lunes, 9 de abril de 2018

El libro y la historia real de abril: Fouché, un post retorcido para una mente retorcida

Borges comentaba, en uno de sus cuentos, la posibilidad de un libro que no se entendiera de la misma forma si se empezaba por el principio que al revés (y sólo hay que ver, en los dos sentidos, las dos primeras trilogías de Star Wars para confirmarlo); de la misma forma, un texto -y un personaje- se someten a multitud de interpretaciones. Si en post anterior mostraba una versión distinta del "Noli me tangere", de José Rizal, cuando redacté esta breve sinopsis de "Fouché. El genio tenebroso", de Stephan Zweig, tuve obligatoriamente que quedarme corto. Ocurre que, cuando redacto críticas de libros, muchas veces me veo obligado a morderme la lengua esperando que el lector localice por sí mismo aquellos pasajes que a mí me han gustado tanto y los observe, maravillado, bajo la irrepetible luz de la primera vez. Eso hace que los resúmenes literarios queden cojos, desprovistos de su sustancia, de aquello justamente que al libro de origen hizo destacar. En el caso de Fouché, es muy típico que lo más importante de él permanezca en la sombra, enterrado como la parte sumergida de un iceberg, pero he de reconocer que algo dentro de esa historia me obligaba a continuarla. Puede que resulte contradictorio ponerme a explicar un personaje cuya biografía -más extensa y sin duda mejor explicada- he recomendado extraer de un ensayo más amplio, pero creo que esta aproximación puede ser útil por varias razones, una por cada tipo de lector: 1) a los que leyeron el libro, porque siempre es interesante volver a escuchar acerca de la sabrosa figura de Fouché, 2) a los que crean que no tienen tiempo o interés para leer el libro entero, para aprender en unos breves párrafos la biografía de tan desconocido personaje, o 3) para los que aún tengan dudas sobre qué hacer con el texto de Zweig, que esta breve reseña les anime a intentarlo.

Quizás la mejor manera de aproximarse a la figura de Fouché es contemplarle cuando se halla contra las cuerdas, que es el momento en el que más reluce su oscuro brillo. En 1802, tiene lugar un atentado con bomba del que se salva de milagro el carruaje de Napoleón, pero que mata a cuarenta personas. El gobernante de Francia (todavía no es emperador, aunqie le falta poco) se encara frente a Fouché, su ministro de policía; le acusa públicamente de inepto, de abúlico, no haber evitado el crimen. Le ridiculiza, sin reparo, delante de todo el mundo. Para más inri, Napoleón, amigo de atribuirse más habilidades de las que tenía (y no eran pocas), apunta a una teoría sobre el origen del atentado, y ordena detener a varios acusados de afiliación política jacobina. Su ministro replica que, por el contrario, es más probable que la conspiración haya sido de origen realista. Napoleón entra en cólera, aniquila verbalmente su teoría, y prohíbe cualquier investigación al respecto. Fouché, ante semejante chorreo, activa la misma rutina que ejecuta cuando el ciudadano Bonaparte, en algunos de sus frecuentes arrebatos de ira, dice que debería echarlo y mandarlo fusilar: calla, quizá esboza una forzada sonrisa y tal vez murmura un casi inaudible: "No soy de esa opinión, sire". Y pese a lo que le ordenan, sigue investigando por su cuenta. Mientras tanto, en los pasillos, a lo largo de los siguientes días, frente a sus colaboradores o sus más estrechos allegados, Napoleón sigue glosando la incompetencia de Fouché. Sin embargo, su ministro ya ha identificado los caballos de los conspiradores, ya conoce las fondas en que han parado, ya tiene escrito, en papel, el nombres de cada perpetrador. Cuando termina hasta el fondo su exhaustiva investigación, Fouché se la presenta al más poderoso gobernante francés, pulida y envuelta en papel para regalo. Hasta el propio Napoleón, avergonzado, tiene que reconocer su genio. Se siente tan abrumado, tan humilde al tener que reconocer que pocos hombres como Fouché pueden dar ante él la talla, que no tiene más remedio que echarle. Eso sí, con una indemnización millonaria, que le garantice todos los honores. Hoy en día Fouché, junto con Vidocq, es reconocido como uno de los creadores del sistema policial en Francia; a Vidocq le han dedicado una película de corte fantástico del mismo nombre que le rinde justicia. A Fouché la mejor justicia -como en su vida- es que nadie adivine quién es, ni casi siquiera que allí esté.

Le abandonamos de momento millonario, y con una mueca de triunfo en el rostro, a este hombre de orígenes humildes que no valía para estibador en los puertos del sur de Francia. Allí le hubiera esperado su destino por la familia que le dio origen, pero para un chico enclenque y despierto, sin ganas de cargar con pesados fardos, la única salida es la iglesia: allí lee mucho y aprende más, y en poco tiempo acaba de profesor en el lugar donde cursó como seminarista. Su vida podría haber pasado gris e inadvertida en un tiempo distinto a aquél, pero los momentos de crisis sirven para que triunfen los hombres más astutos -no necesariamente los más útiles-, los más abyectos, nunca los poco ambiciosos o los abnegados. Y en el ambiente caótico de la revolución francesa, donde los puestos públicos ya no son exclusivos para príncipes o nobles, sino también para comerciantes, burgueses o incluso proletarios, Fouché cumple todas las condiciones para el triunfo, y del fracaso huye él. Durante los siguientes años, ocupará distintas funciones en la Asamblea Nacional francesa, también durante el Terror, el Directorio, y más tarde con Napoleón. Servirá a todas las tendencias políticas, y cambiará con periódica frecuencia de chaqueta. Su única motivación, más allá de intenciones o ideología, es siempre su propia supervivencia política. En función de eso, empeñará su palabra, la alquilará a menudo, o venderá a su padre político al mejor postor. Zweig dice del político, elaborando planes alternativos en función de si cae o no Napoleón en Waterloo, que Fouché no traicionaba al emperador: se traicionaba, si era derrotado, a sí mismo él.

Así, en la Asamblea francesa, forma parte de los más radicales, después de partir de los más moderados. Es amigo de Robespierre, y luego forma parte del grupo que le acabaría tumbando (y aún y todo, se las arregla para no estar presente en el momento de las votaciones que le condenan, siempre nadando y guardando ropa). No le gusta la fama, el calor del púlpito, aunque se halla siempre ubicuo en todas las conspiraciones donde pueda tocar el poder. Da el tipo de hombre pacífico, de no haber roto nunca un plato, pero durante una etapa en la que tiene funciones ejecutivas propias, se le acaba conociendo (inútil explicar por qué), tras miles de víctimas a su cargo, como "el ametrallador de Lyon". Hay pocas veces que se signifique o emita veredictos radicales. Una de las pocas ocasiones, porque no tiene más remedio, es cuando debe votar a favor a la decapitación de Luis XVIII. Esa palabra, "sí", le define ya por siempre. Por desgracia, hay pocas veces que en un renuncio en política te acabe costando caro, y al final fue éste -de los numerosos que llevó a cabo a lo largo de su vida- el que después de tantos cambios de rumbo le derribó.

Pero mientras tanto, ajeno a las preocupaciones que envía a su "yo" futuro, Fouché sigue adelante. Tras un breve paréntesis al inicio del Directorio (donde se pretende extinguir los desmanes de la revolución francesa y Fouché tiene que esconderse, rayando incluso en la extrema pobreza), sabe demostrarle su valía a los nuevos gobernantes de Francia y acaba al frente de la policía. Desde allí, teje una red de informantes que le será más tarde útil para hacer triunfar el golpe de estado que llevará al poder a Napoleón. Aunque al "petit con", que diría Reverte, nunca le cayó bien el tipo; si Bonaparte no confiaba en los servicios secretos porque un espía (en sus propias palabras) era un traidor natural, qué opinaría de Fouché; además, su pasado de "ametrallador de Lyon" le daba una idea de su carácter. No creyó el general, desde el primer momento, que la lealtad fuera una cualidad que el político arribista cargara consigo; y ya hemos visto que sus relaciones tuvieron, a lo largo del tiempo, algo más que sus más y sus menos. Problemáticos fueron también sus tratos con Talleyrand, el otro gran ministro de Napoleón. Ya contamos en el anterior post sobre Fouché que el actor y director teatral Josep María Flotats había descrito el antagonismo entre los dos en la representación "La cena", donde se presentan dos enemigos opuestos, ambos números uno en sus respectivos campos (Talleyrand la diplomacia, Fouché el espionaje), respetuosos los dos por el talento de su rival, pero a causa de esa superposición, obligados a tratar de desembarazarse del otro constantemente. De hecho, sólo se unirían para provocar la caída de Napoleón. Uno de los momentos más brillantes de la obra de Flotats es cuando Talleyrand, de orígenes aristocráticos, le afea a Fouché su nacimiento en la orilla de la miseria al recriminarle su brusca manera de levantar una copa. "¿Qué habría de hacer entonces?", replica una frase similar Fouché, y Talleyrand le muestra: la copa se levanta, se mira, se mueve, se comprueba "la gota", se lleva a los labios y luego se huele. "¿Y después?", pregunta Fouché. "Después, se deja en la mesa otra vez". Clasismo y elegancia en sencillos y cómodos pasos.

Fouché es capaz de aguantar todos los terremotos, incluso la caída de Napoleón en Leipzig; no obstante, es entonces Talleyrand quien se la juega, al volver a colocar a los Borbones, dejando fuera del gobierno a Fouché. Aún así, tras el retorno de Bonaparte de la isla de Elba, en sus famosos cien días, Fouché se torna para el corso insustituible. Quizá demasiado, porque mientras en Waterloo Napoleón y Wellington no paran de mirar la hora para ver si llegan o no a tiempo Blücher o Grouchy, y el protagonista de "La cartuja de Parma" de Stendhal participa en la contienda sin haber llegado a ver la batalla -paradigma de todos los conflictos modernos-, Fouché traza su propio gobierno en la sombra y para cuando Napoleón vuelve a París, derrotado, Fouché le contesta que no hay sitio para él. Camino lo poco que queda de la gloria imperial del destierro en la tropical Santa Elena, nuestro hombre del traje gris se prepara para ofrecerle a los Capetos de nuevo el trono como un caramelo, a cambio simplemente de algún ostentoso cargo. Y se lo hubieran dado seguro, de la misma manera en que fue capaz de servir a cada hombre y a su némesis en todas las ocasiones anteriores, de no ser por una sola, ilógica, sentimental e inapelable razón: una vieja integrante de la familia real francesa, que recordaba con horror aquellos días de julio aciagos, que tenía pesadillas de terror con el momento en que la cabeza de Luis XVIII se desprendió de su cuerpo, y que no era capaz de olvidar que, ante el voto donde se decidió su suerte, Fouché no se abstuvo y tampoco dijo "no". En los corredores de palacio, como una representación espectral, la vieja tía/abuela/mártir, errando huérfana y fanática, ajena a nuevos tiempos y razones de estado, sólo era capaz de dibujar en sus labios: "regicida", sin añadir de nada más. Fouché era capaz de luchar contra ministros, reyes, estratagemas. Era capaz de demostrar su utilidad en cualquier régimen, bajo cualquier circunstancia. Pero contra lo que no podía luchar, contra lo que no cabía defensa, táctica o estrategia, era contra la callada, obsesiva, resistencia de los fantasmas.

Fouché se despide del poder, que no volverá a catar más. Atesora una buena fortuna, obtenida gracias a que el capital ganado de manera legal (e ilegal) en política lo ha servido invertir sabiamente. Pero lejos de los resortes que manejan a los hombres, Fouché, que diría Amaral, sin tocarlos a ellos, no es nada. Resulta curioso observar cómo Zweig describe el amargo destierro de Fouché, casi siempre circunspecto, alegre tan sólo en alguna partida de ajedrez, pobre sustituto de los juegos en los que empleó a seres humanos como piezas. Stephan Zweig pretendió perfilar un retrato de sí mismo -como intelectual, como pacifista- en el libro "Erasmo. Triunfo y tragedia", como el hombre que le hubiera gustado ser, incluso tratando de alisar en el sabio alemán algunas de sus más acuciantes aristas; en cambio, con Fouché, el autor austríaco se dibuja a sí mismo cómo acabó, aún con años de anticipación, en aquel largo destierro en Brasil, sin aquello que más amaba (libros en el caso de Zweig; capacidad de mando, que añoraba el intrigante), y que no dejaba de anhelar. Como aquella protagonista del cuento del propio Zweig, una alta dama de la corte francesa que, al comprender que no va a poder tejer tapices nunca más con los hilos del gobierno, decide suicidarse después de una fiesta espléndida. Fouché no llega a tanto; simplemente se consume, como una vela, cuya discreta luz a nadie salvo a sí mismo pretendió iluminar.

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