lunes, 29 de septiembre de 2014

El relato del año. Historia ficción: ¿y si hubiera sido distinto el inicio de la Primera Guerra Mundial?

En 1914, el nacionalista serbio Gavrilo Princip, miembro de la organización Joven Bosnia –que formaba parte a su vez del grupo terrorista Mano Negra- asesinó al archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austro-húngara. Aquel incidente desencadenó una declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia y dio origen, merced a un sistema de alianzas entre las naciones europeas, a la Primera Guerra Mundial.

Pero, ¿y si las cosas hubieran sido distintas?

Ésta es solo una posibilidad…

A primera hora de la mañana, existe una especie de competición no declarada entre los policías de esta comisaría central de Viena. Lo habitual es que cada uno de los que entran mire a ambos lados para comprobar quién ha llegado antes que él y, mientras observan a quién les ha derrotado, sentado sobre su asiento, visualizan como este último les lanza una miradita de soslayo -como si no quisiera decir nada- a la vez que se atusa el bigote, miradita la cual lo más normal es que el recién incorporado la evite, para que no dé la sensación de que se da por aludido. Pero este día, ninguno de los policías parece andar para juegos. A la hora en la que es habitual que entre por la puerta el primero, ya se encuentran tres policías preparados y activos en sus puestos, mientras por la puerta aparece un cuarto, que deja claro los motivos por los que se ha retrasado: deposita sobre la mesa un grueso fajo de periódicos, que todos contemplan con atención.
          -¿Algo nuevo?-pregunta uno de los hombres que se encontraban sentados, sin ninguna clase de saludo.
          El recién llegado se sienta mientras emite un bufido.
          -Pues sí. Y ésta sí que es buena, la última. Nuestro gobierno le ha exigido al serbio una serie de condiciones si quiere evitar la guerra. Entre otras, una que os interesará: le han ordenado que permita la entrada de agentes austrohúngaros en su territorio para que investiguen desde dentro de Serbia a los componentes de la Mano Negra.
          -¿Y qué han respondido los serbios?-preguntó un joven bisoño, con un bien cuidado bigote.
          El que había traído los periódicos le respondió con una mirada escéptica.
          -Dirán que no, obviamente –respondió         este último, después de un rato-. Dicen que a Mano Negra le apoyan de manera extraoficial las autoridades serbias, y que incluso altos dirigentes de su red de espionaje pueden estar implicados en el complot del asesinato. Las autoridades militares serbias nunca nos permitirán entrar dentro de su territorio, y mucho menos para investigar a sus propios componentes. La guerra es sólo una cuestión de tiempo.
          -Claro –intervino un hombre de aspecto más maduro, también con bigote, pero que le proporcionaba mucho mayor aplomo-, porque la mejor solución para resolver quiénes son los autores de un asesinato es, por supuesto, empezar a dispararle a todo el mundo. ¿Para qué vas a llamar a la policía, pudiendo llamar al ejército?
          -¿Y qué sugieres que hagamos, querido Wolfgang?-preguntó el de los periódicos-. ¿Acaso, quedarnos parados?
          -Lo malo de todo esto –quiso interrumpir el cuatro policía allí presente, que no había entrado en la conversación-, es que si Austria y Serbia entran en guerra, Alemania y Rusia lo harán también. Y si la cosa empieza así, no quiero ni imaginarme cómo puede acabar. Esto puede desencadenar un conflicto de proporciones mayúsculas.
          -Y todo por culpa de ese maldito Princip –remató con una mano sobre la mesa el de los periódicos-. Habría que darle un escarmiento para dar ejemplo al resto del mundo.
          -Ese Gavrilo tiene pinta de ser un pobre diablo –apuntó el hombre de aspecto maduro-. Desde luego, no es ningún angelito, pero ha organizado un follón de mucho más cuajo del que tiene sin duda capacidad para manejar. No tiene ni idea del berenjenal en que se ha metido. En que nos ha metido a todos. Pero no es el causante de toda la historia. Hay fuerzas mucho más poderosas, que son las que realmente tienen capacidad para actuar.
          -¿Y cuáles son esas fuerzas?-preguntó el último hombre que había intervenido en la charla.
          -Pues entre otras, nosotros mismos, los austríacos –respondió el hombre llamado Wolfgang-. Y cómo hagamos ahora las cosas.
          De repente, dos hombres entraron. Se notaba en sus uniformes que eran de mucho mayor graduación que los primeros. Todos se levantaron a su paso para hacer el riguroso saludo marcial. Pero mientras uno de los recién llegados –que evidentemente era el jefe- entraba en su despacho, el segundo se volvió hacia el joven de aspecto bisoño y el hombre que más recientemente había hablado, y les señaló a ambos.
          -Wolfgang, Fritz, entren en el despacho. Vamos, rápido.
          Los dos policías compartieron una mirada que estaba diciendo mil cosas, antes de levantarse y encaminarse hacia su destino. Cuando entraron en el despacho de su superior, permanecieron enfrente de la inmensa mesa de caoba detrás de la cual se sentaba el superintendente, e hicieron el saludo policial y juntaron los talones en un sonoro acto de respeto. Sin embargo, su jefe, de un grueso mostacho de tonos blancos y plateados, les indicó sin muchos aspavientos que se sentaran y se dejaran de deferencias.
          -Wolfgang, Fritz, son ustedes agentes con experiencia y, al mismo tiempo, con un futuro prometedor dentro de esta comisaría, y que ya han demostrado su valía en otras ocasiones anteriores. No hablaré con subterfugios: les tengo que encargar una importante y delicada misión. Viajarán a Belgrado a investigar las conexiones que puedan existir los componentes de la Joven Bosnia e individuos particulares o asociaciones residentes en la propia Serbia. En principio, deberán investigar si existen responsables del asesinato del archiduque implicados dentro del grupo conocido como Mano Negra… y después, ya veremos adónde la investigación les conduce.
          Fritz no pudo evitar reaccionar con todo un respingo.
          -¿Significa, señor –dijo refiriéndose a las noticias del periódico- que los serbios nos han autorizado a que investiguemos en su territorio?
          El superintendente asintió, de manera algo pesarosa.
          -Sí, Fritz, efectivamente, está en lo cierto. No es algo que ninguno de nosotros esperásemos, pero así ha ocurrido.
          -Pero señor, ¿cómo ha sido eso posible? –preguntó también extrañado, y también con aire de preocupación, un severo Wolfgang.
          El superintendente se encogió de hombros.
          -No puedo adivinar sus razones. Sin embargo, quiero pensar que por una vez las autoridades serbias han actuado con cabeza, y han pensado en la locura que puede suponer meterse en una guerra. Digo por una vez, lo que ya indica que me parece algo excepcional.
          El comentario del superintendente sonaba derrotista, lo cual no cuadraba con las recientes declaraciones en las que -a través de diarios y otras plataformas públicas- importantes altos mandos y personalidades del Imperio, en soflamas encendidas cargadas de ardor y vibrante pasión encendida, se mostraban entusiasmados con la posibilidad de una conflagración abierta con Serbia, y con el convencimiento de que, virtud a los avances militares y el poderío del Imperio, ésta sería corta, sencilla y sin apenas heridas. Wolfgang, sin embargo, a pesar de todo lo que el superintendente les había concendido con sus palabras, avanzó hasta dar otro paso:
          -Sin embago, señor, noto en usted un aire ligeramente escéptico.
          El superintendente se podría haber encabritado y fácilmente haberles mandado a organizar el tráfico o a limpiar letrinas. Sin embargo, quizás porque no había podido confesar a nadie las dudas que le corroían en los últimos tiempos, con resignación se sinceró:
          -Porque, mi querido Wolfgang, no estoy nada convencido de que nada de todo esto pueda evitar la guerra. Si ustedes no son capaces de encontrar ninguna conclusión significativa de este embrollo, será la excusa perfecta para acusar a los serbios de falta de colaboración y atacar. Eso, incluso si realmente pretenden colaborar, cosa que dudo. Y si finalmente encuentran algo… bueno, puede que lo que descubran hagan que el conflicto se vuelva inevitable.
          Les miró a ambos muy fijamente:
-A decir verdad, no les estoy confiando una misión muy gloriosa. Más bien, es una trampa mortal. Estarán en territorio hostil y no podrán confiar en nadie, incluso en la posibilidad de que en cualquier momento les acusen de espionaje y les detengan. Durante unos días, sin embargo, quizás la propia existencia de esta investigación sea la única razón que pueda evitar la guerra. La pregunta es, ¿cuánto más lo podrá prolongar?
Fritz y Wolfgang se contemplaron como dos condenados a los que les acababan de imponer el mismo suplicio. Quizás precisamente por ello, el regio superintendente pretendió despejar del ambiente toda aquella nube de sentimientos flotantes -tan poco propios del rango imperial de su cargo- con un puñetazo encima de la mesa que casi hace caer tintero, papeles y plumas.
-¡Venga!, ¿a qué están esperando?¿A quién creían que iban a encargar una investigación de asesinato, al ejército o a la policía?¡Pónganse en marcha inmediatamente! En la administración le proporcionarán los medios de transporte y los detalles.
Y cuando ambos agentes estaban a punto de marcharse, les espetó:
-Fritz, Wolfgang, estamos en sus manos.
Guardó un segundo de silencio.
-Hagan lo imposible por no joderla –añadió.
Los dos policías salieron por la puerta. Sus compañeros les contemplaban con atención pétrea como el hielo.
-¿Qué os han dicho?-preguntaron.
Pero ellos se marcharon con inmediatez y prestancia, sin mirarse a los ojos, y también sin atreverse a contestar.




(¿CONTINUARÁ?)


El pasado lunes día 21 de septiembre fue el Día Internacional de la Paz. Este año se conmemora el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial.

lunes, 22 de septiembre de 2014

El relato de septiembre: "Marea baja".

Marea baja

Estoy sentado en una silla. Comienzo a girar la cabeza a mi alrededor, intentando averiguar dónde estoy. Pronto caigo en la cuenta. Me encuentro en mi casa.
Me miro las manos. Allí están. Arrugadas, marchitas, reflejando el paso del tiempo y de la edad, que no perdona… Qué raro. Yo pensaba que no estaban tan mal, al menos, no lo estaban tanto hace muy poco. ¿Son éstas mis manos?¿Son éstas mis auténticas manos?¿O son las manos de otra persona, que he tomado prestadas, y que ha pasado tanto tiempo, que ya no puedo encontrar a quien se las he de devolver? Bajo entonces los brazos.
Y de repente aparece esa chiquita, ésa que últimamente se está pasando tan a menudo por aquí. Es jovencita, morena, tiene el pelo cortito, y unos ojos preciosos. La estoy a punto de llamar por su nombre, pero de repente no me viene del todo a la cabeza. Ya está, lo tengo casi en la punta de lengua. Se llamaba… ¿cómo se llamaba?
-Venga, abuelo, tienes que levantarte. Vamos a dar un paseo.
¿Por qué me llama esta chica abuelo?¿Por qué cree que soy su abuelo? Yo creo que debo ser su novio. Al fin y al cabo, todavía soy joven, aunque es verdad que ella es muy joven también… ¿Por qué cree que soy su abuelo? Esta chica no está bien de la cabeza…
-Vamos, abuelo. Yo te cojo del brazo.
Pero me dejo llevar. Sus manos son tan suaves, tan agradables, el contacto tan límpido. Qué novia más bonito tengo. Da gusto hacer las cosas así. Me cuesta un poco levantarme. Pero luego le digo que no, que no hace falta, que puedo ir yo solo, que vaya ella delante si quiere. Vamos caminando hacia el dintel de la puerta.
El camino se hace largo. Parece que tengo las piernas cansadas, no sé, será de tanto hacer ejercicio… Las zapatillas de tela son muy cómodas, pero me molestan para caminar. Vamos acercándonos al marco de la puerta. De repente me doy cuenta de cuán inmenso parece conforme uno va aproximándose, de lo grande que es, esas líneas, verticales, gigantescas hacia el techo, ese marco horizontal, el dintel, que asemeja un arco abovedado de una monumental catedral aérea que flota sobre sus arbotantes, ese marco que se acerca, conforme me voy moviendo hacia él, ese marco que me envuelve, ahora me acerco, ahora estoy cubierto por el marco, envuelto por los quicios de la puerta, estoy pasando, giro la cabeza, he pasado, contemplo el marco desde el otro lado…
… y entonces, el horror. El pánico. ¿Dónde estoy?¿Cuál es este lugar?¿Quién me ha llevado hasta aquí? Me siento como si las paredes se me estuvieran viniendo encima, como si en esta gigantesca catedral fuera uno de esos hombres -¿cómo se llama?, por Dios, ¿cómo se llama?-, con miedo a los espacios abiertos. Me tiemblan las manos, me suda la cara y el cuello, siento angustia, miedo, el más puro y claro pánico, siento ganas de gritar… ¿Dónde estoy?, por el amor de Dios, ¿dónde estoy?, que alguien detenga las paredes, que quien sea evite que se caigan, por Dios, la bóveda, se me cae la bóveda, estoy encerrado, las paredes se están cerrando, todo es tan grande, tan inmenso, me siento tan perdido, tan solo, siento ganas de llorar…
Y entonces noto que la chiquita de antes se me ha acercado y me está abrazando.
-¿Dónde estoy?-le pregunto, angustiado, mientras me refugio, ella acariciando mi espalda, resguardado entre sus brazos-. ¿Dónde estoy?-le interrogo con los ojos, angustiados en lágrimas.
-Tranquilo, abuelo, tranquilo, estás aquí… Estás en casa.
Giro la cabeza, escéptico, aún húmedos en ojos. Luego levanto la vista hacia el marco de la puerta... Ahora me parece tan sólo un trozo de madera, tan normal como cualquier otro. No entiendo cómo me ha podido dar tanto miedo hace tan sólo unos segundos… Pero era tan imponente, parecía tan temible…
Sé que la barra horizontal de la parte de arriba de la puerta tiene un nombre… No es sólo el marco, tiene otro nombre… Creo que empezaba por “d”… De, de… No, por “e”, por “e”, empezaba por “e”… ¿Cómo se llamaba?
Lo trato de recordar entre lágrimas, mientras me aprieto los labios y lo miro, como implorando que me diga su nombre.
¿Cómo demonios se llamaba?
*
Hubo un tiempo en que yo me acordaba de las cosas. Hubo un tiempo, que a veces no consigo recordar, en que yo era capaz de recitar la lista entera de los reyes godos. En que caminaba por la orilla de la playa y acariciaba las conchas que habían dejado abandonadas los animales que un día las ocuparon, los cuales parecen haberlas dejado allí para que podamos admirar su casa, fijaos, qué bonita, está muy bien decorada, de verdad te gusta, sí, en efecto, me encanta, a mí me encanta también…
Alrededor de la mesa, al lado de la cual yo me encuentro sentado, se encuentran ellos: mi familia. Van dando vueltas, arriba y abajo, a derecha e izquierda, se levantan y se sientan, con tanta velocidad que no puedo seguirles. Una niña pequeña da vueltas alrededor de la mesa, y de los platos, y de la cubertería de plata, y de vez en cuando me tira de los bajos de los pantalones. Luego, una mujer un poco llenita, vistiendo un delantal, que sale de la cocina con un plato humeante en una bandeja. Sonidos, murmullos, de aprobación, de contento, un hombre moreno, de pie, que vuelve la cabeza al llegar la mujer, pero que no se sienta, sigue derecho observando un cuadro, y más allá, un par de jóvenes, los dos son pelirrojos, se parecen mucho el uno al otro, deben de ser gemelos, más allá, una chica de pelo rubio, con gafas de pasta rojas, muy guapa, que le da un beso a un chico mientras los más pequeños golpean los platos con las cucharas, y gritan mucho, y dicen “¡Felipe tiene novia, Felipe tiene novia!”, y ambos jóvenes se ruborizan… Y alguien, que no sé quién es, se vuelve a mi lado y me dice: “¿A qué es bonito, verdad?”, y yo asiento, le doy la razón, como si supiera quién es, pero eso da igual: en todo caso, sigue siendo todo muy bonito…
*
Me ha dicho alguien, que dice que es mi hija, que tenga cuidado. Dice que no puedo escribir las cosas que escribo ahora antes de las que he escrito antes. Dice que no me ha dado el cuaderno para que anote cosas al azar, sino en orden tal y como fueron ocurriendo. Pero creo que ya me he equivocado, o sea, que ya no hay mucho que hacer. La cosa saldrá entonces un poquito desordenada. Pero os puedo decir que lo que viene ahora después fue lo primero que escribí. Sí, creo que fue lo primero que escribí. Y lo que he escrito antes, lo he escrito después. O sea, que lo ha escrito una persona más vieja, y no más joven, como tendría que ser. Lo primero en este cuaderno fue escrito por la persona que ahora soy, y lo siguiente, por la que antes fui… Que lío, ¿verdad? Aunque quién sabe: quizás es mejor así. Dicen que en esta enfermedad verdaderamente no envejeces, sino que en realidad, vuelves hacia atrás, vas perdiendo años, hasta volver a ser un niño, y entonces piensas igual, y dices las mismas cosas, y te acuerdas de los mismos recuerdos, que cuando eras pequeño, es como si los vivieras de nuevo, nítidamente, como la primera vez. Me agrada esta forma de contemplarlo… Yo no estoy avanzando hasta la muerte… Estoy caminando, hacia el nacimiento…
*
Al principio yo recordaba. Lo recordaba todo. Tenía una memoria prodigiosa. Podía acordarme del año en que Beethoven había compuesto cualquiera de sus nueve sinfonías. Y podía nombrar las obras completas de Bach en orden cronológico, desde el principio hasta el fin. Pero eso era antes… Mucho antes de ahora…
Dicen que esta enfermedad es una enfermedad tramposa. Que va viniendo poco a poco, y sin que te des cuenta, se va metiendo dentro de ti. Dicen que no te das cuenta. Claro que te das cuenta. Lo que pasa, es que no lo quieres decir.
La primera que vez que me ocurrió fue cuando se me olvidaron las llaves. Cualquiera diría, es normal, ¿a quién no se le han olvidado alguna vez las llaves? A mí. A mí nunca se me olvidan. Forman parte de mi ritual, secreto y antiguo, que practico desde hace cincuenta años cada vez que voy a un concierto. Además, no era la primera vez. Era la tercera. Y fue cuando comencé a pensar que la cosa ya no iba bien. Llamé al telefonillo de mi casa, y mi hija me preguntó que cómo se me habían olvidado las llaves, con lo puntilloso que era yo para esas cosas.
-No, hombre, no, no es que se me hayan olvidado –le respondí-. Es que me apetecía escuchar el sonido de tu voz.
La segunda vez, fue almorzando… Estábamos en una reunión familiar, de ésas que organizamos por cada Año Nuevo, después de ver por la tele el concierto del mismo nombre. Mi hija, con su mandil siempre puesto, ese mandil que tan bien le sienta, iba distribuyendo la comida. Fue entonces cuando se me ocurrió preguntar:
-¿Me pasas otro ladrillo?
Un par de mis familiares se quedaron paralizados. Se escuchó una risita de niño, de alguno de mis nietos, como entrecortada por el siseo de una madre que le ordenaba callarse. Me di cuenta de que varias miradas incómodas se depositaban sobre mí. Sin alterarme, orienté la mirada hacia ellos y les pregunté, como por simple curiosidad, aunque la angustia me llenaba por dentro:
-¿Qué es lo que he dicho?
Mi hijo, de pelo moreno, señaló a la bandeja con un cuchillo.
-Has pedido que te pasen un ladrillo.
Entonces yo sonreí, como si simplemente se me hubiera derramado la copa de vino, y exclamé:
-¡Bueno, hay que ver, no se os puede gastar ni una broma! No te preocupes, hija, los filetes están buenísimos. En absoluto se me ocurriría, fuera de para ver vuestra reacción, llamarles en ningún momento ladrillo. Están riquísimos, de verdad. Me encantan.
Y entonces lo pensé. Pensé, ya está, soy uno de esos viejos de los que los hijos se hartan, y acaban mandándoles al asilo. Uno de esos cacharros inútiles que ya no sirven para nada, y que como los juguetes que se olvidan, se dejan aparcados en un trastero. Pobres juguetes, me dije siempre, mientras introducía las bicicletas o los balones pinchados de mis hijos en el habitáculo, y daba un par de vueltas a la cerradura del oscuro sótano, no sin que los objetos parecieran implorarme, antes de marchar, que no les dejara allí encerrados. Pero yo siempre colocaba el candado y me iba. Por las noches, yo descansaba tranquilo, ajeno a los chirridos que provocaba la bicicleta en su miedo histérico, incapaz de accionar su propio faro, para así poder encender las luces…
*
Un día, una de esas niñas rubias que están pululando todo el rato por aquí se me quedó mirando, mientras yo estaba sentado. Yo me quedé entonces observándola a ella, como jugando a mantener el pulso con la mirada. Ella apretó las cejas, muy concentrada, estaba empeñada en ganarme a toda costa. Pero en un momento determinado, se cansó y se dio la vuelta.
-¿Mamá, en qué dices que trabajaba el abuelo antes?
La señora oronda del mandil se acerca a la niña, y la eleva en brazos, mientras la pequeña va alargando su brazo hacia mí.
-¿El abuelo? Era director de orquesta. El mejor director de orquesta del mundo.
-¿Es verdad eso, abuelo?
Yo sonrío, pero callo, interesado. Me interesa mucho saber más sobre el tema sobre el que la mujer está hablando.
-Claro. Él movía la batuta, y a su señal, se ponían en marcha decenas de instrumentos. Violines, clavicordios, contrabajos…
-¡Guitarra eléctrica!
-No, cariño, no, guitarras eléctricas no. Pero sí violas, e instrumentos de percusión, y de cuerda, y flautas, y trombones… Al abuelo le llamaban de todo el mundo para actuar… Nueva York, Viena, Moscú… Incluso grabó un par de discos… Todavía tenemos alguno por ahí…
-¡Ahí va!¡Yo quiero verlos!
-Fíjate, Elvira… Fue tan famoso, que un día le dio un concierto al rey. ¡Al rey!¡Ése señor que sale hablando en la tele todas las navidades!
-¡Halaa…!
La mujer la baja al suelo. La niña se acerca hacia mí, y me toca la cara. Yo sonrío, como si volviera a ser un niño de nuevo.
-¿Y el abuelo ya no toca por lo de ese señor?
La madre pone cara de perplejidad…
-¿Qué señor?
-Sí, ése… Alsa y no-sé-qué…
La mujer la contempla con gesto reprobatorio. Se agacha hasta que sus ojos quedan a mi altura, pero yo no la estoy mirando… Ella alarga la mano hacia mí, como si yo estuviera ciego, como si no pudiera verla…
-Alzheimer, cariño. La enfermedad del abuelo se llama Alzheimer.
… pero yo alargo la mano, y acaricio la mejilla de la mujer con mucha ternura… No sé quién es ella, pero parece necesitarlo… En esos momentos, tiene pinta de que está a punto de echarse a llorar… Corto entonces con todo, cogiendo a la niña en brazos.
-¿Alzheimer?-pregunto riéndome-. ¿Alzheimer?¿Quién es ése?
-¡Eso!-grita la niña-. ¡Quién es ése!
La abrazo con fuerza, mientras nuestras narices se restriegan, qué suave tiene la piel. La alejo un poco de mí. Abro los labios para hablar:
-Tiene nombre de fabricante de lavadoras.
*
La primera vez que escuché ese nombre fue en la consulta del médico. Yo había ido allí a rastras, llevado por mi hija. No me hacía falta. A mí no me pasaba nada. Eran simples despistes, errores, cosas propias de la edad. Nada para tirar al abuelo a la basura, como quieren hacer los hijos siempre. Qué pesados son de vez en cuando. Tú los traes al mundo, les das una educación, unos valores, y al final, acaban haciendo lo que les da la gana. Eso es lo que hacen: lo que les da la gana. Entre pensamiento y pensamiento, escucho de refilón, enarcando una ceja, las palabras de la médica.
-¿Y desde cuándo tiene esos síntomas?
-Pues no lo sé exactamente: siempre ha sido muy guasón, tiene un sentido del humor muy suyo, y por eso, uno nunca sabe cuándo está de broma, y cuándo de verdad… Pero cuando nos lo trajo la policía, diciendo que no era capaz de volver a casa…
-¿Qué tal se sintió él tras ese incidente?¿Ha llegado a reconocer que tiene un problema?
-¿Mi padre? Volvió absolutamente enfurruñado. No dijo una palabra en toda la tarde. Sólo arrugaba el bigote, y cruzaba los brazos, manteniéndolos pegados al cuerpo, ¿ve?, así, en esa postura de ahora. Ni siquiera se sonrió cuando el policía le reconoció, y le pidió un autógrafo.
-¿Por qué cree que no reconoce los síntomas?
-En parte, por cabezón. Siempre lo ha sido. Luego, no sé, tiene la extraña manía de que le vamos a dejar abandonado en una gasolinera a la primera de cambio. ¡Como si no le tratáramos bien en casa! Creo que ése es uno de los motivos por los que no quiere dar a reconocer ningún fallo, y por lo que trata de disfrazárnoslo todo. Es como jugar con él al ratón y al gato: todo con tal de no parecer inútil.
Sí. En efecto. Ese pensamiento, es el que me amarga la existencia.
-¿Y algo más?
-Claro: su trabajo. Compréndale, él es el responsable de mucha gente. Se supone que él es el líder, el jefe, el que ha de dirigirlos a todos, el que encauza por el camino correcto a aquel que se ha perdido… Así que para él, la sola idea de perder el rumbo le resulta inconcebible. No va con su forma de ser. Además, fíjese: un violín tiene sus manos. Un piano, pues eso, las manos, los pies. Pero él se guía por su cerebro. Es el órgano más importante de su vida. Sin su cerebro, no es nada. ¿Adónde va a ir, si no le funciona?
Llegan en ese momento las pruebas. Escríbame la lista de números, del 0 al 10. Repítame estas tres palabras: caballo, cuchara, manzana. El caballo, se come la manzana, con la cuchara. La cuchara, le pega al caballo, con la manzana. La manzana, le da al caballo la cuchara. No sé, ya está, dejadlo, no puedo más, ¿por qué me hacéis pasar esta tortura?
Por fin terminamos. Mi hija me agarra del brazo.
-¿Ves, papá? No ha sido tan complicado.
Yo asiento. Asentiría cualquier cosa en este momento, si tuviera que hacerlo.
Lo que sea, con tal de volver a casa.
*
Esta enfermedad es muy curiosa. En la mayor parte de las dolencias de cualquier tipo, sobre todo las psiquiátricas, lo que tienes son momentos de crisis, en un intervalo de aparente vida normal. Instantes de locura, para gente que, por lo común, no muestra ningún síntoma. En cambio, en el Alzheimer, como en otras deficiencias, es al revés: dentro de un periodo de deterioro progresivo, aparecen, sin embargo, intervalos de lucidez. Y durante ese periodo puedes sentir, tocar, reír, hacerlo todo, como lo hacías antes. Volver a reconocer a tus antiguos familiares. Recordar… qué poco apreciamos las cosas, mientras todavía las tenemos…
Es una enfermedad llena de contrastes. La memoria procedimental, la de los actos automáticos, es de las más tardías en perderse. Puedes olvidar un nombre o una fecha, pero todavía eres capaz de manejar maquinaria pesada. Puede que se borre de tu memoria la localización de tu casa, pero todavía sigues siendo perfectamente válido para conducir hasta ella. E incluso, puedes mantener intactas las capacidades para tocar un violín… El problema es que te acuerdes, de las notas de la melodía.
Además, las cosas se olvidan al revés: en el orden inverso, al que las has aprendido. Algunos lo han comparado con un barco de regreso a casa: vas pasando por los puertos anteriores, los cuales, una vez los abandonas, sabes que nunca más volverás a verlos. Otros, en cambio, han hecho un símil con la marea: conforme baja, va dejando de tocar, con un beso a su paso, aquellas zonas de playa que fueron las últimas en cubrir. Y conforme las va dejando, va echándoles un último vistazo a todos esos granos de arena, diminutos, imperceptibles, pero inmensos, cristalinos bajo el sol, a los que no va a volver a tocar. Y va dejando atrás todas las conchas, todos los refugios de los animales, todas las algas marinas, todos esos seres vivos que, cuando la marea baje, se verán obligados a emigrar o morir… hasta que por fin, la marea descienda del todo, y todas aquellas cosas que envolvió, todo lo que por un tiempo estuvo cubierto del verde color del mar, se convierte, tras un tiempo de acción del sol, en un tórrido e inhabitable desierto…
Lo de la marea, además, ofrece la oportunidad de una segunda comparación, de una nueva metáfora. Y es que el agua, al mismo tiempo que va bajando, va y vuelve, continuamente, de nuevo al margen más externo de la playa, en forma de pequeñas olas. Olas que se encargarán, a pesar del esfuerzo de los niños por escribir en la arena, en borrar, continuamente, todas las cosas que él pretenda escribir. Y ese niño, al contemplar su derrota, intentará escribir más fuerte, hacer los trazos más hondos, se pasará horas luchando, negándose a resignarse, tratando, con lágrimas en los ojos, y cansancio en sus brazos, vencer a una marea que siempre vuelve, para borrar lo ya hecho… Todos nosotros hemos sido ese niño alguna vez. El problema, es cuando esa marea es tu vida, y el niño que se queda en la playa, oteando el horizonte y el agua, son todos los demás…
*
El día que volvimos al médico, a mi hija se le notaba una no sé qué en el alma. Un nudo agarrotado en el corazón, que le subía y le bajaba por la garganta. Creo que se esperaba lo que iba a pasar. Creo que sus labios temblaban, al susurrar, al empezar a silabear, la tan temible palabra…
Antes esto no era así. Antes, no tenía nombre, y por tanto, no producía miedo. Eran simplemente cosas de viejos, achaques que da la edad, se está empezando a poner un poco chocho, decían. Pero desde que tiene nombre, da mucho más miedo. Desde entonces, nombrarlo siquiera, es como una forma de exorcismo.
La doctora le dijo a mi hija que se sentase, pero ella no quiso hacerlo. Se quedó allí, envarada, incómoda, tiesa como el palo de una cucaña. La doctora quiso empezar a hablar, pero no podía. No avanzaba, se liaba, se trabucaba con las palabras. Entonces, incapaz de seguir adelante, cogió un lápiz y un folio. Y comenzó a escribir la palabra que empieza por “a”…
Pero cuando todavía no había avanzado ni un par de letras, mi hija, rápidamente, cogió una goma que se hallaba situada sobre la mesa del escritorio, y comenzó a borrar…
Y la doctora cogió entonces una zona de más abajo del folio, y volvió de nuevo a escribir, pero mi hija avanzó con ella, y borró de nuevo, para que no quedara el más mínimo asomo de letra, el negro del carboncillo iba manchando el papel…
Y la doctora cogió otro papel, y mi hija otra goma, y lo intentaron un par de veces, sin mirarse la una a la otra, tan sólo contemplando la superficie de este papel, en el que parecía estar escrito mi destino, papel en el que se hallaba impresa mi angustia y mi desesperación, como si hubiera sido escrita allí con mi propia sangre… Hasta que al fin, la médica levantó la vista y le dijo:
-Su padre va a tener lo mismo, se lo escriba yo en el papel o no.
Y mi hija le miró a ella:
-Y si eso es así, entonces, ¿para qué quiere escribirlo?
Y se alejó, dejando a la doctora con su papel y su lápiz. Después de un instante tranquilo, la doctora volvió a escribir. Esbozó sólo un par de letras.
Rasgó el papel, y lo tiró de nuevo a la papelera.
-Mi padre también está en el mismo caso, ¿sabe? –le confesó.
Y mi hija –con lágrimas en los ojos, lo sé, aunque yo no estuviera mirando-, me pasó el brazo alrededor del hombro, y le dijo:
-¿Usted también tiene un padre maravilloso? Enhorabuena. No sabe la suerte que compartimos…
*
Y a partir de ese momento, empiezo todo, el suave run-run de la maquinaria, del viejo reloj, que sabes que un día de éstos, más tarde o más temprano, se va a parar. Y todo avanza, cada vez más deprisa, y sientes que tienes que hacer cosas, muchas, muchísimas cosas, aprovechar todo lo que puedas hacer, todas las buenas emociones que puedas albergar, hasta que todo eso se olvide. Y hasta que te quedes encerrado en tu torre de marfil, con todos esos tesoros que tienes que ofrecer escondidos para el resto del mundo, como una Capilla Sixtina de pinturas rupestres inaccesible para el público, una iglesia románica que nunca podrá ser adorada, como semillas enterradas en una gruta, las cuales, por la ausencia del sol, jamás llegarán a germinar. Cuando tengas miles de pensamientos, palabras, obras de arte, que decir y que compartir, y todas esas cosas, sin embargo, no puedan salir jamás de tu cabeza. Y entonces mi hija me preguntó:
-Papá, ¿qué es lo que quieres hacer? Algún lugar que no hayas visitado, alguna experiencia que no hayas vivido, yo qué sé, cualquier cosa…
Yo la miré a los ojos y le dije:
-Quiero estar junto a vosotros… Y quiero seguir trabajando…
Bajé la cabeza.
-Ha sido lo que he hecho durante toda mi vida, y he sido feliz. ¿Qué otra cosa podría pedir?
*
Y la vida sigue, más normal o menos corriente, pero sigue siempre adelante. Eso es lo que no se detiene, incluso, aunque nos mantengamos parados. Cierras los ojos, y el mundo comienza a dar vueltas a tu alrededor, y se siguen los días, las noches y los eclipses, y lo único que seguirá siendo cierto en el mundo, es que el tiempo va a seguir pasando… Y tú tratas de quedarte quieto, tratas de agarrar muy fuerte el momento, pero éste siempre se te escapa, como si trataras de atrapar el agua entre las manos… Y cada vez que repites una acción, pensando que sigue siendo lo mismo, te das cuenta sin embargo, de que cada vez es distinto, y que a cada repetición, la partitura sigue siendo la misma, pero tú eres mucho más viejo…
Pero diriges, y diriges porque te gusta, y diriges porque te entusiasma, y por eso le haces caso a los médicos, y a las dietas, y los nuevos hábitos de conducta, y por eso, mientras mueves la batuta, perdonas la incredulidad inicial, la tuya propia y la de los familiares, te informas, averiguas que ahora hay sistemas que permiten predecir el Alzheimer con varias décadas de antelación, cosa que será muy útil, pero que a ti te llega demasiado tarde… Pero sigues dirigiendo, porque a Mozart, a Hayden, a Brahms, no le importan estas cosas, o sí que les importan, porque si no, no habrían compuesto esta música…
Y sigues dirigiendo, sin decirle nada a nadie, manteniendo la firmeza pétrea del capitán de barco, que si es preciso, habrá de hundirse hasta el fondo del océano con él. Nadie debe adivinar nada, ni el más mínimo temblor puede alterar tu dirección, tú diriges el timón, y nadie debe ponerlo en solfa… E incluso, si fallas, incluso, si te encuentras inseguro, lo disimulas con una broma, con un cabreo, con echarle la culpa a alguien que no se lo merece, pero no tienes más remedio que hacerlo… Lo que sea, con tal de que nunca sepan la verdad…
Así, hasta que llega el día. El día en que estás dirigiendo, y comienzas a escuchar susurrar murmullos sordos. El día en que descubres que los componentes de tu propia orquesta te miran extraño. El día en que descubres que algo anda mal, y tú no te estás dando cuenta. El momento en que lo paras todo, y preguntas:
-Señores, ¿qué les ocurre?¿Tienen ustedes algún problema con la partitura?
Y al principio un hondo silencio, nadie se atreve a levantar la mano, sobre todo los más jóvenes, los más tímidos, pobrecillos, yo siempre les exijo mucho, pero eso es lo que garantiza que el carácter se les ponga fuerte para que luego nadie les sople. Pero por fin, y con un pesar en mi corazón, se levanta un viola, uno de los más veteranos, contemplarle a él es como vislumbrar un reflejo, llevamos casi el mismo tiempo trabajando en esta profesión. Y entonces él dice:
-Es que, hemos notado algo inusual…
Yo coloco los brazos en jarras.
-Adelante, señores, no tengo todo el día.
Pero no sigas, por favor. Le imploro con la mirada. No sigas.
-Verá, es que nos hemos dado cuenta, de que –interrumpe la frase: balbucea levemente-, de que, en fin, cómo decirlo, de que últimamente ha disminuido usted la frecuencia de sus anotaciones... Y que de hecho, lo hace más destacadamente, y más a menudo, cuanto más frecuente resulta en la melodía la nota fa.
Y me mira con ojos claros, que también desean decir, como dijo el primer médico: “Puede que sea el estrés. Sí, quizás sea el estrés”, pero lo decía con lágrimas en los ojos, notándosele que no, que sabía que no era el estrés, y mi hija también lo sabía, pero todos nos consolamos más amigablemente con esa mentira.
Y entonces analizo lo que mi viola me acaba de contar… Y me doy cuenta de que he perdido una nota. Una nota que ya no puedo ni nombrar…
He perdido uno de los siete pilares de la escala musical… He perdido una séptima parte de un mundo, mi mundo… He quedado tullido, me he quedado manco, me quedado cojo de una nota, que no puedo ni mencionar…
Y desearía que el Sordo, el Gran Sordo, estuviera aquí para aconsejarme, ya que él tiene experiencia… Desearía saber qué se siente cuando te desposeen de uno de tus sentidos, cuando un genio maligno se lo lleva todo, cuando la marea baja, y al mismo tiempo derrumba nuestros castillos… Desearía sabe qué hubiera hecho Beethoven, si pudiera haber oído, pero nunca escuchado el fa…
Pero ahora no es momento de pensar. Trato de disimular un poco, comienzo a rebuscar un poco por entre las hojas de la partitura, como si la díscola nota se hubiera escondido, pillastre, tal vez debajo de un papel. Sin embargo, en un momento determinado, veo que no puedo tratar de seguir dilatando el momento ni un solo instante más. Entonces me sereno, ajusto la batuta en el atril, la coloco perfectamente en paralelo con respecto a la partitura, y pregunto a los miembros de la orquesta, con un tono absolutamente flemático:
-Caballeros... ¿conocen ustedes alguna composición que no tenga… esa nota?
El mutismo es inicialmente la tónica dominante, el estupor. Después, comienzan a negar los más jóvenes con la cabeza.
-Pues bien –afirmo yo-. Entonces toquemos una que tenga muy pocas…
Un violonchello es el primero en tocar. Son todos los demás en que le siguen.
Esta música no la he escogido yo. Es la que han escogido los músicos.

Se llama El Himno a la Alegría.
Siempre quise terminar mi carrera con esas notas…
*
Vuelvo a aparecer aquí, en esta reunión familiar, en la que nos encontramos todos, aunque yo no sepa de quién se trate. La señora gordita del delantal, las niñas revoloteando, el hombre del pelo negro, también esa chica tan joven, y con el pelo tan cortito, que de vez en cuando se arrima y me lanza una caricia. Y también un hombre calvo, bastante orondo, que de vez en cuando me llama papá… Pero es al revés, el padre es él, él es el padre de alguna de esas niñas que corre, que parece volar por aquí, danzando como un satélite a mi alrededor… Esa pequeña niña rubia, que se me acerca, que me toca, que me acaricia, que me recuerda tanto, por la forma de mi cara, a mi mujer… Dónde está mi mujer, me pregunto… Dónde se ha metido todo este rato… Llevo un tiempo sin verla… ¿dónde se ha metido?
-Anda, Elvira, no molestes al abuelo –le advierte con beneplácito el hombre calvo-… Le vas a acabar cansando.
-Pero tío Luis –responde la niña-, al abuelo le gusta. Fíjate como sonríe. Yo creo que le gusta.
-Qué más da –afirma el hombre de pelo negro, que se mantiene todavía de pie sujetando su copa, contemplando el mismo cuadro del principio-. Si no se entera de nada…
La mujer oronda vuelve la cabeza.
-¡Pero qué estás diciendo!¡Por Dios, que papá está delante!¡Y también tu hija!¡Que te puede oír!-no se atreve a decir, Que te está oyendo…
Pero el hombre se acerca a la mesa y deposita, con escepticismo en sus ojos, y un rictus de amargor y de cinismo en la mirada, su copa sobre la misma.
-Mi hija ya es mayorcita para darse cuenta de las cosas. Y tiene que saber la verdad. Que su abuelo es ahora mismo un vegetal, y que nada puede cambiar eso, por mucho esfuerzo que le pongas. Yo no pienso engañarla, como haces tú con tus hijos todos los días.
La mujer, bruscamente paralizada, no puede evitar quedarse con la boca abierta.
-Por el amor de Dios, que es tu padre…
-¡Era, mi padre…!¡Ahora, no es nada más que un tronco muerto, que ni siquiera sabe que existo…!¡Que de vez en cuando, me sonríe, y me sigue la corriente, como si entendiera lo que le digo, como tratando de disimular del mismo modo con que lo hace con los vecinos, pero yo sé perfectamente que no se acuerda de mí, que no ha tenido la decencia de acordarse siquiera de sus propios hijos, que detrás de esos ojos no hay nada…!
La mujer se levanta, con los párpados húmedos en sus bordes externos. Cómo puedes decir eso, se repite a sí misma, silabeando entre sus balbuceantes labios... No es culpa suya, parece decir, no lo hace a propósito, es culpa de la enfermedad... Pero no llega a decirlo, calla insegura, y al mismo tiempo, decidiendo sacar fuerzas de flaqueza, se planta firme ante quien en teoría es su hermano.
-¡Pues si eso es lo que piensas, ya te puedes ir marchando de mi casa!
El otro hombre se queda parado. Un silencio que destroza nuestros oídos nos rodea, de lo cortante que ha quedado el ambiente. Pero el interpelado aprieta los labios firmes en una línea, y no duda en responder al ultimátum.
-Pues de acuerdo. Si es eso lo que quieres, me voy.
Y agarra a la niña de la mano, y la arrastra en dirección a la puerta. Ella se resiste, se rebela, trata de zafarse de, la agarra con fuerza, la mano de su padre.
-¡Pero papá, yo no me quiero ir!
-¡He dicho que nos vamos!
-¡Pero.... el abuelo me necesita!
-¡El abuelo no necesita a nadie, Elvira!
Pero no, yo sí que siento, yo sí que la necesito, por favor, no me dejéis, no dejéis que se vaya, que venga conmigo, que me abrace, que me acaricie, que me toque, por favor, vente conmigo, por favor, no os la llevéis, yo sí que siento, dejadla que se quede, dejadla que venga hacia mí…
-¡Pero el abuelo...!
-¡No sufras por el abuelo, Elvira: ni tan siquiera recordará que te has ido!
Y cerró la puerta de un portazo.
Se hizo un silencio. Un silencio grave, dantesco, estremecedor. Y tal vez sea verdad. Es posible que se me olvide, quizás en unos minutos, tal vez en un par de días, ya no me acuerde de esa niña…
… pero sí que echaré de menos, aunque no las recuerde, esas caricias…
*
Echarle un vistazo a estas notas de mi padre es muy doloroso, y al mismo tiempo, me tranquiliza. Aprecio constatar que aún guarda ímpetu, y ánimo suficientes para escribir, que se niega a sufrir esta cruel transformación, ese oscuro mal que le acecha tras sus propios ojos, dentro de su propio cerebro, y que busca condenarle a la muerte en vida… Me gustaría pensar que él todavía se encuentra luchando, sacando de su interior fuerzas de flaqueza, como en esa ópera que tanto le entusiasmaba, en la que el personaje principal se rebela contra la muerte, y grita, clama, canta que desea ante todo, y sobre todas las cosas, vivir, que no renunciará, por más que se lo impidan, a su bien más preciado… Creo que a papá hubiera deseado que alguno de nosotros nos dedicáramos a la música. Nunca dijo nada, pero creo que se sintió un poco decepcionado al ver que ninguno de nosotros heredábamos su talento. Si pudiera ver al menos, cómo Elvira comienza a aprender a poner las manos sobre el violín… Seguro que le encantaría contemplar eso, seguro que al hacerlo, se le llenarían de ojos las lágrimas, y se sentiría tan ligero, que empezaría por fin a volar…
Cuidar a una persona que sufre Alzheimer no es fácil. Tienes que aguantar muchas cosas: saber que aquella persona a la que has amado, respetado, a la que has idolatrado toda tu vida, era un gigante con pies de barro y que ahora te necesita a ti, a ti, que cuando tenías cualquier problema, corrías a refugiarte en sus rodillas… Te sientes tan vacía, tan carente de respuestas, tan inexperta en todo, y sin embargo, él está allí, pidiéndote tu ayuda, como un niño perdido en la playa que anda en busca de su madre… Y tú te ves obligada a dársela, sin saber cómo ni por qué… Pero acabas aprendiendo. Y lo que es más importante: es muy duro. Pero perder una parte del cerebro no significa perder las otras. Y aunque las capacidades más cognitivas, lo que todos consideramos primeramente más exclusivo del cerebro, se vayan diluyendo poco a poco, las otras, las que no se miden en los tests de inteligencia, siguen estando allí… y a veces no hacen falta las palabras, sino que basta una sonrisa, o un abrazo, es como los niños de la India, con cualquier carantoña que les hagas, les haces felices. Es como el amor: el amor no son mil poesías, una habitación cubierta de flores, o un imperio que he conquistado para ponerle tu nombre. El amor es simplemente, estar allí, y saber instintivamente, incluso aunque no recuerdes su nombre, que allí le vas a encontrar…
Lo más duro de todo es la reacción de la gente… A mi padre le invitaban constantemente a actos de todo tipo. Conciertos, galas benéficas, homenajes. Cada tarde, se pasaban por aquí dos o tres amigos, para saludarle, para interesarse por su salud, para ver cómo estaba. Pero ahora, cuando a alguien se le ocurre venir por aquí, sólo ve a un pobre hombre que saluda muy amablemente, pero que sin embargo, cuando le hacen la pregunta maldita, “¿te acuerdas de mí?”, tan sólo mira muy fijamente a los ojos, como tratando de reconocer una cara y un rostro, para luego bajar la cabeza, agitarla levemente de lado a lado, sin cerrar del todo los párpados, con esos ojos oscuros, casi negros, que un día enamoraron a una mujer que se quedó prendado de ese hombre que tanta pasión irradiaba desde el escenario… Esos ojos que a mí, siempre me hicieron sentir segura…
Y a veces ocurren cosas extrañas, tienen lugar, sentimientos mágicos. Como hace un par de horas esta tarde, cuando me he encontrado sobre el sofá, tumbada, el sueño me había vencido, el trabajo continuo alrededor de todo y de todos me había conducido a una siestecita… Y cuando abrí los ojos le encontré a él, sentado en una silla, justito a mi lado, alargando su mano, tocando mi mejilla, con un cuidado, con una delicadeza, como si estuviera tratando con un pequeño pájaro y temiera que en cualquier momento, con cualquier gesto mínimamente brusco, pudiera hacerle daño… Y yo, todavía medio dormida, los cables no se habían conectado del todo en mi cerebro, me pregunté, ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí? Y entonces, con la lengua medio reseca, costándome todavía hablar, sin conectar del todo mis neuronas, entreabrí los ojos y le dije:
-Ahora mismo me pregunto, si soy yo la que te estoy cuidando, o si eres tú a mí…
*
La chica del pelo negro cortito me está abrochando los botones de la chaqueta.
-Venga, abuelo, hoy tienes que ponerte guapo. Esta noche van a venir todos tus amigos a verte.
Me ajusta entonces la pajarita y después estira, con la mano, una arruga que se había instalado en la superficie de la blanca camisa.
-Estás muy guapo, abuelo –me dice, y me planta un beso en la mejilla. Yo no sé por qué me llama abuelo, pero a nadie le amarga un beso, así que se lo perdono. Ella me coge de la mano y caminamos juntos. Ella también está muy guapa, con ese vestido de color violeta que lleva. Abrimos la puerta. Vemos entonces a la mujer del mandil, pero esta vez también muy guapa, y al hombre orondo de la calva, también con frac y pajarita.
-Parecemos los dos pingüinos –le digo, y él me asiente, sonriendo.
-Venga, papá, nos tenemos que marchar –me dice la mujer.
Cogemos entonces el coche. Yo me siento en la parte de atrás. Tengo sueño. Mucho sueño. Creo que me echo una cabezadita sobre el hombro de esa chica que dice llamarse mi nieta. Creo que ella me sonríe mientras lo hago.
Entonces, llegamos. No sé adonde, pero llegamos. Lo que si sé es que hay luces, muchas luces, destellos como de cámaras fotográficas, que se encienden y se apagan. Estamos ante unas escaleras de un amplio edificio. Todo está lleno de gente, que se apelotona, que se acerca, están con micrófonos, parece que me quieren hacer preguntas. Pero la gente que va conmigo me abraza, y me lleva hasta las escaleras, me aparta de todo ese estruendo. Levanto la vista y veo, en lo alto de este edificio, “Auditorio”, y detrás, un nombre que me suena, que debe parecerse mucho al mío… Y comienzo a recordar este edificio, comienzo a sentir de nuevo que oriento sus pasos hacia él, comienzo a desplazar mis zapatos por su esmerilada superficie, vuelvo a bajar por la barandilla de las escaleras, como cuando entré aquí por primera vez, cuando era tan sólo un niño…
-Vamos, papá, que no podemos llegar tarde.
Y pasamos por un vestíbulo, y seguimos por unas escaleras, y acaricio las barandillas, sin que me de tiempo… Y llegamos entonces a una inmensa sala, toda llena de asientos, el escenario está allí, en el fondo, y todo el mundo viste ropa elegante, y todos están contentos y sonríen, y veo muchas caras, que me saludan, que me aplauden, que se ríen, que yo no conozco, pero que agradezco, agradezco más que nada en este mundo, agradezco más que muchas otras personas que sí que las pueden recordar… Y entonces mi hija me coge del brazo, y me lleva hasta un lado, y entonces veo como se levanta de su asiento un hombre, ante el cual todo el mundo se levanta y le hace reverencias al pasar, se parece a alguien que me suena, se parece a un retrato que tenemos colgado en casa, con un pañuelo en el fondo que tiene un color muy bonito, todo rojo y amarillo…
-Estamos encantados de tenerle aquí –me dice el hombre, dándome la mano, mientras todos aplauden, y yo asiento, le sonrío mucho, sea quien sea. Él está allí, y eso es lo único importante… Seguro que se merece esos aplausos.
-Mira, abuelo –me dice la chica-, todos esos aplausos, son para ti…
¿Para mí?, me llevo la mano al pecho. ¿Para mí?¿Por qué?¿Por haber vivido?¿Por seguir estando vivo? Puede que sí… Puede que todos merezcamos, tarde o temprano, un pequeño aplauso por ese enorme milagro que perpetuamos día a día…
Nos conducen entonces hasta un palco, que también me suena, que cuando lo toco, cuando paso la mano por los bordes, me recuerda a algo que yo hice, en algún momento, hace mucho tiempo, quizás en un millón de ocasiones. Nos sientan en una mesa, el hombre del cuadro también se sienta, se apagan las luces… Se abre el telón, el director de orquesta hace una reverencia, los músicos empiezan, mientras una voz canta, a tocar… Si yo me acordara, si yo tuviera memoria para saberlo, sabría identificar esa melodía, y diría que es el aria Nessum Dorma, de la Tosca de Puccini… Y si yo me acordara de algunas otras cosas, podría soñar…
Podría soñar en mí mismo, con ese frac, dirigiendo la orquesta, con la Nessum Dorma de fondo, mientras yo movía mis manos, las dirigía como lo hacía antes, mientras yo me acordaba de todas las notas, mientras desplazaba mis brazos en un vuelo ágil, rápido, infinito, in crescendo, hacia el movimiento, la lucha, la música… y de fondo, rodeando la música, rodeando el concierto, el mar, ese mar, que no se resigna, que se rebela, que se niega a estar en calma, que levanta sus olas, que se elevan al cielo, que tratan de besar el aire, de empañar, en una tormenta, entre los arrecifes, de sonidos los cielos… y allí, tocando, están ellos, mi hija tocando el trombón, su marido tocando el bajo, mi hijo con la viola, mi nieta, con ese precioso pelo negro, manejando la flauta… Y al lado, a mi lado, Elvirita, que maneja el violín, como si la estuvieran guiando los ángeles… Y el Nessum Dorma sonando, mientras el mar va tronando, mientras todos interpretan con fuerza la música, mientras yo agito mis manos, mientras en el fondo, en el escenario, una muchacha, de tan sólo veinte años, se está emocionando, y siente que se acaba de enamorar...







Dedicado a la familia Suárez, a quien el homenaje le debería haber llegado, siempre mucho antes.

Agradecido a Alejandro Amenábar: la influencia de “Mar adentro” se aprecia claramente en la última escena de este relato, pero me pareció tan hermosa, que he preferido reconocerla a simplemente eliminarla o tratar de alterar su esencia. Confío en que Amenábar (que compite en ámbitos muy distintos que los míos) sepa disculpar este humilde homenaje.

A Ana Jorge. 
A todos los pacientes que sufren esta terrible enfermedad.
A mi tía Julia.

Nota: en este relato, no se han respetado la veracidad de los síntomas, ni la lógica evolución de la enfermedad. La realidad, como casi siempre, es mucho más hermosa.



El pasado domingo, 21 de septiembre, fue el día internacional de la enfermedad de Alzheimer.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El libro de septiembre: "Yo, robot", de Isaac Asimov


Protagonista de seguramente la peor adaptación cinematográfica de la historia (en el sentido de fidelidad al libro original), "Yo, robot", sin embargo, es considerado un clásico inolvidable para los fans de aquella rama de la ciencia ficción que se dedica a plantear los problemas futuros a los que se enfrentará el hombre, conforme éste vaya siendo capaz de crear entes artificiales con mayores capacidades e incluso inteligencia que él mismo. Asimov no inventó el concepto de robot; lo creó el autor perseguido por el nazismo hasta el lecho de muerte -literalmente- Karel Capek en su muy buena obra de teatro R.U.R., y él seguramente a su vez se basaba en trabajos como "Frankenstein" de Mary Shelley o en las leyendas alrededor del gólem que circulan por el barrio judío de Praga y que otros autores han reflejado en sus escritos, como Borges en su poema "El gólem" (por cierto, Kapek también es reconocido por escribir La fábrica del absoluto, una fábula sobre el espíritu religioso con uno de los inicios más desternillantes que yo haya leído nunca, aunque luego el propio Capek reconociera no saber cómo terminarlo). Asimov tampoco fue el que ideó el robot más afamado (los aficionados del género pueden debatir entre el Hal 9000 de 2001, los robots de la película -basada en un relato de Philip K. Dick- Blade Runner, Cortocircuito, Wall-E, los sobrecogedores ingenios mecánicos de Metrópolis o un par de candidatos adicionales); pero sin duda, Asimov pasará a la historia de la ciencia ficción como el mayor maestro en el campo de los robots gracias a una trilogía dedicada a los mismos. Una trilogía que gira alrededor de 3 reglas que Asimov inventó y que (seguramente), si llegan a desarrollarse robots tan avanzados como los que describe el autor norteamericano de origen ruso, acabarán inscritas en el cerebro de estos autómatas. Dichas reglas son:

De hecho, la primera obra de la saga, la propia Yo, robot, ni siquiera es una novela (como sí ocurre con las otras dos obras de la trilogía, Los robots del amanecer y Robots e imperio, las cuales asimismo fervientemente recomiendo; también descubriréis que algunos amplían esta saga con otros libros, pero como muchos ya sabréis, Asimov no creó estas novelas de manera independiente, sino que creó una gran obra épica sobre el futuro de la humanidad que abarca dieciséis volúmenes, más de cincuenta años de literatura y miles de años en la historia futura  de la humanidad), sino una recopilación de cuentos. Relatos sencillos, resueltos en unas pocas páginas, enlazados entre sí por una entrevista a la investigadora sobre robótica Susan Calvin -responsable en buena parte de este amanecer mecánico-, y en cada uno de los cuales se desgrana un problema y una duda sobre la futura relación de los seres humanos con los robots: ¿cómo se superarán los recelos lógicos e iniciales entre ambas formas de vida?¿Podrán los robots adquirir sentimientos tan humanos como la intuición o el amor propio?¿Debe permitirse que se presente un robot a las elecciones o tome decisiones en nombre de los humanos, o sin el consentimiento explícito de ellos?¿Es posible que un autómata desafíe las Tres Leyes en pos de un objetivo mayor?¿Cómo reaccionarán los robots ante dilemas y cuestiones similares que se plantearon en su día los humanos y que de una manera mejor o peor todavía no hemos resuelt?¿Qué ocurrirá cuando se ponga al límite el cumplimiento de alguna de las Tres Leyes de la Robótica? De Asimov se ha dicho muchas veces que es muy cerebral, y que sus historias sirven, más que como relatos, sobre todo para plantearse una disquisición sociológica sobre cómo sería un mundo bajo unas muy determinadas condiciones de vida. Pero ocurre que también, conforme nos planteamos distintos aspectos del entorno de los robots, y lanzamos preguntas en torno a él, en realidad las estamos haciendo con respecto a nuestros propios instintos y miedos, a nuestras más escondidos emociones (alguno de los cuentos, de hecho, tocan bastante la fibra sensible, que a Asimov a ratos se le daba tan bien manejar), y a la esencia profunda de lo que nos define como humanidad. Se dice también de Asimov  que en sus relatos, pese a hallarse poblados de robots, alienígenas o impresionantes viajes interestelares, el auténtico protagonista es el hombre. En este caso, somos nosotros -sirviéndonos de espejo nuestro propio reflejo frente a los autómatas-, los que realmente sufrimos el escrutinio en Yo, robot. Porque, quién sabe: si nos encontramos frente a individuos más útiles, más benevolentes, más sabios que nosotros... ¿en qué lugar quedaríamos?¿Podríamos soportarlo? Quizás un día nos toque averiguarlo.

lunes, 8 de septiembre de 2014

La historia real de septiembre: Autómatas

Hace poco, la muy buena película del director italiano Giuseppe Tornatore (el mismo que nos encandiló con la inolvidable "Cinema Paradiso") "La mejor oferta", una de las nominadas a mejor película en los Premios del Cine Europeo del último año, nos traía a colación un tema que a los seres humanos, de una manera u otra, nos ha fascinado a lo largo de los siglos: las insondables, y siempre inquietantes, figuras de los autómatas.


A los hombres nos encanta construir mecanismos y artilugios mecánicos. Tienen algo de hipnótico, de mágico, de absorbente. Hay conceptos que nos atrapan y no nos dejan salir de ellos, como el tiempo encerrado en las manecillas de la creación erigida por un relojero. Nos hacen concebir un universo construido a base de reglas complejas y al mismo tiempo sencillas, con la capacidad de ser dirigido con la precisión absoluta de un diapasón. Por eso, la humanidad se ha emocionado cuando ha conocido la existencia de objetos como el mecanismo de Anticitera, por eso todavía nos sorprendemos ante la idea del helépolis, y esto lo ha reflejado el arte, como lo ha mostrado por ejemplo la estética steampunk. Pero quizás lo que más nos haya tocado la fibra sensible es cuando las normas de un mundo previsiblemente mecánico pueden aplicarse a la vida, el entorno más caótico, complejo y aparentemente incontrolable que existe. Cuando descubrimos que reglas como la proporción aúrea se ajustan a las formas de algunos seres vivientes, cuando escuchamos que la elaborada estructura social de un hormiguero se debe a la múltiple y superpuesta acción de unidades originariamente simples, es cuando nos sentimos más tentados de olvidarnos de las pruebas que nos da la razón y creer que detrás de toda esa ciencia tan perfecta tan sólo puede encontrarse un dios. Con razón o sin ella (no es precisamente mi intención darle alas al concepto del "diseño inteligente" ni entrar en una discusión sobre filosofía de la religión y la ciencia), está claro que hay algo muy especial en todo aquello, y por eso no es extraño que en la novela gráfica "Watchmen", el individuo más parecido a un ente divino sea hijo de un relojero. Porque todo es distinto cuando interviene la vida en ello. Todo es diferente cuando le pedimos a nuestra creación, ya sea un patito de goma o un ser humano generado contra natura, que abra la boca y diga "a".



La idea de generar una máquina que, en su diseño y movimiento, asemeje las evoluciones de los seres vivos -pues éste es el concepto de aútomata-, no es precisamente nueva, y se data la creación de algunos de estos artilugios desde antiguo, a pesar de que, en algunos casos, la historia real parece confundirse con la leyenda. Dicen que Herón de Alejandría diseñó un teatro de marionetas que representaban la guerra de Troya, que Nabis de Esparta tenía una máquina con forma de mujer (y cubierta de clavos) que acababa mediante un abrazo mortal con sus víctimas, y también que el Trono de Salomón era un árbol de bronce que aparte de ser móvil, contenía múltiples elementos semejantes a animales mecánicos, incluyendo pájaros cantores. Se cuenta que San Alberto Magno tenía un autómata como sirviente, que podía tanto recibir a las visitas como realizar labores domésticas, y que Santo Tomás de Aquino, al encontrarse a este último cacharro, opinó que había que destruirlo, pues aquello sólo podía haber ser engendrado mediante los auspicios del demonio. En el Lejano Oriente hay una larga tradición de autómatas, así como de extraordinarios muñecos que dan las campanadas cada hora en las plazas centrales de algunos pueblos centroeuropeos, como el afamado engranaje de la localidad de Rotemburgo, que conmemora la fecha en que la urbe logró salvarse gracias a una curiosa apuesta ejecutada por su alcalde. Consta que Leonardo da Vinci diseñó un par de ingenios mecánicos que parece que no llegaron a construirse, y se atribuye a Al Jazari la creación de un reloj-elefante y a Juanelo Turriano la de un "Hombre de Palo" que pedía limosna por las calles de Toledo. Incluso (relata la leyenda) se especula con que René Descartes construyó una muñeca que imitaba por completo a su fallecida hija Francine, y que incluso se la llevó en un barco, escondida en un cofre, durante una travesía. La leyenda prosigue diciendo que el capitán de barco abrió el cofre por curiosidad y que, espantado al encontrar a la muñeca, la tiró por la borda; a lo cual Descartes, en un ataque de furia, sería quien hiciera lo propio -arrojándolo al mar helado- con el capitán de barco.

Un autómata creado por Jaques-Droz llamado "El escritor", el cual redactaba mensajes personalizados de hasta cuarenta palabras, y que era capaz de mostrar incluso un gesto tan humano como el de pararse a pensar. Por otro lado, "El dibujante" tenía un repertorio de cuatro dibujos distintos y entre otras cosas, soplaba para limpiar el papel, mientras que "La pianista" subía y bajaba el pecho como si respirase y, al final de su actuación, respondía con una inclinación de cabeza a los aplausos del público.

Pero si los autómatas han tenido una edad de oro, ésta ha sido el siglo XVIII. Los autómatas adquieren formas humanas hiperrealistas y ejecutan acciones de naturaleza artística y delicada con gran primor y no menor esmero. Las cortes europeas se llenan de cabezas parlantes, ajedrecistas, pianistas, flautistas, dibujantes, cantantes e inanimados pero móviles escritores. De entre ellos, sobresalen varios nombres propios entre los autores de estos seres en movimiento, como von Knauss, von Kempelen, Jaquet-Droz o Robert-Houdin. La película "La mejor oferta" se dedica a recuperar la figura de Vaucanson, un conocido relojero el cual adquirió fama internacional al dedicarse al mundo de los autómatas. Entre ellos, destaca especialmente la construcción de "El pato con aparato digestivo", una máquina con forma de ánade que era capaz de ingerir un alimento -el cual atravesaba todo su sistema de digestión- y finalmente expulsaba los restos en forma de excremento. Sin embargo, parece ser que el pato tenía cierto truco, pues se dice que en realidad el ánade primigenio (el vídeo que os he enlazado tan sólo es el de una reproducción, pues el original se ha perdido) tenía un pequeño depósito donde almacenaba las "bolitas de excremento" que emitía, sin tener nada que ver con la partícula inicial que engullía el pato. De todas maneras, parece ser que las trampas eran una cosa común en la cuestión de los autómatas ("La mejor oferta" también se hace eco de este aspecto), y que detrás especialmente de ajedrecistas y cantantes había una serie de operarios más o menos escondidos consiguiendo que la "magia" de los autómatas fuera más espectacular, aunque no fuera necesariamente por sus actividades mecánicas.

Vaucanson se hizo tan famoso que sus servicios fueron requeridos por el gobierno francés. Realizó innovaciones en la automatización de los telares, aunque éstas no fueron incorporadas hasta muchos años después de que el relojero abandonara este mundo. Uno de los incidentes más desagradables tuvo lugar cuando, en medio de un conflicto huelguista relacionado con los mineros franceses, el gobierno le obligó a construir autómatas que les sustituyeran a la hora de trabajar -como vemos, el dilema entre puestos de trabajo y tecnología más avanzada no es precisamente nuevo-. Los mineros se tomaron esto como una afrenta directa, intentaron destruir los inventos (resultando este hecho en la muerte de varios obreros), y Vaucanson se vio obligado a exiliarse. Parece ser que el escritor alemán Goethe trató de recuperar algunos de estos engendros mecánicos, pero todos los que encontró se hallaban completamente destrozados. En general, prácticamente ninguno de los más afamados autómatas durante el siglo XVIII sobrevivieron, y sólo nos han llegado bocetos o copias elaboradas a posteriori. Imaginándome toda la historia de Vaucanson, no resisto la tentación de imaginarme a Goethe caminando entre los artilugios carentes de vida, en una escena  final que hubiera sido digna de una trama a la altura de la estremecedora Metrópolis. Como reflejo de un espacio de tiempo y un sueño que pudo ser y no fue.

"El Turco", uno de los autómatas más afamados. Se decía que era invencible en sus partidas de ajedrez contra rivales humanos, aunque seguramente había un operario jugando de verdad debajo.

Con el tiempo, los autómatas dejaron de frecuentar las cortes europeas y valorarse por su complejidad mecánica, y se acercaron mucho más al campo del espectáculo y la magia. A pesar de que hubo mejoras (el español Leonardo Torres-Quevedo construyó un ajedrecista que no requería de "trucos" ni operarios escondidos, basando su funcionamiento en electroimanes), en general se puso mucho menos empeño en ellos. Tras la Primera Guerra Mundial (un desagradable despertar colectivo de muchos sueños acumulados durante los siglos precedentes) se abandonó por completo la ilusión de los autómatas. Sin embargo, en la mente de los hombres comenzó a elucubrarse la posibilidad de unas máquinas que no fueran simplemente aparatos de repetición, sino que pudieran actuar -bajo su propia capacidad de razonar- autónomamente. Nacía el concepto de "robot", pero en este sentido, como en otros aspectos de la vida, la imaginación fue mucho más rápida que la capacidad científica o la técnica. Pero de eso, si os apetece, hablaremos la próxima semana. Hasta entonces.

Nota del autor: Muchas de estas informaciones han sido extraídas de la Wikipedia y de otras páginas web, incluyendo, entre otras, Anfrix, un magnífico blog (que desgraciadamente hace mucho que no se actualiza con frecuencia) que trata acerca de temas científicos y tecnológicos de una manera entretenida y apasionante. Echadle un ojo a ver si os fascina tanto como a mí. Un abrazo.

lunes, 1 de septiembre de 2014

La historia corta de septiembre. Colaboración: Astrabudúa.

Éste es un regalo que me ha hecho mi musa (voy a decir "la musa", porque aunque haya varias, ella es la principal e imprescindible) que no sólo me ha encantado por lo que cuenta y cómo lo cuenta, sino porque se relaciona con tres aspectos interesantes:
a) Responde a una apuesta por la que "la musa" tenía que escribir un cuento a partir de la palabra "Astrabudúa", el nombre de una estación de metro de Bilbao.
b) Surgió inspirado por la noticia de que la Unión Astronómica Internacional ha puesto en marcha un sistema por el cual se pueden proponer nombres para bautizar a las nuevas estrellas y planetas que se vayan descubriendo.
c) Coincide en el tiempo con el fin del impresionante viaje de la sonda Rosetta hacia su destino, después de recorrer una distancia inimaginable para los estándares humanos. Aunque, por lo visto, los logros del hombre en ese sentido han llegado incluso aún más lejos.
Espero que os guste. De momento, a quien se lo hemos enseñado le ha convencido, argumentando que "se ha quedado con ganas de más". Lo dicho, espero que también os provoque estrellitas en el estómago, o tal vez en el corazón.
Feliz semana a todos.

-¡Astrabudúa! Definitivamente es el nombre que deberían elegir. Aunque luego resulte no ser un planeta. Bueno, "le" resulten no ser un planeta, porque Plutón, de toda la vida, es y será planeta, digan lo que digan estos individuos empeñados en desnombrar cosas que existen y en nombrar cosas que no existen, para intentar demostrar su existencia despúes. ¿O no es eso lo que hacen con el Bosson de Higgs? -soltó ella, mirando interrogativa y expectante al muchacho, que la observaba con una media sonrisa cómplice.
- Pues podría ser, claro, ¿porqué no? -respondió con una carcajada-. Sin duda es un nombre difícil de borrar, y suena muy...espacial, o a brujería, entre el abracadabra y los astronautas.

***

Es el recuerdo que vino a su mente, cuando, muchos años después, observaba el cielo brillante, luminoso, protegido apenas con unas Rayban último modelo, junto con el más pequeño de sus nietos, Adrián, que escuchaba fascinado como su abuelo le contaba que esa pelota gigantesca que lentamente se acercaba hacia ellos, en sus inicios, había sido un planeta.
–Es el Plutón de tu generación, chico, sólo que esta vez sí acertaron cuando le negaron la categoría de planeta. Y la chica que le puso nombre, Adrian, no es otra que Sara, la que hace esas tartas que tanto te gustan.
-¿Ah, si, abuelo? -preguntó, con la boca entreabierta por la memoria el pequeño-. ¿Y por qué le puso ese nombre?
- Verás, una tarde de verano, tumbados a la sombra compartiendo un buen vaso de horchata (en aquella época éramos novios, ¿sabes?), recordó el nombre de una estación de metro de una ciudad llena de vida del norte de España, y le pareció que sería perfecta para nombrar uno de esos astros que hasta ahora estudiaba como K-37654 o P-876643. Así que, con toda su tozudez, perseveró y perseveró, acosando a todos y cada uno de sus antiguos profesores y de sus nuevos jefes y compañeros hasta que lo consiguió.
-¿FUISTEIS NOVIOS?-inquirió el chiquillo, para el que el resto de la explicación se había perdido ante esa novedad impactante.
-Jajajajaja, si, Adrián, lo fuimos. Y, guárdame el secreto, volvemos a serlo ahora.
-Ualaaaaa...¿Y podemos ir ahora a verla? Igual tiene tarta de melocotones...
Y, dando por acabada la observación del cielo, se acercaron a la casa de las cortinas verdes, donde Sara les recibió, satisfecha, y les sirvió una tarta de mango enterita, junto con una dulcísima taza de chocolate blanco, pues en unas horas, cuando Astrabudúa llegara hasta su destino, hasta abrazarse con aquellos que le pusieron nombre, no tendrían que volver a preocuparse jamás por la diabetes o el colesterol.