lunes, 27 de julio de 2015

El relato de julio. Un cuento erótico: "Sherezade".

Sherezade
(Un cuento erótico)

                La noche había comenzado bien. O eso le decía yo a Rodríguez. Sin embargo, él no manifestaba el mismo entusiasmo.
                -Fíjate en esa camarera –le apuntaba a Rodríguez entre copa y copa-. Te ha guiñado el ojo. Vamos, no puedes negarlo. La cosa te va bien, los hados te sonríen.
                -Sí, claro, eso, como siempre… Luego yo le hablaré, ella me hablará, descubriremos que no tenemos nada en común, o quizás conectemos, entonces tendremos un rollo de una noche, y quizás esté muy mal, o muy bien, y seguiremos, o no, y nos cabrearemos, y volveremos a empezar…
                -Ya veo que has venido hecho unas castañuelas –le repliqué irónico mientras ajustaba el alfiler de mi corbata.
                -Es que siempre es lo mismo, Lucas… De un tiempo a esta parte, siempre me pasan las mismas cosas. Me convence la idea de estar durante un rato con una chica, pero conforme pasa el tiempo, descubro todo lo que puedo saber de ella, y entonces la cosa se vuelve monótona y aburrida… Y si sólo quieres líos de una noche, dejas una estela de corazones rotos que es muy difícil sobrellevar… Por no hablar de la cantidad de veces que explorar tan sólo te lleva a decepciones.
                -¿También en la cama?-le pregunté yo con todo el cinismo del que fui capaz mientras bebía de mi copa y rastreaba con el radar en la dirección contraria.
                -También en la cama, sí –replicó Rodríguez-. Hay una cosa que te he tratado de explicar.
                -Sí, perdona un momentito… Hola, guapas –dije yo abriendo los brazos de par en par para acoger a las dos gemelas pelirrojas que me habían reconocido y se habían acercado a mí-. Hoy os quiero presentar a Román Rodríguez, un compañero de mi empresa. Creedme, es un tipo muy especial: éste no es de los que se leen frases filosóficas para soltarlas en reuniones de empresa y darse el pisto. Éste es de los que leen filosofía de verdad.
                -Oh, qué interesante –soltaron ambas gemelas, casi a dúo, mientras Rodríguez arqueaba las cejas, escéptico.
                -Y además, toca un instrumento… El saxo, me parece, ¿no?
                -El saxo tenor, en concreto –aclaró Rodríguez.
                -Oh… Eso suena algo muy complicado –indicó una de las gemelas, rompiendo la simetría.
                -Bueno, es que me gusta mucho el jazz y la música de los años 20 y 30… Duke Ellington, Charlie Parker, Coleman Hawkins, ese tipo de cosas…
                -Oh, es… muy interesante –repitió la misma gemela, inclinándose hacia él-. Yo siempre he sido muy fan de Frank Sinatra… Y también de One Direction…
                -Sí, claro –sonrió Rodríguez, en su faceta del más experimentado actor-, ésos también están muy bien…
                -Me aburro –soltó completamente impertinente la otra gemela, haciendo una de las pocas cosas que pueden molestarme de una chica guapa-. ¿Por qué no bailamos un poco?
                -Id adelantándoos vosotros, chicas, que ahora vamos –una vez la nube de las gemelas se hubo despejado, pude volver a introducirme en mi tormenta con Rodríguez-. ¿Pero qué haces, Román? Fan de algo que parece poco corriente y sofisticado, sí; soltar nombres que no conoce nadie, no. ¿Quién puñetas es Coleman Hawkins? Con Ellington y Parker hubiera bastado. Esas cosas raras pueden atraer a las chicas en un primer momento, pero luego las espantan. ¿No has pensado en abordarlas con algo más normalito?
                -Ya te he dicho que no estoy interesado –expresó pesaroso Rodríguez-. Sí, es verdad, a nadie le disgusta un polvo, y menos con una chica guapa, pero no sé si me merece ahora mismo todo el esfuerzo que requiere…
                -Tú lo que pasa es que echas de menos a Sonia. Y lo entiendo. Pero, y discúlpame ser tan agresivo, los muertos no resucitan. Así que no tienes más remedio que cambiar completamente de mentalidad…
                -Sí, ya lo sé, no aferrarme al pasado, todas esas cosas… Pero ya sabes cómo era Sonia… Con ella, todo era distinto. Con ella, cada día era especial…
                -¿También en la cama?-dije repitiendo el chiste.
                -También en la cama –respondió nostálgico Rodríguez-. Recordarás aquella ocasión…
                -Sí, ya, claro, claro, no hace falta que me lo digas…
                Por supuesto que me acordaba. No se me quitaba la visión de la cabeza desde que Rodríguez me la contó…

*                                            *                                             *

                Yo volvía a casa después de una larga reunión de trabajo. Lo que no me podía figurar era lo que me iba a encontrar.
                Abrí con mis llaves. El ruido que surgió detrás de la puerta debía haberme hecho sospechar. Y, sin embargo, cuando me cayó un largo alud de bolitas de poliexpán, como las que se utilizan para forrar los paquetes por dentro y evitar que se dañe su contenido, me pilló por sorpresa. El maletín se me cayó de la pura impresión. Comencé a caminar hacia el salón, buscando una explicación, y lo único que conseguí fue sumergirse en un mar de poliexpán que me llegaba hasta el pecho. De repente, noté cómo una mano me bajaba un calcetín a la altura de su correspondiente tobillo. Me sobresalté, como si me hubiera atacado una anguila eléctrica. De repente, surgió la cabeza de Sonia entre la corriente de poliexpán. Sonreía, con sus ojos azules y su pelo negro corto con un flequillo que no llegaba a ocultarle las finas cejas.
                -¿Y esto?-pregunté yo.
                -¿Qué pasa, nunca te habían dado una sorpresa de este tipo?
                Sonia, que nadaba o buceaba alternativamente dentro de la nube de poliexpán, se acercaba a mí de vez en cuando. Consiguió quitarme un zapato conforme me trataba de desplazar, trastabillándome, a través tan viscosa textura. Luego un calcetín; más tarde otro. Cuando consiguió agarrarme del cinturón, yo la atrapé como a una sirena en medio de la espuma marina, y ella se asió a mí intentando arrebatarme la corbata. Fue entonces me di cuenta de que estaba completamente desnuda: palpé sus suaves senos en medio de aquel río de etéreo plástico. Luego le agarré los glúteos y más tarde ascendí hasta los aterciopelados muslos. Ella se ancló a mí, incrustada en mi cintura gracias a una presión rígida e inamovible. A pesar de que sus pantorrillas estaban frías, la temperatura de mi cuerpo -conforme ella me quitaba la camisa y empezaba a lamer mis pezones-, comenzaba a incrementarse sin remisión, y especialmente en la zona del bajo vientre, casi a quemar…
                La tormenta que sacudió aquel particular océano en el que flotábamos fue dura, agreste, salvaje; no hubo limitación ni intermediarios entre nosotros. Piel contra piel, cuerpo a cuerpo, yo me encontraba devorando su cuello cuando mi cuerpo llegó al clímax, y el producto de mi éxtasis, como fuegos artificiales, se entremezcló con la blanca espuma que rodeaba nuestros cuerpos…

*                                            *                                             *

                No sabía cuál era la mirada más evocadora en aquel momento por encima la mesa cuando a ambos se nos pasó la misma historia por la cabeza, si la de Rodríguez o la mía. En todo caso, fui yo el que rompí el silencio cuando le repuse:
                -Ya, pero ésa no es la cuestión…
                -Sí, ya sé cuál es la cuestión. Pero hoy no me apetece ponerme a resolverla. Lo siento, amigo. Gracias por los consejos y los ánimos, pero creo que me voy a casa.
                Rodríguez cogió su chaqueta y se levantó. Yo suspiré, decepcionado, y le despedí perezosamente con la mano al mismo tiempo que me despedía del fascinante plan con las gemelas. Aunque, conforme Rodríguez se aproximaba a la puerta del bar, ocurrió algo que desde el principio intuí que iba a volcar a toda la situación.
                No sabía, de hecho, de donde había salido aquella chica. Mira que tiendo a fijarme en estas cosas y a escanear de arriba abajo todo elemento femenino que entra en mi radio de acción (el cual, por otro lado, abarca bastante metros), pero en este caso, era como si hubiera aparecido de repente, o como si siempre hubiera estado allí. La chica no era fea, más bien al contrario, yo diría que atractiva, con un pelo rubio anaranjado cubriéndole parte de la cara al estilo de las actrices de los años 40. Llevaba puesto un vestido de fiesta de lentejuelas azules iridiscentes que seguía de manera sinuosa sus curvas. El problema era su expresión, y la orientación de todo su cuerpo, casi abandonado (como una botella vieja que hace mucho que nadie se atreve a beber) sobre una silla situada justo al lado de la barra. Tenía pinta de hastiada, de decepcionada, de tan cabreada que ni siquiera dejaba espacio para lo triste. La típica actitud que no pega nada con una chica que se ha vestido para salir de fiesta. Pero, claro, ése es el típico misterio que puede atraer a un fan del jazz que anda de vuelta de todas las cosas y necesita un cierto incentivo para avanzar un poco más. Quizás, también, el contenido del tatuaje que se desvelaba en la espalda desnuda de la chica sirvió de aliciente.
                -Buenas –se aproximó él-. Estaba pensando en alguna frase original y simpática con la que acercarme a ti y abrir conversación, pero la verdad es que no se me ocurre nada más que decir que me has llamado la atención y me gustaría saber más que ti… Ya ves, no se te ha acercado el tipo más inteligente del bar, o al menos no todavía…
                La otra levantó la vista, sin dejar por ello de seguir bebiendo de su cocktail a través de una colorida y fantasiosa pajita.
                -No. No quieres conocerme. Crees que quieres –expresó a través de una voz que también pegaba con la de una actriz de los años 40-, pero en cuanto sepas más de mí, casi seguro que no. Ya te ahorro yo el esfuerzo. Es mejor que te busques a otra.
                Cualquier otro en su caso hubiera probablemente extraído de la manga unas palabras de disculpa y se hubiera marchado discretamente. Pero Rodríguez estaba en esa fase en que lo único que puede estimularle a seguir adelante es precisamente que algo le eche para atrás. Lo que se pone difícil. La tela que estás deseando quitar no es precisamente la transparente, sino la que no te deja ver lo que hay debajo.
                -Bueno, puedes probarme. Creo que no tengo una mala conversación; no te voy a pedir nada que no quieras; y, sobre todo, en el momento en que te aburras de mí, puedes mandarme sin más preámbulos a coger la puerta. Pero me sigue apeteciendo saber más de ti. Así que, si te apetece que me siente y te invite a otra copa…
                Yo asistía a este diálogo, desde cierta lejanía, escuchándolo todo muy atento. Rodríguez me preocupaba en cierta medida, y también he de reconocer que si la historia de la chica se terminaba en ese momento, se acababa todo por esta noche, y lo cierto es que a mí también me interesaba que aquello continuara un poco más.
                Por eso me gustó comprobar que la chica había hecho un gesto tácito para que Rodríguez se sentara.
                Me levanté y fui a buscar a las gemelas. Pero no podía parar de pensar en aquel tatuaje en la espalda.

*                                            *                                             *

                Era fin de semana. Tardé un par de días en volver a ver a Rodríguez. Pero cuando éste volvió por la oficina, por encima de la próxima reunión de proyectos, tan sólo tenía una pregunta:
                -¿Qué tal te fue con esa chica?
                Rodríguez, que ya de por sí traía cara de bastante descompuesto, tardó unos cuantos segundos en reaccionar:
                -Buf… Buf… Buf… Es demasiado largo e intrincado de contar. Si quieres te lo digo luego… a la hora de la comida.
                Sin embargo, yo insistía. Le dije que no podía dejarme ahora sin saber nada, con toda la miel en los labios:
                -No puedo darte una respuesta clara –replicó severo-. Es mucho más complicado de lo que parece.
                -¿Pero cómo de complicado?¿Hubo tema al final o no?
                Rodríguez acercó sus ojos a los míos.
                -Hubo tema, sí… pero no sé con quién.
                Y lo dijo como si, de su tumba, hubiera visto aquella noche ver salir caminando un fantasma. Aquello, lejos de apaciguar mis ánimos, no hizo sino hacerme temblar más ardientemente la boca del estómago, henchida de curiosidad.
                El rato hasta la hora del almuerzo se me hizo eterno. Cuando Rodríguez entró en el comedor, los cubiertos en mi mano temblaban. Claro que (como pude confirmar cuando Rodríguez se sentó y se llevó un vaso de agua a los labios), yo no era el único.
                -Antes de que te diga nada –no me dejó ni preguntar-, quiero que sepas que yo todavía no sé muy bien cómo afrontar esto, o si debo creérmelo del todo… Pero es verdad que necesito contárselo a alguien. Y contárselo tal y como pasó…
                Volvió a sorber otro trago.
                -… a ver si, de esta manera, puedo empezar a creérmelo yo.

                Por mucho que me esforzara, no pasaba con esta chica de la frontera de las conversaciones intrascendentes. Se negaba incluso a darme su nombre. A ratos parecía tímida, y otros simplemente arisca. Se notaba que tenía mucho mundo detrás, y que de todos los temas que sacaba, por muy estrafalarios que fueran, ella podía aportar siempre muchísimo más que yo. Pero se negaba a contribuir mucho a la charla, como si cada palabra la hubiera empleado ya demasiadas veces, y fuera un juguete manoseado con el que no quisiera divertirse más. Y, sin embargo, no me mandó a tomar con viento fresco y seguía bebiendo allí al lado conmigo, aunque me diera la extraña impresión de que no lo hacía porque quisiera sino porque no tenía más remedio. Me pregunté qué motivos impulsan a una chica que no tiene ganas de fiesta a salir a las tantas de la noche vestida de una manera tan atractiva y entrar a un bar. Pero claro, no me podía intuir todo lo que había detrás.
                Llega un momento en que no se puede hablar más, en que ya ha habido suficientes copas, y es momento de volver a casa. Me ofrecí a acompañarla. Ella asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. No era una negación, pero desde luego tampoco una invitación clara. Parecía casi más desidia que otra cosa. La verdad es que aquello me desalentó bastante. Llega un momento en que tanta resistencia, en lugar de servirte de acicate, te deprime, y que si sigues rascando y no se te muestra nada, piensas a lo mejor simplemente es que no hay nada debajo que mostrar. Por eso, cuando la despedí en la puerta de su casa, y ella no insistió, casi me lo tomé como un alivio. Iba a marcharme cuando de repente (apenas tras el minuto que tardé en convencerme de que ya no había nada que hacer) se abrió la puerta. Y entonces, una mano llena de uñas afiladas y de un color rojo intenso me arrastró.
                Me había llevado hacia adentro de la casa una portentosa mujer con una piel de tintes intensamente morenos y orientales. Una impresionante hembra semidesnuda, que como única vestimenta llevaba puestas una especie de corazas parciales que le ocultaban sólo ciertas partes del cuerpo, pero insinuaban o dejaban plenamente a la vista todo lo demás. Entre esas porciones de armadura de un color broncíneo, un par le cubrían los hombros y sólo en cierta medida unos sugerentes pechos, cuyo escote y semiocultos pezones invitaban abiertamente al pecado. En lugar de ropa interior, sus caderas estaban circundadas de una cadenita dorada que surcaba la cintura y luego trazaba un contorno hasta su bajo sexo. Pero lo más intimidante de todo era el tocado de la cabeza, una mezcla entre corona y casco de guerrero debajo de la cual se adivinaba un intenso cabello negro y, sobre todo, unos ojos de gato de un desconcertante color amarillo, con un círculo de fuego alrededor de la pupila. En condiciones normales yo hubiera preguntado algo, pedido un tiempo muerto, o hubiera salido corriendo, pero cuando una fuerza de la naturaleza de ese tipo te atrapa y te arrastra hacia el dormitorio, no hay nada que puedas hacer. Ni yo quería, porque me encontraba completamente subyugado.
                Aquello fue una batalla. Y la perdí por todos los frentes. La perdía incluso cuando ella ejecutaba ciertas actitudes de sumisión, como cuando, con esos labios teñidos de negro, devoraba con ansia todo mi miembro, pero en realidad, la mayor parte de las veces dominó ella. Lo hizo conforme me permitió devorar sus senos, lo hizo conforme me obligó a recorrer con ansias mi lengua por todo su sexo, y también cuando nos arañamos mutuamente la espalda, en su caso con garras que parecían cuchillos. Me pude fijar de reojo en que, si bien las uñas de una mano lucían de un tono rojo apasionado, las otras eran de colores variados, desde un azul lapislázuli a un verde esmeralda, e incluso la del índice dibujaba un arcoíris. Pero tampoco tuve demasiado tiempo para contemplarlas, porque cada postura dejaba rápidamente paso a otra, en una carrera sin tregua ni compasión. Durante el lapso de tiempo en el que ella se encontraba encima de mí, cabalgándome como si fuera un potro de carreras, elevando los ojos cerrados al cielo y apretando los dientes mientras me clavaba los dedos en los muslos, me dio tan sólo la brevísima sensación de que (a pesar de toda aquella espectacular diferencia física) entre la mujer que me había plantado delante de la puerta, y la otra que estaba allí sacándome las fuerzas como un súcubo en su apogeo, había ciertos rasgos y elementos en común… Pero no pude pensar mucho en ello, porque aquellos estremecedores movimientos pélvicos me llevaron al éxtasis, y me vacié por completo dentro de aquel volcán de deseo, quien me secundó al mismo tiempo con un impactante grito de placer que provocó aún más terribles sacudidas. A pesar de todo, todavía seguimos guerreando intensamente, amándonos hasta matarnos, durante media hora más.
                Al día siguiente, estaba hecho polvo. Tanto, que no recordaba siquiera cómo había terminado la noche después de aquella enorme confrontación de sensaciones. Era capaz de rememorar perfectamente el tacto de sus glúteos, la visión de sus vértebras reflejándose en las curvas de su espalda, el olor de su cuello, el dolor de sus colmillos clavándose en mi oreja, el sabor de mi propia sangre sobre sus labios… pero no tenía ni idea de cómo había acabado durmiendo en el sofá. Me levanté algo aturullado y me desplacé hasta donde creía que estaba el dormitorio. La puerta estaba cerrada. Golpeé un par de veces con delicadeza. Al ver que no había respuesta, intenté girar el pomo, pero estaba cerrado con llave. Entonces se deslizó, escurridizamente, una tarjeta por debajo de la puerta. Me agaché y la miré.
Antigüedades Alexandria
Objetos inalcanzables.
                Debajo había una dirección y un teléfono. No obstante, aquello no me parecía ni mucho menos suficiente. Iba a decir algo en tono enfadado, pero de repente me di cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de la o las mujeres que habitaban aquella casa. También me dije a mí mismo que, después de todo, no era la primera vez que alguien, después de una noche de pasión, no quiere volver a ver a su contrincante. Debía aceptar la derrota deportivamente, aunque reconozco que me marché con una sensación amarga. De hecho, recogí mis cosas rápidamente y ni siquiera le eché un ojo a la casa, a pesar de que parecía interesante (con una amplia biblioteca, multitud de objetos de aspecto antiguo y exótico, y una lámpara de techo con apariencia de añeja). Pero, a pesar de todos estos pensamientos, un incómodo comezón de intriga me ocupaba completamente el espacio situado entre la ropa y la primera capa de piel, y cuando esto ocurre, uno no suele quedarse parado.
                Así que ese día volví a mi casa, dormí un par de horas, y luego me levanté como si llevara encima una resaca de tres días. Para airearme, salí de casa. Y mis pasos me llevaron de manera casi inconsciente a la dirección de aquella tienda de antigüedades. Que fuera fin de semana no me preocupaba. De alguna manera, intuía que iba a estar abierta. No podía imaginarme otra alternativa posible.
                La dirección resultó llevarme a una oscura galería comercial que parecía completamente abandonada, con casi todos los negocios cerrados o directamente en estado de descomposición. Caminé durante varios minutos por lo que parecía un viejo museo de negocios perdidos, con marcas ya obsoletas o eslóganes que estuvieron de moda en épocas más que pretéritas. Si en aquel momento hubiera aparecido un monstruo al otro lado de un oscuro pasillo, lo cierto es que no me hubiera extrañado lo más mínimo. Pero me encontré algo que incluso me impactó más, y era la propia tienda que estaba buscando, aunque abierta.
                No obstante, el que parecía el único habitante de aquel refugio carente de luz y instrumento alguno para limpiar el polvo me rehuyó con la mirada cuando llegué, y corrió (más bien trotó lentamente, como un elefante viejo) a esconderse en lo que adiviné como un escondite de viejos libros, relojes, lámparas de aceite, y objetos de diversa clasificación, como una cucaracha huyendo de la luz para dirigirse a un sótano donde puede entablar comunicación más cómodamente. El dueño de la tienda (o eso supuse que era), un hombre anciano de cabellos grises y un pulcro bigote que parecía encontrarse hablando siempre al cuello de su americana de terciopelo rojo, sostenía una pipa en la mano mientras me literalmente monologaba, y yo sólo podía intuir su rostro a través de los espejos antiguos, pues siempre me daba la espalda.
                -Perdone el hermetismo –indicó él-, pero he de tener cuidado con la gente de la inmobiliaria. Pretenden comprar mi negocio para terminar de derruir esto, por si no se derruye por sí mismo, y transformarlo en un bloque de edificios. Pero yo sigo resistiendo pese a todo, manteniendo este lugar en pie… Aunque, como quería indicarle antes de la digresión, noto perfectamente que usted no es uno de ésos. Me lo dice su mirada, su aire de curiosidad. Usted busca algo, ¿verdad?, y no sabe muy bien cómo podré ayudarle. ¿Me pasa usted esa tarjeta? Ah, claro… Hacía muchísimo tiempo que no veía una de éstas. Hace mucho que dejé de producirlas. Y esto sólo puede provenir de una única persona… Usted viene a verme por ella, ¿verdad? Claro, cómo no. Todo adquiere sentido al final, siempre, si uno se para a esperar un poco. Y eso va por mí pero, sobre todo, también va por usted.
                El hombre se sentó en una amplia mesa, pero que parecía diminuta al hallarse ocupada por altas columnas de libros. Sacó uno de ellos de una de las columnatas y lo abrió, provocando una estampida de (probablemente) una manada de seres invisibles, y también bastante polvo.
                -Perdone también la falta de espacio y el desorden… Los académicos que no nos resignamos a seguir las directrices de la universidad tenemos que refugiarnos en este tipo de atalayas. Claro que no me quejo: en ese antro de desconocimiento hay más polvo que aquí, y además no dejan lugar para la alternativa “no oficial”, para las conclusiones que no obran bajo consenso… Prefiero conservar la independencia en este lugar, y atender de esa manera a cuestiones que uno no puede explorar de acuerdo a las teorías estándares… Como lo que vivió usted anoche, ¿verdad?
                Cerró el libro de improviso, no sin dejar dentro de él un marcapáginas un par de segundos antes, y me miró por encima de sus gafas de anteojos cuadrados:
                -¿Bajo qué forma se le presentó a usted?¿Doncella, madre, bruja?¿En qué momento se obró la transformación?
                Le describí brevemente el intenso encuentro que había tenido lugar aquella noche. Asintió con aire de un buen confidente.
                -Isis, sin duda. La hechichera egipcia, capaz de todos los embrujos. O, más bien, una de sus múltiples manifestaciones. Las representaciones de diosas no son ni mucho menos únicas. Y, en gran medida, se adaptan a lo que el mundo espera de ellas. Como ocurre con todos los dioses, después de todo.
                Supongo que constató mi expresión de incomprensión, así que el hombre prosiguió:
                -No sabe usted la suerte que ha tenido… o la maldición que le ha caído encima, depende de cómo lo mire. La mujer con la que se encontró usted anoche, fue… Bueno, por decirlo brevemente, es, por así decirlo “la mujer”. Espero que capte las comillas que hay alrededor de mi definición. Quizá lo entienda mejor si le hablo desde el punto de vista mitológico. En otro tiempo se la hubiera calificado como hada, una ninfa, una sibila incluso… Ahora, simplemente, en este mundo tecnológico, todas estas ideas son difíciles de clasificar, y por tanto no se clasifican. Lo que debe usted entender es que la mujer que conoció usted anoche, antes de las doce de la noche, no es distinta de la que se abalanzó sobre su cuerpo tan sólo unos minutos después… Es sólo una de las caras con las que se muestra: hoy tiene una, mañana tendrá otra, y así indefinidamente, hasta el fin de los tiempos. Le resultará a usted complicado de creer que un hecho como éste no sea conocido por el gran público, pero es que para este espécimen en concreto, es fácil ocultarse mediante la táctica de hacerse pasar por personas distintas. Tan sólo es posible apercibirse de que todas esas mujeres son la misma persona cuando se pasa mucho tiempo y en estado muy íntimo con ellas –o ella, mejor dicho. De hecho, la primera vez que alguien lo notó, se quedó tan sorprendido con esa individua que le permitió pasar en su palacio mil y una noches seguidas. Supongo que le sonará a usted el nombre de Sherezade…
                >>No, no me mire así, con esa cara de enajenación mental transitoria. Usted mismo lo ha visto, ¿es que otra explicación alternativa le parecería más convincente? Entiendo su confusión, pero entienda usted también que nuestra común amiga, no obstante, es la más perjudicada de todos. Su vida ha transcurrido en un albur caótico y perdido en el que jamás ha podido conservar por mucho tiempo nada, incluyendo hogar, ocupación o amigos. Ahora mismo es más sencillo, porque, gracias a las ventajas de este mundo moderno, puede permanecer toda la vida encerrada en su casa y ser capaz de subsistir a través de relatos sobre su vida por los que cobra para que sean difundidos por Internet… pero ha tenido una existencia muy ajetreada a lo largo de los siglos. Y ya está cansada de la maldición. El mayor problema es que, para superar la misma, la única manera es que alguien permanezca con ella el suficiente tiempo para contemplar… bueno, no diré la totalidad de sus transformaciones, pues son infinitas, pero sí al menos una versión de cada ella. Hay poca gente dispuesta a hacer eso. Y no voy a ser yo precisamente quien se lo recomiende a usted.
                >>Usted tiene pinta de ser un hombre conocedor de la vida y de sus entresijos. ¿Sabe lo que es aguantar a la misma persona, día tras día, en la convivencia de una pareja? Imagínese los cambios de humor, las crisis pasajeras… Y ahora imagíneselo multiplicado por mil, por cada personalidad modificada, por cada versión inestable… Un día será la persona más afable del mundo; otro, un ser de terrible carácter que no le querrá ni ver… Habrá días que roce la ninfomanía, y otras que odie a todos los hombres. Y más todavía por tratarse de una mujer… No me entienda mal, no es un comentario misógino, admiro precisamente la enorme variedad de las mujeres. Pero, precisamente, en este caso, es lo que lo hace más difícil. En el caso de los hombres, el número de tipos humanos es bastante más reducido. Si duda usted lo que digo, no tiene nada más que entrar en un estadio de fútbol. Aún así, dicen también que, si Sherezade (vamos a llamarla así por comodid, ¿quiere?) encontrara a su equivalente en hombre, también viviría en paz. Otros opinan, en cambio, que ambos se matarían. Nadie ha tenido la oportunidad de realizar el experimento para comprobarlo.
                >>En fin, amigo, que usted decide su futuro. Puede usted marcharse y nadie se lo reprocharía: seguro que es lo que ella espera que usted haga. Pero piense también que ella le ha pasado mi dirección, es decir, que, de alguna manera, le ha transmitido usted la suficiente confianza para querer continuar un poquito más. Para alguien tan frágil como ella, es difícil abrirse de esta manera. Y no se crea que por la multiplicidad de variaciones de personalidad y físicas dejará a usted de reconocerle; los más antiguos teólogos ya llegaron a la conclusión de que la mente y el alma son inalterables y únicos, a diferencia de los componentes que los envuelven. Pero al final lo sorprendente no es encontrarse al ejemplar excepcional, como ha hecho usted, sino al individuo que se atreve a no dejarse guiar por el miedo y asomarse a la boca del lobo para averiguar más. Y ahora es cuando nos preguntamos de qué pasta está hecho usted.
                -¿Y tú, en ese momento, qué hiciste?-le pregunté a Rodríguez, obnubilado.
                Rodríguez pareció meditar. Había un profundo peso en sus ojos.
                -Yo me quejaba de que faltaba sorpresa en mi vida… Y precisamente me encuentro con esto. Aunque tal vez sea demasiado…
                Rodríguez no me lo comentó. Pero por su mente pasaban en esos momentos imágenes que creía lejanas. Él duchándose, un día cualquiera por la mañana, escuchar abrirse la puerta del cuarto y pensar que era Sonia que había ido a realizar cualquier acto de aseo. Y entonces se abre la puerta de ducha y, antes de que pueda decir nada, se encuentra con una memorable escena de sexo oral. Echaba de menos que ese tipo de imágenes no pudieran repetirse. Se suponía que “la mujer” podía transformarse en múltiples versiones femeninas posibles. ¿Habría alguna parecida a Sonia, entre todas ellas?
                -¿Sabes?, le he dejado una nota debajo de la puerta –me contestó-. Le he dicho de quedar esta noche en el mismo bar. Quiero ver que es lo que ocurre. Y entonces decidiré.
                Yo me quedé sorprendido. Tanto, que no pude evitar preguntarle a Rodríguez si podía acompañarle y, más adelante, retirarme para contemplarle discretamente. Él esperó fuera del bar, a la puerta. Del callejón, surgió una mujer…
                A pesar de que no se parecía en nada a aquella que yo vi con Rodríguez aquella noche, pude reconocerla en seguida. Giré la vista hacia Rodríguez. Por primera vez en mucho tiempo, adiviné dibujada en su rostro una mirada de expectación.
                Hay a quien le gusta ganar, y hay a quien le gusta el juego. Y cada uno le gusta uno distinto. Creo que Rodríguez había encontrado el suyo.


¿CONTINUARÁ?...

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