lunes, 8 de junio de 2020

La historia real de junio. Científico rico, científico pobre.


La entrada de hoy versa sobre un asunto siempre desagradable pero necesario: la relación de los científicos con el dinero. Desde antiguo, la ciencia ha sido en general una actividad poco lucrativa. Los primeros científicos (más que nada, filósofos) tendían a  arrimarse a la generosa figura de un mecenas como forma de ejercer sus actividades con las mínimas interferencias, salvo las que quien pagaba quisiera imponer -en ocasiones, no eran pocas. Poco a poco, empezaron a organizarse universidades y otras instituciones que daban cobijo a estos investigadores, y aún hoy lo hacen, quizás a cambio de varias horas de docencia y unas cuantas dosis de burocracia. No obstante, durante buena parte de la historia, los científicos han tenido que compatibilizar su afición al conocimiento con otras actividades, bien porque les encantaba trabajar en múltiples disciplinas, bien porque no tenían otro remedio que ganarse las habichuelas. Por último, existía una última clase de categoría, que eran aquellos que habían conseguido libres de la esclavitud del vil metal, y decidieron emplear ese lujo en trabajar por aumentar su sabiduría, y de paso la del género humano. He aquí unos cuantos casos que creo que servirán para ilustrar algunos de estos tipos humanos:

-Para empezar, hubo gente que desembocó en el mundo de la ciencia procedente de otro completamente distinto. Uno de los ejemplo más destacados es el de Anton van Leewenhoek, un comerciante de paños holandés que decidió mejorar las lentes que poseía para distinguir mejor las imperfecciones de las telas con las que trabajaba. Tanto empeño puso que acabó inventando el microscopio, y pronto empezaron a descubrirse las múltiples maravillas que el mundo de lo infinitamente pequeño escondía sobre las superficies, bajo las uñas, o en nuestra propia piel. Por cierto, que Leewenhoek era bastante temperamental y no era raro que, insatisfecho con un microscopio, lo arrojara por una ventana al río cercano. Uno de ellos acabó siendo recuperado y, sin saber de qué se trataba, puesto a la venta en un portal en Internet. Hace un poco, un coleccionista gallego lo adquirió y lo donó a un museo. Otro caso de ciencia colateral es el de Servet. El aragonés, antes que nada, era teólogo. Su descubrimiento de la circulación menor se publicó por primera vez en el libro religioso La restitución del cristianismo, donde el transporte de la sangre del corazón a pulmón se interpreta como la forma en que la sangre distribuye el alma por todo el organismo y libera en el pulmón los vapores tóxicos (no estaba tan lejos; el "alma" de la que hablaba Servet sería el oxígeno, y los vapores tóxicos se identificarían con el dióxido de carbono). De hecho, el descubrimiento científico sólo es un capítulo más de un vasto ensayo que ahonda en las divisiones con otros reformadores de su tiempo -a Servet no le gustaba nada la doctrina de la Santísima Trinidad-, incluido el dueño y señor de Ginebra Juan Calvino, que le condenaría a la hoguera y desencadenaría como consecuencia una tormenta en el pensamiento occidental.

-Hay casos en los que los científicos no trabajan sólo por el Money, money, money sino que se dedican, específicamente, al vil metal. Lavoisier fue durante mucho tiempo recaudador de impuestos. Después de la Revolución Francesa, esa actividad fue muy denostada, y le condujo a la guillotina. Un caso más impactante es el de Isaac Newton. Como Servet, Newton se dedicaba a la ciencia por influencia de la teología (escribió más palabras sobre religión que sobre ciencia; creía acercarse a Dios mediante la resolución de los enigmas del universo, y jugó con disciplinas que en ese momento ya no eran aceptadas o estaban prohibidas, como el caso de la alquimia). Como Servet también, odiaba la idea de la Trinidad -trabajando en el Trinity College, eso era un problema; por suerte, recibió una exención y no tuvo que ordenarse, como otros miembros, para formar parte de la facultad-. De Newton no se suelen conocer actividades extracientíficas salvo el tiempo en que, vista su fantástica disertación al defender los derechos de Cambridge, se le incluyó en el Parlamento (la anécdota famosa al respecto es la de su única intervención para pedir que cerraran una ventana). Sin embargo, pocos saben que Isaac Newton fue durante un tiempo el jefe de la Casa de la Moneda, con sede en la Torre de Londres. En aquella época, había una crisis con las monedas en Inglaterra porque el valor de la plata de la que estaban hechas era mayor en el continente -merced a una burbuja financiera provocada por la relación entre China y España, pero eso ya hablaremos en otra ocasión-, así que la gente se dedicaba a raspar los bordes para fundir las virutas en lingotes y revenderla en otros países. Con esa acción, las monedas poseían menos valor que su contenido en plata. Newton resolvió el problema de dos formas: fundiendo las monedas antiguas "raspadas" para acuñar otras nuevas y así uniformar la masa monetaria, y creando el (todavía empleado hoy en día) borde rayado de las monedas para dificultar el raspado. También propuso el oro como un patrón más adecuado para la economía, una idea que se acabó adoptando, aunque ya no perdura. Por otra parte, Newton quiso negarse a perseguir a los falsificadores, pero cuando le obligaron, lo llevó a cabo como solía hacer todo, es decir a conciencia: estableció una red de espías por los bajos fondos, y mantuvo un enfrentamiento épico con un falsificador llamado Chaloner que incluyó sobornos, una huida rocambolesca y el intento descarado de Chaloner por robarle a Newton el trabajo. Quizá fue por ese afán de protagonismo -mala idea para ser un criminal-, o porque escogió a un enemigo estratosférico, el caso es que Chaloner acabó colgado tras una rocambolesca serie de acontecimientos que, el día que los escuche un mecenas de Hollywood, acabarán convertidos en una película.

-En otros casos, es la actividad científica la que te lleva a cuestiones monetarias, como es el caso de inventores y científicos que se convierten en empresarios. El éxito no siempre está asegurado: por poner dos casos paralelos, Hargreaves y Arkwright, dos artífices de las máquinas de hilar que dieron el primer empujón a la Revolución Industrial. Hargreaves inventó un muy buen primer modelo, pero sus máquinas fueron asaltadas por trabajadores furiosos que creían que las máquinas les iban a quitar el trabajo. Arkwright, en cambio, le robó de manera flagrante los diseños a Hargreaves, pero era muy bueno en el arte de la logística, y entre otras cosas colocó sus aparatos protegidos por cañones en un recinto en el que almacenaba, de manera defensiva, hasta una reserva de lanzas. Aunque el caso más conocido, por supuesto, es el de Edison. Si sus enfrentamientos con Tesla se han vuelto míticos, es casi más paradigmática la comparación de su trayecto vital con la vida de Joseph Swan. Este último era un farmacéutico que se dedicaba a múltiples actividades, y desarrolló una bombilla con un mecanismo muy similar al de Edison, haciendo una demostración pública en Inglaterra ocho meses antes que el inventor norteamericano. Pero mientras que Swan no fue mucho más allá en su invento, aparte de iluminar unos cuantos edificios significativos, la visión a largo plazo (y comercial) de Edison era a mucha mayor escala. El mago de Menlo Park iluminó todo un barrio de Manhattan -lo cual no fue fácil, porque surgieron inconvenientes como que la electricidad circulaba por los cascos de los caballos- en una demostración pública que causó furor (hasta una heredera Vanderbilt se disfrazó de corriente eléctrica durante una fiesta). Pero, además, Edison se dedicó a instalar centrales eléctricas por todas partes, con una intensa motivación empresarial de la que Swan carecía. Ésta era una virtud que en Edison podía convertirse en obsesión, como se atestigua con la lucha de patentes por el control del teléfono que desarrolló contra Graham Bell (con ayuda por cierto de los Vanderbilt), aunque en este caso Edison perdió. De todas maneras, tampoco hay que endiosar la visión que Edison tenía para los negocios: también se equivocó en muchas cosas, como en las posibilidades para el entretenimiento del fonógrafo, la forma en que resultaría rentable el cinematógrafo, un proyecto de ultramarinos que funcionaba como una máquina dispensadora, extravagantes sistemas para la guerra, o un plan para construir de manera masiva casas de hormigón, con muebles de cemento a juego (una idea que, lo mismo que vino, desapareció, sin duda por los múltiples problemas que tenía asociados)

La heredera Vanderbilt vestida de corriente eléctrica, con una bombilla que se encendía gracias a una batería, y que le hacía asemejarse a la estatua de la libertad. El vestido dejó de usarse ante la sospecha de que había causado un incendio, aunque actualmente se expone en el Museo de la Ciudad de Nueva York.

-Mientras tanto, hay científicos que no persiguen beneficios pecuniarios sino, por encima de todo, el progreso general de la humanidad. Joseph Henry fue un físico e inventor que realizó numerosos hallazgos que se han atribuido otros, bien porque no los publicaba a tiempo (caso de la inducción electromagnética, que poco después demostró también Faraday) o no los patentaba (como el telégrafo, cuya patente se adjudicó Morse). El motivo para no protegerse con una patente era que Henry creía que sus inventos debían estar a libre disposición del gran público. Aun así, no se llevaba mal con otros científicos que recibieron el crédito que él seguramente merecía, y de hecho se le recuerda como un gran organizador de equipos -hasta trabajó junto a Morse instalando el primer telégrafo- y eficiente presidente de instituciones científicas. Igualmente, Salk fue un investigador biomédico que ha creado algunas de las vacunas que han salvado más vidas, y las donó de manera desinteresada a la humanidad. Tanto Salk como Henry son dos grandes ejemplos en unos tiempos tan egoístas como lo que -no sólo en la ciencia- ahora mismo corren. Otro caso, en esta ocasión de esfuerzo colectivo, lo encontramos en la segunda mitad del siglo XX, cuando la Unión Soviética, en parte por razones propagandísticas, inició una campaña de vacunación contra la viruela que la erradicó del mundo, de tal manera que ahora sólo quedan dos cepas de este virus, conservadas en laboratorios de investigación por si algún día sirvieran para combatir una infección de otro tipo.

-Por último está el caso de aquellos individuos que ya atesoraban mucho dinero de antes (bien por herencia, o por otras actividades económicas) y decidieron dedicarse a la ciencia. En el libro de Bill Bryson En casa se menciona un estrato social curioso, el de los vicarios y rectores en Gran Bretaña. Ambos son dos tipos de sacerdotes que, durante mucho tiempo, tuvieron el privilegio de administrar vastas extensiones de tierra, las cuales les proporcionaban un gran rendimiento económico; a cambio, sólo tenían que escribir unos pocos sermones al mes. Como la profesión les daba mucho dinero y les dejaba mucho tiempo libre, muchos se convirtieron en científicos autodidactas, incluso creando algunas ramas de la ciencia. Algunos nombres que os sonarán, y que ejercieron de vicarios y rectores famosos, fueron Thomas Malthus (el primero que especuló sobre el crecimiento de la población), Bayes (el del teorema de Bayes, clave en estudios de la probabilidad), M.J. Berkeley (gran investigador de plantas y hongos: por desgracia, difundió quizás tantas plagas entre especies vegetales como las que descubrió; en su capacidad para diseminar enfermedades de otras localizaciones guarda semejanzas con la extraordinaria figura de "El Vasco de la Carretilla"). De todos modos, no es oro todo lo que reluce; los vicarios (o sus hijos, también en buena disposición económica) se metieron actividades muy variadas: Greenwell fue tanto uno de los padres de la arqueología moderna como el inventor de un cebo para la pesca de la trucha, Baring-Gould escribió la primera novela en la que sale un hombre-lobo, y otros muchos vicarios jamás fueron reconocidos por ningún logro destacado -se dedicaron a su parroquia o a disfrutar de la vida, los cuales no son malos oficios-. De hecho, tras una crisis de precios agrícolas a finales del siglo XIX, el oficio de vicario se volvió muy poco rentable y dejó de ser una actividad que proporcionara tantos beneficios. No es improbable que, a partir de entonces, muchos se dieran cuenta de que no podía confiarse la ciencia por entero a aficionados (los cuales, por mucho empeño que pusiesen, y por muy bienintencionadas que fueran sus acciones, a veces protagonizaban catastróficos episodios), y que hacía falta dedicar más dinero a que universidades y centros de investigación contrataran científicos profesionales. Una medida que, más que nunca, y con crisis como el COVID, se va demostrando no sólo necesaria, sino absolutamente imprescindible. Buenas lecturas, y buena ciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario