lunes, 22 de septiembre de 2014

El relato de septiembre: "Marea baja".

Marea baja

Estoy sentado en una silla. Comienzo a girar la cabeza a mi alrededor, intentando averiguar dónde estoy. Pronto caigo en la cuenta. Me encuentro en mi casa.
Me miro las manos. Allí están. Arrugadas, marchitas, reflejando el paso del tiempo y de la edad, que no perdona… Qué raro. Yo pensaba que no estaban tan mal, al menos, no lo estaban tanto hace muy poco. ¿Son éstas mis manos?¿Son éstas mis auténticas manos?¿O son las manos de otra persona, que he tomado prestadas, y que ha pasado tanto tiempo, que ya no puedo encontrar a quien se las he de devolver? Bajo entonces los brazos.
Y de repente aparece esa chiquita, ésa que últimamente se está pasando tan a menudo por aquí. Es jovencita, morena, tiene el pelo cortito, y unos ojos preciosos. La estoy a punto de llamar por su nombre, pero de repente no me viene del todo a la cabeza. Ya está, lo tengo casi en la punta de lengua. Se llamaba… ¿cómo se llamaba?
-Venga, abuelo, tienes que levantarte. Vamos a dar un paseo.
¿Por qué me llama esta chica abuelo?¿Por qué cree que soy su abuelo? Yo creo que debo ser su novio. Al fin y al cabo, todavía soy joven, aunque es verdad que ella es muy joven también… ¿Por qué cree que soy su abuelo? Esta chica no está bien de la cabeza…
-Vamos, abuelo. Yo te cojo del brazo.
Pero me dejo llevar. Sus manos son tan suaves, tan agradables, el contacto tan límpido. Qué novia más bonito tengo. Da gusto hacer las cosas así. Me cuesta un poco levantarme. Pero luego le digo que no, que no hace falta, que puedo ir yo solo, que vaya ella delante si quiere. Vamos caminando hacia el dintel de la puerta.
El camino se hace largo. Parece que tengo las piernas cansadas, no sé, será de tanto hacer ejercicio… Las zapatillas de tela son muy cómodas, pero me molestan para caminar. Vamos acercándonos al marco de la puerta. De repente me doy cuenta de cuán inmenso parece conforme uno va aproximándose, de lo grande que es, esas líneas, verticales, gigantescas hacia el techo, ese marco horizontal, el dintel, que asemeja un arco abovedado de una monumental catedral aérea que flota sobre sus arbotantes, ese marco que se acerca, conforme me voy moviendo hacia él, ese marco que me envuelve, ahora me acerco, ahora estoy cubierto por el marco, envuelto por los quicios de la puerta, estoy pasando, giro la cabeza, he pasado, contemplo el marco desde el otro lado…
… y entonces, el horror. El pánico. ¿Dónde estoy?¿Cuál es este lugar?¿Quién me ha llevado hasta aquí? Me siento como si las paredes se me estuvieran viniendo encima, como si en esta gigantesca catedral fuera uno de esos hombres -¿cómo se llama?, por Dios, ¿cómo se llama?-, con miedo a los espacios abiertos. Me tiemblan las manos, me suda la cara y el cuello, siento angustia, miedo, el más puro y claro pánico, siento ganas de gritar… ¿Dónde estoy?, por el amor de Dios, ¿dónde estoy?, que alguien detenga las paredes, que quien sea evite que se caigan, por Dios, la bóveda, se me cae la bóveda, estoy encerrado, las paredes se están cerrando, todo es tan grande, tan inmenso, me siento tan perdido, tan solo, siento ganas de llorar…
Y entonces noto que la chiquita de antes se me ha acercado y me está abrazando.
-¿Dónde estoy?-le pregunto, angustiado, mientras me refugio, ella acariciando mi espalda, resguardado entre sus brazos-. ¿Dónde estoy?-le interrogo con los ojos, angustiados en lágrimas.
-Tranquilo, abuelo, tranquilo, estás aquí… Estás en casa.
Giro la cabeza, escéptico, aún húmedos en ojos. Luego levanto la vista hacia el marco de la puerta... Ahora me parece tan sólo un trozo de madera, tan normal como cualquier otro. No entiendo cómo me ha podido dar tanto miedo hace tan sólo unos segundos… Pero era tan imponente, parecía tan temible…
Sé que la barra horizontal de la parte de arriba de la puerta tiene un nombre… No es sólo el marco, tiene otro nombre… Creo que empezaba por “d”… De, de… No, por “e”, por “e”, empezaba por “e”… ¿Cómo se llamaba?
Lo trato de recordar entre lágrimas, mientras me aprieto los labios y lo miro, como implorando que me diga su nombre.
¿Cómo demonios se llamaba?
*
Hubo un tiempo en que yo me acordaba de las cosas. Hubo un tiempo, que a veces no consigo recordar, en que yo era capaz de recitar la lista entera de los reyes godos. En que caminaba por la orilla de la playa y acariciaba las conchas que habían dejado abandonadas los animales que un día las ocuparon, los cuales parecen haberlas dejado allí para que podamos admirar su casa, fijaos, qué bonita, está muy bien decorada, de verdad te gusta, sí, en efecto, me encanta, a mí me encanta también…
Alrededor de la mesa, al lado de la cual yo me encuentro sentado, se encuentran ellos: mi familia. Van dando vueltas, arriba y abajo, a derecha e izquierda, se levantan y se sientan, con tanta velocidad que no puedo seguirles. Una niña pequeña da vueltas alrededor de la mesa, y de los platos, y de la cubertería de plata, y de vez en cuando me tira de los bajos de los pantalones. Luego, una mujer un poco llenita, vistiendo un delantal, que sale de la cocina con un plato humeante en una bandeja. Sonidos, murmullos, de aprobación, de contento, un hombre moreno, de pie, que vuelve la cabeza al llegar la mujer, pero que no se sienta, sigue derecho observando un cuadro, y más allá, un par de jóvenes, los dos son pelirrojos, se parecen mucho el uno al otro, deben de ser gemelos, más allá, una chica de pelo rubio, con gafas de pasta rojas, muy guapa, que le da un beso a un chico mientras los más pequeños golpean los platos con las cucharas, y gritan mucho, y dicen “¡Felipe tiene novia, Felipe tiene novia!”, y ambos jóvenes se ruborizan… Y alguien, que no sé quién es, se vuelve a mi lado y me dice: “¿A qué es bonito, verdad?”, y yo asiento, le doy la razón, como si supiera quién es, pero eso da igual: en todo caso, sigue siendo todo muy bonito…
*
Me ha dicho alguien, que dice que es mi hija, que tenga cuidado. Dice que no puedo escribir las cosas que escribo ahora antes de las que he escrito antes. Dice que no me ha dado el cuaderno para que anote cosas al azar, sino en orden tal y como fueron ocurriendo. Pero creo que ya me he equivocado, o sea, que ya no hay mucho que hacer. La cosa saldrá entonces un poquito desordenada. Pero os puedo decir que lo que viene ahora después fue lo primero que escribí. Sí, creo que fue lo primero que escribí. Y lo que he escrito antes, lo he escrito después. O sea, que lo ha escrito una persona más vieja, y no más joven, como tendría que ser. Lo primero en este cuaderno fue escrito por la persona que ahora soy, y lo siguiente, por la que antes fui… Que lío, ¿verdad? Aunque quién sabe: quizás es mejor así. Dicen que en esta enfermedad verdaderamente no envejeces, sino que en realidad, vuelves hacia atrás, vas perdiendo años, hasta volver a ser un niño, y entonces piensas igual, y dices las mismas cosas, y te acuerdas de los mismos recuerdos, que cuando eras pequeño, es como si los vivieras de nuevo, nítidamente, como la primera vez. Me agrada esta forma de contemplarlo… Yo no estoy avanzando hasta la muerte… Estoy caminando, hacia el nacimiento…
*
Al principio yo recordaba. Lo recordaba todo. Tenía una memoria prodigiosa. Podía acordarme del año en que Beethoven había compuesto cualquiera de sus nueve sinfonías. Y podía nombrar las obras completas de Bach en orden cronológico, desde el principio hasta el fin. Pero eso era antes… Mucho antes de ahora…
Dicen que esta enfermedad es una enfermedad tramposa. Que va viniendo poco a poco, y sin que te des cuenta, se va metiendo dentro de ti. Dicen que no te das cuenta. Claro que te das cuenta. Lo que pasa, es que no lo quieres decir.
La primera que vez que me ocurrió fue cuando se me olvidaron las llaves. Cualquiera diría, es normal, ¿a quién no se le han olvidado alguna vez las llaves? A mí. A mí nunca se me olvidan. Forman parte de mi ritual, secreto y antiguo, que practico desde hace cincuenta años cada vez que voy a un concierto. Además, no era la primera vez. Era la tercera. Y fue cuando comencé a pensar que la cosa ya no iba bien. Llamé al telefonillo de mi casa, y mi hija me preguntó que cómo se me habían olvidado las llaves, con lo puntilloso que era yo para esas cosas.
-No, hombre, no, no es que se me hayan olvidado –le respondí-. Es que me apetecía escuchar el sonido de tu voz.
La segunda vez, fue almorzando… Estábamos en una reunión familiar, de ésas que organizamos por cada Año Nuevo, después de ver por la tele el concierto del mismo nombre. Mi hija, con su mandil siempre puesto, ese mandil que tan bien le sienta, iba distribuyendo la comida. Fue entonces cuando se me ocurrió preguntar:
-¿Me pasas otro ladrillo?
Un par de mis familiares se quedaron paralizados. Se escuchó una risita de niño, de alguno de mis nietos, como entrecortada por el siseo de una madre que le ordenaba callarse. Me di cuenta de que varias miradas incómodas se depositaban sobre mí. Sin alterarme, orienté la mirada hacia ellos y les pregunté, como por simple curiosidad, aunque la angustia me llenaba por dentro:
-¿Qué es lo que he dicho?
Mi hijo, de pelo moreno, señaló a la bandeja con un cuchillo.
-Has pedido que te pasen un ladrillo.
Entonces yo sonreí, como si simplemente se me hubiera derramado la copa de vino, y exclamé:
-¡Bueno, hay que ver, no se os puede gastar ni una broma! No te preocupes, hija, los filetes están buenísimos. En absoluto se me ocurriría, fuera de para ver vuestra reacción, llamarles en ningún momento ladrillo. Están riquísimos, de verdad. Me encantan.
Y entonces lo pensé. Pensé, ya está, soy uno de esos viejos de los que los hijos se hartan, y acaban mandándoles al asilo. Uno de esos cacharros inútiles que ya no sirven para nada, y que como los juguetes que se olvidan, se dejan aparcados en un trastero. Pobres juguetes, me dije siempre, mientras introducía las bicicletas o los balones pinchados de mis hijos en el habitáculo, y daba un par de vueltas a la cerradura del oscuro sótano, no sin que los objetos parecieran implorarme, antes de marchar, que no les dejara allí encerrados. Pero yo siempre colocaba el candado y me iba. Por las noches, yo descansaba tranquilo, ajeno a los chirridos que provocaba la bicicleta en su miedo histérico, incapaz de accionar su propio faro, para así poder encender las luces…
*
Un día, una de esas niñas rubias que están pululando todo el rato por aquí se me quedó mirando, mientras yo estaba sentado. Yo me quedé entonces observándola a ella, como jugando a mantener el pulso con la mirada. Ella apretó las cejas, muy concentrada, estaba empeñada en ganarme a toda costa. Pero en un momento determinado, se cansó y se dio la vuelta.
-¿Mamá, en qué dices que trabajaba el abuelo antes?
La señora oronda del mandil se acerca a la niña, y la eleva en brazos, mientras la pequeña va alargando su brazo hacia mí.
-¿El abuelo? Era director de orquesta. El mejor director de orquesta del mundo.
-¿Es verdad eso, abuelo?
Yo sonrío, pero callo, interesado. Me interesa mucho saber más sobre el tema sobre el que la mujer está hablando.
-Claro. Él movía la batuta, y a su señal, se ponían en marcha decenas de instrumentos. Violines, clavicordios, contrabajos…
-¡Guitarra eléctrica!
-No, cariño, no, guitarras eléctricas no. Pero sí violas, e instrumentos de percusión, y de cuerda, y flautas, y trombones… Al abuelo le llamaban de todo el mundo para actuar… Nueva York, Viena, Moscú… Incluso grabó un par de discos… Todavía tenemos alguno por ahí…
-¡Ahí va!¡Yo quiero verlos!
-Fíjate, Elvira… Fue tan famoso, que un día le dio un concierto al rey. ¡Al rey!¡Ése señor que sale hablando en la tele todas las navidades!
-¡Halaa…!
La mujer la baja al suelo. La niña se acerca hacia mí, y me toca la cara. Yo sonrío, como si volviera a ser un niño de nuevo.
-¿Y el abuelo ya no toca por lo de ese señor?
La madre pone cara de perplejidad…
-¿Qué señor?
-Sí, ése… Alsa y no-sé-qué…
La mujer la contempla con gesto reprobatorio. Se agacha hasta que sus ojos quedan a mi altura, pero yo no la estoy mirando… Ella alarga la mano hacia mí, como si yo estuviera ciego, como si no pudiera verla…
-Alzheimer, cariño. La enfermedad del abuelo se llama Alzheimer.
… pero yo alargo la mano, y acaricio la mejilla de la mujer con mucha ternura… No sé quién es ella, pero parece necesitarlo… En esos momentos, tiene pinta de que está a punto de echarse a llorar… Corto entonces con todo, cogiendo a la niña en brazos.
-¿Alzheimer?-pregunto riéndome-. ¿Alzheimer?¿Quién es ése?
-¡Eso!-grita la niña-. ¡Quién es ése!
La abrazo con fuerza, mientras nuestras narices se restriegan, qué suave tiene la piel. La alejo un poco de mí. Abro los labios para hablar:
-Tiene nombre de fabricante de lavadoras.
*
La primera vez que escuché ese nombre fue en la consulta del médico. Yo había ido allí a rastras, llevado por mi hija. No me hacía falta. A mí no me pasaba nada. Eran simples despistes, errores, cosas propias de la edad. Nada para tirar al abuelo a la basura, como quieren hacer los hijos siempre. Qué pesados son de vez en cuando. Tú los traes al mundo, les das una educación, unos valores, y al final, acaban haciendo lo que les da la gana. Eso es lo que hacen: lo que les da la gana. Entre pensamiento y pensamiento, escucho de refilón, enarcando una ceja, las palabras de la médica.
-¿Y desde cuándo tiene esos síntomas?
-Pues no lo sé exactamente: siempre ha sido muy guasón, tiene un sentido del humor muy suyo, y por eso, uno nunca sabe cuándo está de broma, y cuándo de verdad… Pero cuando nos lo trajo la policía, diciendo que no era capaz de volver a casa…
-¿Qué tal se sintió él tras ese incidente?¿Ha llegado a reconocer que tiene un problema?
-¿Mi padre? Volvió absolutamente enfurruñado. No dijo una palabra en toda la tarde. Sólo arrugaba el bigote, y cruzaba los brazos, manteniéndolos pegados al cuerpo, ¿ve?, así, en esa postura de ahora. Ni siquiera se sonrió cuando el policía le reconoció, y le pidió un autógrafo.
-¿Por qué cree que no reconoce los síntomas?
-En parte, por cabezón. Siempre lo ha sido. Luego, no sé, tiene la extraña manía de que le vamos a dejar abandonado en una gasolinera a la primera de cambio. ¡Como si no le tratáramos bien en casa! Creo que ése es uno de los motivos por los que no quiere dar a reconocer ningún fallo, y por lo que trata de disfrazárnoslo todo. Es como jugar con él al ratón y al gato: todo con tal de no parecer inútil.
Sí. En efecto. Ese pensamiento, es el que me amarga la existencia.
-¿Y algo más?
-Claro: su trabajo. Compréndale, él es el responsable de mucha gente. Se supone que él es el líder, el jefe, el que ha de dirigirlos a todos, el que encauza por el camino correcto a aquel que se ha perdido… Así que para él, la sola idea de perder el rumbo le resulta inconcebible. No va con su forma de ser. Además, fíjese: un violín tiene sus manos. Un piano, pues eso, las manos, los pies. Pero él se guía por su cerebro. Es el órgano más importante de su vida. Sin su cerebro, no es nada. ¿Adónde va a ir, si no le funciona?
Llegan en ese momento las pruebas. Escríbame la lista de números, del 0 al 10. Repítame estas tres palabras: caballo, cuchara, manzana. El caballo, se come la manzana, con la cuchara. La cuchara, le pega al caballo, con la manzana. La manzana, le da al caballo la cuchara. No sé, ya está, dejadlo, no puedo más, ¿por qué me hacéis pasar esta tortura?
Por fin terminamos. Mi hija me agarra del brazo.
-¿Ves, papá? No ha sido tan complicado.
Yo asiento. Asentiría cualquier cosa en este momento, si tuviera que hacerlo.
Lo que sea, con tal de volver a casa.
*
Esta enfermedad es muy curiosa. En la mayor parte de las dolencias de cualquier tipo, sobre todo las psiquiátricas, lo que tienes son momentos de crisis, en un intervalo de aparente vida normal. Instantes de locura, para gente que, por lo común, no muestra ningún síntoma. En cambio, en el Alzheimer, como en otras deficiencias, es al revés: dentro de un periodo de deterioro progresivo, aparecen, sin embargo, intervalos de lucidez. Y durante ese periodo puedes sentir, tocar, reír, hacerlo todo, como lo hacías antes. Volver a reconocer a tus antiguos familiares. Recordar… qué poco apreciamos las cosas, mientras todavía las tenemos…
Es una enfermedad llena de contrastes. La memoria procedimental, la de los actos automáticos, es de las más tardías en perderse. Puedes olvidar un nombre o una fecha, pero todavía eres capaz de manejar maquinaria pesada. Puede que se borre de tu memoria la localización de tu casa, pero todavía sigues siendo perfectamente válido para conducir hasta ella. E incluso, puedes mantener intactas las capacidades para tocar un violín… El problema es que te acuerdes, de las notas de la melodía.
Además, las cosas se olvidan al revés: en el orden inverso, al que las has aprendido. Algunos lo han comparado con un barco de regreso a casa: vas pasando por los puertos anteriores, los cuales, una vez los abandonas, sabes que nunca más volverás a verlos. Otros, en cambio, han hecho un símil con la marea: conforme baja, va dejando de tocar, con un beso a su paso, aquellas zonas de playa que fueron las últimas en cubrir. Y conforme las va dejando, va echándoles un último vistazo a todos esos granos de arena, diminutos, imperceptibles, pero inmensos, cristalinos bajo el sol, a los que no va a volver a tocar. Y va dejando atrás todas las conchas, todos los refugios de los animales, todas las algas marinas, todos esos seres vivos que, cuando la marea baje, se verán obligados a emigrar o morir… hasta que por fin, la marea descienda del todo, y todas aquellas cosas que envolvió, todo lo que por un tiempo estuvo cubierto del verde color del mar, se convierte, tras un tiempo de acción del sol, en un tórrido e inhabitable desierto…
Lo de la marea, además, ofrece la oportunidad de una segunda comparación, de una nueva metáfora. Y es que el agua, al mismo tiempo que va bajando, va y vuelve, continuamente, de nuevo al margen más externo de la playa, en forma de pequeñas olas. Olas que se encargarán, a pesar del esfuerzo de los niños por escribir en la arena, en borrar, continuamente, todas las cosas que él pretenda escribir. Y ese niño, al contemplar su derrota, intentará escribir más fuerte, hacer los trazos más hondos, se pasará horas luchando, negándose a resignarse, tratando, con lágrimas en los ojos, y cansancio en sus brazos, vencer a una marea que siempre vuelve, para borrar lo ya hecho… Todos nosotros hemos sido ese niño alguna vez. El problema, es cuando esa marea es tu vida, y el niño que se queda en la playa, oteando el horizonte y el agua, son todos los demás…
*
El día que volvimos al médico, a mi hija se le notaba una no sé qué en el alma. Un nudo agarrotado en el corazón, que le subía y le bajaba por la garganta. Creo que se esperaba lo que iba a pasar. Creo que sus labios temblaban, al susurrar, al empezar a silabear, la tan temible palabra…
Antes esto no era así. Antes, no tenía nombre, y por tanto, no producía miedo. Eran simplemente cosas de viejos, achaques que da la edad, se está empezando a poner un poco chocho, decían. Pero desde que tiene nombre, da mucho más miedo. Desde entonces, nombrarlo siquiera, es como una forma de exorcismo.
La doctora le dijo a mi hija que se sentase, pero ella no quiso hacerlo. Se quedó allí, envarada, incómoda, tiesa como el palo de una cucaña. La doctora quiso empezar a hablar, pero no podía. No avanzaba, se liaba, se trabucaba con las palabras. Entonces, incapaz de seguir adelante, cogió un lápiz y un folio. Y comenzó a escribir la palabra que empieza por “a”…
Pero cuando todavía no había avanzado ni un par de letras, mi hija, rápidamente, cogió una goma que se hallaba situada sobre la mesa del escritorio, y comenzó a borrar…
Y la doctora cogió entonces una zona de más abajo del folio, y volvió de nuevo a escribir, pero mi hija avanzó con ella, y borró de nuevo, para que no quedara el más mínimo asomo de letra, el negro del carboncillo iba manchando el papel…
Y la doctora cogió otro papel, y mi hija otra goma, y lo intentaron un par de veces, sin mirarse la una a la otra, tan sólo contemplando la superficie de este papel, en el que parecía estar escrito mi destino, papel en el que se hallaba impresa mi angustia y mi desesperación, como si hubiera sido escrita allí con mi propia sangre… Hasta que al fin, la médica levantó la vista y le dijo:
-Su padre va a tener lo mismo, se lo escriba yo en el papel o no.
Y mi hija le miró a ella:
-Y si eso es así, entonces, ¿para qué quiere escribirlo?
Y se alejó, dejando a la doctora con su papel y su lápiz. Después de un instante tranquilo, la doctora volvió a escribir. Esbozó sólo un par de letras.
Rasgó el papel, y lo tiró de nuevo a la papelera.
-Mi padre también está en el mismo caso, ¿sabe? –le confesó.
Y mi hija –con lágrimas en los ojos, lo sé, aunque yo no estuviera mirando-, me pasó el brazo alrededor del hombro, y le dijo:
-¿Usted también tiene un padre maravilloso? Enhorabuena. No sabe la suerte que compartimos…
*
Y a partir de ese momento, empiezo todo, el suave run-run de la maquinaria, del viejo reloj, que sabes que un día de éstos, más tarde o más temprano, se va a parar. Y todo avanza, cada vez más deprisa, y sientes que tienes que hacer cosas, muchas, muchísimas cosas, aprovechar todo lo que puedas hacer, todas las buenas emociones que puedas albergar, hasta que todo eso se olvide. Y hasta que te quedes encerrado en tu torre de marfil, con todos esos tesoros que tienes que ofrecer escondidos para el resto del mundo, como una Capilla Sixtina de pinturas rupestres inaccesible para el público, una iglesia románica que nunca podrá ser adorada, como semillas enterradas en una gruta, las cuales, por la ausencia del sol, jamás llegarán a germinar. Cuando tengas miles de pensamientos, palabras, obras de arte, que decir y que compartir, y todas esas cosas, sin embargo, no puedan salir jamás de tu cabeza. Y entonces mi hija me preguntó:
-Papá, ¿qué es lo que quieres hacer? Algún lugar que no hayas visitado, alguna experiencia que no hayas vivido, yo qué sé, cualquier cosa…
Yo la miré a los ojos y le dije:
-Quiero estar junto a vosotros… Y quiero seguir trabajando…
Bajé la cabeza.
-Ha sido lo que he hecho durante toda mi vida, y he sido feliz. ¿Qué otra cosa podría pedir?
*
Y la vida sigue, más normal o menos corriente, pero sigue siempre adelante. Eso es lo que no se detiene, incluso, aunque nos mantengamos parados. Cierras los ojos, y el mundo comienza a dar vueltas a tu alrededor, y se siguen los días, las noches y los eclipses, y lo único que seguirá siendo cierto en el mundo, es que el tiempo va a seguir pasando… Y tú tratas de quedarte quieto, tratas de agarrar muy fuerte el momento, pero éste siempre se te escapa, como si trataras de atrapar el agua entre las manos… Y cada vez que repites una acción, pensando que sigue siendo lo mismo, te das cuenta sin embargo, de que cada vez es distinto, y que a cada repetición, la partitura sigue siendo la misma, pero tú eres mucho más viejo…
Pero diriges, y diriges porque te gusta, y diriges porque te entusiasma, y por eso le haces caso a los médicos, y a las dietas, y los nuevos hábitos de conducta, y por eso, mientras mueves la batuta, perdonas la incredulidad inicial, la tuya propia y la de los familiares, te informas, averiguas que ahora hay sistemas que permiten predecir el Alzheimer con varias décadas de antelación, cosa que será muy útil, pero que a ti te llega demasiado tarde… Pero sigues dirigiendo, porque a Mozart, a Hayden, a Brahms, no le importan estas cosas, o sí que les importan, porque si no, no habrían compuesto esta música…
Y sigues dirigiendo, sin decirle nada a nadie, manteniendo la firmeza pétrea del capitán de barco, que si es preciso, habrá de hundirse hasta el fondo del océano con él. Nadie debe adivinar nada, ni el más mínimo temblor puede alterar tu dirección, tú diriges el timón, y nadie debe ponerlo en solfa… E incluso, si fallas, incluso, si te encuentras inseguro, lo disimulas con una broma, con un cabreo, con echarle la culpa a alguien que no se lo merece, pero no tienes más remedio que hacerlo… Lo que sea, con tal de que nunca sepan la verdad…
Así, hasta que llega el día. El día en que estás dirigiendo, y comienzas a escuchar susurrar murmullos sordos. El día en que descubres que los componentes de tu propia orquesta te miran extraño. El día en que descubres que algo anda mal, y tú no te estás dando cuenta. El momento en que lo paras todo, y preguntas:
-Señores, ¿qué les ocurre?¿Tienen ustedes algún problema con la partitura?
Y al principio un hondo silencio, nadie se atreve a levantar la mano, sobre todo los más jóvenes, los más tímidos, pobrecillos, yo siempre les exijo mucho, pero eso es lo que garantiza que el carácter se les ponga fuerte para que luego nadie les sople. Pero por fin, y con un pesar en mi corazón, se levanta un viola, uno de los más veteranos, contemplarle a él es como vislumbrar un reflejo, llevamos casi el mismo tiempo trabajando en esta profesión. Y entonces él dice:
-Es que, hemos notado algo inusual…
Yo coloco los brazos en jarras.
-Adelante, señores, no tengo todo el día.
Pero no sigas, por favor. Le imploro con la mirada. No sigas.
-Verá, es que nos hemos dado cuenta, de que –interrumpe la frase: balbucea levemente-, de que, en fin, cómo decirlo, de que últimamente ha disminuido usted la frecuencia de sus anotaciones... Y que de hecho, lo hace más destacadamente, y más a menudo, cuanto más frecuente resulta en la melodía la nota fa.
Y me mira con ojos claros, que también desean decir, como dijo el primer médico: “Puede que sea el estrés. Sí, quizás sea el estrés”, pero lo decía con lágrimas en los ojos, notándosele que no, que sabía que no era el estrés, y mi hija también lo sabía, pero todos nos consolamos más amigablemente con esa mentira.
Y entonces analizo lo que mi viola me acaba de contar… Y me doy cuenta de que he perdido una nota. Una nota que ya no puedo ni nombrar…
He perdido uno de los siete pilares de la escala musical… He perdido una séptima parte de un mundo, mi mundo… He quedado tullido, me he quedado manco, me quedado cojo de una nota, que no puedo ni mencionar…
Y desearía que el Sordo, el Gran Sordo, estuviera aquí para aconsejarme, ya que él tiene experiencia… Desearía saber qué se siente cuando te desposeen de uno de tus sentidos, cuando un genio maligno se lo lleva todo, cuando la marea baja, y al mismo tiempo derrumba nuestros castillos… Desearía sabe qué hubiera hecho Beethoven, si pudiera haber oído, pero nunca escuchado el fa…
Pero ahora no es momento de pensar. Trato de disimular un poco, comienzo a rebuscar un poco por entre las hojas de la partitura, como si la díscola nota se hubiera escondido, pillastre, tal vez debajo de un papel. Sin embargo, en un momento determinado, veo que no puedo tratar de seguir dilatando el momento ni un solo instante más. Entonces me sereno, ajusto la batuta en el atril, la coloco perfectamente en paralelo con respecto a la partitura, y pregunto a los miembros de la orquesta, con un tono absolutamente flemático:
-Caballeros... ¿conocen ustedes alguna composición que no tenga… esa nota?
El mutismo es inicialmente la tónica dominante, el estupor. Después, comienzan a negar los más jóvenes con la cabeza.
-Pues bien –afirmo yo-. Entonces toquemos una que tenga muy pocas…
Un violonchello es el primero en tocar. Son todos los demás en que le siguen.
Esta música no la he escogido yo. Es la que han escogido los músicos.

Se llama El Himno a la Alegría.
Siempre quise terminar mi carrera con esas notas…
*
Vuelvo a aparecer aquí, en esta reunión familiar, en la que nos encontramos todos, aunque yo no sepa de quién se trate. La señora gordita del delantal, las niñas revoloteando, el hombre del pelo negro, también esa chica tan joven, y con el pelo tan cortito, que de vez en cuando se arrima y me lanza una caricia. Y también un hombre calvo, bastante orondo, que de vez en cuando me llama papá… Pero es al revés, el padre es él, él es el padre de alguna de esas niñas que corre, que parece volar por aquí, danzando como un satélite a mi alrededor… Esa pequeña niña rubia, que se me acerca, que me toca, que me acaricia, que me recuerda tanto, por la forma de mi cara, a mi mujer… Dónde está mi mujer, me pregunto… Dónde se ha metido todo este rato… Llevo un tiempo sin verla… ¿dónde se ha metido?
-Anda, Elvira, no molestes al abuelo –le advierte con beneplácito el hombre calvo-… Le vas a acabar cansando.
-Pero tío Luis –responde la niña-, al abuelo le gusta. Fíjate como sonríe. Yo creo que le gusta.
-Qué más da –afirma el hombre de pelo negro, que se mantiene todavía de pie sujetando su copa, contemplando el mismo cuadro del principio-. Si no se entera de nada…
La mujer oronda vuelve la cabeza.
-¡Pero qué estás diciendo!¡Por Dios, que papá está delante!¡Y también tu hija!¡Que te puede oír!-no se atreve a decir, Que te está oyendo…
Pero el hombre se acerca a la mesa y deposita, con escepticismo en sus ojos, y un rictus de amargor y de cinismo en la mirada, su copa sobre la misma.
-Mi hija ya es mayorcita para darse cuenta de las cosas. Y tiene que saber la verdad. Que su abuelo es ahora mismo un vegetal, y que nada puede cambiar eso, por mucho esfuerzo que le pongas. Yo no pienso engañarla, como haces tú con tus hijos todos los días.
La mujer, bruscamente paralizada, no puede evitar quedarse con la boca abierta.
-Por el amor de Dios, que es tu padre…
-¡Era, mi padre…!¡Ahora, no es nada más que un tronco muerto, que ni siquiera sabe que existo…!¡Que de vez en cuando, me sonríe, y me sigue la corriente, como si entendiera lo que le digo, como tratando de disimular del mismo modo con que lo hace con los vecinos, pero yo sé perfectamente que no se acuerda de mí, que no ha tenido la decencia de acordarse siquiera de sus propios hijos, que detrás de esos ojos no hay nada…!
La mujer se levanta, con los párpados húmedos en sus bordes externos. Cómo puedes decir eso, se repite a sí misma, silabeando entre sus balbuceantes labios... No es culpa suya, parece decir, no lo hace a propósito, es culpa de la enfermedad... Pero no llega a decirlo, calla insegura, y al mismo tiempo, decidiendo sacar fuerzas de flaqueza, se planta firme ante quien en teoría es su hermano.
-¡Pues si eso es lo que piensas, ya te puedes ir marchando de mi casa!
El otro hombre se queda parado. Un silencio que destroza nuestros oídos nos rodea, de lo cortante que ha quedado el ambiente. Pero el interpelado aprieta los labios firmes en una línea, y no duda en responder al ultimátum.
-Pues de acuerdo. Si es eso lo que quieres, me voy.
Y agarra a la niña de la mano, y la arrastra en dirección a la puerta. Ella se resiste, se rebela, trata de zafarse de, la agarra con fuerza, la mano de su padre.
-¡Pero papá, yo no me quiero ir!
-¡He dicho que nos vamos!
-¡Pero.... el abuelo me necesita!
-¡El abuelo no necesita a nadie, Elvira!
Pero no, yo sí que siento, yo sí que la necesito, por favor, no me dejéis, no dejéis que se vaya, que venga conmigo, que me abrace, que me acaricie, que me toque, por favor, vente conmigo, por favor, no os la llevéis, yo sí que siento, dejadla que se quede, dejadla que venga hacia mí…
-¡Pero el abuelo...!
-¡No sufras por el abuelo, Elvira: ni tan siquiera recordará que te has ido!
Y cerró la puerta de un portazo.
Se hizo un silencio. Un silencio grave, dantesco, estremecedor. Y tal vez sea verdad. Es posible que se me olvide, quizás en unos minutos, tal vez en un par de días, ya no me acuerde de esa niña…
… pero sí que echaré de menos, aunque no las recuerde, esas caricias…
*
Echarle un vistazo a estas notas de mi padre es muy doloroso, y al mismo tiempo, me tranquiliza. Aprecio constatar que aún guarda ímpetu, y ánimo suficientes para escribir, que se niega a sufrir esta cruel transformación, ese oscuro mal que le acecha tras sus propios ojos, dentro de su propio cerebro, y que busca condenarle a la muerte en vida… Me gustaría pensar que él todavía se encuentra luchando, sacando de su interior fuerzas de flaqueza, como en esa ópera que tanto le entusiasmaba, en la que el personaje principal se rebela contra la muerte, y grita, clama, canta que desea ante todo, y sobre todas las cosas, vivir, que no renunciará, por más que se lo impidan, a su bien más preciado… Creo que a papá hubiera deseado que alguno de nosotros nos dedicáramos a la música. Nunca dijo nada, pero creo que se sintió un poco decepcionado al ver que ninguno de nosotros heredábamos su talento. Si pudiera ver al menos, cómo Elvira comienza a aprender a poner las manos sobre el violín… Seguro que le encantaría contemplar eso, seguro que al hacerlo, se le llenarían de ojos las lágrimas, y se sentiría tan ligero, que empezaría por fin a volar…
Cuidar a una persona que sufre Alzheimer no es fácil. Tienes que aguantar muchas cosas: saber que aquella persona a la que has amado, respetado, a la que has idolatrado toda tu vida, era un gigante con pies de barro y que ahora te necesita a ti, a ti, que cuando tenías cualquier problema, corrías a refugiarte en sus rodillas… Te sientes tan vacía, tan carente de respuestas, tan inexperta en todo, y sin embargo, él está allí, pidiéndote tu ayuda, como un niño perdido en la playa que anda en busca de su madre… Y tú te ves obligada a dársela, sin saber cómo ni por qué… Pero acabas aprendiendo. Y lo que es más importante: es muy duro. Pero perder una parte del cerebro no significa perder las otras. Y aunque las capacidades más cognitivas, lo que todos consideramos primeramente más exclusivo del cerebro, se vayan diluyendo poco a poco, las otras, las que no se miden en los tests de inteligencia, siguen estando allí… y a veces no hacen falta las palabras, sino que basta una sonrisa, o un abrazo, es como los niños de la India, con cualquier carantoña que les hagas, les haces felices. Es como el amor: el amor no son mil poesías, una habitación cubierta de flores, o un imperio que he conquistado para ponerle tu nombre. El amor es simplemente, estar allí, y saber instintivamente, incluso aunque no recuerdes su nombre, que allí le vas a encontrar…
Lo más duro de todo es la reacción de la gente… A mi padre le invitaban constantemente a actos de todo tipo. Conciertos, galas benéficas, homenajes. Cada tarde, se pasaban por aquí dos o tres amigos, para saludarle, para interesarse por su salud, para ver cómo estaba. Pero ahora, cuando a alguien se le ocurre venir por aquí, sólo ve a un pobre hombre que saluda muy amablemente, pero que sin embargo, cuando le hacen la pregunta maldita, “¿te acuerdas de mí?”, tan sólo mira muy fijamente a los ojos, como tratando de reconocer una cara y un rostro, para luego bajar la cabeza, agitarla levemente de lado a lado, sin cerrar del todo los párpados, con esos ojos oscuros, casi negros, que un día enamoraron a una mujer que se quedó prendado de ese hombre que tanta pasión irradiaba desde el escenario… Esos ojos que a mí, siempre me hicieron sentir segura…
Y a veces ocurren cosas extrañas, tienen lugar, sentimientos mágicos. Como hace un par de horas esta tarde, cuando me he encontrado sobre el sofá, tumbada, el sueño me había vencido, el trabajo continuo alrededor de todo y de todos me había conducido a una siestecita… Y cuando abrí los ojos le encontré a él, sentado en una silla, justito a mi lado, alargando su mano, tocando mi mejilla, con un cuidado, con una delicadeza, como si estuviera tratando con un pequeño pájaro y temiera que en cualquier momento, con cualquier gesto mínimamente brusco, pudiera hacerle daño… Y yo, todavía medio dormida, los cables no se habían conectado del todo en mi cerebro, me pregunté, ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí? Y entonces, con la lengua medio reseca, costándome todavía hablar, sin conectar del todo mis neuronas, entreabrí los ojos y le dije:
-Ahora mismo me pregunto, si soy yo la que te estoy cuidando, o si eres tú a mí…
*
La chica del pelo negro cortito me está abrochando los botones de la chaqueta.
-Venga, abuelo, hoy tienes que ponerte guapo. Esta noche van a venir todos tus amigos a verte.
Me ajusta entonces la pajarita y después estira, con la mano, una arruga que se había instalado en la superficie de la blanca camisa.
-Estás muy guapo, abuelo –me dice, y me planta un beso en la mejilla. Yo no sé por qué me llama abuelo, pero a nadie le amarga un beso, así que se lo perdono. Ella me coge de la mano y caminamos juntos. Ella también está muy guapa, con ese vestido de color violeta que lleva. Abrimos la puerta. Vemos entonces a la mujer del mandil, pero esta vez también muy guapa, y al hombre orondo de la calva, también con frac y pajarita.
-Parecemos los dos pingüinos –le digo, y él me asiente, sonriendo.
-Venga, papá, nos tenemos que marchar –me dice la mujer.
Cogemos entonces el coche. Yo me siento en la parte de atrás. Tengo sueño. Mucho sueño. Creo que me echo una cabezadita sobre el hombro de esa chica que dice llamarse mi nieta. Creo que ella me sonríe mientras lo hago.
Entonces, llegamos. No sé adonde, pero llegamos. Lo que si sé es que hay luces, muchas luces, destellos como de cámaras fotográficas, que se encienden y se apagan. Estamos ante unas escaleras de un amplio edificio. Todo está lleno de gente, que se apelotona, que se acerca, están con micrófonos, parece que me quieren hacer preguntas. Pero la gente que va conmigo me abraza, y me lleva hasta las escaleras, me aparta de todo ese estruendo. Levanto la vista y veo, en lo alto de este edificio, “Auditorio”, y detrás, un nombre que me suena, que debe parecerse mucho al mío… Y comienzo a recordar este edificio, comienzo a sentir de nuevo que oriento sus pasos hacia él, comienzo a desplazar mis zapatos por su esmerilada superficie, vuelvo a bajar por la barandilla de las escaleras, como cuando entré aquí por primera vez, cuando era tan sólo un niño…
-Vamos, papá, que no podemos llegar tarde.
Y pasamos por un vestíbulo, y seguimos por unas escaleras, y acaricio las barandillas, sin que me de tiempo… Y llegamos entonces a una inmensa sala, toda llena de asientos, el escenario está allí, en el fondo, y todo el mundo viste ropa elegante, y todos están contentos y sonríen, y veo muchas caras, que me saludan, que me aplauden, que se ríen, que yo no conozco, pero que agradezco, agradezco más que nada en este mundo, agradezco más que muchas otras personas que sí que las pueden recordar… Y entonces mi hija me coge del brazo, y me lleva hasta un lado, y entonces veo como se levanta de su asiento un hombre, ante el cual todo el mundo se levanta y le hace reverencias al pasar, se parece a alguien que me suena, se parece a un retrato que tenemos colgado en casa, con un pañuelo en el fondo que tiene un color muy bonito, todo rojo y amarillo…
-Estamos encantados de tenerle aquí –me dice el hombre, dándome la mano, mientras todos aplauden, y yo asiento, le sonrío mucho, sea quien sea. Él está allí, y eso es lo único importante… Seguro que se merece esos aplausos.
-Mira, abuelo –me dice la chica-, todos esos aplausos, son para ti…
¿Para mí?, me llevo la mano al pecho. ¿Para mí?¿Por qué?¿Por haber vivido?¿Por seguir estando vivo? Puede que sí… Puede que todos merezcamos, tarde o temprano, un pequeño aplauso por ese enorme milagro que perpetuamos día a día…
Nos conducen entonces hasta un palco, que también me suena, que cuando lo toco, cuando paso la mano por los bordes, me recuerda a algo que yo hice, en algún momento, hace mucho tiempo, quizás en un millón de ocasiones. Nos sientan en una mesa, el hombre del cuadro también se sienta, se apagan las luces… Se abre el telón, el director de orquesta hace una reverencia, los músicos empiezan, mientras una voz canta, a tocar… Si yo me acordara, si yo tuviera memoria para saberlo, sabría identificar esa melodía, y diría que es el aria Nessum Dorma, de la Tosca de Puccini… Y si yo me acordara de algunas otras cosas, podría soñar…
Podría soñar en mí mismo, con ese frac, dirigiendo la orquesta, con la Nessum Dorma de fondo, mientras yo movía mis manos, las dirigía como lo hacía antes, mientras yo me acordaba de todas las notas, mientras desplazaba mis brazos en un vuelo ágil, rápido, infinito, in crescendo, hacia el movimiento, la lucha, la música… y de fondo, rodeando la música, rodeando el concierto, el mar, ese mar, que no se resigna, que se rebela, que se niega a estar en calma, que levanta sus olas, que se elevan al cielo, que tratan de besar el aire, de empañar, en una tormenta, entre los arrecifes, de sonidos los cielos… y allí, tocando, están ellos, mi hija tocando el trombón, su marido tocando el bajo, mi hijo con la viola, mi nieta, con ese precioso pelo negro, manejando la flauta… Y al lado, a mi lado, Elvirita, que maneja el violín, como si la estuvieran guiando los ángeles… Y el Nessum Dorma sonando, mientras el mar va tronando, mientras todos interpretan con fuerza la música, mientras yo agito mis manos, mientras en el fondo, en el escenario, una muchacha, de tan sólo veinte años, se está emocionando, y siente que se acaba de enamorar...







Dedicado a la familia Suárez, a quien el homenaje le debería haber llegado, siempre mucho antes.

Agradecido a Alejandro Amenábar: la influencia de “Mar adentro” se aprecia claramente en la última escena de este relato, pero me pareció tan hermosa, que he preferido reconocerla a simplemente eliminarla o tratar de alterar su esencia. Confío en que Amenábar (que compite en ámbitos muy distintos que los míos) sepa disculpar este humilde homenaje.

A Ana Jorge. 
A todos los pacientes que sufren esta terrible enfermedad.
A mi tía Julia.

Nota: en este relato, no se han respetado la veracidad de los síntomas, ni la lógica evolución de la enfermedad. La realidad, como casi siempre, es mucho más hermosa.



El pasado domingo, 21 de septiembre, fue el día internacional de la enfermedad de Alzheimer.

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