martes, 26 de julio de 2016

El relato de julio: "El día que dijo no".

Este relato es, a la vez que experimental, surgido de un impulso instintivo. Tiene, por tanto, aquellos defectos o atrevimientos que son propios de una idea sin pulir o coartar por el intelecto, no pensada específicamente para la publicación en ninguna parte, sino que necesita ser expresada en libertad por sí misma. Precisamente a causa ello, no es un relato para todos los públicos: contiene escenas tórridas en el terreno sexual, y también en el de la violencia, en una mezcla de Eros y Tanatos que a algunos convencerá y que para otros no será plato de buen gusto. Por tanto, no es apto ni para menores de 18 ni para almas demasiado sensibles. Además, ya advierto que, por el momento, he decidido que el final quede en un alto, y quizás en el futuro (o bajo petición particular) revele los detalle que tendrían que ocurrir después. Si aún así os atrevéis a leerlo, espero que no os defraude. Como suele decirse, yo abro las puertas del infierno, y ya vosotros decidís si penetráis o no dentro de él...

El día que dijo no

La Ciudad bullía en el caos. Pero un caos organizado, dual, y a la vez asimétrico. Al mismo tiempo, la parte que permanecía en la anarquía se guiaba a su vez por un orden, aunque se tratara de uno invisible y despótico, y es que nada hay más homogeneizador para todos que seguir, al unísono, la inapelable ley del deseo. De hecho, si se recorrían los caminos ahora irreconocibles de la Ciudad a través del último mapa que se elaboró hace años, antes de que empezara todo esto, el viajero improvisado no entendería nada, salvo que algo muy terrible había ocurrido, y que ese algo había dividido la ciudad abruptamente en dos partes, cuya frontera podía trazarse a través de una abigarrada línea que cruzase la calle principal. Pero además, al viajero le sorprenderían, a uno y al otro lado de la frontera, los edificios a medio construir, puentes inacabados suspendidos en el aire y, sobre todo, observar cómo a un lado de la Ciudad la actividad se mantenía en plena ebullición, mientras, en la otra, todo se había sumido en un absoluto marasmo. Sin embargo, ésta era una parálisis solamente aparente, pues aquella mitad de la inmensa megalópolis estaba llena de seres individuales que habían perdido casi toda capacidad de asociarse entre sí y tan sólo buscaban una cosa: satisfacer su sexo, su apetito carnal, su erótica gula, en un ataque de lujuria sin límite que parecía no tener fin. No obstante, sí que lo tenía, aunque una vez cada seis meses. Y entonces el ciclo volvía a empezar.
Nadie sabe muy bien del todo cuándo empezó este proceso, ni siquiera si había un antes. Circulan leyendas acerca de que en los viejos tiempos la urbe era un todo unitario, y que esa época los hombres y las mujeres no tenían períodos de celo, sino que podían disfrutar del amor y el sexo todo el año, hasta regularlo a voluntad, y no como ahora, cuando un género de la humanidad se veía poseído durante seis meses de una furia impetuosa que le llevaba a buscar placer y satisfacción en todo cuanto tocaba, mientras el otro lado de la ecuación se mantenía ascético y sin ánimo ninguno, ocupando todas sus energías en reconstruir lo que seis meses de vorágine y despreocupación habían devorado. Había muchas y variadas teorías sobre qué había ocurrido para que esto fuera así (pues, argüían los teóricos, si existían historias acerca de que en otro momento fue de otra manera, algún punto tendría que haber sido el de inflexión), pero nadie encontró respuesta. En una ocasión, se pretendió erradicar el problema juntando a hombres y mujeres en la calle principal, en la frontera entre ambos mundos, en el momento preciso en que debía cambiar el ciclo, a media noche, bajo la luna llena, o debajo de las puertas, como si la presencia de umbrales diera a entender que allí las líneas divisorias se encontraban más difuminadas y fuera posible la transgresión de las reglas, pero todo fue inútil. El cambio sucedía de manera automática, y los ahora ordenados entes masculinos podían hallarse a sí mismos desnudos y mirarse entre sí con vergüenza y pudor, mientras contemplaban cómo las mujeres que habían intentado cruzar a su lado (como si encontrarse en la zona de los hombres les infundiera cierta protección) se convertían en cuestión de segundos en gatas en celo, restregándose contra los hombres sin que a ninguno de ellos les apeteciera tocarlas,  observándolas con oprobio, asco, naúsea y hasta pavor, y recordando por fin por qué era conveniente que cada sexo permaneciera en un lado distinto de aquella línea invisible. Y es que, en efecto, pasear por la zona de la ciudad invadida por el deseo infundía pánico: hombres o mujeres restregándose contra canalones, animales o contra ellos mismos, tratando de buscar un agua que aplacara su sed, un ansia a un fuego que no cesa, y que no había modo alguno de interrumpir. Si al menos aquel inexplicable arrebato de furia fálica o uterina hubiera cedido con las relaciones entre miembros del mismo sexo, todo hubiera podido resolverse de una manera aceptable para todos; desgraciadamente, los mecanismos de este intrincado mal no funcionaban así, y las relaciones entre individuos del mismo género no proporcionaban satisfacción alguna, dejando a los implicados con el mismo mal sabor de boca con el que habían empezado en un inicio, igual que el obligado onanismo no proporcionaba más que una calma pasajera (tan efímera como el paso de los suspiros) y, desde luego, bastante parcial. Así, a pesar de la nube de concupiscencia y de erotismo que fluctuaba en el ambiente, de los cuerpos desnudos tocándose y mostrándose, de los flujos que estérilmente se derramaban, nada finalizaba en la consecución del orgasmo, nada ni nadie podía aplacar su llamarada interior. Y mientras tanto, la sociedad permanecía completamente desestructurada, nadie producía nada, terminaba ningún proyecto o trabajaba, y durante esos seis meses terribles, la gente malvivía apenas tragando erráticos bocados, comiendo lo justo como para prolongar una inútil existencia ligada en exclusiva al ansia de copular, y devorando como langostas todo lo que se había construido hasta entonces, desandando lo andado (como en el telar de Penélope) para, seis meses después, volver a empezar.
Era digno de observar a estos seres humanos, más parecidos a zombies que a otra cosa, caminar por las calles de lo que en esos momentos parecía un apocalipsis nuclear sin retorno. Con las camisetas rotas, lacas apuntalando barrocos peinados que sin embargo acababan siempre revolviéndose, pechos y miembros al aire, los vellos púbicos exponiéndose, o rajas a lo largo de la zona de los glúteos de apretados pantalones ceñidos. Aquello parecía el final de los excesos de una cabalgata terminada hace horas y cuyos componentes, sin embargo, todavía siguieran caminando medio borrachos sin haberse enterado de que la fiesta ya no volvería nunca más. Era patético y a la vez motivo de mofa contemplar sus desmanes con tal de conseguir mitigar brevemente su ardor libidinoso, la forma en que sus cuerpos sensuales se retorcían en busca de un gramito de placer que, sin embargo, daba la impresión de que no iban a ser capaces de conseguir nunca… Y todo eso para, un tiempo después, vestirse todos con profesional traje y chaqueta, hacer como si nada de esto hubiera ocurrido, y dedicarse a reconstruir todo lo que daba la impresión que unos desconocidos habían desperdiciado muy poco tiempo atrás, con la misma frigidez de un muñeco de goma, rehuyendo todo el contacto que antes con ardor reclamaban.
Sin embargo, lo que contribuía a desestabilizar aún más la situación era la presencia de los niños. Por supuesto, aquella lógica absurda imposibilitaba la procreación, con lo cual hacía mucho tiempo que en la ciudad no nacían nuevos habitantes. Uno de los signos, sin embargo, que llevaban a pensar a los estudiosos que aquel cambio en los hábitos sexuales humanos no había ocurrido hacía demasiado tiempo era que aún existían jóvenes por la calle, e incluso –cada vez más raramente- se intuía la presencia de tiernos infantes. Éstos, sin embargo, habían interpretado aquella actitud que adoptaban los mayores como lo que era: un ataque a su supervivencia. Absortos el 100 por 100 de su tiempo en sus ansias de copular -al menos durante seis meses del año-, y ocupados durante los otros seis meses en luchar contra el enemigo interior y olvidar lo que habían sido, los padres de estos niños no les hacían ningún caso, y el propio concepto de paternidad ya no existía, siendo obligados los zagales a subsistir solos, educándose a sí mismos en bandas salvajes que, no por poco numerosas, dejaron de estar menos estructuradas y radicalizadas. Por otro lado, los niños consideraban aquel desinterés de los adultos por tener hijos un rechazo directo a su propia existencia, y por eso acabaron por vengarse, con toda la rabia que puede albergar un despechado e impetuoso corazón. Sus armas preferidas eran los fusiles de largo alcance, las pistolas semiautomáticas, instrumentos que permitieran atacar desde un escondite y, protegidos por la distancia, observar sus efectos, huyendo a continuación de manera atropellada, en un guirigay caótico, con la misma dispersión que una bandada de pájaros. Sus momentos favoritos para actuar eran cuando encontraban varios adultos juntos, lo cual era cada vez más difícil, pero había todavía dos circunstancias en que era posible. Una de ellas se daba en las ocasiones en que un grupo de adultos del mismo sexo se reunían en lo que era el intento de una orgía inútil, pues al final aquello no les aliviaba, pero que al menos era un acto que, mientras duraba, les liberaba en parte de la desesperación. Allí los niños actuaban con total impunidad, como si derribaran patitos en una de las atracciones de feria. La otra posibilidad importante era cuando alguno de los zombies ávidos de sexo se introducía en la casa de un individuo de género opuesto, esperando encontrar algo de satisfacción allí. Lo cierto es que eran momentos casi cómicos: lo que en otros tiempos se hubiera convertido en un delito de allanamiento de morada junto con violación de una joven muchacha, casi parecía una opéra bufa, pues las chicas no recibían aquel acto forzado con dolor o con pánico, sino más bien con desprecio, con una especie de “buf, ahora me viene a molestar el pesado éste” mientras aguardaban a que el hombre se descargara al fin en su vagina. Y de la misma manera, lo que podría haber sido el inicio de una película pornográfica en otros tiempos (el observar como una mujer joven se introducía en la casa de un hombre y de repente empezaba a desabrocharle los pantalones para introducirse en la boca todo su sexo), ahora se transformaba en una ridícula escena, pues la expresión de impaciencia del chico era de casi un estorbo al hallarse con que no podía vestirse para ir a trabajar porque algo se había metido allí, entre su pene y sus calzoncillos bóxer. Eran éstos instantes en que tanto unos como otros se hallaban bastante despistados, y los niños solían aprovecharse de ello en sus incursiones homicidas. A veces los niños también empleaban las armas de corto alcance, navajas para matar con cuchilladas precisas, o incluso en el peor de los casos machetes, que utilizaban en la calle con saña morbosa, sobre todo cuando algún impúber descargaba vengativamente toda su rabia sobre sus adultos, amputando brazos, pezones u otras zonas erógenas del cuerpo, aunque nada funcionaba, y era entonces cuando su rabia se tornaba impotencia, porque los adultos –feos o esbeltos, jóvenes o viejos- no se abstenían por eso de continuar, y seguían ahí, en medio de las aceras, desangrándose como cerdos, masturbándose como locos o follando como conejos, o tal vez las tres cosas a la vez. No obstante, quizás los niños pecaban de exceso de precipitación: con tan sólo haber esperado, esos adultos que no amaban a los niños hubieran perecido muy tempranamente, pues la esperanza de vida en la Ciudad se había acortado de manera drástica desde que este bucle de estaciones de celo y hastío había empezado a producirse con periodicidad en la misma. Y es que tanta fogosidad sin respuesta no tenía otro remedio que comerles por dentro, que matarles antes de que tuvieran la oportunidad de volverla a apagar.

La cruda realidad era que, sin niños que renovaran la especie, y con adultos que se alternaban entre construir y destruir la Ciudad en una condena digna de Sísifo, la urbe no tenía futuro y ésta se consumía. De no modificarse la situación en el medio o largo plazo, la megalópolis estaba condenada a extinguirse, con algún último “zombie del amor” que falleciera en medio de las calles vacías, llevándose consigo toda prueba de que el hombre existió, enterrándolo para siempre entre los recuerdos. Así que, quizás, para remediarlo, nosotros (que sí que conocemos la respuesta) deberíamos relatar cómo comenzó. Todo fue tal que así...

lunes, 18 de julio de 2016

Los cuentos de julio: 12 cuentos de ciencia ficción y fantasía para leer durante el Celsius 232

Saludos. Como muchos sabéis, del 20 al 23 de julio se celebra el Celsius 232, un festival que se "vive" desde hace unos años en Avilés (Asturias) y donde se reúnen algunos de los autores más interesantes en el panorama nacional e internacional en los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción. El año pasado me pasé por allí, participando entre otros actos del cosplay en homenaje a Terry Pratchett (una de cuyos organizadores, Sofia Rhei, es por cierto una autora de sugerentes títulos a los que podéis echarles un ojo). En esta ocasión no podré asistir pero, para los que deseen visitarlo -o, al menos, compartir un poquito de su espíritu desde el salón de su casa-, este blog quiere ayudarles, y de paso rendir homenaje al festival, con una serie de recomendaciones de cuentos que se hallan relacionados con los géneros literarios de los que se ocupan. Como en un pasado post dedicado a Halloween exprimimos bien a fondo el apartado del terror, en este caso presentamos 12 relatos (y alguno adicional) de fantasía y ciencia ficción que a lo mejor no habéis leído y os pueden interesar, o que pueden tal vez descubriros nuevos autores, o aspectos menos conocidos de los mismos. Ésta es la selección que he hecho; allá van:

-Descubrir a Isaac Asimov y su larguísima lista de cuentos no tiene ningún misterio. Pero hay en concreto tres que no son demasiado publicitados y que a mí siempre me han llamado poderosamente la atención. Curiosamente, los tres están relacionados con Multivac, ese ordenador gigante que, según Asimov, será capaz en el futuro de responder buena parte de nuestras preguntas y auxiliar con su sabiduría a la humanidad. Los tres cuentos que os nombro hoy son "El chistoso", "La máquina que ganó la guerra" y "La última pregunta". Da la casualidad, además, de que este último era, según Isaac Asimov, el favorito de entre sus relatos.

-Volviendo con Asimov, el autor ruso-estadounidense tiene otros tres relatos bastante famosos ("Anochecer", "El niño feo" y "El hombre bicenterio"), los cuales muchos fans de la ciencia ficción conoceréis. "Anochecer" y "El niño feo" completaban la tríada de (lo digo de memoria, disculpad si me equivoco) los tres cuentos propios preferidos por Asimov, y muchos sabréis que "Anochecer" ha sido elegido en algún foro especializado como el mejor relato de ciencia ficción de la historia. Lo que quizás no sepáis es que los tres tienen sus ampliaciones en forma de novela, redactadas por otro escritor de ciencia ficción de origen judío, Robert Silverberg. Así que esta recomendación no es sólo por los relatos (para los que no los conozcan), sino para los que se animen a leer la versión extendida, para ver si les hace disfrutar tanto o más que el cuento original... aunque ya sabéis lo que dicen de las adaptaciones. De todas maneras, después de mi lectura de las tres, yo diría que aunque el original siempre es mejor, la verdad es que no están nada mal y, sobre todo, conservan buena parte del tono primigenio, lo cual no es decir poco.

-"El centinela", de Arthur C. Clarke. Este relato interesará a muchos los que quieren descubrir la génesis de las novelas (posteriormente adaptadas como películas) de "2001. Odisea en el espacio", pues en este cuento sirvió como primer esbozo. Aunque a mí, personalmente, me parece todavía más fascinante "Los nueve mil millones de nombres de Dios", una historia a caballo entre la ciencia ficción y las creencias religiosas.

-"Crónicas marcianas", de Ray Bradbury. Ya las mencionamos en el (aludido anteriormente) post sobre cuentos de terror, y es que Ray Bradbury, fiel a su espíritu humanista, no entendía de barreras entre géneros, y era capaz de contarte una historia de enorme profundidad disfrazada de cualquier otro tipo de narración más sencilla. En "Crónicas marcianas" se describe la historia de una hipotética colonización de Marte a costa de los habitantes nativos (con analogías ineludibles con la extinción de los indios norteamericanos) mediante el irónico sentido del humor y compasión por el otro característicos de Bradbury. Cada relato es un mundo y un estilo en sí mismo y sin embargo, todos juntos, constituyen una obra unitaria y completa digna de recomendar. Para fans de la ciencia ficción, y los que no lo son tanto.

-"Ciberiada", de Stanislav Lem. Lem nos ha regalado alguno de los mejores pasajes de la ciencia ficción, y si su fama no es mayor es probablemente a causa de su origen soviético. Si la inconmensurable novela "Solaris" nos dejó tocados a la inmensa mayoría de sus lectores, "Ciberiada" busca más la sátira y el surrealismo, pero sin duda satisfará a un buen sector del público.

-"R.U.R." Ya hablamos de este relato de Karol Kapek en un post relacionado con robots, ya que con este cuento Kapek básicamente creó el género. Aquí me sirve además para introducir otra historia (a medio camino entre la ciencia-ficción y la fantasía) denominada "La fábrica del absoluto", donde la humanidad descubre que el filósofo Leibniz tenía razón y que dentro de cada ser inanimado se encuentra la esencia de Dios, de tal manera que podemos transformar una pequeña porción de materia en una descomunal cantidad de energía divina, capaz no sólo de aliviar los problemas energéticos del mundo, sino de obrar milagros, producir conversiones y, de paso, demostrar todas las contradicciones y puntos flacos de la religión y de nuestra sociedad. La obra empieza con un ingenioso y afiladísimo sentido del humor, pero tiene un grave problema. El propio Kapek confesaba que le gustaba mucho como empezaba el cuento pero que, conforme lo iba a alargando (hasta quedar convertido prácticamente en una novela corta) no sabía por dónde seguir, y de hecho esas inconsistencias se notan hasta que llega un punto en que deja de hacerse interesante. Yo os recomiendo empezar, y ya me diréis hasta dónde habéis llegado.

La sección de ciencia ficción termina aquí, aunque no olvidéis que en otros posts también hemos recomendado otros cuentos muy sugerentes de este mismo género, por si os interesa. Entramos ahora con la fantasía:

Borges. Aunque lo de Borges también es mezclar géneros (porque, parafraseándole, sólo hay uno, la literatura), sería una falta de respeto, y más ahora que anda de aniversario, no incluirle en casi cualquier lista sobre casi cualquier categoría literaria. De entre los relatos con más tinte fantástico, "El aleph" o "Funes el memorioso" han  sido muy aclamados, aunque yo os quiero recomendar desde aquí el cautivador "El zahir", y uno con el que hemos soñado casi todos los que nos animamos a escribir: "El milagro secreto".

"El diablo en la botella", de Stevenson. Una premisa muy sencilla: una botella con un demonio dentro que te concede tus deseos. El problema es que, si lo posees cuando mueras, entonces tendrás que entregar tu alma al diablo. La única manera de deshacerse de él es venderlo con un valor menor que aquel por el que lo adquiriste, pero, ¿qué hacer cuando alcanza el mínimo precio posible? El creador del binomio Jeckyll-Hyde y "La isla del tesoro" vuelve a ofrecer un inquietante dilema.

"El fantasma de Canterville", de Oscar Wilde. El escritor irlandés tiene numerosos cuentos de corte fantástico, muchos en el área infantil, pero en éste utiliza su ácido sentido del humor para desmontar la clásica historia de fantasmas al ritmo de la prosaica y a veces desconcertante vida cotidiana. 

"Jojo. Historia de un saltimbanqui", de Michael Ende. No hay mucho que añadir sobre Ende. "Momo", "La historia interminable", "El ponche de los deseos"... El reverso de una literatura infantil clásica que ofrecía historias tan terribles como "Barbazul". Aquí, Ende narra una de sus historias más tristes, y a su vez de las más delicadas y poéticas. Para payasos que buscan reír y llorar.

"The Sandman", de Neil Gaiman. Novela gráfica que aborda de forma onírica aspectos como la muerte o el mundo de los sueños, está formada por varias historietas cortas relacionadas pero en buena medida independientes entre sí. Aunque confieso que no soy el mayor fan de esta historia, su estética con un punto punk ha dado mucho juego a sus lectores, y ha colaborado a inspirar obras de autores posteriores (entre otros, probablemente también a J.K. Rowling con su "Harry Potter", aunque eso es motivo hasta de debate judicial). Además, no incluir a Neil Gaiman ("Los hijos de Anansi", "Coraline", "El océano al final del camino", "Stardust", o "Buenos presagios", esta última en colaboración con el genial Terry Pratchett) en un post sobre fantasía sería difícil de explicar. Aunque si algunos preferís cuentos comunes y corrientes, yo todavía tengo pendiente su antología "Objetos frágiles".

"Azul ruso", de Patricia Esteban Erlés. Los relatos de esta autora siempre bordean las fronteras entre lo real y lo imaginario (transitando por un laberinto de obsesiones a las que ya incluso se las califica de "erlesianas"). Más aún que el cuento que da título a esta colección, "Azul ruso" (de nítidas raíces borgianas), me han llamado la atención dos relatos que pueden incluirse dentro del género fantástico, "La chica del UHF" y "Criptonita".

Espero que todas estas recomendaciones os gusten y que (junto con los relatos que humildemente os cedo, y los escritos de los autores del Celsius) os ayuden a evadiros de vez en cuando de la realidad, o a recorrer otros mundos. A ser posible más increíbles que éste. Un saludo.

jueves, 7 de julio de 2016

Homenaje a la Semana Negra de Gijón: momentos en que la novela negra deja de ser ficción

En los próximos días se celebra la Semana Negra de Gijón, donde numerosos autores y lectores de novela negra intercambiarán libros e impresiones. Se dice que la novela negra es uno de los géneros literarios que más se aproximan a la vida real, pues relatan en muchas ocasiones la problemática social que subyace bajo un crimen, o describen esos aspectos de la vida cotidiana de un país que no aparecen habitualmente en las guías de viajes y en los periódicos. Si a ello le sumamos que los escritores también son personas (y en ocasiones, no del todo muy equilibradas, pues ya sabemos la delicada línea que se extiende entre creatividad y locura), resulta fácil intuir que las vidas personales de los escritores han debido, en algunas ocasiones, de resultar tan dramáticas y retorcidas como un buen argumento de una novela de crímenes. Si nos pusiéramos a recabar de manera sistemática, la lista sería interminable (de hecho, hay en Internet varios posts dedicados a escritores asesinos), pero yo os quiero relatar tres historias concretas que nos servirán para repasar un par de conceptos más. En este caso, nos centramos dos asesinos y una víctma. Atención, spoiler: no apto para mentes sensibles.

Anne Perry: Bajo este seudónimo, se encuentra el nombre original de Juliet Hume, y también una dura historia de la que muchos habréis oído hablar, ya que se relataba en la película de Peter Jackson Criaturas celestiales. En la película se narra cómo la adolescente Juliet (interpretada por Kate Winslet) vive en Nueva Zelanda con su amiga Pauline, con la que desarrolla una amistad tan fuerte que se hacen inseparables. El problema aparece cuando los padres de Pauline planean divorciarse y enviar a su hija con unos familiares que viven en Sudáfrica. Las niñas, las cuales han prometido pasar toda la vida juntas, y que se ven a sí mismas en un futuro lleno de ensoñaciones infantiles (entre otras, formar parte de las películas de Hollywood), no pueden aceptar esta situación y deciden matar a la madre de Pauline para que las dos puedan marcharse a Inglaterra con el padre de esta última. El plan en principio era sencillo y se basaba en asesinar a la madre de Pauline de una pedrada, pero fueron necesarios más de cuarenta golpes, con una brutalidad que conmovió a la sociedad de la época. Las dos adolescentes fueron juzgadas, declaradas culpables, y ante su juventud, no se les aplicó la condena a muerte que hubiera sido ejecutada en un adulto, sino que se las retuvo legalmente durante 5 años y luego se las liberó, bajo la condición de que jamás volvieran a verse. Que se sepa, la condición se cumplió, a pesar de que las dos acabaron viviendo en el Reino Unido. Juliet trabajó como asistente de vuelo, vivió en Estados Unidos (donde se unió a una congregación religiosa) y se estableció en Escocia. Comenzó a publicar novelas de misterio y se convirtió en una afamada autora de éxito. En una ocasión apareció en un programa de televisión hablando del asesinato. Anne Perry vivirá sin duda durante el resto de su vida con ambos aspectos (el de escritora y el de asesina adolescente) como los más destacados de su biografía aunque, si lo queremos mirar por el lado positivo, podemos utilizarlo como ejemplo de que, al contrario de lo que suele ocurrir en los libros de misterio, un asesino tiene la oportunidad de cambiar su vida y redimirse.

El caso opuesto lo encontramos en Norman Mailer. En este caso, no se trata tanto de hablar del famoso escritor norteamericano (a pesar de que le produjo una herida leve a su segunda mujer con un cortaplumas durante una fiesta) sino de Jack Abbot, un escritor al que él apoyó y contribuyó al que saliera de la cárcel. Todo empieza cuando Mailer empieza a escribir una novela basada en un individuo real condenado a muerte, Gary Gilmore. Al enterarse, Jack Abbot, condenado por asesinato y robo de bancos entre otros delitos, decide escribirle una carta al escritor, diciéndole que Gilmore está embelleciendo sus experiencias en prisión, y que Mailer no puede escribir sobre la cárcel sin haber estado en ella. A Mailer le gusta el estilo de la carta y se inicia una relación por correspondencia en la que Abbot le habla de manera cruda, realista y descarnada de su estancia en la cárcel. Al escritor le encandilan tanto estas narraciones que recopila mil de esas cartas y consigue en un editor las publique en forma del libro, que se denominará "En el viente de la bestia". El libro es un éxito de crítica y público y ello es utilizado por Mailer para promover la liberación de Abbot (los abogados pagados con los derechos de autor del libro también ayudaron). Existe una tendencia entre los escritores y en el mundo editorial de las últimas décadas a promover aquellos autores y tendencias que rompen con los moldes establecidos y desvelen los aspectos más desagradables e incómodos de la realidad (el estilo del "realismo sucio" es uno de los mejores ejemplos), y hasta ahí, todo bien, porque para eso existe la variedad de formas en la literatura. También, como individuos, tendemos a idealizar a un personaje concreto a causa de un talento determinado en alguna actividad, y obviar la multiplicidad de aspectos que presenta nuestra personalidad, algunos más ejemplares que otros. El problema es cuando ambas cosas se juntan y quizás, buscando la provocación y la innovación (y a veces cierto sensacionalismo) antes que el sentido común, contribuyen a dar lugar a monstruos como éste. Algunos argüían que Abbot no estaba ni mucho menos preparado para volver a la sociedad, pero aún así, el recluso salió de la cárcel, convirtiéndose de la noche a la mañana en un personaje famoso, admirado, e invitado a programas de televisión y círculos de intelectuales. Una noche, acudió a un restaurante con dos admiradoras y el camarero se negó a dejarle usar el baño porque era sólo para empleados: Abbot le clavó un cuchillo en el pecho y escapó, pero fue detenido un mes más tarde. Abbot volvió a ser condenado, escribió un nuevo libro (del cual le impidieron cobrar los derechos de autor, salvo para indemnizar a la familia de la víctima). Norman Mailer fue severamente criticado por su papel en todo el asunto. Lo cierto es que el escritor asumió sus errores, declaró que tendría que vivir para siempre con la culpa y no dudó en afimar sobre este caso de que se tratata de "otro episodio en mi vida en el que no pude encontrar nada agradable ni nada de lo que sentirme orgulloso". En 2001, con 57 años (casi 44 de ellos transcurridos en prisión) Jack Abbot pidió su liberación, pero fue denegada. Un año después, apareció ahorcado en su celda, y aunque el dictamen fue de suicidio, era normal que surgieran las dudas. Mailer declaró que era una doble tragedia pues, bajo su punto de vista, la vida de Abbot fue la peor de las que conoció, y llevó al traste muchas de las posibilidades que el escritor y criminal contenía en su interior.

De gángsters y novela negra. Los años 30 y 40 fueron particularmente florecientes para el cine y la novela negra. En una época muy parecida a la nuestra, después de la euforia de los años 20 llegaba la Gran Depresión y, en el contexto de una sociedad conmocionada, nadie confiaba en el sistema, los valores morales se habían trastocado, y los gángsters aprovechaban para hacer y deshacer a su antojo (en algunos casos, como el de los atracadores de bancos del estilo John Dillinger, fueron aclamados como héroes por aquellos que habían perdido todo a causa de los banqueros). Las películas de gángsters eran un fiel reflejo de la realidad, y además entretenían. No era raro entonces que dentro Hollywood (siempre abierto al realismo cuando queda bien en la pantalla) se colara algún individuo que se parecía tanto a los mafiosos que interpretaba que había serias dudas sobre si lo era: se sospechaba que George Raft había pertenecido al crimen organizado, tenía amigos en círculos relacionados, y aunque a Raft le molestaban estas insinuaciones y trató de salir del encasillamiento realizando otro tipo de papeles, la verdad es que las dudas siempre persistieron. Un episodio curioso tuvo lugar después del rodaje de Scarface, de Howard Hawks, la cual básicamente relata la vida del mafioso real Al Capone: un coche se paró al lado de Raft, un par de individuos le obligaron a meterse en él y, después de un rato conduciendo, le llevaron a presencia de Capone. Éste le dijo: "He escuchado que habéis hecho una película sobre mí", dijo el gángster italino-americano. George, nervioso, asintió. "Te voy a decir una cosa", añadió Capone muy serio. "Me han dicho que en la película, uno de mis hombres juega con una moneda de unos pocos centavos. Que sepáis que cuando mis hombres juegan con moneda, lo hacen con dólares de plata". Percibiendo el cambio de tono, George se atrevió a preguntar: "Entonces, ¿te ha gustado la película, Al?". "Sí, George", constestó el gángster, "me ha gustado mucho". La película debe tener su gafe, pues el caso es que la nueva versión dirigida por Brian de Palma en 1983 fue protagonizada por Al Pacino, de quien se ha dicho muchas veces que, si no se hubiera metido en el cine, hubiera acabado convertido en un delincuente.

Pero el caso más impactante de relación entre novela negra y realidad la protagoniza un escritor, James Ellroy, pero no como asesino, sino como hijo de la víctima. Su madre fue asesinada cuando él tenía 6 años, y el homicida nunca fue capturado. Hasta qué punto influyó en su personalidad será siempre motivo de debate, pero que se convirtiera en un hombre obsesionado con el fenómeno de los asesinatos y devorara novelas de crímenes parece proporcionar alguna pista. Durante su juventud, coqueteó con el alcohol, las drogas, el crimen, la perversión sexual, el nazismo y el racismo, y llevó una vida errática, hasta que a los 29 años ingresó en Alcohólicos Anónimos y terminó de encauzar la tendencia que ya tenía de convertir sus fantasías (siempre relacionadas con crímenes) en relatos y novelas. A los 30 años escribió su primera novela, que era prácticamente autobiográfica, pero siete años después encontró la mejor inspiración en el asesinato real de Elizabeth Short, una joven que fue brutalmente mutilada en 1947 y cuyo fallecimiento fue titulado por los periódicos como "el caso de la Dalia negra". James Ellroy combinó sus experiencias respecto al asesinato de su madre junto con la historia de Elizabeth Short y creó la novela que le aupó a la fama. Más adelante, Ellroy revisaría sus propios recuerdos sobre la muerte de su madre y revelaría en un libro sus impresiones y la investigación que él realizó por su cuenta en 1994. Ellroy decía que la obsesión es buena, si acabas sobreviviendo a ella. Freud argumentaba también que la mejor manera de sobrevivir a una frustración es la sublimacion, es decir, enfocarlo a un logro profesional o artístico. Quizás sea la mejor lección que podamos extraer cuando nos ocurra algo tan dramático. Aunque ésta, me temo, es de aquel tipo de lecciones que uno prefiere no tener nunca que aplicar...

viernes, 1 de julio de 2016

La historia corta de julio: una de sindicatos.


He participado en un concurso literario de microrrelatos que organizaba el sindicato CSIF-Madrid (de hecho, las condiciones incluían introducir las palabras "sindicato" y "Madrid") y he tenido el honor de quedar finalista. El relato ganador y los otros finalistas son curiosos y, si soy capaz -en el blog no tengo muchas opciones., intentaré daros acceso también. Pero como esto sí que puedo hacerlo, os ofrezco mi relato. No tiene título (yo creo que los microrrelatos son en sí mismo su mejor título y presentación), y unas pocas semanas después de haberlo escrito le modificaría alguna cosa, pero yo os lo enseño tal cual y, si queréis ponerle un título, el más adecuado quizás sería: "Brando".

Espero que os guste. Ahí va:


Cada vez que me hablan de Brando me pongo histérico. Lo hago porque nunca me pareció tan buena su interpretación de “La ley del silencio”, creo que es una película sobrevalorada porque se empleó como defensa del mccarthismo, con la que su director Elia Kazan intentó escudarse de las acusaciones de haber delatado a sus compañeros. Hubiera dado lo que fuera por haber estado en esa reunión del Sindicato de Directores de Hollywood en la que el mítico y conservador John Ford le ganó la partida al también conservador pero reaccionario Cecil B. DeMille y evitó de esa manera que el ambiente de caza de brujas siguiera expandiéndose por la que yo, gustosamente, denomino sin ninguna clase de lugar común la Meca del cine. De hecho, si me vine a Madrid fue por contemplar todas las películas de aquella época en pantalla grande, escrutar hasta el límite los gestos de los protagonistas, tratando de encontrar debajo de sus interpretaciones un asomo de lo que ocurrió en realidad. Así que espero que la cárcel tenga pantalla de cine: en igualdad de condiciones, culpables del mismo delito, Brando y yo podremos por fin pelear en paz.