lunes, 20 de marzo de 2017

El relato de marzo: Formas de cariño

Formas de cariño

            A pesar de todo, él le quería. A pesar de las ojeras. De la palidez pronunciada. De los signos de desgaste, evidentes en sus ojos. Aún así, el cachorro de gato le tenía en gran estima. Sentía debilidad por aquel niño humano, y mira que es difícil que un felino le pille cariño a un ser de otra especie. Pero habían permanecido juntos desde el nacimiento del cachorro, y el niño le había cuidado, acariciado, calentado a lo largo de aquellos tiernos y juguetones meses de existencia, transcurridos la mayor parte de ellos entre las paredes de esta casa. Por eso, el gato sintió una punzada de dolor cuando el niño, con muestras ineludibles de que Dama Muerte andaba tras él, se acercó a su mascota y le levantó entre abrazos.
          -No te preocupes, gatito. Yo voy a quererte siempre –expresó el niño, y no pudo evitar una lágrima-. Yo estaré siempre contigo. Nunca te abandonaré.
              El minino tampoco pudo reprimir un temblor de rabia e injusticia.
            Cuando llegó el aciago día, el gato lo sabía desde por la mañana. Al cabo de unas pocas horas, ya todo estaba dispuesto: el diminuto féretro, al fondo del cual no era capaz de verse (y a pesar de ello, todos sabían que estaba ahí) el cadáver del chiquillo, se encontraba allí, en el salón, con la tapa levantada. El cachorro podía observarlo desde su posición privilegiada sobre la mesa, donde ronroneaba sigiloso entre viejas fotos de familia e inútiles adornos cubiertos de polvo. A su lado, unos cuantos humanos que reconocía como los familiares del fallecido parlamentaban entre sí:
             -¿Estás seguro que debemos hacerlo?
            -Seguro –afirmaba rotundo uno de los hombres-. Él lo pidió expresamente antes de morir. Fue su último deseo.
          Y, nada más decir esto, en un movimiento preciso, agarró al gato de su menudo cuerpecillo y, contra su voluntad, lo introdujo dentro del féretro, encima del cuerpo.
              Lo último que vio el gato con sus ojos, mientras trataba con desesperación de desplazarse hacia arriba, fue la tapa del ataúd cerrándose sobre él.

lunes, 13 de marzo de 2017

La historia corta del mes: Huidos de marzo

Cleopatra, en cuanto se enteró, se incorporó y dio un par de órdenes estrictas y escuetas, poniendo con ello en marcha una inmensa orquesta humana que, en acompasado movimiento, se asemejaba a una bestia antediluviana desplazándose sobre su propio vientre, con cada uno de sus apéndices aireando sábanas, desmontando muebles, deshaciendo aquel monstruoso campamento el cual la reina africana había erigido para su estancia sobre una isla del Tíber, aunque más bien rememoraba una península, prolongación evocadora del país de las pirámides. A la reina, a la Divina, a la Sin Tacha, a la del Alto y Bajo Egipto Faraona, cuentan las crónicas de aquel tiempo que se la vio en todo momento pegada a la tierra, vigilando el cumplimiento de sus mandatos, inspeccionando cualquier detalle, poniendo tanta escrupulosidad en el doblez de cada capa dorada como lo haría con un decreto del gobierno, o la alianza con un reino otrora enemigo. Luego, se colocó delante del espejo y allí, empezó a maquillarse como lo que era, o sea, como una reina. Con esa dignidad absoluta con la que había conquistado al César, cuyas manchas de sangre cubrían ahora mismo el suelo de mármol del Capitolio, como cubrían también de manera metafórica cual mar rojo su cama, un profuso líquido de brotar continuo no dejaría de fluir jamás. La soberana de Egipto escruta sobre la pulida superficie el reflejo de Ella, de La Otra, la imagen provocativa e imponedora que hasta entonces la había mantenido a flote y que ahora, una vez más, la ha de conseguir salvar. Ese perfil público que desde el inicio de su vida ha construido con mimo, esa nariz que provoca a su paso aclamaciones y gritos, esa escotadura del cuello que tantos seres humanos han rezado por poseer, constituyendo la envidia y el temor de las mujeres, y también el deseo y el ansia de los hombres, y asimismo excitó la admiración del pueblo romano, el cual por muy republicano que sea -como todo pueblo-, está deseando adorar a una reina, mientras suscitaba los comentarios enconados de las matronas: “No sé quién se cree”, “Pues no es tan guapa”, a lo cual Cleopatra responde para sus adentros, “ponedme al lado de un hombre y una cama, y a ver qué varón tiene el valor de no caer rendido a mis pies”. La Mujer, la Sin Par, la Dichosa, sale en medio del desfile que levanta su tropa, y a pesar del momento de luto, lo hace con todo el rito, el boato y el bombo que la ocasión lo merece, como una celebración. Poco le importa la posible recriminación que puedan hacerle de abandono del obligado papel de viuda de facto, pues Cleopatra es plenamente consciente –y cuando lo piensa, tiemblan de pánico sus mismas entrañas- de que sólo desde su reivindicación radical como reina puede quizás garantizar la seguridad de su hijo Cesarión, quien desde hace unas horas se ha convertido el mayor candidato al infanticidio del mundo. Las velas del barco se yerguen como si lo hicieran en el Nilo, mientras Cleopatra mantiene la misma indiferencia distante a la multitud que ha hecho que la añoren y hará que los romanos deseen que vuelva, tanto como ahora mismo anhelan que viviera Él. Y sólo cuando ya se encuentran mecidos por la brisa, sólo cuando Roma, la ciudad eterna, se ha vuelto un puntito a lo lejos, es cuando la Grande, la Inmortal, la Diosa, abandona el gesto oficial, cesa de dar órdenes y, por fin, se deja desplomar sobre un diván. Y sólo entonces permite a su legendario rostro dejar traslucir una lágrima. Ahora, por fin, puede consentirse el lujo de malgastar el tiempo en llorarle a él…

miércoles, 1 de marzo de 2017

El libro y la historia real de marzo: "A sangre y fuego", de Manuel Chaves Nogales. Una visión de la guerra civil.

Manuel Chaves Nogales es considerado, por muchos, el mejor periodista de la historia de España. Alguna vez hemos mencionado en este blog "El maestro Juan Martínez, que estaba allí", un tragicómico relato de las andanzas de un cantaor de flamenco durante la revolución rusa, a medio camino entre el surrealismo (la pregunta clave: "un cantante flamenco, ¿es un proletario?") y el realismo más crudo y descarnado. Y menciono esta obra porque, entre otras cosas, revela alguna de las pinceladas clave del trazo de Manuel Chaves: una especial ojo por las situaciones controvertidas, difíciles de encasillar; el intento de darle voz a aquellas personas a las que normalmente nadie hace caso; y, en especial, una apuesta por el individuo corriente, por el hombre que sufre, por quienes peor lo pasan -que son normalmente los inocentes- en todas las guerras.

Manuel Chaves Nogales se define como "pequeño burgués, liberal" y, esencialmente, "democrata". Cuando llega la Guerra Civil, se compromete desde el primer momento con el orden legal establecido y, esencialmente, con la verdad. Localizado en Madrid, su periódico lo ocupan las brigadas comunistas y se pone a trabajar con ellos, aún dejándoles bien claro que no le gusta su doctrina porque él aborrece de todas las dictaduras, "hasta la del proletariado". Según el periodista, los comunistas que le supervisaban anotaron su objeción, disintieron por supuesto de su punto de vista, nunca interfirieron en su trabajo y cuando se despidieron (cada cual de camino a su particular huida) seguían sin estar de acuerdo, pero lo hicieron con un apretón de manos. Dicen que a veces los grandes hombres -y en concreto los grandes periodistas- se forjan en las grandes hecatombes. A Manuel Chaves Nogales le pilló uno de los momentos más duros de ésta, nuestra Historia tan particular, en primera línea así que, para su desgracia, tuvo la oportunidad de desplegar todo su talento, cosa que hizo nada más terminar la guerra en "A sangre y fuego", una serie de relatos desde el mismo interior de la guerra narrado a partir de experiencias recogidas, y también un cierto enfoque literario. Subtitulado "Héroes, bestias y mártires de la guerra civil", Chaves Nogales aporta un punto de vista que no pueden dar un Hemingway o un Cappa, quienes no tenían a su familia, su entorno y todas sus coordenadas vitales en riesgo, y no conocían los complicados entresijos que implica, como una maldición mitológica, ser españl. Una problemática que tuvo que vivir en sus carnes Chaves Nogales quien, como muchos de nosotros, seguramente a veces hubiera preferido nacer noruego o antártico.

"A sangre y fuego" incide en algunos lugares comunes que todos conocemos: que la mayor parte del ejército se puso de manos de los sublevados, mientras que el bando republicano contaba con muy pocos militares profesionales, quienes se desesperaban al ver cómo campesinos y obreros trataban de hacer de soldados, pero eran incapaces de mantener el mínimo orden y disciplina -a veces por falta de entrenamiento, otras porque todo lo que sonara a militar les provocaba un sarpullido, y en general, porque todo lo que habían aprendido se volatilizaba como el humo en cuanto les invadía el pánico al ver llegar a los tanques-. No se llega a afirmar del todo, pero se insinúa aquello que han confirmado historiadores posteriores acerca de que las matanzas en el bando nacional estaba orquestadas desde la cúpula (en un relato se narra cómo "el señorito" inicia la partida como si se tratara de una batida de caza, en la que participa incluso el cura, fusil en mano), mientras que las del bando republicano procedían en su mayoría del desorden reinante, de las cuadrillas de bandidos que aprovechaban para hacer su agosto, o de los fanáticos ideológicos que se desentendieron de la guerra para hacer su propia depuración; factores todos estos que el legítimo gobierno de la República no era capaz, en su impotencia, de controlar, ante el desbordamiento de tantos frentes tan abigarrados. También nos narra la angustia de los sitiados en Madrid, aterrorizados ante el anuncio del general golpista Queipo de Llano de que dentro de la ciudad hay miles de personas con las que colaboran, la llamada "quinta columna", lo cual genera una matanza histérica en busca de espías ("Nunca una frase", diagnostica Chaves Nogales, "generó tantos muertos"). Aunque, desde luego, hay estopa para todos: desde el comisario político que permite que fusilen en la cárcel a varios cientos sin juicio previo -incluyendo entre ellos su padre-, hasta los rebeldes que utilizan restos de los cadáveres de sus enemigos como trofeo y para regalarlos a quien los quiera conservar. Por último, también hay espacio para la tolerancia, la solidaridad, la compasión entre hermanos enfrentados: desde el señorito fascista que perdona la vida al maestro de escuela y es arrestado a causa de ello, hasta la camarera de hotel socialista que presta los medios para escapar a uno de sus falangistas clientes, quien luego, tal vez, tendrá o no ocasión de devolver el favor que hicieron en su día por él. Y, por supuesto, se narran multitud de momentos en que es lo personal -más que lo ideológico o lo político- lo que prima las acciones y las lealtades en cada momento. Una historia muy fácil de imaginar para quien conozca a este pueblo.

Pero Chaves Nogales también nos ofrece una serie de anécdotas poco conocidas y hasta difíciles de asimilar. Situaciones que, de no mediar una guerra, serían hasta tronchantes. Como el manicomio donde a un lado se acumulan los locos fascistas, y al otro los republicanos, y como no pueden matarse a balazos, se disparan insultos de uno a otro bando. O la cárcel fascista en Sevilla, que de noche es el infierno, pero que en el día bulle de vida, salero andaluz, entretenimiento y arte. O el momento en que los republicanos, inermes al no disponer de estrategia militar, sacan a un general fascista de la cárcel y se obligan a diseñar la táctica del ejército rojo, custodiado por un miliciano a cada lado (como se pueden imaginar, huyó en cuanto tuvo la menor oportunidad). O el estrambótico escenario en que se convirtió el Cuartel de la Montaña tras ser conquistado por los obreros, quienes se pusieron a rebuscar entre las antiguallas militares y acabaron armados con estoques de esgrima y medievales cascos. De esta manera, con esta óptica tan particular, Chaves Nogales nos cuenta una historia de la guerra civil que incluye muchas más cosas, entre otros motivos, también porque esta guerra es también más que una guerra civil.

Chaves Nogales sufrió también en sus carnes la maldición de vivir en un país que tan inspiradoras historias narraba. O, parafraseando a Pérez-Reverte, le ocurrió como a Cervantes, que si hubiera sido francés hubiera vivido mejor, pero si hubiera sido francés no hubiera conocido tan en profundidad la traición, la mediocridad y ignominia, por tanto no hubiera escrito el Quijote, y nunca hubiera sido Cervantes. A París precisamente marcha Chaves Nogales al ver que la guerra, para la legítima República, está perdida. Allí, nada más tiene la oportunidad de aposentarse, se sienta delante de su máquina de escribir y enfebrecido martillea a toda velocidad las teclas, como si fueran gatillos, para escribir los relatos; los manda a publicar y marcha a continuación, con inmediatez, en dirección a un ignoto exilio. No era un destacado izquierdista, todo lo contrario. Pero tampoco era fascista, y se denominaba a sí mismo libre pensante, algo que, a ojos del nuevo régimen, era mucho más que peligroso. Por eso, toda su obra literaria y periodística queda enterrada durante los cuarenta años posteriores; tan sólo sobrevive la biografía de Juan Belmonte, y eso porque el homenajeado era un torero. Hoy en día existe un intento de revitalizar su figura a través de la publicación de sus más destacadas piezas. Quizás el mejor tributo que se le pueda rendir a Chaves Nogales sea que, en un país que en gran medida se sigue peleando (en eso no hemos cambiado mucho), al menos observe que las voces neutrales e independientes tienen la oportunidad de expresarse. Que es, después de todo, el mejor legado que un periodista honesto quiere ofrecer.