lunes, 17 de agosto de 2015

La historia corta de agosto: Una historia de romances y cautivas

                A aquella mora la trajo el rey cristiano después de su última incursión en tierras musulmanas. La llevaba encadenada y la encerró en una torre para hacer con ella, más tarde, lo que se hace con todas las prisioneras de países extranjeros.
Sin embargo, el pastor del pueblo, nada más la contempló, supo que no había visto en toda su vida un ser tan hermoso; y, como ocurre también con los animales hermosos, consideró que privarla de su libertad era, con creces, el mayor pecado del mundo. Y por eso la liberó de sus cadenas.
La prisionera mora no quiso recompensar al pastor con su cuerpo, pues le parecía que era precisamente aquel tipo de mentalidad la que la había metido en este lío. Pero, por un lado le fascinaba la figura de ese hombre que encarnaba la más pura personificación de la inocencia; y, por otro, le encantaba la idea del agua cristalina de ese río bañada por la piel oscura de ella y la más blancuzca de él, ambas iluminadas bajo la luz de la luna; y, por ello, bebió de aquel agua abundantemente.

Tan mágica fue la noche, que al pastor no le importó que ella se despidiera al día siguiente, ni tampoco que, como castigo, el rey le condenara y que a la mañana siguiente le fueran a ahorcar: conforme el baldaquín cedió, y su cuerpo moría, le pareció ver el caballo de ella galopando etéreo por las colinas, con su cabellera morena ondulando alegre por los prados, volando sin miedo, por los aires, hacia la libertad.

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