lunes, 19 de febrero de 2018

El relato de febrero: "Todos los caminos llevan a Cartago"

Todos los caminos llevan a Cartago

            En el año 210 a.C., Roma claudicó al fin y firmó la paz con Cartago. El éxito se debió sin duda al cambio de opinión, casi in extremis, de los dirigentes cartagineses, los cuales autorizaron a enviar más hombres y equipamientos a su general Aníbal, permitiéndole entonces cercar la ciudad, lo cual supuso, tras un terrible asedio que se prolongó durante varios años, la rendición definitiva de Roma.

            No obstante, la contienda de más de veinte años, que se había prolongado, como una auténtica guerra mundial, la primera de ellas, a lo largo y ancho del Mediterráneo, Iberia, África, la Península Itálica, le había dejado a Aníbal Barca bien clara una cosa: Roma tenía mucho que ofrecer a Cartago, y pese a su odio eterno jurado a los nueve años contra los romanos, pensó que nada podría ser más provechoso para la causa de Cartago –y más humillante para los romanos, por otra parte; aunque las futuras versiones históricas, benignas con Aníbal, tendería a teorizar que le movió mucho menos su deseo de venganza que el sentido de estado-, que convertir a los romanos y a sus aliados itálicos en uno más de los colaboradores de Cartago, en miembro más de un imperio formado por estados satélites. Así pues, lejos de aquellas voces que proclamaban la destrucción de Roma, Aníbal pronunció un legendario discurso, en el que proclamaba que vivos, sus antiguos enemigos podrían ayudarles a ser mucho más fuertes de lo que eran. Los romanos, a pesar de su derrota, se resistieron a formar parte del bando de su propio enemigo; sin embargo, ante la débil oposición de los estados italianos –que por otro lado, se sentían hasta cierto punto felices de ver derrotada a su antigua señora, y aliviados al haberse colocado bajo el mando de un ejército que, al contrario que el romano, no les exigía más batallas-, poco más pudo hacer, y tuvo que claudicar por segunda vez, esta vez, en el terreno de los sentimientos. Además, Roma era en aquella época una ciudad sin tradición ni apenas historia, no fue difícil que asimilaran el vasto andamiaje cultural heredado de los fenicios y ahora defendido por los cartagineses, y los romanos se alegraron también –pasado el habitual recelo frente a los extranjeros- al ver cómo se erigían en su ciudad monumentos y jardines que antes no existían en esa sucia cloaca en mitad de la península italiana. Así pues, los romanos orientaron, tal y como pensaba Aníbal, su patriotismo, la defensa por su patria, a la defensa de los intereses de Cartago. Un cambio de mentalidad que, un tiempo más tarde, sería muy beneficioso para todos ellos, y que a la luz de las circunstancias presentes, y como profundizaremos más adelante, debería recuperarse de nuevo para una revisión histórica.

            Con la conquista de Roma, la anexión de Iberia fue una cuestión costosa, pero que sólo requirió tiempo, después de todo, Cartago ya se hallaba implicada con los pueblos ibéricos mediante lazos comerciales, no fue difícil que ingresaran en el interior de su federación, manteniendo su autonomía a cambio de pagar un tributo. Algunas tribus se resistieron, y durante varios siglos, las antiguas legiones romanas, en colaboración con las falanges cartaginesas, se vieron obligados a combatir a diversos pueblos, hasta que finalmente obtuvieron una conquista completa. En aquellos tiempos, se observó ya lo que sería una constante militar durante siglos, y es que la colaboración de estos dos sistemas de ataque, conjugando hombres procedentes de ambos bandos –el doble de efectivos, por tanto-, y las estrategias más útiles de cada una de sus organizaciones militares, el eje Roma-Cartago se convertía en un poderoso tanque, al lado del cual se hacía muy difícil prácticamente respirar. Por eso fue por lo que los griegos, prudentes, decidieron establecerse como una parte más de la autonomía cartaginesa, garantizando, con ello, la independencia de sus polis, aunque sí a cambio de unas fluidas y muy ventajosas para los púnicos relaciones comerciales. En poco tiempo, el Mediterráneo estaba en paz; y lo era bajo un gran imperio, que tenía como capital Cartago.

            Los historiadores cifran para aquella época lo que ellos denominan, y que ha determinado la mayor parte de la historia de la humanidad, es la “superposición de culturas”. La mayor parte de los eruditos predice que, de haber quedado en derrota, o tan siquiera en tablas, incluso si se hubiera vencido pero si se hubiera destruido Roma, la conflagración de la segunda guerra itálica hubiera marcado el principio del fin del pueblo cartaginés. Tal y como afirmó Polibio, el apogeo de Cartago había sido muy brillante, pero como toda civilización, a un momento le brillo le suele seguir la decadencia, así hasta la conquista de otro pueblo. Fue en cambio, la conquista de Roma, la que permitió obtener a los cartagineses el empuje de nuevos pueblos en ascenso, como los romanos, aprovechando sus fuerzas y su dominio militar. Y esta conjunción de astros permitió a su vez incorporar toda la cultura y la ciencia de los griegos, combinadas las cuales, crearon una cultura grecocartaginesa, la cual se expandió por Roma, Iberia, y todo el norte de África, consiguiendo incorporar a la civilización a los númidas, y la colaboración estrecha junto con un asociado imperio egipcio.

            La superposición de culturas fue la que permitió subsistir al Imperio Cartaginés durante varios cientos de años. De no ser así, de no haberse producido la combinación de una amalgama de culturas las cuales unieron sus fuerzas para lograr una civilización más potente, ninguna de ellas hubiera durado lo mismo que cada una por separado. Más ladelante, Las guerras civiles internas por hacerse con el poder llevaron a la finalización de la república y a un gobierno en manos de un solo hombre, un imperio plural, multiétnico, y esencialmente pacífico, dedicado solamente a defenderse de las invasiones de los bárbaros en la Galia, Germania, etc. No obstante, las relativas escasas fronteras que presentaba el imperio en su zona europea, así como los agrestes accidentes geográficos –Pirineos, Alpes, etc-, que les defendían, mantuvieron estas zonas fácilmente defendibles seguras durante mucho tiempo. No obstante, todo cambia a partir del siglo VII, con la llegada de los árabes.

            El profeta Mahoma, inspirado en gran parte por un cristianismo que se había extendido por todo el Imperio Cartaginés, incitó a sus contemporáneos a la conquista del mundo, expandiendo su religión, su cultura y su idioma por todo el orbe. En el momento en que llegan al Norte de África, se encuentran con un imperio altamente desarrollado en el sentido cultural e intelectual, aunque ya muy empobrecido militarmente. Los árabes engulleron fácilmente la región del norte de África, llegando hasta Hispania, pero no más allá, a causa del clima. Mientras tanto, Italia y Grecia, perdidas a su suerte, fueron invadidas por los bárbaros, que tomaron estas regiones. Es en ese momento cuando Europa deja de formar parte del núcleo más elaborado de la civilización, y cae en un abismo donde la ciencia, la tecnología y la cultura brillan por completo por su ausencia.

            Los árabes mantuvieron un imperio que, una vez más, formó parte de una nueva ola, por segunda vez en la historia, del impresionante fenómeno de superposición de civilizaciones. De haber caído el imperio cartaginés sin más, todos sus vastos conocimientos, junto con los de los griegos, hubieran caído en el olvido, lo cual hubiera supuesto un bache de varios cientos de años, del cual nos hubiera costado mucho recuperarnos, y que hubiera retrasado enormemente los enormes progresos que tantas vidas han salvado (y al mismo tiempo, es triste decirlo, tantas muertes), en nuestra civilización. Pero gracias a la llegada de los árabes, un pueblo organizado tras su contacto con otras grandes civilizaciones en Oriente Medio y Próximo, todo este saber fue mantenido, y por tanto, fue posible desarrollar la ciencia nueva en base a la antigua, sin interrupciones ni discontinuidades, de forma fluida y recíprocamente enriquecedora. Gracias a ello, ya en el siglo X, se desarrolló un método científico, se pusieron los primeros pilares para desbancar la teoría geocéntrica, se desarrolló la teoría de la gravitación universal, y comenzaron las exploraciones marítimas que llevarían al descubrimiento, por parte de ibn-al Hassam, del continente americano. La fragmentación del imperio árabe en varios países no fue un impedimento, sin embargo, para que los recursos naturales procedentes de América desarrollaran de nuevo la economía, la ciencia y la cultura, desarrollándose una feroz competencia entre los países árabes –en los cuales, poco a poco, las presiones religiosas fueron menos estrictas, permitiendo el desarrollo de la investigación sin cortapisas-, que es la que nos ha llevado a los tremendos avances tecnológicos que tenemos hoy en día.

            No obstante, todo este desarrollo no se ha acompañado sin problemas sociales que han afectado, en su mayoría, al conjunto de los trabajadores, y también a los países pobres anexos al extinto imperio árabe, tanto en el lado europeo, como sobre todo, por el lado africano. Después de un largo periodo de conflictos y revoluciones, incluso la creación de un estado comunista en la empobrecida Inglaterra, las presiones populares permitieron una mejora del nivel de vida de los trabajadores, y también la mejora de las condiciones de vida de países como la India, cuyo sufrimiento, por su cercanía geográfica y su historia común con el islam, resultaba fácilmente identificable a los ojos de los árabes, favoreciendo leyes más justas y la colaboración con los más desfavorecidos. Sin embargo, los países africanos situados más allá del Sáhara, asfixiados por la presión colonial, también la región de Norteamérica, sin civilizar y con los indios explotados para obtener materias primas, y los países europeos, olvidados por todos más allá del estrecho –a todos nos conmueven las imágenes de esos niños blanquitos hambrientos, soportando los fríos inviernos, entre las ruinas de la antigua Roma-, fueron condenados al ostracismo y a la pobreza. Más allá del Estrecho, nos olvidábamos de todos, como si no fueran seres humanos.
                       
            Por eso, no es extraño, como quiero resaltar en este artículo, que nuestra pobre actitud contra ellos se haya tomado venganza. Entre la pobreza y la marginalidad, el cristianismo se ha vuelto radical en esos países consumidos por el analfabetismo y la ignorancia, fácilmente manipulables por líderes religiosos que proclaman su odio contra el Sur y contra su poder omnímodo. Ante esta situación, no es extraño que individuos procedentes de países con nombres impronunciables –Francia, Reino Unido, Alemania, regiones cargadas de duros climas de nieve y de lluvias-, se hayan organizado para dañar las estructuras más esenciales de nuestra civilización, y atacar a nuestros núcleos de riqueza, poder y orgullo. La situación se ha vuelto para ellos insostenible, y bajo esa situación, no sería extraño que el fundamentalismo cristiano volviera a atacar de forma dramática y mortal. Hemos convertido el mundo en un infierno para buena parte de la humanidad que vive en él: sólo de nosotros, haciendo partícipes a otros pueblos de la riqueza que ahora poseemos, podremos poner freno a esta oleada de odio anti-musulmán, y hacer que todos nosotros podamos subsistir en paz.

            Hemos de recuperar ese espíritu, ese eje con el que hemos comenzado el artículo, Roma-Cartago, norte-sur, y que al inicio de nuestra civilización tantos buenos frutos nos procuró, e intentar que la colaboración sea la máxima que rija las relaciones de nuestros pueblos, en lugar de instigar la separación entre los mismos.

            De no hacerlo, agresiones como la de esos aviones que se han estrellado sobre las Torres Omeya en El Cairo, lejos de constituir un hecho aislado, no habrán hecho más que empezar.


Muhamed al Nimri es catedrático de Estudios Europeos por la Universidad Nacional de Túnez.

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