lunes, 9 de mayo de 2016

La historia real y la película de mayo: "Mi hija Hildegart"

Las relaciones entre padres e hijos (y entre madres e hijas) han dado lugar a toda clase de situaciones, algunas de ellas bastante enfermizas. Cabría esperar que después de figuras como Nerón, Norman Bates o los Borgia (aunque los rumores acerca de éstos hayan sido muy exagerados), deberían habernos curado de espanto respecto a las relaciones paterno o materno-filiales. Y no obstante, todavía cabe espacio para las sorpresas, al menos para aquellos que no conozcan esta historia, que con el paso del tiempo se ha ido olvidando de la memoria colectiva: es el caso de Aurora Rodríguez Carballeira y su hija Hildegart.

Hay que decir que, a veces, la vida y la literatura realizan extraños retruécanos en una macabra danza. Ya en 1902, Miguel de Unamuno había publicado una historia vagamente similar, Amor y pedagogía. La novela trata sobre un hombre que trata de criar al hijo perfecto utilizando las normas de las modernas teorías pedagógicas tan en boga en aquella época y -como se veía venir- le acaba convirtiendo en un desgraciado. La obra tiene varias características peculiares: se trata de un ataque de Unamuno al pensamiento positivista (una tendencia del escritor vasco afincado en Salamanca que no siempre tenía sus aspectos beneficiosos: recordemos aquel famoso "Que inventen ellos" cuya filosofía ha lastrado el gran medida el desarrollo científico en nuestro país, o al menos le ha servido de tapadera) y tuvo problemas con su longitud frente al editor, quien consideró que era una obra demasiado corta para poder publicarse. Por tanto, lo que Unamuno hizo, para no añadir una sola coma al texto (en una postura en la que estoy completamente de acuerdo: cada historia debe durar lo que debe durar) fue añadirle un "Tratado de cocotología" que se mencionaba de pasada en la obra y que Unamuno desarrolló expresamente para poder cumplir con las exigencias editoriales. Hay que decir que no le debió costar mucho, ya que "cocotología" es una forma elegante de nombrar a la disciplina que se dedica a hacer pajaritas de papel, una afición que a Unamuno le encantaba y practicaba cada vez que podía, incluso dando clase (algunas de las pajaritas que creó se exponen en la Biblioteca Nacional).

La historia de Hildegart, sin embargo, pierde su gracia cuando sabemos que es real. Todo comienza con su madre Aurora. Ésta no recibió una educación formal, sino que aprendió de manera autodidacta a partir de la lectura de los libros de la biblioteca de su padre, un hombre cercano a las ideas progresistas y de izquierdas de la época. Uno de los hitos que marcaron la existencia de Aurora fue que, desde que cumplió dieciséis años, tuvo que hacerse cargo del hijo de su hermana soltera, a quien comenzó a aleccionar en el estudio de la música. Más tarde, su hermana se llevó al niño a Madrid, donde se convirtió en niño prodigio y un músico destacado. Esto le afianzó la idea a Aurora de que ella sería excelente criando a un niño, pero quiso llegar más lejos todavía: pretendía tener una hija que fuera educada para cambiar el mundo, que revolucionara la sociedad en general y los derechos de la mujer (materia que para Aurora tenía mucha importancia) en particular, y que pudiera llegar todo lo lejos posible en esa revolución, cosa que su madre -carente de una educación reglada- no era capaz de hacer. Con ese propósito, buscó un padre que fuera únicamente el "sustrato biológico óptimo" para engendrar a su hija, y la educó desde el principio para que se convirtiera en la mujer perfecta, "la mujer del futuro" que ella debía ayudar a traer al resto del mundo. Todos los esfuerzos de esta madre fueron realizados para tal fin: desde la elección del nombre (que según la madre significaba "jardín de sabiduría" en alemán, aunque parece que los germanoparlantes no estarían tan de acuerdo) hasta una educación esmerada, en la que ella fue la única que invervino, pues ni tan siquiera permitió al padre ejercer influencia alguna sobre la niña. Hildegart se convierte en una joven precoz, librepensadora, progresista, de ideas de izquierdas, que la llevan a publicar artículos a muy temprana edad (alrededor de los doce años) y, en poco tiempo, formar parte destacada del PSOE y de la UGT (eran los tiempos de la efímera II República Española). En medio de esta eclosión de nuevos movimientos e ideas, Aurora se convierte en un adalid de los derechos de la mujer y, cuando se crea una Liga Española por la Reforma Sexual (presidida por Gregorio Marañón), nadie duda que Hildegart debe tomar parte destacada en ella. Así que, hasta lo que hemos contado, parece que el experimento de su madre Aurora salió bastante bien.

Hay algo de antinatural, de desafío a los dioses, el tratar de generar "el más..." o el "..." perfecto (rellénese en puntos suspensivos lo que se prefiera), y más cuando esos superlativos se aplican a humanos. La experiencia nos ha enseñado que lo único que puede llegar a ser perfecto es la imperfección, aunque parece que, periódicamente, nos esforzamos en olvidarlo. Aún así, para el observador imparcial, la autoimpuesta misión de Aurora parece una tentativa con un riesgo bastante alto de tener que afrontar el fracaso: en el siglo XX, hemos visto hundirse al barco que no podía hundirse, repetirse la guerra "que debía acabar con todas las guerras", hemos sido testigos de la caída, en una década, de imperios que debían durar mil años, y hemos contemplado promesas varias de honradez disolverse en un turbio pozo de corrupción y mentiras. Nada es eterno, nada es perfecto: ese hecho parece que debemos asumir y es con lo que trabajamos, aunque no tenga por qué ser sinónimo de la palabra conformismo y debamos, siempre que nos sea posible, tratar de acercarnos legítimamente a la perfección. No obstante, en el caso de los experimentos hechos con humanos (como éste que pretendía realizar con Hildegart Aurora) existe el problema de que puede ocurrir que los resultados del ensayo tengan opinión propia. Y ésta no tiene por qué coincidir necesariamente con la de su creador.

Lo cierto es que Hildegart estaba teniendo éxito, quizás demasiado. Sus ardientes publicaciones se vendían, estaba en contacto con intelectuales como Havelock Ellis o H.G. Wells (del primero sirvió como traductora), que la incitaban a que fuera a Londres a trabajar para difundir sus ideas. Aquello inquietó a la madre de Hildegart. ¿Que su hija se separara de ella, de Aurora, que era quien la había construido, diríase edificado con sus propias manos? Lo cierto es que la relación entre Hildegart y su madre se estaba volviendo tensa, por no decir explosiva y, por no decir más claramente, hasta un punto tenebrosa. ¿Los motivos? En la película (sobria, contenida, cargada de momentos dramáticos merced a unas muy logradas interpretaciones) que en 1977 dirige Fernando Fernán Gómez sobre el tema se apuntan unos cuantos factores relacionados con teorías que se especularon en el momento. Desde la posibilidad de que Hildegart pudiera estar enamorándose, en contra de los deseos de su madre (¡ella, la adalid de la revolución sexual, sentirse atraída de manera convencional por un hombre!), hasta -y esto parece ser el factor fundamental- los temores de Aurora a que una conspiración internacional quisiera arrebatarle a su hija para llevársela a Londres y de esa manera imposibilitar su vital trabajo para conseguir un cambio en la sociedad. Todo esto suena un poco a paranoia y, de manera muy probable, lo era. De hecho, muchos apuntan a que, simplemente, Aurora no soportaba que esa "escultura hecha carne" -como llegaron a llamar a Hildegart- se atreviera a llevarle la contraria, y cuando la libertad con la que Aurora la educó la llevó a expresar opiniones y objetivos distintos a los de su progenitora, incluyendo la posibilidad de separarse de ella (al final, nada más clásico y rutinario que una hija que quiere independizarse de su madre), Aurora decidió que aquella "escultura imperfecta", aquel experimento que no había salido exactamente como ella pretendía que fuese, era simplemente un fallo y que era mucho mejor eliminarlo. En la película de Fernando Fernán Gómez, Aurora aparece justificando sus acciones y gestando elaborando teorías para explicarlas, mientras que la defensa en su juicio se basa en argumentar que su cliente está loca y que sólo así pueden entenderse sus actos. ¿Defensa, juicio?, preguntaréis. Sí, efectivamente, Aurora fue a juicio porque, una noche, decidió acabar con su palpitante obra y le disparó cuatro tiros a Hildegart que terminaron con su vida. Para Aurora, había salvado a Hildegart de que una conspiración internacional tratara de corromperla para volverla contra su causa; para el resto del mundo, se había cercenado la vida de una joven que, con un poco más de flexibilidad, hubiera prometido mucho y, sobre todo, se había cometido un crimen atroz. Uno de los más abyectos que la sociedad, por definición, tiende a juzgar dentro de la misma.


En efecto, hubo juicio y, con lógica, Aurora fue condenada. Fue ingresada en el centro psiquiátrico de Ciempozuelos, y allí se le perdió la pista. Tanto, que había dudas sobre si, en el descontrol de la guerra civil unos años después, hubiera podido ser liberada y campara a sus anchas en el mundo exterior. No obstante, hace unos años se encontró su ficha y se confirmó que Aurora nunca abandonó el psiquiátrico, acabando su días allí. Con ella, terminaba toda prueba física de uno de los experimentos más extraños que jamás se diseñó y que, como casi todas las gestas idealistas que son llevadas al límite (desde las legendarias historias de los caballeros de la Tabla Redonda hasta las revoluciones comunistas del siglo XX), acaban feneciendo víctimas de sus propias flaquezas y huamnso errores y se tornan a veces en pesadillas peores que las que pretendieron aliviar. La historia de Aurora y de Hildegart es, una vez más, la historia de Ícaro: lo cual, sin embargo, no debería provocar que nos abstuviéramos de volar.

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