lunes, 26 de octubre de 2015

El relato de octubre -Halloween 2015, una de zombies: "Cuerpos pequeños"

Cuerpos pequeños

                Enriqueta no estaba haciendo nada. Simplemente, escuchaba. Pero escuchar, en sí mismo, puede ser un pecado mayor que muchos crímenes que se producen habitualmente. Sobre todo, si se deriva en cometer un pecado mayor.
                Enriqueta, comprando en la botica uno de esos productos que, mezclados junto con otros ingredientes, le procuran la necesaria protección contra embarazos no deseados (precaución que no es poca en su oficio y en esta época) aguza su oreja ante la conversación entre la boticaria y su ayudanta, a pesar de que ellas creen que nadie les escucha porque están hablando en voz muy baja:
                -Como te lo digo.
                -¿Y dónde dices que ocurrió eso?
                -En Almería, me dijeron. En un pueblo llamado Gádor. Lo sé porque mi cuñada es de allí, vino hace seis meses a establecerse en Barcelona. El cacique del lugar tenía tuberculosis, y alguien le vendió a un niño para poder tomar su sangre y que de esta manera la usara para curarse.
                -Virgen santa, qué barbaridad. ¿Tú crees que alguien puede ser tan repugnante como para hacerle esto a un niño?
                -Hija mía, por dinero, la gente hace cualquier cosa.
                -¿Pero de qué cantidad estamos hablando?
                -Pues de la habitual, Martita, de la habitual: o sea, de muchísimo dinero.
                Enrique escuchó atentamente, pagó y se fue.
                Un par de minutos más tarde, Enriqueta se encontraba fuera de la tienda, y observaba a una mujer que iba arrastrando a su hijo, visiblemente contrariado. La madre tiraba de él mientras le iba regañando. Enriqueta pensó que aquel niño estaría seguramente pensando que si cualquier extraño viniera y le dijera que si se iba con él, sin duda le diría que sí.
                Varios horas después, Enrique Martí salía de su casa y cerraba la puerta con cierta precaución. Camina pausadamente unos cuantos metros y no tarda en encontrarse con unos zagalines que juegan en la calle, en una plazoleta, con una pelota hecha apenas con unos trapos y algo de voluntad. Uno de ellos se queda rezagado: tiene las piernecitas más cortas y no es capaz de llegar al balón tan rápido como los demás.
                -Muchachito –le dice amigablemente tendiéndole la mano y abriéndola para mostrar un premio-, ¿te apetece un caramelo?
                El niño la mira con ojos grandes y profundísimamente negros, de un brillo intenso y cortante. Un instante de vacilación atraviesa su rostro.
                Enriqueta, dulcemente, le sonríe…

                Enriqueta Martí, más conocida como la vampira del Raval, secuestró y asesinó a cientos de niños en Barcelona durante varios meses del año 1912, para quitarles la sangre y venderla a enfermos de tuberculosis u otras dolencias, los cuales creían que este remedio era la única cura para las mismas. La sangre se pagaba a cambio de enormes sumas de dinero, mientras el flujo de niños desaparecidos –negado constantemente por las autoridades- no cesaba de aumentar.
                Éste es el relato de aquellos hechos: y también de otros que bien pudieron pasar…
               
                Teresita se sentía arrastrada a un paso tan rápido como le imprimía esa mujer. ¿Por qué había cambiado tan radicalmente de actitud? Primero se mostraba tan simpática y ahora en cambio tiraba de ella como si nada más que fuera un fardo inútil. ¿Adónde la llevaba? El caramelo estaba rico, pero ella quería volver con su madre. ¿Por qué no le dejaba volver? La señora le había hablado en un tono muy dulce, como si se tratara de un hada de los cuentos, y su bello rostro la había terminado de cautivar. Pero luego, una cara distinta, menos amable, había salido a colación…
                -Estoy cansada –protestaba la niña, con sus piernas trastabillando ante las grandes zancadas de Enriqueta.
                -Después tendrás tiempo de descansar –le cortó en seco la mujer.
                Sólo disminuyeron el paso cuando empezaron a adentrarse por el interior de un barrio que no conocía, y Teresita avistó la presencia de una vivienda humilde, pero con apariencia de resistente; de esas viejas casonas de varios pisos y patio trasero las cuales, pese al paso del tiempo y de todas las inclemencias, han conseguido aguantar en pie un par de cientos de años. Hasta salía humo de la chimenea. Sólo le faltaba el chocolate para constituir –al menos en apariencia- la perfecta casita de la bruja.
                Cuando entraron en la casa, la niña pensó que le iban a dar algo de comer. En lugar de eso, la mujer la arrastró y la clavó sobre una silla.
                -Tengo hambre –prácticamente rogó ella.
                -Espera –dijo la mujer. Y Teresita le vio sacar del cajón unas tijeras.
                La niña saltó de la silla y se tapó la cara con las manos.
                -¡No!¡No me cortes el pelo!¡No quiero que me cortes el pelo!
                Pero Enriqueta la agarró del cuello del vestido y la volvió a colocar con violencia en la silla.
                -¡Ya lo creo que sí, maldita!-juraba apretando los dientes.
                El pelo fue cayendo a grandes bucles de la cabeza de la niña, que derramaba lagrimones mientras veía cómo sus bellos rizos dorados se iban convirtiendo en una cabeza prácticamente pelada, con unos cuantos mechones desgreñados que no conseguían salvar la dignidad de su marchita melena. Cuando terminó, con Teresita llorando, Enriqueta le quitó abruptamente el vestido y la dejó en braguitas y camiseta interior; luego la arrastró del brazo y la introdujo en una habitación.
                -Tengo hambre –le solicitaba ella de nuevo, sorbiéndose los mocos, resignándose a que acerca del pelo ya no había mucho que hacer.
                Enriqueta cerró la puerta, sin que las súplicas parecieran haberle llegado a afectar. Un sonoro portazo se produjo justo delante de la cara de la niña.
                Teresita se quedó mirando la puerta, como esperando que allí delante ocurriera algo que modificara su situación. Pero ni la más mínima señal surgió de la madera incólume. Entonces, ante esa perspectiva, se decidió a girar la cabeza. La negra oscuridad pareció tragarla como una mancha inmensa cuyos dientes afilados la envolvieran por completo, impidiéndole ver, sentir o pensar. Y sin embargo, se sintió extrañamente impelida hacia esa carencia de todo que se extendía a su alrededor. Poco a poco, a pasitos cortos, sin ninguna referencia en la que apoyarse, comenzó a andar.
                Durante un par de minutos, Teresita caminó por la nada absoluta teniendo mucho cuidado de por dónde colocaba los pies, para no caer sin saberlo en un abismo que podía aparecer en cualquier momento. A lo largo de ese tiempo, no tuvo miedo: su madre le había enseñado previamente que no hay que temerle a la oscuridad porque ésta no puede herirte ni sorprenderte ni matarte. Es mucho más fácil que cualquiera de estas cosas, sin embargo, te las hagas tú misma al no prestar atención, o al contrario, al concederle una excesiva importancia y que te embarguen los miedos. Por tanto, Teresita se mantenía tranquila y firme, al menos hasta que, de alguna manera, sintió que delante de ella había un hueco, probablemente por la presencia de una escalera. Y entonces fue cuando el ruidito empezó a sonar.
                Al principio fue muy tenue, muy leve. Como un desasosegante run-run que parecía extenderse más y más. Luego se dio cuenta de que ese sonido tenía tacto y también aliento. De repente los identificó rápidamente como respiraciones. Y entonces contempló, surgiendo de entre las sombras, primero las narices, y después los ojos y los rostros, de las decenas de niños, de caras verdosas, mirándola interrogantes y como preguntándole qué iba a pasar…
                Teresita sintió entonces cómo una mano que ejercía una presión terrible la agarraba de la ropa, brazos y piernas y tiraba de ella hacia la luz. Las caras de los niños se desvanecieron de repente.
                A Teresita apenas le dio tiempo a protestar, mucho menos a gritar. Enriqueta Martí le rajó el cuello de derecha a izquierda y luego la elevó bruscamente por las piernas hacia arriba, enganchando uno de sus pies en una soga. La sangre empezó a manar precipitadamente del cuello, pero Enriqueta aseguró la posición para provocar que la mayor parte de la misma cayera en el cubo que había situado a tal efecto sobre el suelo, el cual, a velocidad siniestra, se comenzó a llenar. También certificó que el pelo cortado apenas retenía parte alguna de la sangre; al principio el pelo largo de las niñas le daba muchos problemas en este sentido, y también los vestidos. Pero gracias a la experiencia previa, aquello había dejado de ser un inconveniente.
                Enriqueta se quedó allí un breve rato certificando que la columna de líquido caía continua e invariablemente, del cuello a la barbilla y luego en un hilillo de sangre al cubo, mientras el leve balanceo del cadáver no impedía que la preciada mercancía cayera sobre el recipiente, en un proceso macabro que se mantenía en total funcionalidad. Luego, tras estar segura que de todo podía transcurrir de la manera prevista en su ausencia, la mujer se marchó para dejar que el modo natural de las cosas y la gravedad siguieran su curso.
                El cuerpo de Teresita se quedó entonces solo. Tenía los labios cerrados, muy prietos, y los ojos abiertos, como contemplando algo que nadie más excepto ella podía ver. ¿Pero podía verlo en realidad? El organismo humano no entiende del todo el lenguaje de “vivo” y “muerto”. En un organismo viviente, miles de células nacen y mueren cada día; en un cadáver, muchas células permanecen vivas después de que se declare que el ser humano, la persona que tenía un nombre y un apellido y una identidad, ha dejado de respirar. ¿Estaba Teresita viva o muerta? Pocos hubieran podido a ciencia cierta afirmarlo. Se hallaba suspendida, tanto literal y físicamente, como en lo que respecta a la mortalidad…
                También se han dicho muchas cosas sobre la presencia del alma. Nadie tiene clara la realidad acerca de estas siempre tortuosas y complejas materias; de los sutiles estados del espíritu; de qué pasa cuando ciertas condiciones se fuerzan y se conjugar circunstancias que, por lo común, no  están destinadas a combinar. El filósofo Descartes localizaba físicamente al ánima en la región de la glándula pineal, una pequeña prominencia situada en la parte posterior del encéfalo. En el cuerpo de Teresita, la sangre iba abandonando muy lentamente todos los órganos de su cuerpo, incluyendo (en un fluido pausado pero continuo y también, de arriba hacia abajo) la glándula pineal.
                Enriqueta volvió aquella tarde más pronto de lo acostumbrado. Podría decirse que era porque estaba cansada; o porque le daba pena la niña y no quería mantenerla más tiempo en esa posición; o porque en este caso el asesinato le había producido una pena especial; y tal vez hubiera algo de cierto en todas estas razones, pero sobre todo, era porque se le hacía tarde para llevar la sangre hacia el destino que le tenía reservado desde el principio, y no se quería retrasar. Se aseguró de que la mayor parte del botín esperado se había logrado, y no se preocupó tanto, como ocurría en otros tiempos, de que no estuviera absolutamente toda la sangre que se hubiera podido sacar. Había ido volviéndose menos ambiciosa con el tiempo conforme el negocio había ido creciendo exitosamente, y más impaciente también por dedicarle el menor tiempo posible a cada niño y por deshacerse de ellos cuanto antes se pudiera librar. Desató el pie de Teresita de la cuerda y la bajó del techo, dándole para ello la vuelta con respecto a su colocación actual.
                Justo entonces, la última gota de sangre que iba a salir para dejar exangüe para siempre la glándula pineal de Teresita, por efecto del cambio de posición del cuerpo, retornó hacia su sitio y la volvió a rellenar. Mientras tanto, Enriqueta abría la puerta donde había encerrado antes a Teresita y bajaba las escaleras hacia el sótano, donde depositó el cadáver sin demasiada escrupulosidad. Ya se encargaría después de enterrarlo. Subió las escaleras de vuelta y cerró la puerta.
                De lo que no se había dado cuenta era de que los ojos de Teresita, ahora de un intenso amarillo claro, brillaban en la oscuridad.

*                                           *                                            *

                Enriqueta salió de noche de manera subrepticia de su casa. Cerró con doble vuelta y se tapó la cara con una capucha. Luego, anduvo deprisa, sosteniendo con fuerza -y también ocultando- el odre que contenía la sangre de la niña que acababa de asesinar. Caminaba con paso firme y mirando hacia todos lados: nunca se sabía la clase de bandidos que una por la noche se podía encontrar…
                No estaba muy lejos: apenas unas pocas calles. El hombre al que Enriqueta iba a ver tenía dinero, pero no vivía en las casas del barrio alto de la ciudad, sino allí mismo, donde los pobres, localizado en el propio Raval. Entre otras cosas, porque su fortuna provenía de sacarle dinero, a base de usura, a los ciudadanos del barrio, en todo lo que se dejaran explotar. Enriqueta no tenía mucho conocimiento sobre los hábitos de la gente rica, aunque de lo que conocía de sus experiencias de negocios entre sábanas, le daba la sensación de que eran básicamente iguales que la gente pobre, con la única diferencia de que sabían como sacarle el dinero al resto del mundo mucho mejor que los demás. En ese sentido, no creía que el hombre que iba a ver fuera muy distinto que los que vivían en lujosas mansiones y bebían cava con las actrices de los teatros: era, simplemente, que andaban en camino de comprarse una, o que no había avanzado lo suficiente aún como para lograrlo. Ella esperaba algún día comprarse una casa emplazada fuera del Raval.
                El hombre al que buscaba le abrió la puerta con desconfianza. Era grueso (de ese tipo de gordura mal distribuida que acaba por ser fofa), se encontraba pesisamemente afeitado, y una especie de sudor amarillento parecía envolverle toda la piel: probablemente era uno más de los símbolos de la enfermedad que estaba empezando a comerle la vida. Contempló a la mujer de manera taxativa: desde luego, era guapa, de una belleza aparentemente inocente, y que seguramente (reflexionaba el hombre) podía tornarse lasciva en cuanto se quitara simplemente un par de ropas. Pero también su expresión decía: “si quieres algo de mí, tendrás que pagármelo”. No tenía pinta de alguien que proporcionara una sonrisa gratis sólo por considerarse una norma de cordialidad.
                -¿Traes lo que hemos dicho?-preguntó inmediatamente el hombre, conforme le dejó acceder por la puerta, oteando antes alredor para comprobar que nadie les había visto.
                -Aquí la tengo: fresquita, recién obtenida. Pero tiene un precio alto.
                El hombre la miró escamado, y ella hizo lo propio. La casa de aquel tipo no daba ninguna idea de que el hombre pudiera tener dinero. Era sucia, desagradable, inhóspita: lo mismo podría haber pertenecido a un obrero de la clase baja de Barcelona a quien su mujer había abandonado hace mucho. Porque lo que era evidentemente era que faltaba una mano femenino en el lugar.
                -¿Y funciona de verdad?-interrogó suspicaz él.
                -Eso no me corresponde a mí decirlo –se limitó a encogerse de hombros Enriqueta.
                El hombre hizo amago de pasar la mano atrevido por encima del brazo de ella
-Quizás si hiciéramos como hacen los ingleses, que dicen que se curan ciertas enfermedades con el contacto humano…
Enriqueta apartó el brazo a una velocidad de órdago.
-Entonces, tendré que buscarle una inglesa con la que pueda usted hablar…
Mientras tanto, en el sótano oscuro, los ojos amarillos de Teresita seguían brillando…
Y entonces, de improviso, parpadeó.
A continuación, se levantó y se protegió con las manos del frío intenso que le invadía los brazos. Un silencio tétrico dominaba el sótano, donde de la persistente sensación de vacío casi parecía escucharse la oscuridad. Teresita alzó encogida la vista hacia arriba. En medio de la nada absoluta, percibió una débil luz que provenía de arriba. Tanteó el desconocido camino hacia la luz.
Finalmente, adivinó que el origen de la claridad provenía de un ventanuco que permitía otorgar cierta iluminación al sótano. Al ventanuco se llegaba por medio de unas escaleras de piedra que terminaban súbitamente al lado de los postigos, abriendo paso solamente al vacío y nada más. Teresita ascendió trabajosamente las escaleras. Contempló la calle a través de la ventana, y apoyó las manos heladas sobre los cristales. Se quedó embelesada mirando a la luz…
Tan abstraída estaba que una vecina no pudo evitar apercibirse de la presencia de esa niña extraña, con la cara muy pálida, los ojos amarillentos, el pelo cortado de una manera terrible, y que contemplaba la calle con la boquita entreabierta, mostrando los dientes, como si le costara respirar, y la mirada perdida, pareciendo que estuviera buscando una estrella en mitad de la multitud…
-Dime, niña, ¿cómo te llamas?-preguntó la mujer, que presentía que aquella no podía ser una situación normal.
Teresita se giró hacia el lugar de donde procedía la voz, con expresión alelada, a semejanza de aquellos recién nacidos que escuchan hablar a alguien por primera vez. Pero en aquel momento se dio cuenta de golpe de que no venía ningún recuerdo a su memoria: no guardaba ninguna imagen sobre su anterior vida, ninguna pista sobre su origen; su mente parecía estar flotando en una especie de niebla, surcada por una suave música que la envolvía y la acunaba plácidamente. Era como si, de repente, la hubieran vaciado por dentro y no hubiera quedado nada que se hubiera podido rescatar. Bueno, quizás sí: quizás sólo una palabra. La única que le vino a la mente; tal vez –podría haber reflexionado Teresita- porque era la que ansiaba más.
-Aquí me llaman Felicidad…
A la vecina, sin embargo, sacudida por un estremecimiento, aquel nombre le inspiró todo lo contrario.


*                                           *                                            *

                Enriqueta volvió de noche cerrada a su casa. Le apetecía caerse redonda en la cama, pero sabía que aún tenía algo que hacer. Abrió la puerta del sótano y encendió las luces.
                Teresita, al apercibirse de que ya no estaba sola, movió inquieta los ojos –pero sus pupilas no reaccionaron-; decidió que era mejor tumbarse en el suelo, colocándose en su posición inicial, y hacer como si nunca se hubiera movido de allí. Como si no pudiera desplazarse.
                Enriqueta llegó al fondo del sótano con una pala en la mano. Desplegó de una zona del mismo una amplia lona que ocultaba que aquella parte de la casa no estaba cubierta por un suelo de piedra, sino por tierra pura y dura, expuesta directamente a la casa. Eso evitaba a Enriqueta muchas preguntas de posibles testigos, y facilitaba el hecho de cavar para esconder el cadáver. Aunque ya se le estaba agotando el espacio, meditó la barcelonesa. Tendría que cambiar de casa, otra vez, dentro de poco. Y antes tendría que volver a cubrir el suelo con las loseta para evitar que futuros moradores llegaran a sospechar.
                Hizo un agujero de suficiente profundidad como para garantizar que, encima del de la niña, todavía podría colocar otro cuerpo. Luego recogió el cuerpo de Teresita del suelo, lo arrastró, y lo arrojó sin muchas meditaciones al fondo. Después cavó de nuevo, quitándose el sudor con la mano, para tapar el agujero que había producido. La tierra oscura tapó la cara de Teresita, poco a poco, con cada palada. Mientras tanto, en el exterior, la vecina que había observado anteriormente la presencia de Teresita en el ventanuco del sótano se encontraba con toda la atención de sus ojos y sus oídos enfocada en la dirección de aquella casa. Y los ruidos que procedían del interior de esta última no la acababan de confortar…
                Cuando terminó, Enriqueta comprobó que todo estaba correcto, y que posibles ojos ajenos que entraran en aquel sótano no encontrarían ningún indicio que les pareciera suspicaz. Ascendió las escaleras con la pala en la mano, apagó la luz, y luego cerró la puerta tras de sí.
                Unos segundos después , desde el interior de la tierra recién removida, se empezó a escuchar el sonido como de manos agitándose, y de uñas empeñadas en arañar…

*                                           *                                            *

                Tras la noche oscura que todo lo cubre, lo esconde y lo borra, Barcelona despierta. Y, como siempre, son aquellos que se encargan de los oficios más necesarios pero más humildes, los que encienden las farolas aún de noche y prácticamente ponen las calles, los que se ponen, en ese intermedio entre el despertar y el sueño, a trabajar.
                Pero hoy tan sólo una conversación se cuela entre pescadores y pescaderos, entre un obrero que entrega y otro recoge, entre el peón que despierta y el juerguista, el trilero o el chulo se va a acostar.
-Dicen que anoche en el barrio secuestraron a otra niña…
-Ya van muchos meses en que esto ocurre, y los intervalos entre los secuestros se van acortando cada vez más…
-La ciudad está llena de niños mendigo, que piden, pasean y juegan incluso a oscuras en la calle. No es extraño que sean tan fáciles de cazar…
-No se sabe quién ha sido, pero el día que lo sepamos, nos aseguraremos de que llegue a pagarlo…
-Han secuestrado a muchos niños en la plaza del Padró. Un zagal dice que una vez vio a una señora, que acercó un pañuelo a un niño y éste se quedó como dormido. La señora, dijo el niño, lo envolvió con una capa y lo arrastró no sabe hacia qué lugar…
-Dicen que puede ser una mujer…
-La llaman la vampira del Raval…
Y entonces, una persona, justamente la vecina que escuchó anoche aquellos extraños ruidos procedentes de la casa de Enriqueta, al escuchar el cuchicheo entre las clientas de esta clase de rumores, se levanta de su asiento en la tienda de flores, y corre a pedir consejo a su vecino de inmueble, un colchonero de piel morena y aire solemnemente marcial. La mujer le sisea algo al oído. Este, con gesto de sorpresa, está a punto de tirar del respingo el colchón que transportaba ante la magnitud de la confidencia que le acaban de revelar. Tras hablar unos cuantos segundos con la mujer, como en un tono de confirmación, se acerca entonces hacia la figura, vigilante hasta entonces de la actividad de la calle, de un guardia municipal. Le comunica algo muy excitado. El guardia aguza de improviso la expresión. Automáticamente se vuelven todos los oídos del barrio.
Una tensión muy especial en el aire se acaba de levantar…
               
*                                           *                                            *

                Teresita salió de la tierra con extraña facilidad. Fue como si hubiera adquirido de golpe mucha mayor fuerza de la que tuvo alguna vez en vida; sin saber por qué, sentía que nada podía resistírsele, y ni siquiera se tenía que esforzar. Sus uñas estaban llenas de tierra, y sus ojos seguían transmitiendo un tembloroso fervor. Ni siquiera había sacado las rodillas de su propia tumba cuando su nariz empezó a emitir ruiditos parecidos a los que hacía cuando aún respiraba, captando un sutil aroma que sin embargo para ella se percibía de forma brutal. Teresita se desplazó hacia una zona del suelo situada un poco más allá de su particular nicho y volvió a empezar a cavar, esta vez hacia abajo: parecía como si un extraño mandato le obligara a persistir.
                Poco a poco, fue extrayendo aquella tierra negra, blanduzca, que se quedaba húmeda en las manos, hasta que llegó: el cadáver de un niño, entre cetrino y amarillento-verdoso, vestido en ropa interior. Teresita contempló sus facciones aturdidas, abotargadas por la muerte, pero hasta cierto punto hermosas, como en una constante petición de perdón. La niña sintió ganas de derramar una lágrima, pero ésta, caprichosa, no salía . Y, de manera espontánea, sin planteárselo demasiado, le entregó un beso en la mejilla.
                La poca sangre que quedaba en el cuerpo de Teresita afloró hasta sus labios. A su vez, de manera sutil, y al otro lado de la barrera entre las dos pieles, un extraño fuego se prendió.
                El muchacho abrió los ojos.
                Lentamente, entre los dos, extrajeron más cuerpos. Niños altos y pequeños, gorditos o delgados, niñas de pelo rizado o bebés que apenas sabían gatear. Entre ellos, dos niñas de unos seis u ocho años, las cuales se abrazaban repetidamente, como refugiándose la una en la otra. Debieron estar en su día mucho tiempo juntas, y ahora sentían que eran lo único en lo que podían confiar.
                Teresita contempló su pequeña legión de niños resucitados. Los que estaban allí se conservaban sorprendentemente enteros; probablemente, si seguían cavando, lo que encontrasen sería bastante desagradable de contemplar.
                Se preguntó qué pasaría ahora…

*                                           *                                            *

                La vista abierta del gobernador civil de Barcelona acumulaba una gran cantidad de gente. Más, sin duda, de la que estaba invitada, y de la que el gobernador hubiera deseado. Pero no había podido poner freno a la gran ansiedad de la muchedumbre. Ansiedad que, por mucho que lo intentaba, no conseguía doblegar.
                -Se lo voy a repetir, una vez más: no hagan caso de todos esos rumores malintencionados destinados tan sólo a vender periódicos y dañar la imagen de nuestra bien amada ciudad. No hay ningún secuestrador de niños. Se han producido desapariciones, porque los niños se escapan, se pierden, y e incluso son raptados por otros de vez en cuando, como ha ocurrido siempre, sin que exista ningún plan maléfico ni premeditado de manera sistemática. No hay ninguna red de secuestro de niños organizada en la ciudad: se lo garantizo personalmente.
                -¿Y qué puede decirnos de esta pobre madre?-levantó la mano un periodista, señalando hacia una compungida señora de unos treinta años, con regueros en la cara indicativos de haber llorado-. ¡Su hija desapareció ayer mismo!
                -¡Demagogia!¡Es una demagogia pura y barata –reclamó el gobernador civil de Barcelona, señalando con el dedo al periodista- que traigan aquí a una madre llorosa y angustiada para tratar de exponer sus onerosas infundias!¡Nadie hay más interesado que yo en que esta mujer recupere a su hijo, pero no le harán ningún favor exponiéndola públicamente, ni lograrán nada a base de injuriosas calumnias!
                Hubo un murmullo general entre la audiencia mientras uno de los reporteros que acompañaba a la llorosa madre clamaba:
                -¡Desde mi diario, en un intento de colaborar con las autoridades a esclarecer este asunto, hemos elaborado un retrato de la muchacha desaparecida!¡Responde al nombre de Teresita, y se solicita cualquier información relacionada con el paradero de la niña!
                En aquel momento, una figura se abrió paso entre los numerosos asistentes; era un brigada, alto y moreno, el cual arrastraba, de manera firme y decidida, de su brazo a una mujer. El oficial señaló aquel retrato a la señora, inquiriéndole con la mirada. La mujer se llevó la mano a la cara. Exhaló un breve grito.
                -¿Qué pasa?-preguntó el reportero que había hablado antes, mientras los ojos de todo el mundo se volvían a esta nueva participante en la cuestión.
                -¡Es ella!-indicó la mujer-. ¡Es la niña que estaba en aquel ventanuco enfrente de mi casa!
                El brigada asió a la mujer por los hombros y la contempló muy fijamente. Sabía que todo dependía de lo que ocurriera en los próximos segundos.
                -¿Está usted segura?¿Seguro que es esa niña?
                -¡Sí, sí!-respondió la mujer, entre envalentonada y temerosa ante la súbita atención que había despertado-. ¡Tenía el pelo cortado y los ojos distintos, pero puedo jurarlo, era ella!
                El revuelo fue inmediato. La madre de la niña se desmayó, y fue socorrida por los reporteros que tenía al lado. El resto de los periodistas comenzaron a disparar las cámaras fotográficas y a atosigar a preguntas al gobernador, el cual, aturdido por el tumulto, trató de defenderse de la nube de gritos y flashes.
                -¡Les digo por última vez…!-exclamó.
                Pero ya no le escuchaba nadie; ya nada de lo que les dijera podría hacerles escuchar…

*                                           *                                            *

                El señor Vidella no pudo evitar atusarse el bigote nervioso mientras salía a toda velocidad de la audiencia pública; lo hacía siempre que estaba inquieto, haciendo que el bien cuidado mostacho se convirtiera en una enmarañada red de nudos sin solución aparente. Y ahora mismo no es que estuviera intraquilo: tenía pánico. Y el resuello le hacía sudar, sobre todo al tratar de correr desplazando su voluminosa obesidad detrás de él. Pero antes de que pudiera avanzar mucho más lejos de la puerta, un toquecito en el hombro le detuvo.
                -¿Qué quiere?-preguntó enervado, sin saber todavía a quién se dirigía.
                Se sorprendió ante el hombre que se mostraba ante él. No le conocía; tenía aspecto de pertenecer a la clase baja, a pesar de su cuerpo bien alimentado que rondaba lo orondo, sus mejillas cansadas, las bolsas en los ojos; había algo extraño en su rostro, una especie de abotargamiento coronado por un enigmático brillo en la piel, entre verdoso y amarillento: parecía como si el hombre acabara de ser rellenado por dentro como un odre de vino (entre otras cosas porque su apariencia era de haber decidido conservarse en alcohol de por vida), y aquello daba a su apariencia un aire de artificialidad. El señor Vidella encontró un aspecto desasosegador en aquel rostro y, al mismo tiempo, una sorprendentemente perturbadora familiaridad…
                -Quiero lo mismo que usted –respondió el hombre-. Si usted y yo no lo paramos, antes de media hora los guardias municipales estarán en casa de Enriqueta Martí y quizás descubrirán cosas que puedan comprometernos. A ambos nos conviene trabajar en el mismo lado en este asunto.
                El señor Vidella se enderezó:
                -¿Cómo se atreve a decir…?
                -No se preocupe, señor, no tiene usted que fingir conmigo. No se llega hasta donde estoy sin saberlo todo de todo el mundo, y debería usted saber cuán lejos pueden llegar las largas lenguas de los pobres miserables del barrio del Raval… Pero no se preocupe, yo no me voy a dedicar a airear que un rico burgués está metiéndose sangre de niños para disfrazar sus enfermedades: lo único que pretendo es que paralice la investigación, aunque sea un par de horas. En ese tiempo, puedo ir a casa de Enriqueta y sacar todo aquello que pueda incriminarnos a ambos. Una vez hecho esto, podremos estar tranquilos.
                El señor Vidella pareció quedar desarmado ante esa nube de argumentos, y sin embargo seguía manteniendo la tensión. No estaba acostumbrado a que nadie le diera órdenes, y mucho menos alguien de mucho menor rango social.
                -¿Cómo podría parar yo un requerimiento policial en marcha?¿Y cómo sé que usted…?
                -Seguro que usted conoce maneras más que de sobra para hacerlo. En cuanto a lo segundo, si quiere, cuando haya garantizado que la cosa va a detenerse el tiempo suficiente, puede venir personalmente a la casa y encontrarse conmigo allí, para que ver que estoy jugando limpio. Pero tiene que hacerlo rápido, señor Vidella: una vacilación de más, y los dos estamos perdidos.
                El burgués catalán dudó: pero, por otra parte, ¿qué iba a hacer? Aquel hombre, por más repugnante que le resultara, tenía razón. Debía actuar deprisa.
                -De acuerdo. En una hora estaré en casa de Enriqueta: pero no se vaya sin mí, ¿de acuerdo? Si no es así, tendrá problemas.
                -Descuide, señor Vidella: no quiero que al pasar por delante de una de sus fábricas, alguno de sus matones vaya y ajuste cuentas conmigo. No se preocupe, prefiero jugar limpio en este caso.
                Al señor Vidella aquel comentario le hizo entender con qué clase de hombre estaba tratando, y aquello, lejos de azorarle, le serenó.

*                                           *                                            *
               
                Enriqueta salió aquella mañana risueña y llena de una sincera alegría. El dinero contante y sonante en las manos siempre le producía buenas sensaciones. Además, hacía una bella mañana cargada de sol. Decidió ponerse sus mejores galas y salir a hacer unas compras.
                Al principio, todo fue bien: Enriqueta adquirió unos cuantos vestidos y unos zapatos, y salía con los paquetes bajo el brazo con una expresión ufana en los ojos. El problema fue cuando empezó a retornar al barrio, tras su periplo las zonas altas de la ciudad: entonces, notó un extraño manto de suspicacia y miradas de reojo abriéndose paso delante de ella. Y supo que algo iba mal. Pero no se alteró (aparentemente) ni modificó el paso, porque sabía que era lo peor que podía hacer. Se desplazó pausada y calmadamente, como todo aquello no fuera con ella.
                Pero, poco a poco, el cerco se fue estrechando en torno a su figura. La gente se quedaba escrutándola, expectante, atenta, inspeccionando hacia dónde se dirigía en cada movimiento, en cada gesto, como si no quisiera dejarla escapar. Una especie de fila invisible se estaba dibujando a un lado de ella, y lo mismo iba ocurriendo al otro, sin que ningún cambio de dirección pareciera contribuir en modo alguno a evitarlo. El espacio entre ella y los cuerpos de sus vecinos, rígidos como estatuas de cera, iba menguando… Enriqueta seguía avanzando, tratando de permanecer imperturbable, pero su rictus le traicionaba, y viró los ojos a un lado y a otro, como buscando un hueco que le permitiera la huida. Pero no se abrió ninguno: en un instante aislado en que perdió la cabeza, Enriqueta echó a correr.
                De nada le sirvió aquello; sus conciudadanos la envolvieron y, sumida en una marea de cuerpos, se encontró la oscuridad…

*                                           *                                            *

                El señor Vidella sudaba abundantemente cuando penetró en la casa de Enriqueta Martí. Antes de que pudiera reaccionar, le llegó una voz procedente del fondo de la vivienda:
                -¿Qué, le ha costado entrar?
                El empresario catalán reconoció el rostro inconfundible del usurero del Raval (él también tenía sus modos de informarse, incluso con tan poco tiempo) que le había abordado poco tiempo antes, justo después de la audiencia pública del gobernador de Barcelona. Se secó la frente con un pañuelo, y expulsó un último resuello de agobio.
                -¿Por qué está la gente mirando la casa? Me ha costado mucho acceder sin ser visto. ¿Es que no tienen nada que hacer?
                -Las noticias vuelan en el barrio, mucho más rápidamente que la policía. La casa de la vampira del Raval se va a convertir en la atracción del año, y nadie quiere perdérselo. Y sí, la verdad es que ser pobre suele llevar aparejada la circunstancia a ratos de no tener nada que hacer.
                -¿La… vampira… del…?
                -Las noticias vuelan, y los motes también. Venga, he revisado todo aquí. Estos documentos quizás le comprometan –le pasó un fajo de papeles-. Ya conoce a Enriqueta, se previene ante todo. Me queda por comprobar el sótano. Vamos a verr allí.
                El señor Vidella le siguió, más tranquilo en parte por tener los documentos en su mano, pero también con el pensamiento perturbador de que éste no era su escenario habitual y que se sentía bajo el mandato de un hombre en el que no confiaba y que sin duda no tenía buenas intenciones, y menos aún ahora que Vidella había cumplido su labor. Pero se limitó a jugar con las cartas que le había dado el destino, lo cual pasó primero por abrir la puerta del sótano y despejar la oscuridad.
                Hubo primero un ruido chirriante, como de cucarachas y ratas corriendo a esconderse bajo la llegada de la luz. Después, en cuanto sus ojos se hubieron acostumbrado a la situación, los dos ricachones abrieron intensamente los párpados. Y sus bocas a continuación.
                Los niños les miraban. Les contemplaban fijamente, pero no como si lo hicieran a ellos, sino a través de los mismos, como si los dos recién llegados estuvieran hechos de un cristal transparente y albergaran en su interior un fuego que los niños estaba deseando atrapar: y lo hacían con sus caritas pálidas, macilentas. Hambrientas. Hipnotizadas. Hipnóticas.
                El señor Vidella se refugió, de manera inconsciente, detrás del grueso cuerpo del usurero.
                -¿Qué hacemos con ellos?
                El usurero, más seguro de sí mismo, descendió los escalones del trastero y miró a los niños de cerca. A sus ojos amarillos, desconfiados. Vidella caminó tras él.
                Inmediatamente por debajo de ellos, a unos treinta centímetros en el interior del subsuelo, embebida en la tierra, Teresita se encontraba tiritando, oculta, respirando entrecortada. Olía al otro lado el aroma procedente de su propia sangre en el cuerpo del otro hombre… y aquello era lo que le estaba haciendo tiritar.
                -Estos niños son una prueba –dictaminó el usurero-. Lo mejor será que nos los llevemos.
                El señor Vidella volvió la vista hacia las dos niñas situadas a un lado, apartadas del resto. Abrazándose muy juntas, como protegiéndose de todo lo demás.
                -Puede llevarse ésas si quiere –le señaló el usurero, comprendiendo rápidamente.
                Vidella, observándolas con cierto anhelo, se mordió el labio inferior.
                -Mi mujer siempre ha querido un par de hijas…
                El usurero asintió.
                -Y además, pueden ser un buen seguro de vida, ¿no es verdad?
                El señor Vidella giró el cuello petrificado: ¿cómo podía pensar ese tipejo en aquellos términos?¿Cómo podía pasársele por la cabeza el traerse primero a unos tiernos infantes a casa y luego quitarles la sangre?¿Entonces lo que pretendía hacer con aquellos niños era…?
                -Vamos, no se haga el mojigato –le replicó el otro-. ¿Es que no sabía de dónde venía la sangre? Además, porque se detenga a Enriqueta Martí no va disminuir el flujo: esto es un negocio, y habrá otras personas que puedan retomarlo, porque seguirá habiendo gente que lo solicite. ¿Y qué va a hacer el día que su enfermedad vaya a más?¿De dónde va a sacar el preciado líquido rojizo, sino de donde lo tiene más a mano?
                Sin embargo, el usurero paró de hablar cuando se dio cuenta de que Vidella estaba mirando muy atentamente de nuevo a las dos chicas. Le dejó simplemente estar durante unos segundos. Luego le preguntó:
                -¿Qué, qué es lo que hacemos?
                Vidella parpadeó, como volviendo a la realidad.

*                                           *                                            *

                Los guardias entraron en casa de Enriqueta Martí con el mismo ímpetu con el que lo hubieran hecho si se hubieran enfrentado a una trinchera, a un ejército enemigo, a un monstruo. Echaron las puertas abajo, se colaron por las ventanas y rendijas, apuntaron primero con las armas de fuego, sin estar muy seguros de lo que se iban a encontrar. Luego, conforme veían que allí no había nadie, se relajaban y observaban un poco más de cerca lo que tenían a su alrededor: una casa normal, de una mujer que vivía sola, sin aparentemente nada que ocultar. Pero todos allí sabían que existía un secreto. Y por eso el brigada RIbot no perdía la concentración y se esmeraba en tratar de comprender más.
                -La madre de la niña sigue insistiendo en que quiere entrar, jefe –le indicó desde fuera uno de sus hombres-. Y ha venido otra mujer: dice ser la cuñada de Enriqueta Martí. Dice que ha desparecido su niña recién parida, justo después del parto.
                -Impide que ninguna de ellas acceda al edificio –ordenó tajantemente el brigada. No estaba preparado para otra descarga de emociones como la que había vivido delante del gobernador civil de Barcelona.
                Preparó para dispararla su pistola.
                -Chicos, no os extrañéis de nada de lo que podáis hallaros.
                Tras la primera y fulgurante entrada, el registro se volvió más cauto, minucioso y sobre todo, exhaustivo. Una primera entrada en una habitación echando abajo la puerta, y después una inspección cuidadosa del lugar. Ribot, mientras tanto, iba detrás de sus hombres, con ávidos ojos tratando de memorizar cada pequeño rincón del recinto. La catatónica expresión de la vecina de Enriqueta Martí revelándole, justo antes de entrar en la audiencia del gobernador, cómo había contemplado la cara de la niña Teresita a través del ventanuco, todavía martilleaba su cerebro, y llegaba a perforar una parte de él.
                -Jefe, tiene que ver esto –le dijo uno de sus hombres. La habitación a la que el guardia había entrado parecía un cuarto de baño. Ribot entró.
                Tuvo que contenerse mucho para no salir inmediatamente y vomitar.
                -¿Está todavía ahí la cuñada de Enriqueta Martí?-preguntó gritando desde el interior de la habitación.
                -Sí, ahí sigue –le certificó uno de sus hombres situado dentro de la casa.
                -Bien: no le deis ninguna esperanza.
                Salió de la habitación. A través de la puerta entreabierta, los guardias pudieron atisbar la visión de un lavabo relleno de sangre…
                El resto del registro de la parte superior de la vivienda no dio grandes problemas. Fue entonces cuando se plantearon tener que bajar hasta el sótano.
                -¿Preparado?-preguntó el brigada.
                El resto asintieron.
                Una patada abrió la puerta.
                Se escuchó un chasquido estremecedor. La bombilla que iluminaba el sótano acababa de reventar. Al principio todo el mundo levantó la pistola sobresaltado, hasta que se dieron cuenta de que el ruido no venía de ningún otro arma y disminuyeron una vuelta de tuerca las pulsaciones de todos los agentes de la ley. Para muchos, era la primera vez que entraban en una casa con dinero suficiente como para tener instalación eléctrica. Pasado el susto, descendieron lentamente las escaleras. Alguien encendió una linterna: adentraron sus ojos hacia la profunda oscuridad interior.
                A alguno le embargó un cierto escalofrío cuando contemplaron la tierra removida, y lo que parecían haber sido tumbas hasta hace muy poco, ahora vacías de cualquier cosa que pudieron albergar en su abismo.
                -Dios mío –susurró uno de ellos.
                Ribot volvió la vista hacia el lugar donde había clavado la vista el guardia que había hablado. Y entonces la luz de la linterna la iluminó. Teresita se protegió de dicha luz de manera torpe con ambos brazos. Ribot sintió un súbito estallido de alegría por encontrar a alguien vivo en aquel océano de horror: pero también se le encogió el corazón al contemplar el estado deplorable de aquella criatura, con las ropas andrajosas y cubiertas de tierra. Se arrodilló hacia ella, agarrándola de las manos.
                -Dime, niña, ¿estás bien?
                Trató de sonreírle, de poner cara optimista, de hacer cualquier cosa que transmitiera esperanza y un sentimiento por el que luchar. Pero sólo se encontró con la actitud huidiza de la niña, que seguía evitando el fogonazo procedente de la linterna transportada por el guardia.
                -Cuéntame, chiquilla, ¿cómo te llamas?
                La pequeña respondió como cuchicheando. Y como si el cuchicheo proviniera de otro mundo.
                -Felicidad…
                El brigada Ribot se sorprendió:
                -¿No te llamas Teresita?
                La niña apartó los brazos. Por primera vez, la lámpara enfocó sus ojos.
                -Aquí me llaman Felicidad…
                Entonces Ribot advirtió el destacado tajo en el cuello.
                Le salió la frase en voz alta:
                -Algo va terriblemente mal…

*                                           *                                            *

                A partir de entonces todo, absolutamente todo, empezó a girar alrededor de la hora de la comida.
                Desde el primer golpe en la puerta del médico…
                -¡El doctor no atiende, está almorzando!
                -¡Abran! –volvió a aporrear la entrada el brigada Ribot-. ¡Es un asunto de urgencia de la autoridad!
                En el mismo barrio del Raval, mientras tanto, y a pocas manzanas de allí, el usurero contemplaba a la pléyade de niños delante suya, los cuales, medio desnudos, le observaban como expectantes e intrigados, y a los que él no sabía del todo qué decir.
                -¿Tenéis hambre?¿Qué queréis?-espetó moviendo las gruesas manos-. ¿Queréis una sopa, patatas, pescado? La criada no viene hoy, pero la puedo llamar si queréis. Pero me tenéis que decir qué os apetece.
                Ante el silencio testarudo de los niños, el hombre, con los brazos en jarra, no sabía cómo actuar.
                -Mira, ¿pues sabéis qué? Que si no me decís nada, voy a comer yo solo. Ya me diréis si os entra hambre.
                Al mismo tiempo, a mucha distancia, otras autoridades ejercían también su labor, y abrían las celdas para permitir que en la prisión de mujeres de la ciudad condal las reclusas accedieran a su rancho. En aquel mismo momento, entraba Enriqueta Martí, escoltada por dos guardias, en el recinto de la cárcel. Un guardia con bigote le lanzó una sonrisa irónica.
                -Mira, vas a tener suerte: nada más entrar, a comer de la sopa boba. Pues hala, ya te puedes ir incorporando a la cola.
                Los guardias le dejaron bajo la vigilancia de la gobernanta, la cual observaba a la recién llegada con expresión fría y distante. El vestido de domingo de Enriqueta no pegaba entre las ropas grises y las caras nada festivas del resto de las integrantes de la prisión. Enriqueta se sentía como si hubiera aterrizado en el lugar equivocado en el momento erróneo, y se dedicó simplemente, más por hacer algo que por otra cosa, a tomar uno de los platos hondos que se le ofrecían e integrarse en la fila. No se le ocurría mucho más.
                Sin embargo, en esa misma prisión, a tan sólo unas pocas puertas, un hombre vestido de traje, con elegante perilla y enormemente desarrollado bigote, con un maletín bajo el brazo, se acercaba a uno de los guardias y le susurraba algo al oído, y le deslizaba un billete bajo mano también.
                El guardia, entonces, asintió, se despidió, atravesó un par de puertas, y le cuchicheó también algo al oído al guardia que se encontró.
                Éste, a su vez, se dirigió a otra estancia, y también le comentó unas palabras, prácticamente entrecortadas, a una de las administradoras del centro.
                Y la administradora entró en el comedor, donde allí le habló a la gobernanta. Del contenido de su conversación se enteró simplemente por proximidad en la distancia la cocinera. Ésta miró de soslayo hacia el lugar donde se encontraba Enriqueta Martí.
                Y esta última, a su vez, pudo observar cómo la cocinera se acercaba pesadamente a una de las camareras y le susurraba la noticia recibida.
                La camarera, entonces, fue a decírselo a una compañera, y ésta a otra, y la siguiente a una nueva…
                En torno al perol de sopa, se silabeaban las palabras, se bajaba levemente el tono. Alguna de las reclusas cometía incluso la indiscreción de volver la cabeza y mirar hacia el lugar de la fila para la comida que Enriqueta había empezado a ocupar.
                Una vez más, por segunda vez en este día, Enriqueta se sintió vigilada, rodeada, acosada. Aunque esta vez –se dijo a sí misma- nada me puede pasar aquí. Estoy rodeada de guardias. Aquí se cumplen unas normas, una disciplina. Está garantizada mi seguridad.
                Llegó al final de la cola y se situó enfrente del perol. Allí, una cocinera cargada de cicatrices y arrugas le enseñó su boca desdentada mientras ella adelantaba el plato. Pero cuando hizo esto último, una de las robustas cocineras se adelantó:
                -¿No preferirías comer otra cosa… por ejemplo niños?
                Enriqueta no fue tan estúpida de tirar el plato. Fue una de sus compañeras, en cambio, la que se encargó de trastabillarla para que éste, con un estrépito, se hiciera añicos y produjera un estruendoso sonido al retumbar.
                Las prisioneras se lanzaron todas a una contra la otra.
                Los guardias encogieron de hombros, se giraron, y mientras resonaban los gritos y los desgarros (no pasaba nada, durarían poco), trataban de distraerse dedicándose a silbar.

*                                           *                                            *

                El médico finalmente se levantó y apartó a su criada de la puerta, haciéndolo todo esto con evidente mala gana. Dejó la cadena puesta pero abrió un resquicio el portal.
                -¿Qué es lo que quieren?
                -Brigada Ribot –proclamó el hombre al otro lado-. Tenemos una niña que queremos que examine.
                -¿Y tanto jaleo por eso? Anden, pasen, pasen, veremos lo que se puede lograr…
                En ese mismo instante, el usurero devoraba ávidamente un grueso trozo de carne del que pronto apenas nada iba a quedar en tan sólo unos segundos si seguía zampando. Se encontraba sentado en una sólida mesa de roble, alrededor de la cual los niños –bien sentados o casi encaramados en sillas, bien arrodillados en el suelo- centraban en el adulto su mirada como si fuera a comenzar un espectáculo teatral. Aquella situación al usurero le puso nervioso.
                -¿Qué pasa?¿Qué estáis mirando?¿Tenéis hambre o qué?¡No me dejáis comer!¿Pero queréis hablar?
                En la zona de los barrios altos, entre tanto, el señor Vidella también se encontraba rodeado de un halo de expectación. Un pequeño pero selecto número de personas le rodeaban: unos cuantos de entre ellos (probablemente la mayoría) formaban parte de su familia cercana o de la política, todos ellos próximos a los círculos más altos de poder de Barcelona, distinguidos ciudadanos que venían con sus hijos y que vestían bombín, abrigos de pieles, blancos (como la nieve) fulares o elegantes y armoniosos fracs. Pero aquella era tan sólo una reunión íntima, casual, en la que los niños correteaban por entre las sillas de las venerables abuelas, y las damas se daban besos y celebraban cuán emocionante era volverse a encontrar.
                -Bien, ahora que estamos todos –dijo Vidella después de proporcionar con una cuchara un par de golpecitos en un vaso de cristal colocado sobre la inmensa mesa alrededor de la cual los sirvientes iban desplegando paulatinamente cada manjar-, quisiera haceros partícipes a vosotros también de esta buena nueva. Como sabéis, siempre he hecho un esfuerzo denodado y sincero por colaborar con los más desfavorecidos, aquellos a los que la fortuna no se ha detenido en saludar. Hoy, fortalezco aún más si cabe este compromiso, contribuyendo además a la felicidad interior de mi propio hogar. Os quiero presentar a Laurita y Elvira, las dos niñas huérfanas que acabo de adoptar.
                Una salva de aplausos y de enhorabuenas rodeó a Vidella mientras el mayordomo traía a su lado a las niñas –lavadas, bien vestidas, y rematadas en la cabeza por un exorbitado lacito azul-, y Vidella abrazaba y besaba a su mujer en la mejilla, cual trataba de evitar en su rostro unas lágrimas que (apreció quizás el más agudo de los presentes) no eran precisamente de dicha. Vidella cortó el grifo de su esposa con una breve frase seca, y la señora Vidella volvió a sentarse, mientras el empresario se dirigía a las niñas y las tocaba en el pelo, de un modo nada acostumbrado a ello, parecido al gesto que desarrolla la gente cuando saluda con desgana a un perrito, como preguntándose qué había que hacer después y qué paso había que dar. Pero para ello ya estaban las viejas tías de la familia, una de las cuales, por supuesto, se había levantado y acercado hacia las nuevas protagonistas.
                -¡Qué ricura!¡Y qué guapas son!-dijo ella-. ¿Puedo darles un beso?
                -Claro que sí –respondió ufano Vidella, contento de que le arrebataran el peso de la responsabilidad.
                -Mira que dos niñas más monas –dijo la misma tía, tras cubrirlas a ambas de ósculos en las mejillas-. ¿Y vosotras qué?¿No me dáis beso?
                -Anda, dadle un beso a vuestra tía –les instó Vidella. Las niñas, con sus ojos fríamente estáticos desde el principio, inexpresivos, parecieron mirarle sin comprender.
                -Venga, dadme un besito, mis niñas –insistió más confusa la tía, mientras toda la familia está mirando-. A ver si así os lo pongo más sencillito –dijo la mujer acercando la mejilla a los labios de una de las niñas-. ¿Quién se va primero a animar?
                Las dos niñas se miraron.
                Afuera de esta gran habitación no había nadie. Tan sólo una blanca pared y una entrada. SI un transeúnte casual hubiera pasado por ese punto, sólo habría visto una puerta, levemente entornada, y no habría escuchado (o al menos, su oído no habría sido capaz de captarlo) ningún sonido procedente del interior. Sin embargo, poco a poco, hubiera empezado a oír ruidos: al principio más débiles, luego inconfundiblemente altos, y finalmente los hubiera identificado como gritos, suspiros, crujidos e incluso el suave crujido que precede siempre al hecho de expirar. Luego, de repente, todo se hubiera calmado y hecho silencio… Ni siquiera los camareros –todos dentro de la sala en el momento que empezó todo- se mostraron. De aquella habitación nadie iba a salir más…
                El bridata Ribot prácticamente obligó al médico a colocarse delante de la niña. Pero una vez que lo hizo, la examinó con rostro severo y expresión altamente adusta. Le tomó el pulso, aunque aquello parecía costarle. Pasó varias veces una vela encendida delante de la niña, sin que sus pupilas se dignaran a reaccionar. Palpó su abdomen y dio unos cuantos golpes en su espalda, auscultándola por varios lados. El fruncimiento de labios del doctor empezaba a revelar incredulidad.
                -Un momento –dijo él-. Tengo que hacer una cosa.
                El facultativo extrajo una jeringa de su maletín de médico. Colocó alrededor del brazo de Teresita una tira, a la cual le hizo un nudo y apretó, y luego bañó con alcohol una parte del brazo. Clavó entonces la jeringa en el brazo de la niña. Desplazó el émbolo de la misma.
                Él y Ribot se miraron con la misma estupefacción al contemplar la jeringa llenarse de aire.
                El usurerero, en aquel segundo, había parado de comer. Estaba observando a los niños cada vez más temblorosamente. Éstos le seguían mirando. Alguno había cambiado su posición en la silla y ya no se apoyaba en el respaldo. Otros incluso, algo más activos, habían comenzando a avanzar.
                -¿Qué queréis?-gritó él, despavorido y alertado-. ¿Qué queréis?
                Justo en aquel momento pasaba por el barrio uno de los hombres con los que hacía negocios el usurero habitualmente y llamó a la puerta. Llegó a escuchar el alarido. Se sorprendió al encontrar la puerta cerrada, y una extraña resistencia al otro lado de la misma. Al llamar un par de veces por su nombre al dueño de la casa y no ser contestado, decidió que había que avisar a alguien más.
                El brigada Ribot esperaba alguna respuesta del médico, el cual, sin embargo, no se la atrevía a dar.
                -¿Qué es entonces lo que le pasa?
                El galeno volvió a mirar a la niña. Ésta seguía allí, con sus ojos amarillos, enfocando hacia ningún lado, como si nada pudiera hacerle modificar su estado y todo fuera a seguir permanente igual.
                -Pues la verdad… no sé decirle.
                Un extraño temblor agitaba sus manos mientras se sentaba, parecido a si estuviera pidiendo un trago a gritos.
                -Técnicamente, y de no ser porque se mueve y habla, yo diría que está muerta…
                Alrededor de la casa del usurero iba congregándose más gente, con ese instinto especial que tiene el público espontáneo en descubrir donde se presiente un buen y macabro espectáculo. Un corrillo incluso caminaba, como una fila de patitos, detrás del agente municipal al que había acudido el hombre que no había podido entrar en casa del usurero.
                -De acuerdo. Espere –dijo el guardia, fijándose en la numerosa concurrencia que se había formado alrededor de él mismo-, esperen todos aquí y que no se mueve nadie hasta que yo salga.
                El guardia utilizó sus viejas técnicas (pues había sido cocinero antes que fraile) para abrir la puerta de aquella casa y averiguar qué era lo que ocurría. Estaba dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto para esclarecer la verdad. Cerró la puerta tras de sí y le echó un buen vistazo hacia adentro.
                Abrió muchísimo los ojos, pues no lo podía creer.
                El brigada Ribot tampoco podía hacerlo.
                -Y entonces… ¿qué es lo que sucede a continuación?
                El médico, definitivamente con un vaso de una bebida espirituosa en la mano, no supo qué contestarle.
                El agente municipal salió de la casa del usurero y cerró la puerta con fuerza detrás de su espalda, impidiendo el acceso con su cuerpo.
                -Pero, ¿qué ha pasado?-le preguntaban todos.
                El policía negaba con la cabeza.
                -No creo que deban entrar…
                Su cara estaba lívida.


                Él también se preguntaba  qué ocurriría a continuación…

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