martes, 26 de julio de 2016

El relato de julio: "El día que dijo no".

Este relato es, a la vez que experimental, surgido de un impulso instintivo. Tiene, por tanto, aquellos defectos o atrevimientos que son propios de una idea sin pulir o coartar por el intelecto, no pensada específicamente para la publicación en ninguna parte, sino que necesita ser expresada en libertad por sí misma. Precisamente a causa ello, no es un relato para todos los públicos: contiene escenas tórridas en el terreno sexual, y también en el de la violencia, en una mezcla de Eros y Tanatos que a algunos convencerá y que para otros no será plato de buen gusto. Por tanto, no es apto ni para menores de 18 ni para almas demasiado sensibles. Además, ya advierto que, por el momento, he decidido que el final quede en un alto, y quizás en el futuro (o bajo petición particular) revele los detalle que tendrían que ocurrir después. Si aún así os atrevéis a leerlo, espero que no os defraude. Como suele decirse, yo abro las puertas del infierno, y ya vosotros decidís si penetráis o no dentro de él...

El día que dijo no

La Ciudad bullía en el caos. Pero un caos organizado, dual, y a la vez asimétrico. Al mismo tiempo, la parte que permanecía en la anarquía se guiaba a su vez por un orden, aunque se tratara de uno invisible y despótico, y es que nada hay más homogeneizador para todos que seguir, al unísono, la inapelable ley del deseo. De hecho, si se recorrían los caminos ahora irreconocibles de la Ciudad a través del último mapa que se elaboró hace años, antes de que empezara todo esto, el viajero improvisado no entendería nada, salvo que algo muy terrible había ocurrido, y que ese algo había dividido la ciudad abruptamente en dos partes, cuya frontera podía trazarse a través de una abigarrada línea que cruzase la calle principal. Pero además, al viajero le sorprenderían, a uno y al otro lado de la frontera, los edificios a medio construir, puentes inacabados suspendidos en el aire y, sobre todo, observar cómo a un lado de la Ciudad la actividad se mantenía en plena ebullición, mientras, en la otra, todo se había sumido en un absoluto marasmo. Sin embargo, ésta era una parálisis solamente aparente, pues aquella mitad de la inmensa megalópolis estaba llena de seres individuales que habían perdido casi toda capacidad de asociarse entre sí y tan sólo buscaban una cosa: satisfacer su sexo, su apetito carnal, su erótica gula, en un ataque de lujuria sin límite que parecía no tener fin. No obstante, sí que lo tenía, aunque una vez cada seis meses. Y entonces el ciclo volvía a empezar.
Nadie sabe muy bien del todo cuándo empezó este proceso, ni siquiera si había un antes. Circulan leyendas acerca de que en los viejos tiempos la urbe era un todo unitario, y que esa época los hombres y las mujeres no tenían períodos de celo, sino que podían disfrutar del amor y el sexo todo el año, hasta regularlo a voluntad, y no como ahora, cuando un género de la humanidad se veía poseído durante seis meses de una furia impetuosa que le llevaba a buscar placer y satisfacción en todo cuanto tocaba, mientras el otro lado de la ecuación se mantenía ascético y sin ánimo ninguno, ocupando todas sus energías en reconstruir lo que seis meses de vorágine y despreocupación habían devorado. Había muchas y variadas teorías sobre qué había ocurrido para que esto fuera así (pues, argüían los teóricos, si existían historias acerca de que en otro momento fue de otra manera, algún punto tendría que haber sido el de inflexión), pero nadie encontró respuesta. En una ocasión, se pretendió erradicar el problema juntando a hombres y mujeres en la calle principal, en la frontera entre ambos mundos, en el momento preciso en que debía cambiar el ciclo, a media noche, bajo la luna llena, o debajo de las puertas, como si la presencia de umbrales diera a entender que allí las líneas divisorias se encontraban más difuminadas y fuera posible la transgresión de las reglas, pero todo fue inútil. El cambio sucedía de manera automática, y los ahora ordenados entes masculinos podían hallarse a sí mismos desnudos y mirarse entre sí con vergüenza y pudor, mientras contemplaban cómo las mujeres que habían intentado cruzar a su lado (como si encontrarse en la zona de los hombres les infundiera cierta protección) se convertían en cuestión de segundos en gatas en celo, restregándose contra los hombres sin que a ninguno de ellos les apeteciera tocarlas,  observándolas con oprobio, asco, naúsea y hasta pavor, y recordando por fin por qué era conveniente que cada sexo permaneciera en un lado distinto de aquella línea invisible. Y es que, en efecto, pasear por la zona de la ciudad invadida por el deseo infundía pánico: hombres o mujeres restregándose contra canalones, animales o contra ellos mismos, tratando de buscar un agua que aplacara su sed, un ansia a un fuego que no cesa, y que no había modo alguno de interrumpir. Si al menos aquel inexplicable arrebato de furia fálica o uterina hubiera cedido con las relaciones entre miembros del mismo sexo, todo hubiera podido resolverse de una manera aceptable para todos; desgraciadamente, los mecanismos de este intrincado mal no funcionaban así, y las relaciones entre individuos del mismo género no proporcionaban satisfacción alguna, dejando a los implicados con el mismo mal sabor de boca con el que habían empezado en un inicio, igual que el obligado onanismo no proporcionaba más que una calma pasajera (tan efímera como el paso de los suspiros) y, desde luego, bastante parcial. Así, a pesar de la nube de concupiscencia y de erotismo que fluctuaba en el ambiente, de los cuerpos desnudos tocándose y mostrándose, de los flujos que estérilmente se derramaban, nada finalizaba en la consecución del orgasmo, nada ni nadie podía aplacar su llamarada interior. Y mientras tanto, la sociedad permanecía completamente desestructurada, nadie producía nada, terminaba ningún proyecto o trabajaba, y durante esos seis meses terribles, la gente malvivía apenas tragando erráticos bocados, comiendo lo justo como para prolongar una inútil existencia ligada en exclusiva al ansia de copular, y devorando como langostas todo lo que se había construido hasta entonces, desandando lo andado (como en el telar de Penélope) para, seis meses después, volver a empezar.
Era digno de observar a estos seres humanos, más parecidos a zombies que a otra cosa, caminar por las calles de lo que en esos momentos parecía un apocalipsis nuclear sin retorno. Con las camisetas rotas, lacas apuntalando barrocos peinados que sin embargo acababan siempre revolviéndose, pechos y miembros al aire, los vellos púbicos exponiéndose, o rajas a lo largo de la zona de los glúteos de apretados pantalones ceñidos. Aquello parecía el final de los excesos de una cabalgata terminada hace horas y cuyos componentes, sin embargo, todavía siguieran caminando medio borrachos sin haberse enterado de que la fiesta ya no volvería nunca más. Era patético y a la vez motivo de mofa contemplar sus desmanes con tal de conseguir mitigar brevemente su ardor libidinoso, la forma en que sus cuerpos sensuales se retorcían en busca de un gramito de placer que, sin embargo, daba la impresión de que no iban a ser capaces de conseguir nunca… Y todo eso para, un tiempo después, vestirse todos con profesional traje y chaqueta, hacer como si nada de esto hubiera ocurrido, y dedicarse a reconstruir todo lo que daba la impresión que unos desconocidos habían desperdiciado muy poco tiempo atrás, con la misma frigidez de un muñeco de goma, rehuyendo todo el contacto que antes con ardor reclamaban.
Sin embargo, lo que contribuía a desestabilizar aún más la situación era la presencia de los niños. Por supuesto, aquella lógica absurda imposibilitaba la procreación, con lo cual hacía mucho tiempo que en la ciudad no nacían nuevos habitantes. Uno de los signos, sin embargo, que llevaban a pensar a los estudiosos que aquel cambio en los hábitos sexuales humanos no había ocurrido hacía demasiado tiempo era que aún existían jóvenes por la calle, e incluso –cada vez más raramente- se intuía la presencia de tiernos infantes. Éstos, sin embargo, habían interpretado aquella actitud que adoptaban los mayores como lo que era: un ataque a su supervivencia. Absortos el 100 por 100 de su tiempo en sus ansias de copular -al menos durante seis meses del año-, y ocupados durante los otros seis meses en luchar contra el enemigo interior y olvidar lo que habían sido, los padres de estos niños no les hacían ningún caso, y el propio concepto de paternidad ya no existía, siendo obligados los zagales a subsistir solos, educándose a sí mismos en bandas salvajes que, no por poco numerosas, dejaron de estar menos estructuradas y radicalizadas. Por otro lado, los niños consideraban aquel desinterés de los adultos por tener hijos un rechazo directo a su propia existencia, y por eso acabaron por vengarse, con toda la rabia que puede albergar un despechado e impetuoso corazón. Sus armas preferidas eran los fusiles de largo alcance, las pistolas semiautomáticas, instrumentos que permitieran atacar desde un escondite y, protegidos por la distancia, observar sus efectos, huyendo a continuación de manera atropellada, en un guirigay caótico, con la misma dispersión que una bandada de pájaros. Sus momentos favoritos para actuar eran cuando encontraban varios adultos juntos, lo cual era cada vez más difícil, pero había todavía dos circunstancias en que era posible. Una de ellas se daba en las ocasiones en que un grupo de adultos del mismo sexo se reunían en lo que era el intento de una orgía inútil, pues al final aquello no les aliviaba, pero que al menos era un acto que, mientras duraba, les liberaba en parte de la desesperación. Allí los niños actuaban con total impunidad, como si derribaran patitos en una de las atracciones de feria. La otra posibilidad importante era cuando alguno de los zombies ávidos de sexo se introducía en la casa de un individuo de género opuesto, esperando encontrar algo de satisfacción allí. Lo cierto es que eran momentos casi cómicos: lo que en otros tiempos se hubiera convertido en un delito de allanamiento de morada junto con violación de una joven muchacha, casi parecía una opéra bufa, pues las chicas no recibían aquel acto forzado con dolor o con pánico, sino más bien con desprecio, con una especie de “buf, ahora me viene a molestar el pesado éste” mientras aguardaban a que el hombre se descargara al fin en su vagina. Y de la misma manera, lo que podría haber sido el inicio de una película pornográfica en otros tiempos (el observar como una mujer joven se introducía en la casa de un hombre y de repente empezaba a desabrocharle los pantalones para introducirse en la boca todo su sexo), ahora se transformaba en una ridícula escena, pues la expresión de impaciencia del chico era de casi un estorbo al hallarse con que no podía vestirse para ir a trabajar porque algo se había metido allí, entre su pene y sus calzoncillos bóxer. Eran éstos instantes en que tanto unos como otros se hallaban bastante despistados, y los niños solían aprovecharse de ello en sus incursiones homicidas. A veces los niños también empleaban las armas de corto alcance, navajas para matar con cuchilladas precisas, o incluso en el peor de los casos machetes, que utilizaban en la calle con saña morbosa, sobre todo cuando algún impúber descargaba vengativamente toda su rabia sobre sus adultos, amputando brazos, pezones u otras zonas erógenas del cuerpo, aunque nada funcionaba, y era entonces cuando su rabia se tornaba impotencia, porque los adultos –feos o esbeltos, jóvenes o viejos- no se abstenían por eso de continuar, y seguían ahí, en medio de las aceras, desangrándose como cerdos, masturbándose como locos o follando como conejos, o tal vez las tres cosas a la vez. No obstante, quizás los niños pecaban de exceso de precipitación: con tan sólo haber esperado, esos adultos que no amaban a los niños hubieran perecido muy tempranamente, pues la esperanza de vida en la Ciudad se había acortado de manera drástica desde que este bucle de estaciones de celo y hastío había empezado a producirse con periodicidad en la misma. Y es que tanta fogosidad sin respuesta no tenía otro remedio que comerles por dentro, que matarles antes de que tuvieran la oportunidad de volverla a apagar.

La cruda realidad era que, sin niños que renovaran la especie, y con adultos que se alternaban entre construir y destruir la Ciudad en una condena digna de Sísifo, la urbe no tenía futuro y ésta se consumía. De no modificarse la situación en el medio o largo plazo, la megalópolis estaba condenada a extinguirse, con algún último “zombie del amor” que falleciera en medio de las calles vacías, llevándose consigo toda prueba de que el hombre existió, enterrándolo para siempre entre los recuerdos. Así que, quizás, para remediarlo, nosotros (que sí que conocemos la respuesta) deberíamos relatar cómo comenzó. Todo fue tal que así...

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