lunes, 6 de junio de 2016

Los libros de junio: unos cuantos volúmenes de "Bambú y Naranja".

Saludos. Como sabéis, colaboro desde hace ya más de un año en el fanzine "Fragmentos de Tinta". Este proyecto está asociado a una web, "Bambú y Naranja", especializada en regalos personalizados que tienen que ver con la literatura. Entre otras cosas, "Bambú y Naranja" se dedica a recomendar y a vender libros, muchos de los cuales representan propuestas atrevidas, novedosas, originales y, en todo caso, variadas, aptas para todos los gustos. Como en este transcurso de tiempo me he leído unos cuantos, quiero exponeros lo que me he encontrado hasta ahora (en general títulos bastante diversos), para que cada cual juzgue cuál le acaba de convencer más y puede hacer pasar un buen rato.

Las propuestas que os traigo hoy son:

-"El hombre sin rostro", de Luis Manuel Ruiz García.



Ambientada en la España de 1908, y teniendo como punto de partida una muerte inexplicable (el esqueleto de un pterodácticlo colgado del techo se cae y aplasta a un profesor en el Museo de Historia Natural), el autor se embarca en una trama de humor y misterio protagonizada por variopintos personajes, entre los cuales se incluyen un docto científico, su atractiva e impetuosa hija, y un ambicioso aprendiz de periodista que se embarca en la doble tarea de obtener una exclusiva que le consiga fama y fortuna, y al mismo tiempo conquistar a la hija del sabio investigador. Una novela entretenida que pretende dar vueltas alrededor de ese apasionado y apasionante cambio de siglo en que el mundo evolucionaba, todo era posible, y el descubrimiento de exóticos territorios, y también de fascinantes verdades de la naturaleza, encontraba 
a la vuelta de la esquina siempre una nueva oportunidad. La novela da pie a continuar la historia con algunos de sus personajes, con lo cual, el que eche unas carcajadas a gusto con la novela puede tener la esperanza de volver a encontrarse algún día con los protagonistas en una nueva aventura.



En este conjunto de relatos unidos entre sí por una trama común (la historia de una familia y sus allegados, centrada en la misteriosa muerte de uno de sus componentes), la autora argentina afincada en España elabora una saga familiar con nada disimulados elementos autobiográficos, la cual recorre distintas épocas y personajes -ricos herederos, mujeres desesperadas, el alocado principio del siglo XX, nazis, comunistas, la historia sudamericana reciente, sangrientas dictaduras o turbulentas revoluciones-. El libro en su conjunto tiene aroma de mujer, y de hecho lo que más destaca es la construcción de los antagónicos personajes femeninos, combinando en medidas dosis rasgos de erotismo, dolor, lirismo, y algunas pinceladas de muy buena literatura. El texto se aleja de las convenciones clásicas de los distintos géneros que toca (no es una novela, pero los relatos se entrelazan entre sí; parte de un asesinato, pero proclama que el auténtico misterio es qué ocurre con cada uno de los protagonistas de la trama), y en algunos casos se nota que el argumento de los relatos no pesa tanto con respecto a la necesidad de recrear una atmósfera evocadora, un escenario en el que las figuras humanas puedan con gusto desarrollarse, o un hueco donde determinadas frases de gran impacto tengan la opción de encajar. Pero, precisamente, ahí radica en buena parte el atractivo del libro, pues es en este territorio donde mejor se despliega la capacidad de la autora, entre otras cosas responsable de un taller de escritura. Ideal para aquellos a quienes les encante bucear en las profundidades del corazón femenino, con el riesgo siempre inherente de acabar perdido en él.

-"El vivo" y "La glándula de Ícaro", de Anna Starobinets.



A Anna Starobinets se la ha denominado la Stephen King o la Philip K. Dick rusa. Aunque algunos ya han advertido de los riesgos de esa simplificación -y prefieren compararla con sus coetáneos geográficos o en clave de género, como Dovstoievski o Chejov, o calificar su estilo de "horror lírico"-, sí es cierto que esta autora de fantasía y ciencia ficción tiene en común con el maestro del terror norteamericano la tremenda habilidad de encontrar el horror en la sólo aparente seguridad de las situaciones y objetos cotidianos. Stabironets comenzó a alcanzar la fama con el libro de relatos "Una edad difícil" (publicada en España por la editorial Nevsky, especializada en literatura rusa), y más tarde se inició en el ámbito de la novela con "El Vivo", una historia sobre una sociedad futurista donde el número de habitantes de la Tierra permanece estable en tres mil millones de habitantes, la muerte definitiva no existe (cada vez que alguien fallece, se "reencarna" en un nuevo individuo), y todos los humanos se encuentran conectados entre sí a nivel de diferentes capas que en gran medida remedan un mundo actual demasiado obsesionado con Internet y las redes sociales. En la novela, la sociedad parece haber encontrado un pacífico equilibrio hasta que nace Cero, un individuo que no pertenece al Vivo, no se ha reencarnado a partir de ninguna existencia anterior, y tampoco está conectado con el resto de sus semejantes, suponiendo, por tanto, una amenaza para el sistema. La novela pertenece al género de la distopía, donde, como suele ocurrir, lo más importante no es predecir el futuro, sino reflejar las debilidades de nuestro presente y de la condición humana. De todas maneras, Starobinets sigue reflejando su máxima versatilidad en el formato del cuento, y en "La glándula de Ícaro" vuelve a plasmar sus obsesiones: los insectos, las posibilidades y temores con respecto al cuerpo humano, las criaturas que amenazan con apoderarse de él o tomar vida propia, y las estructuras disfuncionales que formamos como sociedad (de este libro, destaco especialmente el cuento que da título a la antología y "El parásito"). Da la sensación de que a Starobinets le encanta vivir en los umbrales, en esa frontera entre lo real y lo fantástico donde los protagonistas tienden a sumergirse en la rutina de lo inaceptable con una normalidad que provoca el más intenso de los espantos. Dos libros muy recomendables para aquellos a quienes le resulta delicioso el escalofrío que en el borde de la cama te sobrecoge.

Como os he dicho, podéis encontrar estos libros en la web de Bambú y Naranja (o, más directamente, haciendo doble click sobre los títulos de los libros en este post; "El hombre sin rostro" no está en la página web, pero me dicen que pueden enviarlo bajo petición individual). No obstante si creéis que no sois el tipo de lector apropiado para este grupo concreto de textos, podéis acercaros a esta sección de la página web, que permite que la responsable de "Bambú y Naranja" os pregunte por vuestros gustos y personalidad y busque una recomendación lo más cercana a vuestro carácter, al estilo del viejo librero de barrio a quien le ibas a preguntar y siempre tenía la historia adecuada para tu humor y tu estado de ánimo, y al que podías acudir siempre que le necesitaras. La verdad es que algunos de los mejores autores los he descubierto por recomendaciones, y se suele decir que el hecho de que alguien crea que te va a gustar un buen libro es una forma de halago. Así que, si os atrevéis, explorad, dejaos aconsejar... y leed y sed felices. Un abrazo, y hasta la próxima.

miércoles, 1 de junio de 2016

Las historias reales de junio. Casas malditas.

La historia real de este mes va sobre un tema muy trillado en el cine y la literatura, como es el de las casas malditas. Lugares donde han acontecido hechos terribles y (se supone) un halo de fantasmagórica muerte y destrucción ha quedado para siempre allí depositado. Si quisiéramos hacer una lista extensa de las diferentes mansiones encantadas, probablemente no terminaríamos nunca, y por eso sólo os quiero poner tres ejemplos, aunque espero que -ojalá- capten vuestra atención.

El primero es uno relativamente conocido: se trata de la mansión Winchester. La leyenda dice que la viuda Winchester, tras la muerte de su esposo, sentía pánico por la posibilidad de que los fantasmas de todos los individuos que habían muerto a manos del rifle inventado por su marido volvieran de la tumba para matarla. Por ello, construyó una mansión tan intrincada y retorcida (2.000 puertas, 10.000 ventanas, 47 chimeneas, 47 escaleras -algunas de las cuales no llevan a ninguna parte-, 13 cuartos de baño, 6 cocinas, ventanas tapiadas para confundir a los espíritus y, por supuesto, una legión de obreros trabajando 
continuamente en una obra que bajo ningún concepto debía finalizar), con el objetivo de que los espectros no fueran capaz de localizarla nunca. La historia de esta casa y sus moradores ha servido de inspiración a numerosas películas y series de terror, fue la base de la mansión en constante crecimiento que Isabell Allende describió en "La casa de los espíritus", y dicen que, dentro de poco, la historia de los Winchester vivirá una nueva adaptación cinematográfica.


Vista aérea de la mansión Winchester (extraída de aquí)


Claro que, observando una geografía tan barroca como la de la imagen de arriba, es fácil intuir que la casa ha tenido una historia convulsa. Pero, ¿qué pasa si -como ocurre en muchos campos de batalla de toda Europa- la hierba crece, las cosas se serenan, y las apariencias no dejan ver lo que aconteció en el pasado? Uno de los ejemplos que más me llaman la atención, en este sentido, es el del palacio Beylerbeyi (en la imagen de abajo), la cual servía como residencia de verano de los sultanes de Estambul. Su apariencia idílica, sin embargo, esconde un pasado turbulento. Durante seis años (de 1912 a 1918) fue convertido en una prisión, aunque sólo para un individuo, el depuesto sultán Abdul Hamid II. En un período en el que el Imperio Otomano languidecía ("el enfermo de Europa", se denominaba entonces), y muchas voces pedían una aproximación a los países occidentales, Abdul Hamid II, lejos de abanderar la bandera del progreso, entró en un profundo estado de paranoia en el que creía que todos (espías, prensa, reformistas, estudiantes, incluso el propio ejército que le protegía de los anteriores) se encontraban contra él y amenazaban su seguridad. Mantuvo al país en un estado de miedo y sospecha constante, muy acorde con su similar estado de ánimo. Al final, la desconfianza en su propio ejército le llevó a recortar en el presupuesto del mismo, factor que aprovecharon los revolucionaron Jóvenes Turcos para deponerle con ayuda de unos militares que tampoco estaban muy felices con él. Tras un tiempo de exilio en Tesalónica, pasó sus últimos años en Beylerbeyi (hoy una parte más del patrimonio cultural turco), donde se dedicó al estudio, la carpintería y a redactar sus memorias. Pero donde, según dicen, su estado de ansiedad continua y temor a lo que se escondía en cada esquina del palacio no se llegó a frenar jamás. La residencia de verano se convirtió en su prisión, de la misma forma en que él había retenido, como prisionero, a todo el imperio.


Postal del palacio de Beylerbeyi en 1901 (extraída de Wikicommons). Hoy en día, este lado del Bósforo se encuentra ocupado por muchos más edificios, y el palacio no presenta el aspecto aislado que refleja esta imagen, sino más bien el de la fotografía de abajo, realizada por el autor.


Sin embargo, para mí, quizás el caso más dramático podamos encontrarlo en España, en un lugar aparentemente anodino como el Museo de Antropología de Madrid. El museo fue organizado desde su origen (y de hecho, fue él quien promovió su construcción) por el doctor González Velasco, quien a lo largo de sus diferentes viajes recolectó numerosas piezas procedentes de exóticos países, y pensó que el mejor lugar donde albergarlas sería un edificio dedicado específicamente a tal fin. Cuando el museo fue finalmente construido, el doctor Velasco decidió irse a vivir allí (era propio de la época juntar la vivienda con el lugar de trabajo; de hecho, a pocos metros de distancia se halla la antigua casa y laboratorio de Santiago Ramón y Cajal). El doctor Velasco había sufrido, años atrás, una tragedia familiar: su hija Concha había muerto a la edad de 15 años, y quizás el padre se sentía en parte culpable, pues había contravenido los consejos del médico familiar a la hora de administrarle el tratamiento. La cuestión es que cuando el doctor Velasco se mudó al museo, decidió desenterrar el ataúd de su hija para darle sepultura cerca de la casa, y entonces, la apertura incidental del féretro provocó que todos los presentes comprobaran con sorpresa cómo el cadáver se había conservado en muy buenas condiciones (las versiones de la leyenda varían: unos dicen que el cuerpo había sido embalsamado con anterioridad por su propio padre, y otros en cambio que lo hizo después, cuando descubrió el "milagro" obrado de manera natural. Yo leí por primera vez acerca de esta leyenda en el conocido <<Madrid Oculto>>, de Peter y Mark Besas, y en esta visión me baso principalmente). Sea como fuere, parece ser que ese incidente terminó por nublar la visión del padre atormentado, quien, al observar a su hija muerta casi con el mismo aspecto que mantenía en vida, decidió vestirla (con un traje de novia, añade más morbo todavía la historia popular) y mantenerla en la casa como si aún siguiera con ellos, sacándola a cenar junto con su mujer en el comedor familiar todas las noches, y retornándola a un dormitorio individual al acostarse, a cuya ventana seguramente se intentaban asomar los curiosos para contemplar a tan tétrica muñeca de tamaño humano. Se dice que la situación se mantuvo así varios meses hasta que la esposa del doctor Velasco, harta de la macabra situación y de los mareantes vapores procedentes de los productos químicos utilizados para preservar el cuerpo (y, seguramente, de las murmuraciones de los vecinos ante aquellas delirantes cenas), le dio a elegir: o la niña o ella. El doctor Velasco, no sin renuencia, dio su brazo a torcer y accedió a enterrar de nuevo el cuerpo. Hoy en día, el Museo de Antropología funciona únicamente como atractivo turístico y cultural y nadie habita allí, salvo que creamos que por entre sus puertas siguen paseando los espectros.

Vista exterior del Museo Nacional de Antropología en Madrid (extraída de Wikicommons)

No obstante, escribiendo estas líneas, no puedo evitar acordarme (aunque no se trate estrictamente de casas) de un par de lugares también hasta cierto punto fantasmagóricos y que tuve la ocasión de visitar hace unos años. El primero -imágenes de abajo- es el tophet, un antiguo cementerio de la ciudad de Cartago, en Túnez, donde cada una de las estelas que veis allí representa un niño ejecutado durante un sacrificio humano. Sobre el por qué tan macabras ceremonias (que, en realidad, tienen más sentido de lo que se intuye a simple vista) no me voy a extender porque ya lo he explicado en alguna ocasión y encontraréis sobrada información aquí.

 Imágenes del tophet de Cartago, desde fuera y desde dentro.

En este mismo lugar, no demasiado lejos, hay una serie de ruinas en apariencia anodinas pero en las que, si uno simplemente se asoma, observa o escarba, puede encontrar falanges, costillas e incluso cráneos. Algunos de ellos bastante pequeños. Estos escombros, que en su día correspondieron a tres calles, fueron testigos de una de las más encarnizadas batallas entre romanos y cartagineses en la Tercera Guerra Púnica. Si hubiera ocurrido en una época más reciente, estaríamos hablando de una matanza como la de Srebrenica, o nos recordaría a los combates portal a portal de los que hemos sido testigos en las grandes ciudades de las guerras recientes de Siria o de Irak. Hoy, como el tiempo ha pasado y ya no quedan testigos de la tragedia, la mayor parte de los visitantes deambulan -felices en su ignorancia- entre las ruinas, tan sólo si acaso interrumpidos por algún inspirado guía local que les muestra lo sencillo que es desenterrar algún hueso.

 Las famosas tres calles del genocidio. Arriba, visión general; abajo, un poco más concretas.




Dicen que, tras la Primera Guerra Mundial, el espiritismo estaba de moda porque el mundo se hallaba, en efecto, lleno de espectros, y los familiares de los fallecidos estaban deseando contactar con sus allegados. Quizás nos resultaría sorprendente saber la de fantasmas desaparecidos con los que nos cruzamos cotidianamente a nuestro alrededor, si no como figura real, al menos como recuerdo. Aunque tal vez no haya que mirarlos con aprensión: puede que lo único que pretendan es que aprendamos de sus errores. El hecho de que no lo consigamos constituye la única base de su tormento. Para ellos, en realidad, los que les damos más miedo, somos nosotros.

Nos leemos en las próximas semanas.