lunes, 21 de noviembre de 2016

El relato de noviembre: "De cómo me convertí en lodo"

A pesar del título final de este relato erótico, el nombre del archivo donde se encuentra incluido en mi ordenador es el de "París era una fiesta", mientras que para mí, el nombre más apropiado, y el que mejor define su mensaje, es "Elogio de la frivolidad".

De cómo me convertí en lodo

                Pues cómo os lo explico… Para ser sinceros, nunca pensé que “aquello” (pues no me parece correcto ponerle nombre) se iba a convertir en marca de la casa, o en una actividad por la que me conocieran mis allegados, e incluso compararan experiencias entre ellos. Lo cierto es que a mí, como señorita que me considero, no me hacía demasiada gracia. Pero supongo que todo empezó como una broma, y luego, al sorprenderme de los resultados, ha acabado por convertirse en una costumbre. El truco consiste en moverse muy sigilosa debajo de las sábanas, como una serpiente, y una vez hecho, y aprovechando que la noche anterior mi pareja se ha acostado sin ropa interior (y, si intenta hacer lo contrario, ya estoy yo para impedírselo), combinar la cantidad suficiente de delicadeza y rapidez para conseguir introducir cierta parte de su cuerpo de él –no hace falta ser explícita, ¿verdad?, son ustedes personas inteligentes-, a esas horas en general bastante dormida, y hacerle de manera casi instantánea recuperar su vigor. Aparte de que me agrada la imagen de mí misma tomando el control de la situación (y que nunca dejo de maravillarme de la capacidad del órgano masculino de despertarse en tan breve lapso de tiempo, incluso antes que sus dueños), siempre me llama la atención la diferente manera en que mis compañeros de cama reaccionan, desde el miedo cerval a lo desconocido hasta la inevitable sorpresa, pasando una risa estruendosa o un cierto punto agresivo: una u otra respuestas me satisface, ya sea porque resulta positiva y satisfactoria, o porque en cambio me advierte algo acerca de la persona en concreto -la gente que no pasa el test no suele durar mucho tiempo en mi cama. Se me hace raro escuchar que alguna vez mis amantes han comentado entre ellos este hábito mío, por supuesto después de haber pasado la primera noche –antes es un secreto; después, aunque se puede repetir, no produce el mismo impacto-, aunque me he acabado haciendo a la idea de que si de algún aspecto van a discutir de mí, mejor que sea de eso, pues todo el mundo habla de todos en esta ajetreada ciudad y, desde luego, si tiene que ser por algo, al menos sea por provocar placer en lugar de dolor, o al menos eso es lo que pienso yo. En cuanto a que el hecho de que uno de los motivos por los que más te conozcan sea un secreto de alcoba, en fin, aquí tampoco es raro. Hoy en día si un embajador no se acuesta con una condesa o un sirviente con un agregado cultural, entonces es que esta semana no ha habido noticias relevantes. Y sin ellas, no tendría material con el que nutrirse esta siempre hambrienta de novedades, curiosa, libertina, escandalizada, escandalosa, y atrevida ciudad.

                La verdad es que la Ciudad era una fiesta. En medio de ese ajetreo de chapas militares, de recepciones en consulados, de bailes de inauguración y de botellas de champán burbujeando con frenesí, todo el mundo se divertía, y quien no lo hacía era porque era un snob, un amargado o una mojigata, y yo nunca me he caracterizado por ser ninguna de las tres cosas. En medio de las vorágine, las chicas nos entreteníamos, intercambiando pendientes, vestidos, amantes, y también de vez en cuando secretos militares, porque en aquellos días todo lo relativo a estrategias de combate estaba de moda y, vamos, por ponerlo claro, en ese tiempo, si no tenías algo que añadir sobre el futuro de la guerra moderna, entonces todo el mundo te consideraba una hortera. Creo que nunca tantas líneas de fronteras fueron cruzadas, tantos contingentes enviados al frente, tantas condecoraciones otorgadas y retiradas luego entre deshonores, como en nuestras reuniones de salón y discusiones en el baño, sin que casi ninguna de ellas llegara a hacerse realidad. Oh, y no se crean que era tan sólo una cosa de mujeres: los hombres intervenían con casi la misma o mayor avidez en aquel juego, probablemente otorgándose unos galones que nunca les hubieran dejado atribuirse en la vida real, pero con cuyo fingimiento todos estábamos contentos -y si lo estábamos, para qué íbamos a discutir más. En cuanto a mí, yo en esta coyuntura aproveché para hacer lo que he hecho durante toda (o si no, al menos la mayor parte) de mi vida: ser feliz. Y como siempre he creído poco en el amor tan elevado que expresan los poetas y que se va y se viene con la facilidad de una estrella de mar a las pocas horas o a las pocas copas de entrar en un bar, me he dedicado con fruición al que más me entusiasma: al de una pareja hablándose silenciosa, con los labios pegados la oreja, en una recepción de hotel; el que se entrelaza con copas de vino derramadas en una soirée; o el efímero que dura un minuto, o tres, o mil noches bajo las sábanas. Claro que he sido joven, y he tenido dieciséis años, y he sentido el amor por el que lo das todo y te embarga del todo, pero cariño, hemos crecido, he entendido que esas historias de pasión difícilmente duran, y que al final lo que te quedan son momentos, y que los que no toman no los vas a volver a compartir. Por eso he tenido toda clase de amantes: viejos, jóvenes, bajitos, calvos, con bigote (cómo adoro esos mostachos con las puntas recortadas), artistas bohemios de ésos que no tienen donde caerse muertos y que han entendido que ser escritor es beber a la misma velocidad que los que les publican, pintores que buscan la oportunidad de ver desnudas a sus modelos, gente que no tiene mucho que decir y no sabe cómo hacerlo, gente que sabe muy bien cómo decirlo pero no tiene nada que contar, y también artistas que se preocupaban tanto por su arte y tan poco por su posición de artistas que se habían olvidado decirle a alguien que se fijara en lo buenos que eran. En medio de todo aquello, el dinero importaba lo justo, no demasiado: de alguna manera, siempre había, de alguna forma, siempre fluía. Ribetes dorados en las copas, sábanas de raso, cortinas de un ambarino traslúcido. También es verdad que yo siempre he dicho que una dama es aquella que es capaz de hallarse en toda clase de situaciones, ya sea hablando con un obispo o con un mendigo, y que a ambos trata con igual corrección. Sí, claro, ya sabemos que esto de la clase se asocia siempre a una forma de vestir o de comportarse, pero al final todos tenemos que elegir si lo importante es lo primero o lo segundo, y para ser sincera una vez más, no he visto comportamiento más detestable que el de la alcoba de algunos grandes hombres, o al menos el que se atreven a expresar en la intimidad, cuando creen que allí nadie les mira. Lo que noto es que esto ya empieza a enlazar con lo que quería contarles desde el principio. La cuestión es que al General, en el momento que le hice “eso”, le entró miedo, muchísimo miedo, para nada la palabra “susto”, sino más bien la mucho más vívida de “pánico”. Como si se encontrara en medio de una guerra, y eso que debía hacer décadas que el General no pisaba un campo de batalla, menos aún sobre la superficie de esta ciudad donde, por mucho que se hable de puñaladas traperas o se discutan crímenes en serie, lo más grave que puede ocurrir es que dos locas se tiren del pelo y se arañen con las uñas mientras debaten quién le ha robado el look a la otra. Bueno, la cuestión es que la reacción del General (febril, entumecido, con el sudor perlándole la frente y una sequedad antinatural en los labios) fue lo que me hizo sospechar y por primera vez me dediqué a mirar en serio la documentación que portaba en la pechera del traje militar, y no simplemente ver transcurrir hojas para pasar el rato mientras alguien termina de asearse en el baño. Y en aquel mar de páginas, he de confesarlo, fue cuando mi cabeza zozobró. Quizás porque nunca vi expresada de manera tan aséptica e impertérrita tantas barbaridades que sólo podrían ser sostenidas sobre papel, y me extrañaba que esta superficie no llorara, que no se humedeciera ante tanto dolor junto, manifestado ahí como números, estadísticas y cálculos, previsiones que nunca deberían hacerse, planes que no tenían derecho culminar. Como con el General ya hay confianza, y sé que él me lo podría perdonar todo (salvo, quizás, que le discuta que su peso ha cambiado desde la campaña de Tánger), le mostré lo que había leído. Él, por supuesto, se mostró muy afectado. Dijo que no debería haber mirado todo eso, me pidió -sabía que ordenar directamente no serviría de nada- que no se lo dijera a nadie, y que hiciera como si, de todo lo que había visto, no hubiera oído hablar jamás. De hecho, esa misma tarde me mandó un ramo de flores, con una tarjeta que insinuaba sutilmente de nuevo, sobre la posibilidad de que le revelara a nadie algo de todo esto, una sutil prohibición. Así fue como yo (que he salido de habitaciones de moteluchos sin bragas, que hecho tríos con dos hombres por un lado, y con sus mujeres por otro, que me he levantado en ocasiones, como Peter O’Toole, con tantos restos de Lambrusco corriendo la sangre –por supuesto lo de Peter no era lambrusco- que me he preguntado en qué continente he amanecido), así fue como yo, aquel día, me convertí en lodo; así fue como yo, aquella noche, me convertí en puta. Pero cariño, ya me conoces: esto no podía quedar así. Como he dicho antes, en la elegancia y el saber estar hay que distinguir entre la apariencia y los actos, y a mí esa separación me la enseñó bien clarita mi madre, mientras me cepillaba mil veces el pelo, cuando era chiquitita. Fue por eso lo de aquel suceso atroz. No hagan caso de lo que digan los periódicos; por mucho que ilustren sus portadas con las imágenes de aquel dormitorio con el papel pintado manchado de sangre, como si fuera una pesadilla apocalíptica, la realidad no tuvo nada que ver con eso. Sí, vale, tuve que “decorar” un poco la realidad para disfrazar mi coartada, pero a aquel hombre adusto de bigotito negro que había tenido la endemoniada idea que había sido plasmada en aquel informe (por cierto, un tipo muy sereno, melódico, suave. Supongo que para que se te ocurra una barbaridad como aquella tienes que ser un hombre muy ordenado en tu vida, muy tranquilo, de ésos que no han roto nunca un plato, que riegan las plantas, saludan al pasar, al que todos consideran un buen vecino), yo nunca le hubiera hecho un daño como ése, como no se lo haría a ningún ser humano. No; mi arma preferida, como mujer, siempre ha sido el pintalabios, y después el veneno. Además, uno de éstos que no mata en sí mismo, sino que sólo hace un poco más dificultosos los esfuerzos del corazón. Abandonar este mundo, en un último instante de amor, en medio del placer, henchido de orgasmo: ¿qué mejor final podría esperar, cuál mejor hubiera deseado para mí misma? Luego lo demás fue tan sólo un artificio –algo tétrico, eso sí- una pantomima de teatro, incluso aunque al juez no le convenciera mi representación y no se creyera lo de la pelea de amantes y el crimen pasional. Ahora en la celda procuro exhibir la misma sonrisa que Audrey Hepburn en uno de esos reportajes en blanco y negro: que no vean que la procesión va por dentro, como suele decirse, y que si te enfoca una cámara, te pille siempre sonriendo o bailando. De todas maneras, no me importa mucho estar aquí, e incluso lo considero un privilegio para perseguir mi propia paz: no hubiera podido habitar en este mundillo si la cosa hubiera cometido el delito insufrible de volverse mortalmente seria, si por un momento hubiéramos abandonado las máscaras y nos hubiéramos despojado de toda nuestra muy digna frivolidad. En la corte de justicia nos llamaron cortesanas y reprocharon nuestro modo de vida, pero –para ser sinceros, una vez más, contigo, perdón, con ustedes- creo que hubiera sido una cortesana mayor si (en medio de la felicidad, y de las fiestas, incluso de la celebración que hubieran montado todas las otras, ignorantes, porque empezara la guerra) me hubiera atrevido a callar. Y eso que la farra había sido buena, porque de hecho recuerdo una parecida hace ya algunos años –es lo que tiene la experiencia, aunque no lo quieras, te acaba contaminando un poco- en que hombres muy buenos, y muy bellos, brindaban con entusiasmo porque iban a ir a la trinchera, y ya no regresaron nunca jamás; yo siempre eché de menos que tanto amor y tanto semen y tantos besos que podrían haber repartido esos hombres se desperdiciara, y no quería que volviera a acontecer esta triste realidad. Mis compañeros me recriminan que me haya puesto solemne justamente ahora, y argumentan que, con mis actos he cometido una acción similar a retirar de la mesa las bebidas, aunque me parece a mí que todo lo que venía nos iba a hacer disfrutar menos de la fiesta (supongo que, después de todo, tenía que rodar alguna cabeza para que siguiera sonando el baile). Otros dicen que seguramente no he hecho nada, que sólo he retrasado lo inevitable, que todo lo que tiene que llegar llegará, más tarde o más temprano. No lo sé. Y de hecho no me importa. Lo único en lo que quiero concentrar mi mente, lo único a lo que le voy a dedicar mi esfuerzo, es a rememorar los vestidos de raso, las alfombras de terciopelo, los bocaditos selectos, las faldas largas y las plisadas, una apertura de piernas en el piso de arriba de la fiesta del gobernador, los ojos de aquel chico inocente y de aquella chica tímida cuando me miraban, los helados tomados en verano, un cálido rayo primaveral… Para qué me voy a dedicar a otra cosa. Yo, como te he dicho, cariño, siempre he sido feliz; y no voy a dejar de serlo porque ahora a un pelotón de fusilamiento (recordaré sus caras al otro lado de esta petit-mort, que disfrutaré con todo mi gozo: más vale que sean apuestos) le apetezca que sea otra cosa. Adiós, amigos míos, y si queréis un buen consejo, haced como yo: disfrutad de la celebración hasta el final. Un beso con carmín para vuestros labios.

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