lunes, 23 de mayo de 2016

El relato de mayo. "La tregua después de la tregua".

Un nuevo relato de "historia-ficción" ambientado en la Primera Guerra Mundial, inspirado por la tregua real que se estableció durante unos pocos días en la Navidad de 1914. Como el anterior relato del mismo tema que publicamos en el pasado, da pie a posibilidades y especulaciones varias. Espero que os guste.

La tregua después de la tregua

          Una bala aterrizó a tan sólo un par de palmos justos de su nariz, y causó que una brizna de polvo y pólvora se le introdujera hasta la parte más profunda de sus fosas nasales. Aquello le provocó un aparatoso estornudo que desparramó de manera estentórea sobre sus compañeros. Fue lo que faltaba para terminar de enajenarle. Una nube de imprecaciones salió de su boca, como si él mismo se tratara de una de las metralletas que detonaban sin descanso a su alrededor. Y al ser en francés, a decir verdad, las maldiciones sonaron muy gráficas en su boca:
          -¡Me cago en el alto mando, en el bajo mando y en la madre que les parió a todos!¡Me estoy hartando ya de esta maldita guerra!
          Unas cuantas cabezas se volvieron y, con ellas, un par de miradas de comprensión. Era fácil hacerlo: con barro bajo las suelas, agua en las botas, los oídos atronados, el olor a pólvora y a muerte en cualquier rincón de su traje militar, los ojos llorosos, el sueño postergado y el entendimiento atrofiado después de catorce horas seguidas de combate cegador, hubiera tenido uno que ser muy amante del ejército o muy patriota para no estar de acuerdo con aquel soldado. Y, después de casi dos años de combate continuo en la trinchera, ya no quedaban reclutas que cumplieran ninguna de esas dos condiciones.
          -Maldita sea su estampa –volvió a blasfemar el soldado, al escuchar pasar una bala cerca, y se dio la vuelta para disparar dos tiros en la dirección de donde había venido el proyectil, con al parecer el único objetivo de atajar esa molesta interrupción que había interrumpido su diatriba-. ¿Os acordáis de la Navidad del año pasado?¿Por qué no podemos volver a estar igual?
          La pregunta era retórica, por supuesto. Claro que se acordaban. En la Navidad del (qué lejano se les hacía) 1914, en el lado alemán de la trinchera de esta Gran Guerra que iba a acabar con todas las contiendas pero que de momento no era capaz de terminar consigo misma, algún entusiasta colgó unos cuantos adornos de navidad. Los británicos les imitaron, en el otro lado, y poco a poco se hizo un entendimiento tácito. Charlaron amigablemente en tierra de nadie, se hicieron regalos como tabaco y whisky, e incluso, en algunas zonas de trinchera, se jugaron partidos de fútbol. Los soldados habían oído hablar de que a lo largo de esa larga calle que ahora había dado en llamarse frente de batalla, ciertos portales conservaron ese estado de las cosas hasta el mes de febrero. Sin embargo, como era lógico, aquello no podía durar. A los jefes –o sea, el alto mando contra el que había cargado aquel soldado de bigote erizado- aquella historia no les había hecho ninguna gracia. Y por eso aquel año, la Navidad siguiente, habían tomado medidas para que no se repitiera. Los combates se recrudecieron los días antes de la Nochebuena, y los intercambios de munición se volvieron más encarnizados, con el claro objetivo de garantizar que a ningún soldado le daba por ponerse sentimentaloide en esas fechas tan señaladas. Daba la impresión incluso de que los oficiales de un lado y de otro se hubieran coordinado entre sí para hacerles la puñeta a los soldados de ambos bandos, cuando se suponía que dichos oficiales eran los que mayor encono debían de tenerse. Quizás fue este pensamiento rápido (como un reflejo en un espejo, un efímero halo de luz) lo que caló en la mente de aquel soldado cuando, tapándose los oídos ante una nueva ráfaga de disparos tronantes, una idea se cruzó con la velocidad de una bala en su cabeza, e impactó en lo más profundo de su masa cerebral.
          -Oye, Menchon, ¿tú eras abogado, verdad?
          El aludido, mientras cargaba el fusil y aprovechaba, en una complicada maniobra, para operar con la cerilla que había mantenido en su boca junto con un cigarrillo y encender este último a la vez que disparaba una nueva salva, asintió.
          -Dime, si me largo de aquí y vuelvo a mi pueblo, ¿qué me pasa?
          -¡Que te ahorcan por traidor!-respondió el otro a viva voz a la vez que disparaba.
          -Ya –dijo el primero, mientras seguía con los oídos tapados en intervalos, para evitar quedarse sordo a causa de tanta explosión delirante-. ¿Y si me marcho al lado contrario?
          -¿Adónde?
          -¡Al lado contrario!-repitió el primero-. ¡Al alemán!
          La sorpresa que produjo la pregunta en las filas amigas se constató en el hecho de que varios soldados abandonaron sus resguardadas posiciones detrás de sacos de arena y muros de tierra para, poniendo en peligro su seguridad, girar la cabeza y atender al compañero que había expuesto la cuestión, como si mirándole fijamente extrajeran más información acerca de la respuesta.
          -¡Pues seguro que te ejecutan!-respondió ocupado el aludido-. ¡Eres un soldado enemigo!
          -¡Pero soy un soldado enemigo que se rinde y se retira!
          -¡Te dispararemos nosotros entonces!
          -¿Y si venís también conmigo?
          Algunos compatriotas cercanos se habían desentendido de la batalla y, de manera inconsciente (y siepre protegiéndose de los disparos que podían dirigirse hacia ellos) se dispusieron en lo que asemejaba un círculo de toma de decisión.
          -¿Una deserción en grupo? Los capitanes no lo permitirían –replicó uno.
          -No podrán hacer nada si no queda nadie atrás para dispararnos por la espalda –aclaró el primero.
          -¿Una traición masiva?¿De toda esta sección de la trinchera? Ni siquiera sé si los alemanes lo aceptarían. No tienen tantos efectivos como para retener a tantos prisioneros.
          -¡Que se vayan los alemanes también!-replicó el hombre del bigote, electrizado.
          -¿Qué se vayan adónde?
          -¡Aquí!, ¿dónde narices va a ser?¿No quieren los oficiales atacar al enemigo? Pues que se queden sin nosotros y rodeados de enemigos, cada uno del bando contrario. El grueso de nuestra línea se va al otro lado, y los alemanes hacen lo mismo. Y todo el mundo deja de disparar.
          -Es una completa locura…
          -Nuestros oficiales se quedarían solos frente a los alemanes… -reflexionó un soldado-. No durarían ni cinco minutos. No nos dejarán hacerlo nunca.
          -¡Bueno, llevo casi dos años aquí obedeciendo todo lo que me mandaban y teniendo mucho cuidado con lo que puedo o no puedo hacer! Y no parece que me haya conducido a nada demasiado bueno, ¿no?
          Un tipo delgado, de tono de piel cetrino, que según algunos no había pronunciado más de un par de frases desde que comenzó la guerra, elevó entonces la voz:
          -Algo parecido se discutió en el flanco sur hace tiempo. Yo intercambié mensajes de luz durante uno de los últimos “alto el fuego” provisionales con un soldado alemán. El alemán decía que hablaba en nombre de varios. Estuvimos los dos de acuerdo. Creo que ellos también querrían hacerlo. La cuestión es quién tiene los cojones de atreverse a dar el primer paso.
          Es el momento en que las palabras no dicen nada, y las miradas, todo. Nunca se habían leído tantos ojos con tanta ansia por leerse la mente, por poder adivinar.
          -Tendríamos que ser unánimes. Toda esta sección o ninguna. Y rezar porque se nos unan las secciones adyacentes. Si no, estamos perdidos.
          -Nunca vamos conseguir poner a tanta gente de acuerdo. Algunos ni siquiera sabrán qué estamos intentando.
          -¿Qué te crees, que esto va a quedarse encerrado aquí y ahora? Antes de que caiga el sol lo sabrá toda la sección. Pero alguien tiene que dar la señal.
          -O sea, la pregunta es quién le pone el cascabel al gato.
          Un oficial que acababa de aparecer les estaba mirando de reojo y con cara de pocos amigos. Momentos de distensión en época de guerra, los justos. Se puede permitir un cierto relajo para que la moral de las tropas no se resquebraje; sin embargo, dejar transcurrir mucho tiempo sin batallar significa traición por dejadez. E incluso algo peor. En opinón de los oficiales de alta graduación, si a los soldados les da por hablar mucho tiempo, pueden surgir ideas raras. Y hasta peligrosas.
          Retomaron entonces las posiciones. Batallaron durante un rato. Lo justito, lo normal. Sin apenas entusiasmo. Relativamente, estaba siendo una mañana tranquila. Un ejercicio rutinario de tiro, si se puede así calificarlo. Yo te disparo a ti en un lugar donde hay pocas probabilidades de hacerte daño, y tú me haces a mí lo mismo. Un acuerdo no hablado sin demasiadas negociaciones. Oficialmente está prohibido, pero alguna vez los jefes han transigido, y dado el visto bueno sin requerir demasiadas explicaciones. Sólo se trata de renovarlo el día que te levantas más cansado, y que el otro te siga la cuerda. Quid pro quo. A estas alturas, asumes que al que se encuentra al otro lado le están comiendo más o menos las mismas pulgas que a ti.
          La noche transcurrió también tranquila y sin incidentes. Quizás, de manera subrepticia, el soldado que se encontraba de guardia recibió un pequeño soborno por marcharse a fumar un rato y permitir que alguien usara una de las lámparas que alguna vez se había empleado desarrollar conversaciones en Morse con el enemigo. Tal vez se produjo un muy breve intercambio de mensajes. Quizá el sentimiento era mutuo. Quizá.
          El día siguiente, en cambio, fue distinto. Hubo reparto de estopa por ambos lados. Un día de los que cansan. Uno de los que es jodido de verdad. Llevaban ya mucho almacenado de acontecimientos transcurridos. Llevaban trece horas seguidas peleando, prácticamente sin comer, al límite de la extenuación. Uno de esos días que te planteas que es mejor no haber salido de la cama, pero, claro, es lo que tiene la guerra, no puedes aducir baja por enfermedad, aquí todo el mundo está enfermo, maldita sea. Tienes ganas de mandarlo todo al carajo. De decirte a ti mismo que de poco vale que te arresten por traición, o que te peguen un tiro tus compañeros, si el riesgo de cumplir las órdenes es que una bala acabe en tu frente. Y es entonces cuando pasa lo que tiene que pasar. En el frente de batalla (donde, por razones obvias, no se puede pasar a limpiar el polvo muy a menudo) se acaban acumulando toda clase de… residuos. Restos de metralla, de trozos de metal, de cicatrices de la tierra provocadas por los múltiples bombazos. Y, sí, también cadáveres, que actúan de marcas kilométricas para indicar cuánto queda hasta el frente enemigo, y también cuánto tiempo ha pasado desde ciertos ataques, en función del grado de descomposición. Hay demasiados elementos demasiado desorganizados en esa tumba abierta que separa el mundo de los vivos del de los espectros. Y, de vez en cuando, una explosión mal encaminada remueve carretadas de tierra hacia un lado, y una parte de ese caos mortecino llega hasta nuestro mundo, o sea, el interior de la trinchera. En ocasiones, en forma de un cilindro de gas que no llegó a reventar y se quedó allí durante meses hasta que un día, a pesar de que hace mucho tiempo que no se arrojan gases, tu compañero Menchon, el que era abogado allá en su tierra y se iba a casar con una pálida muchacha que conocía desde niño, tropiece sin querer, pise el cilindro, y el gas explosivo le disuelva el pie hasta penetrar en el tuétano del hueso. Tras ocurrir esto, hay momentos de mucha tensión, y de rabia. Hay segundos de cabreo con el mundo. Hay lágrimas que se cuestionan por qué. Por qué maldita la casualidad, maldita la gracia, por qué ha tenido que ocurrir esto. Si no había intención siquiera; si el cilindro de gas había sido arrojado hace tanto tiempo que ya nadie se acordaba de él. El hastío persistente, clavado gota a gota dentro de la piel, decide explotar del todo. El soldado que tenía la duda se levanta. Lo deja atrás todo, el casco, el fusil y sus arneses, se deja puesto lo imprescindible para no enfriarse en este tiempo de mierda, y no sin dificultad, ante la mirada atónita de los que le rodean (los cuales no tienen tiempo de reaccionar), salta la trinchera en dirección a tierra de nadie. Sus compañeros le chistan: “¡Qué haces!”, los superiores le gritan, pero no alzan la voz demasiado; todavía, muchos no han comprendido el gesto y temen aún la bala que pueda proceder del enemigo. Pero cuando el soldado levanta las manos y se dirige hacia el otro lado, la consigna está clara. Es en ese momento cuando uno de los hombres con los que había hablado el día anterior, el del rostro cetrino, decide seguirle. Aunque esta vez sus compañeros tienen la oportunidad agarrarle, él los rechaza para acompañarle al otro lado. Durante un largo minuto los dos hombres siguen caminando; sus compañeros contienen la respiración mientras constatan incrédulos cómo los alemanes (sin duda tan sorprendidos como los oficiales franceses) todavía no se han atrevido a soltar una ráfaga de fuego. Se entablan vivas discusiones en el lado francés; un teniente suelta gritos, un soldado -cosa impensable diez minutos atrás- se atreve a replicarle en el mismo tono de voz. Existe mucho nerviosismo; se nota en la tensión (constata el hombre del bigote, mientras avanza, aparentemente seguro, aunque está aterrado) a uno y otro lado de las trincheras, reflejada, entre otras cosas, en la febril emoción con que un soladdo alemán que apunta al hombre de bigote sostiene su arma. Este último escucha a su espalda cómo las disensiones persisten en el lado francés. En un momento determinado escucha un inequívoco sonido. No necesita darse la vuelta, aunque su compañero lo hace. Y al hacerlo, es testigo de cómo cinco soldados franceses más han decidido saltar también la trinchera y encaminarse a tierra de nadie. El hombre del bigote llega a la conclusión de que la locura es contagiosa y, también, que los comentarios en el ejército francés, durante la oscuridad de la noche anterior, han debido ser fructíferos. El escándalo en el lado francés se redobla. Se escuchan las voces de los oficiales galos, ordenando disparar a los traidores. Los mayoría de los soldados se niegan. Algún soldado disconforme, o cierto oficial desabrido, hace amago de disparar. No obstante, en un arrebato colectivo, los que empuñan el arma, convertidos ahora en desertores, son reducidos por sus propios compañeros. Los siete soldados franceses, pues, avanzan de momento por tierra de nadie sin interrupciones. La columna maldita prosigue su recorrido. Dudas por todos lados; incertidumbre, miedo, temblor de piernas. Pero nadie aparta la mirada, todos los ojos apuntan al mismo lado. Ningún francés, por supuesto, se pierde una buena función. El silencio es muy hondo, la respiración contenida. Por eso, la sorpresa se vuelve todavía más retumbante, cuando un par de alemanes salen de su escondrijo, y los aspavientos y enfrentamientos de la trinchera francesa se reproducen de pronto en la facción enemiga. Uno, dos, tres, hasta cuatro alemanes rompen lo que hasta entonces era un ejército unido mientras, en el lado francés, algún francés más se une a la iniciativa. Entonces, por primera vez en todo este rato, el hombre del bigote, el que lo ha iniciado todo, puede permitirse el lujo de respirar. En unos pocos metros, siente la cercanía de los soldados germanos. Les saluda; ellos le devuelven, algo incómodos, el mismo gesto, sin que ninguno sepa muy bien cómo debe reaccionar. Cuando se encuentra a punto de llegar a lo que hasta hace poco era la frontera enemiga, un soldado alemán se adelanta para darle la mano; en ese momento, el hombre del bigote se da por fin la vuelta, y observa (en este vistazo hasta ahora inédito desde el lado alemán) cómo varias decenas de soldados germanos y galos, en filas unidas por nacionalidad, se encuentran en sus trayectos en sentidos opuestos, e incluso empiezan a intercambiarse atrazos. Aquello resultaba tan increíble que, conforme aterrizaba de un salto en la trinchera alemana, y era rodeado de varios de sus homólogos germanos, no podía creérselo.

          Y por eso le temía al siguiente amanecer.


          ¿CONTINUARÁ? 

lunes, 9 de mayo de 2016

La historia real y la película de mayo: "Mi hija Hildegart"

Las relaciones entre padres e hijos (y entre madres e hijas) han dado lugar a toda clase de situaciones, algunas de ellas bastante enfermizas. Cabría esperar que después de figuras como Nerón, Norman Bates o los Borgia (aunque los rumores acerca de éstos hayan sido muy exagerados), deberían habernos curado de espanto respecto a las relaciones paterno o materno-filiales. Y no obstante, todavía cabe espacio para las sorpresas, al menos para aquellos que no conozcan esta historia, que con el paso del tiempo se ha ido olvidando de la memoria colectiva: es el caso de Aurora Rodríguez Carballeira y su hija Hildegart.

Hay que decir que, a veces, la vida y la literatura realizan extraños retruécanos en una macabra danza. Ya en 1902, Miguel de Unamuno había publicado una historia vagamente similar, Amor y pedagogía. La novela trata sobre un hombre que trata de criar al hijo perfecto utilizando las normas de las modernas teorías pedagógicas tan en boga en aquella época y -como se veía venir- le acaba convirtiendo en un desgraciado. La obra tiene varias características peculiares: se trata de un ataque de Unamuno al pensamiento positivista (una tendencia del escritor vasco afincado en Salamanca que no siempre tenía sus aspectos beneficiosos: recordemos aquel famoso "Que inventen ellos" cuya filosofía ha lastrado el gran medida el desarrollo científico en nuestro país, o al menos le ha servido de tapadera) y tuvo problemas con su longitud frente al editor, quien consideró que era una obra demasiado corta para poder publicarse. Por tanto, lo que Unamuno hizo, para no añadir una sola coma al texto (en una postura en la que estoy completamente de acuerdo: cada historia debe durar lo que debe durar) fue añadirle un "Tratado de cocotología" que se mencionaba de pasada en la obra y que Unamuno desarrolló expresamente para poder cumplir con las exigencias editoriales. Hay que decir que no le debió costar mucho, ya que "cocotología" es una forma elegante de nombrar a la disciplina que se dedica a hacer pajaritas de papel, una afición que a Unamuno le encantaba y practicaba cada vez que podía, incluso dando clase (algunas de las pajaritas que creó se exponen en la Biblioteca Nacional).

La historia de Hildegart, sin embargo, pierde su gracia cuando sabemos que es real. Todo comienza con su madre Aurora. Ésta no recibió una educación formal, sino que aprendió de manera autodidacta a partir de la lectura de los libros de la biblioteca de su padre, un hombre cercano a las ideas progresistas y de izquierdas de la época. Uno de los hitos que marcaron la existencia de Aurora fue que, desde que cumplió dieciséis años, tuvo que hacerse cargo del hijo de su hermana soltera, a quien comenzó a aleccionar en el estudio de la música. Más tarde, su hermana se llevó al niño a Madrid, donde se convirtió en niño prodigio y un músico destacado. Esto le afianzó la idea a Aurora de que ella sería excelente criando a un niño, pero quiso llegar más lejos todavía: pretendía tener una hija que fuera educada para cambiar el mundo, que revolucionara la sociedad en general y los derechos de la mujer (materia que para Aurora tenía mucha importancia) en particular, y que pudiera llegar todo lo lejos posible en esa revolución, cosa que su madre -carente de una educación reglada- no era capaz de hacer. Con ese propósito, buscó un padre que fuera únicamente el "sustrato biológico óptimo" para engendrar a su hija, y la educó desde el principio para que se convirtiera en la mujer perfecta, "la mujer del futuro" que ella debía ayudar a traer al resto del mundo. Todos los esfuerzos de esta madre fueron realizados para tal fin: desde la elección del nombre (que según la madre significaba "jardín de sabiduría" en alemán, aunque parece que los germanoparlantes no estarían tan de acuerdo) hasta una educación esmerada, en la que ella fue la única que invervino, pues ni tan siquiera permitió al padre ejercer influencia alguna sobre la niña. Hildegart se convierte en una joven precoz, librepensadora, progresista, de ideas de izquierdas, que la llevan a publicar artículos a muy temprana edad (alrededor de los doce años) y, en poco tiempo, formar parte destacada del PSOE y de la UGT (eran los tiempos de la efímera II República Española). En medio de esta eclosión de nuevos movimientos e ideas, Aurora se convierte en un adalid de los derechos de la mujer y, cuando se crea una Liga Española por la Reforma Sexual (presidida por Gregorio Marañón), nadie duda que Hildegart debe tomar parte destacada en ella. Así que, hasta lo que hemos contado, parece que el experimento de su madre Aurora salió bastante bien.

Hay algo de antinatural, de desafío a los dioses, el tratar de generar "el más..." o el "..." perfecto (rellénese en puntos suspensivos lo que se prefiera), y más cuando esos superlativos se aplican a humanos. La experiencia nos ha enseñado que lo único que puede llegar a ser perfecto es la imperfección, aunque parece que, periódicamente, nos esforzamos en olvidarlo. Aún así, para el observador imparcial, la autoimpuesta misión de Aurora parece una tentativa con un riesgo bastante alto de tener que afrontar el fracaso: en el siglo XX, hemos visto hundirse al barco que no podía hundirse, repetirse la guerra "que debía acabar con todas las guerras", hemos sido testigos de la caída, en una década, de imperios que debían durar mil años, y hemos contemplado promesas varias de honradez disolverse en un turbio pozo de corrupción y mentiras. Nada es eterno, nada es perfecto: ese hecho parece que debemos asumir y es con lo que trabajamos, aunque no tenga por qué ser sinónimo de la palabra conformismo y debamos, siempre que nos sea posible, tratar de acercarnos legítimamente a la perfección. No obstante, en el caso de los experimentos hechos con humanos (como éste que pretendía realizar con Hildegart Aurora) existe el problema de que puede ocurrir que los resultados del ensayo tengan opinión propia. Y ésta no tiene por qué coincidir necesariamente con la de su creador.

Lo cierto es que Hildegart estaba teniendo éxito, quizás demasiado. Sus ardientes publicaciones se vendían, estaba en contacto con intelectuales como Havelock Ellis o H.G. Wells (del primero sirvió como traductora), que la incitaban a que fuera a Londres a trabajar para difundir sus ideas. Aquello inquietó a la madre de Hildegart. ¿Que su hija se separara de ella, de Aurora, que era quien la había construido, diríase edificado con sus propias manos? Lo cierto es que la relación entre Hildegart y su madre se estaba volviendo tensa, por no decir explosiva y, por no decir más claramente, hasta un punto tenebrosa. ¿Los motivos? En la película (sobria, contenida, cargada de momentos dramáticos merced a unas muy logradas interpretaciones) que en 1977 dirige Fernando Fernán Gómez sobre el tema se apuntan unos cuantos factores relacionados con teorías que se especularon en el momento. Desde la posibilidad de que Hildegart pudiera estar enamorándose, en contra de los deseos de su madre (¡ella, la adalid de la revolución sexual, sentirse atraída de manera convencional por un hombre!), hasta -y esto parece ser el factor fundamental- los temores de Aurora a que una conspiración internacional quisiera arrebatarle a su hija para llevársela a Londres y de esa manera imposibilitar su vital trabajo para conseguir un cambio en la sociedad. Todo esto suena un poco a paranoia y, de manera muy probable, lo era. De hecho, muchos apuntan a que, simplemente, Aurora no soportaba que esa "escultura hecha carne" -como llegaron a llamar a Hildegart- se atreviera a llevarle la contraria, y cuando la libertad con la que Aurora la educó la llevó a expresar opiniones y objetivos distintos a los de su progenitora, incluyendo la posibilidad de separarse de ella (al final, nada más clásico y rutinario que una hija que quiere independizarse de su madre), Aurora decidió que aquella "escultura imperfecta", aquel experimento que no había salido exactamente como ella pretendía que fuese, era simplemente un fallo y que era mucho mejor eliminarlo. En la película de Fernando Fernán Gómez, Aurora aparece justificando sus acciones y gestando elaborando teorías para explicarlas, mientras que la defensa en su juicio se basa en argumentar que su cliente está loca y que sólo así pueden entenderse sus actos. ¿Defensa, juicio?, preguntaréis. Sí, efectivamente, Aurora fue a juicio porque, una noche, decidió acabar con su palpitante obra y le disparó cuatro tiros a Hildegart que terminaron con su vida. Para Aurora, había salvado a Hildegart de que una conspiración internacional tratara de corromperla para volverla contra su causa; para el resto del mundo, se había cercenado la vida de una joven que, con un poco más de flexibilidad, hubiera prometido mucho y, sobre todo, se había cometido un crimen atroz. Uno de los más abyectos que la sociedad, por definición, tiende a juzgar dentro de la misma.


En efecto, hubo juicio y, con lógica, Aurora fue condenada. Fue ingresada en el centro psiquiátrico de Ciempozuelos, y allí se le perdió la pista. Tanto, que había dudas sobre si, en el descontrol de la guerra civil unos años después, hubiera podido ser liberada y campara a sus anchas en el mundo exterior. No obstante, hace unos años se encontró su ficha y se confirmó que Aurora nunca abandonó el psiquiátrico, acabando su días allí. Con ella, terminaba toda prueba física de uno de los experimentos más extraños que jamás se diseñó y que, como casi todas las gestas idealistas que son llevadas al límite (desde las legendarias historias de los caballeros de la Tabla Redonda hasta las revoluciones comunistas del siglo XX), acaban feneciendo víctimas de sus propias flaquezas y huamnso errores y se tornan a veces en pesadillas peores que las que pretendieron aliviar. La historia de Aurora y de Hildegart es, una vez más, la historia de Ícaro: lo cual, sin embargo, no debería provocar que nos abstuviéramos de volar.

lunes, 2 de mayo de 2016

La historia corta de mayo: Indicaciones

Un regalito que me han proporcionado. Un saludo.

Indicaciones

Una joven de larga melena oscura, curvas femeninas indiscutibles pero no tan pronunciadas como para llamar la atención al primer vistazo, se viste con vaqueros y camisetas, colores neutros, no destaca, aunque a la segunda ojeada verías que es bastante atractiva. Se dirige la muchacha a la estación de autobús, esperando la llegada del siguiente transporte, observando a sus pasajeros al descuido, elige con total premeditación a uno de ellos. Un hombre joven, algo despistado, con equipaje ligero, no autóctono. Se acerca cuidadosamente a él, consultando el panel de llegadas como si estuviese esperando a alguien, quizá al siguiente autobús. Ese aire de paciente impaciencia, tranquila y accesible suele provocar que el sujeto elegido se dirija a ella y le pregunte por su destino. Ella le indica un trayecto, sonriendo, amable con los recién llegados. Pero cuando el chico se aleja, ella sale apresurada de la estación, y a través de un atajo, logra salir dos calles por encima del punto donde se encuentra el viajero, mientras se recoge el cabello y se pone unas gafas de pasta grandes, de esas que se llevan ahora. Camina decidida pero sin prisa, de manera que vuelva a cruzarse con su víctima, que ya ha empezado a sospechar que ese camino que le indicaron en la estación no coincide con sus expectativas y busca a alguien más a quien preguntar. Y vuelven a encontrarse, sin que la reconozcan (¿cómo iba a pensar que era la misma chica?), dirigiéndole ella, de nuevo, por un camino de su conveniencia, vistiéndolo de atajo, aprovechándose del desconocimiento del novato, un camino que pasa por una calleja poco concurrida y con una rampa de garaje colocada perfectamente para sus propósitos. De nuevo, al alejarse del incauto, avanza deprisa para colocarse en ese rincón en penumbra por donde ha de pasar el viajero si sigue sus indicaciones, mientras saborea los anticipados placeres que le va a proporcionar esa caza. No será el primero. Ni el último.