo, y ante unas hordas a las que tanto se les había recalcado la importancia de la no violencia.

            El plan se preparó con sumo cuidado, y ya estaban casi todos los cabos atados. No obstante, hubo un problema. El primer día que Jesús llega a la ciudad, asalta el templo, lo proclama una cueva de ladrones. Mal presagio. No parece muy pacífico el Mesías que esta gente predica, pues. En todo caso, más razones todavía para eliminarlo. José de Arimatea, sin embargo, llama a la calma entre sus aliados: cree que, al principio, los seguidores de Jesús estarán asustados por lo que le ha ocurrido a este último, temerán por sus propias vidas, y no reaccionarán, apaciguando cualquier conato de violencia. Será poco a poco cuando comiencen a dejar que la lección del martirio penetre en sus corazones, y se armen de valor. Unos pocos al principio, después algunos más, comenzarán a predicar de nuevo, y de esta forma finalmente se extenderá el mensaje de amor y paz por estas tierras. O al menos, eso espera José, a quien los romanos le empiezan a considerar como un temerario, como muy poco, o como un doble agente, si nos ponemos capciosos.

            En todo caso, ya era un hecho: la influencia de Jesús era demasiado fuerte como para no ser tenida en cuenta. Los romanos, por tanto, decidieron seguir con el mismo plan que tenían trazado. Encontraron pronto un hombre que les revelara el paradero de Jesús en el momento adecuado para prenderle. Se trataba de Judas Iscariote, uno de los seguidores -¿apóstoles, les llamaban?- de Jesús, el cual le traicionaba, Dios sabía por qué, estos judíos, tan fanáticos para unas cosas, tan volubles para otras. Acaso se podrá amar una religión, pero no a un hombre, acaso no es lo mismo Dios que un amigo, acaso hay un momento para el altruismo, y otro para las bajas pasiones. O tal vez tenían cierta razón esos rumores acerca de los celos que sentía Judas del poder de Jesús, de su capacidad de convicción, o ciertas desavenencias en cuanto a la doctrina (pues bien sabemos que todo seguidor, en cuanto se siente traicionado por su maestro, cuando siente que éste se contradice una sola vez –como hizo Jesús al aceptar que le limpiasen con aceite y ungüentos, a pesar de la oposición de Judas-, se convierte, como un adolescente de fulminantes veredictos, en todo o nada, amor y muerte, en su más afamado detractor, y en su más formidable enemigo); tal vez, incluso, eran ciertas las habladurías acerca de los celos por el amor de cierta mujer que acompañaba a Jesús a sus viajes, y que se decía era prostituta, o la mujer de Jesús, o sabe Dios qué realmente, y que Judas ambicionaba (o tal vez no: quizás, de lo que estuviera celoso, era de las discretas miradas que Jesús recibía, de reojo, por parte de Juan, el discípulo amado, amado quién sabe, tal vez, por alguien más). En todo caso, Judas era el traidor, y le iban a pagar por ello treinta monedas de plata. Esperaban que la información que fuera a aportarles valiese tal suma.

            A partir de entonces, tiene lugar la historia que todos conocemos: la Última Cena, Jesús diciéndole a sus discípulos que uno de ellos les traicionará, el rezo en el Huerto de los Olivos, el beso de Judas, el juicio ante Pilatos, condena, crucifixión y muerte. Pero hay que hacer unas cuantas precisiones.

            Y, en primer lugar, concentrarnos ante el momento en que unos cuantos buenos samaritanos, la mayor parte amigos de Jesús, deciden descolgarle de la cruz y llevarle al sepulcro. Una vez lo hacen, se marchan, y allí se queda, en los aledaños, un pequeño destacamento del ejército romano que ha vigilado estrechamente el cumplimiento de la idea original de José de Arimatea acerca de ofrecer una digna tumba a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, donde pudiera ser venerado en los años venideros. O, al menos, esa era la idea de José.

            No obstante, un hombre, de tez morena y barba oscura, le susurra unas palabras al oído al jefe del destacamento: un oficial romano de no demasiado rango, castigado, seguramente por su desobediencia, a servir en la inhóspita Judea. La proposición de este hombre es extraña, le suena a tomadura de pelo al soldado latino, pero, teniendo en cuenta el curso de los acontecimientos, y el motivo principal de esta obra que han escenificado, no parece tan incoherente. El hombre, el auténtico cerebro de la operación en estos últimos tramos, le dice que Jesús no será nada si los judíos creen que los romanos le han conseguido dar muerte. Que, a un pueblo como el judío, que ha escenificado cada victoria de su Dios, a lo largo de cuatro mil años, como una catástrofe vengadora, o una matanza sin fin, que su líder caiga muerto no hará sino desalentar su ilusión: así pues, parece que la acción no puede arreglarse, que el plan ha fallado, y que la acción de Poncio Pilatos, su jefe, no ha servido para nada. No obstante, hay una solución, que bien podría ganarle al oficial romano un ascenso: la resurrección, única prueba de conexión con lo divino, practicada ya por Jesús en alguna ocasión anterior, y además muy propia de él, profeta del Altísimo. Es, pues, razona la propuesta, esta última ideación la que puede llevar a buen fin el plan original del Imperio: un mártir, que ha conseguido vencer a sus enemigos no a través del azufre y del fuego destructor, sino de la resurrección de la carne, la que nos espera a todos después de esta cruel y atormentada vida en la tierra... si somos pacíficos. Además, le insinuó, no les sería excesivamente complicado convencer a sus seguidores de que Cristo había resucitado: después de todo, los apóstoles, sus apóstoles, huyeron como ratas, dejando solo a quien decían acudir a defender; las mujeres, en el último momento, fueron apartadas de la cruz por los romanos; muy fácilmente podría haber sido descendido el cuerpo de Jesús, y comido por los perros, y nadie se hubiera dado cuenta. Y por eso sin duda a los discípulos, con el estigma de culpabilidad aún marcado en el alma, les resultaría sencillo creer (tan ansiados estaban de hacerlo) que su líder no había muerto, que había ido a un lugar mejor, que incluso -¡hasta tal punto llegamos a creernos las propias mentiras que nos inventamos!- si había fallecidos, lo había hecho con el objetivo de salvarnos a nosotros y a nuestra ultraterrena vida. Así pues al oficial, joven aún, y sin embargo harto de tantas decepciones en la vida, agotado de tantas puñaladas traperas en el camino del ascenso, tarde, muy tarde ya, deseando llegar a casa y pagar a una prostituta, tal vez a esa Magdalena, para que le hiciese un favor, pensó, “¿por qué no?”, y que, con un poco de suerte, tras ejecutar una acción que revelaba iniciativa, podría ser por sus superiores recompensado. No estaría mal para terminar el día. Así que, lacónicamente, accedió a las peticiones del hombre, desenterró en la noche cerrada el cuerpo de Jesús, y lo sepultaron, sin más adornos, en un hueco que excavaron en la dura y árida tierra del desierto israelí. Allí ha de seguir, si nadie lo ha encontrado desde entonces, o si un can no ha hecho presa del botín. Mientras tanto, el oficial romano no sabía que él, desde su insignificancia absoluta, había tomado la decisión más trascendente de todos los tiempos, la que haría que el cristianismo se convirtiera en algo mucho mayor de lo que nadie había imaginado. Fue él, a pesar de que la idea no fue suya, quien estaba al mando en ese momento, y quien pudo bien haber rechazado, bien haber olvidado, la propuesta que aquel hombre le hizo. Pero ese hombre normal, nimio, sin apenas conocimiento de lo que hacía, más hastiado que otra cosa, fue el que finalmente dijo sí. Y de ese modo alteró la Historia. Seguramente, muchos otros grandes acontecimientos se han visto determinados por este tipo de azares, por sujetos anónimos que, por la suerte del destino, han acumulado un poder que ni siquiera ellos han soñado. El oficial romano, probablemente, nunca llegó a saber del todo lo que se fraguó aquella noche: creo que murió en una pelea a raíz de una partida de dados.

            No obstante, para entender completamente esta historia, hay que remontarse más atrás. Al momento en que Jesús, traicionado por Judas, abandonado por todos, se enfrenta a Poncio Pilatos. O incluso un poco más atrás, cuando Poncio va a verle antes de efectuarse esa farsa de juicio que se relata en los evangelios. En aquel momento, Jesús, conocidos los cargos, sabedor de su situación, no se deja intimidar: piensa que si todo el poder que él ha demostrado atesorar en su oratoria le ha servido para llegar hasta aquí, también habrá de ser bueno para sacarle de ésta. Piensa que tiene la capacidad de convencer a los romanos de que hay opciones más útiles que matarle. Y así se lo comunica a Poncio Pilatos: al fin y al cabo, Jesús es un hombre de masas, un comunicador, que ha conseguido orientar al pueblo judío –o, al menos, a buena parte de él- hacia una dirección que le es conveniente a Roma. Por qué no, entonces, incluso después de su muerte, va a hacer lo mismo, esta vez desde la sombra. O, tal vez, les cuchicheó, podéis matar a cualquiera, y nadie se dará excesivamente cuenta; pero si se matáis a mí, perdéis un muy poderoso aliado. Y, a Poncio Pilatos, que no se lavó las manos, aquel argumento le convenció.

            Así pues, no fue Jesús el que murió en la cruz aquel día. Se dispuso, en cambio, que él dirigiera los últimos retoques de la ¿comedia?, ¿tragedia? que habían montado alrededor de la muerte del nazareno. Él sería, por tanto, el que acompañase a los romanos en la observación del enterramiento del falso Jesús. Él constituiría, a partir de entonces, el cerebro del asunto.

            Todo, por tanto, constituyó un paripé. El encuentro con Poncio Pilato, la escena de Barrabás... En realidad, no fue Jesús quien estuvo presente en todos aquellos acontecimientos, tampoco en la cruz, tampoco en el sepulcro, sino supervisando hábilmente las operaciones. Al principio los romanos vieron un problema en este hecho, pues se daban cuenta que entre la multitud que asistía a la crucifixión había muchos seguidores de Jesús, y pensaban que ellos reconocerían claramente al impostor. No obstante, fue el propio Jesús quien arguyó que un rostro magullado por la tortura, bien puede ser indistinguible de otro, más de lejos, tras horas de suplicio y dolor, y teniendo en cuenta que ambos eran judíos, de tez morena y barba oscura. Ni siquiera la propia madre de Jesús, que no esperaba sorpresa alguna con respecto a quién se hallaba inmerso en el suplicio, se plantearía la duda acerca de si se trataba del auténtico; tal vez se les pasara por la cabeza la idea, pero la desecharían, le echarían la culpa a la infamia del maltrato físico, y lo olvidarían en la oscuridad de sus mentes. Mientras tanto, Jesús fue negociando por lo bajini su nueva ocupación: seguiría predicando, pero esta vez bajo un semblante distinto, bajo una apariencia que a todos llamara a engaño. Unos cuantos años bajo el árido sol de Arabia, quizás, o por el mar, y unos cuantos cambios perpetrados por el sol y el tiempo, tal vez una ligera modificación del discurso, y no serían capaces de reconocerle ni sus propios coetáneos. Todo ello teniendo en cuenta que ellos (que no asistieron, prácticamente ninguno, a su crucifixión) tampoco se esperaban ninguna novedad sobre quién había muerto aquel viernes de Pascua en el Gólgota. Además, y para eliminar las sospechas, su nombre no saldría de la nada, sino que sustituiría a alguien, a algún ser insignificante; un judío devoto el cual, por su oposición a Jesús, no pudiera nadie relacionarle con este último; tal vez incluso alguien que blasfemase en su contra. Ese hombre, previamente eliminado del tablero, no podría argumentar nada para rebatir la supuesta conversión que durante aquel relato imaginario sufriría, y que le llevaría a engrosar las filas de su antiguo enemigo. Las conversiones siempre han despertado la pasión del pueblo. Dan un halo de razón que nada ni nadie es capaz de diluir ni difuminar. El plan era perfecto. No podía fallar.

            Ahora bien, se requería algo más, un detalle que he obviado y que sin duda os estáis preguntando. ¿Quién era el hombre?¿Quién, si no el Cristo, fue quien sustituyó a Jesús en el calvario?¿Quién se prestaría voluntario ante semejante sufrimiento, sin, por ello, verter una lágrima, denunciarlo todo ante el Sanedrín y ante la muchedumbre vociferante?¿Quién fue capaz de aceptar tan tremendo dolor, y se presentó solícito y tácito, como un corderito ante el altar del sacrificio?
           
            Fue la persona que Jesús señaló con el dedo: el precio que puso como condición para firmar el pacto de colaboración con los romanos (como cambiaban, ahora, las tornas del juego, en estos momentos en los que los romanos se daban cuenta del tremendo poder que emanaba de sus palabras). El hombre que le había traicionado: y no hablamos de Judas, ese pobre necio que, discutiendo por el precio de su pecado con un soldado romano, acabó colgado de lo alto de una higuera, no. Ése tan sólo era un medio: se trataba de obtener al auténtico impulsor de esta iniciativa; Jesús pidió la cabeza de José de Arimatea.

            Los romanos se negaron al principio; al fin y al cabo, el de Arimatea era un buen colaborador, era el primero que había tenido la idea, siempre les había sido útil, y leal. ¿Por qué iban ahora a prescindir de sus servicios, pudiendo utilizar a cualquiera? Jesús dijo: o él, o nada. Los romanos llegaron a la conclusión de que un Jesús trabajando para ellos, fingiendo ser un profeta, y modificando el nuevo culto según este iba surgiendo, sería más útil que José, que no parecía tener muy claro adónde se iba a dirigir el movimiento cuando muriese el de Nazaret, tras haber ejecutado una arriesgada parábola que, como decimos, los romanos habían llegado a tener que se volviera contra ellos, a consecuencia de la reacción de la impredecible turba. Así pues, si se trataba de escoger entre Jesús y José, preferían a Jesús. Y José fue condenado a muerte.

            ¿Por qué calló José? Un hombre rico, con influencias, un perverso maquinador, que tenía una buena posición, ¿por qué no se rebeló contra aquel destino aciago?¿Por qué aceptó la inefable muerte en la cruz, la tortura, la más horrorosa de las muertes? Nadie sabe cómo le obligaron exactamente los romanos, los cuales temían al principio que pudiera hablar: no obstante, siempre hay métodos de persuasión. José tenía esposa, hijos, primos, sobrinos, hermanos, alguna amante. Seguramente los utilizaron de alguna forma en sus delicados diálogos, que duraron un cierto tiempo. Al final de las charlas, José se entregó como un frágil animal al sacrificio, y ejerció su papel, con maestría de actor, hasta el final de la tragedia; tan sólo balbuceó un casi incomprensible “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, que en aquel rigor de tormentos nadie pudo entender del todo. Incluso fue enterrado –al menos originalmente-, en la tumba que él mismo había donado para el sacrificio cuando esperaba que fuera para otro distinto, quedando ante los futuros cristianos como el bienhechor que se apiadó de su líder cuando no lo hicieron los apóstoles, el hombre que salió de mitad de ninguna parte, y que según algunos historiadores se lo inventaron los primeros teólogos para no confesar la verdad de que aquel día, Jesús había muerto en ausencia de todos, y en verdad lo habían devorado los perros. En este punto, sin embargo, se equivocaron: y yo había tenido mucho que ver en el paso final de su muerte.

            Pero no pude evitarlo: no pude, a pesar de todo lo que había hecho, resignarme a ver partir a José sin intervenir en aquel acto, sin reclamar mi papel en este suceso. Y, por eso, cuando José, el rostro desfigurado (cosa que no quisieron narrar los evangelios, en parte porque no convenía, en parte porque muy mal hubiera sentado en la Historia que un hijo de Dios apareciese ante su pueblo con la cara rota de tal modo que ni su propia madre podía reconocerle), cuando parecía a punto de desplomarse en el suelo, yo, disfrazado y oculto bajo una capa de cosméticos, tras haberle dicho a la masa vecina de gente que yo era Simón, de Cirene, que volvía de una jornada en el campo, me lancé sobre José, sintiendo sus dolores como míos, compadeciéndole por la muerte a la que le había conducido, henchido de remordimientos, recordando que, en su lugar, tendría que estar yo, y le ayudé a levantar la cruz; a lo que él me susurró:
            -Lo que me han hecho hoy a mí, te lo harán otro día a ti. Perdónale, Señor, porque no sabe lo que hace.
            No pude olvidar aquellas palabras. Todavía resuenan en mi maltrecha conciencia.
                       
            Yo, mientras tanto, y como digo, comencé a trabajar para los romanos. Cosa que continuó haciendo ahora.

            Ahora, perdonadme. Lo que José de Arimatea me cuchicheó aquel día, se hará muy pronto realidad.

No puedo tardar más. Me espera el cáliz que apartó el Padre una vez, y que ahora vuelve a ofrecer a mis labios. Me espera Nerón.

Me espera de nuevo esa cruz. La cruz que dejé colgada, donde yo debí elevarme, hace ya más de treinta y tres años. Y aún no me ha perdonado la afrenta>>.

*Dicen los eruditos que ésta era la traducción exacta, en lugar de la errónea “que un camello entre por el ojo de una aguja”.

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