lunes, 27 de julio de 2020

La historia corta de julio: "El verano de su vida"

En el verano de su vida, al dios de la evolución le revelaron: "Hey, ya ha empezado el verano en la Tierra".  Lo curioso de las estaciones es que también se notan en el mar. No en el fondo marino, donde todo persiste inalterable, en esa paz y tranquilidad alterada esporádicamente por tormentas tan colosales que en tierra firme no podemos ni imaginar Pero en la zona más superficial sí hay alteración de las temperaturas, crecen otro tipo de flora y de microfauna... Esas cosas que hacen que el océano siga siendo uno de los lugares más misteriosos y fantásticos del cosmos.

Y, en una de ésas, nada un pez que pasaba distraídamente por allí y, atraído por el calorcito, asciende a un nivel superior. Y, una vez arriba, contempla a través de la superficie del océano el cielo azulado y, a lo lejos, una porción de una islita que está aflorando y se pregunta a sí mismo (del modo posible en que más o menos se lo puede preguntar un pez), "¿por qué no?".

Hubiera estado muy bien, porque ese pez tenía, sin saberlo, los genes que le hubieran permitido evolucionar sobre la superficie para crear una especie avanzada que además fuera poseedora de una gran empatía, enorme inteligencia, alta solidaridad con el planeta, e increíble compenetración entre sus miembros.

Pero al dios de la evolución le advirtieron, "Hey, se acabó el verano", y el dios, apesadumbrado, lo dejó para otro año. De un manotazo, dio por concluido el experimento, y mandó cerca del pez a un tiburón para que se lo comiera.

Lo que el dios no sabía entonces es que aquel pez, aún en el estómago del tiburón, luchando a aleta partida por la decisión entre la muerte y la vida, también se encontraba en el verano de su vida. Y que tenía la intención de disfrutar de las buenas temperaturas un rato más.

lunes, 20 de julio de 2020

El relato de julio: "Manos de piedra".


Manos de piedra.

La muerte tiene sus ventajas. A la fuerza, acumulas paciencia suficiente como para contemplar cómo el tiempo vence todos los agravios y, después de mucho esperar, algunos esfuerzos se ven por fin reconocidos. Por eso, hoy en día, mi alma incorpórea sonríe cuando observa a los miles de visitantes que acuden a este afamado museo a admirar esta magnífica escultura (no diré nombres, no quiero emponzoñar la Belleza con mayúsculas con acusaciones en minúscula y letras cursivas), y de paso se maravillan también de mi obra. Aunque a veces, he de reconocerlo, la parte más vanidosa de mí queda herida de orgullo y le entran ganas de gritar: “¡No le adoréis a él, malditos!¡El resto de la escultura es suya, pero no le alabéis a él cuando mencionéis las manos!¡Las manos son mías, solo mías, tengo la prueba, podéis encontrarlas en otro sitio, si tan sólo os fijarais un poco…!”. Es entonces cuando suelo darme cuenta de que no pueden verme ni oírme, y que he golpeado inútilmente el cristal que rodea aquel trozo de piedra la cual simboliza al mismo tiempo mi triunfo y mi derrota, mi tragedia y mi destino. Pero quizás deba explicaros un poco más el contexto. Puede ser que, así, cuando volváis a mirar a vuestra escultura preferida, seáis capaces de descubrir la verdad.
En las biografías suelen reflejarse las vivencias de los individuos. Sin embargo, quizás lo que ayude a explicar mejor la realidad sea la historia de los flujos humanos. Cuando hojeáis el recorrido vital de un artista del Renacimiento, te hablan acerca de que tuvo un maestro, y de que luego se independizó, o quizás fusionó varias técnicas procedentes de distintos lados, y comenzó a producir su única e irrepetible obra artística original. Pero esa biografía no os va a revelar todo lo que hay debajo. No os va a hablar de las decenas, quizás cientos de individuos, que mostraron cierta destreza con las manos, y a quienes sus madres, ilusionadas, confiaron al taller de un maestro de reconocido prestigio para éste que le adiestrara y quizás pudiera convertirse en el próximo Miguel Ángel o en el Leonardo de turno. El muchacho aprendía, eso era verdad; sudaba, se le explotaba al máximo, pero aprendía, de eso no cabía duda. Lo que era raro era que su talento se llegara a reconocer. A menudo, en cuanto alcanzaba un nivel suficiente, su trabajo pasaba a formar parte de la producción común del taller, la cual se atribuía en su totalidad al maestro, quien, si de verdad hubiera realizado con sus propias manos el trabajo que aplaudía el gran público, no hubiera tenido tiempo posible ni para ir al baño con aquel acelerado ritmo de producción de obras. Todas las estatuas, frisos, capiteles, pinturas, se realizaban bajo la firma del insigne Maestro (nótese la ironía de esta mayúscula), cuando en realidad, por contrato, y en concreto tratándose de las obras religiosas –con las cuales en mi época estábamos más acostumbrados a trabajar-, lo único que tenía obligación de pintar el susodicho jefe de aprendices era específicamente la cara de Cristo, acto que debía realizarse siempre en secreto. Esto (sospechábamos muchos) era sólo una excusa para que aquel esfuerzo final lo ejecutara también un ayudante, mientras el maestro se encontraba terminando otro trabajo en otro sitio, o tal vez durmiendo la siesta. En esto consistía el futuro a medio plazo; los había también quienes volvían a casa nada más demostrar su incompetencia, de vuelta a las labores del campo de las que procedían, mientras que unos pocos, a la larga, si la cosa te iba bien y demostrabas un talento excepcional, se casaban con la hija del Maestro (de alguna manera había que transmitir a la prole el negocio) y terminaban siendo reconocidos como Artistas, con derecho a estampar su firma, recibir encargos, montar su propio grupo y, en una minoría de casos, decidir incluso sobre qué tema en concreto les gustaría esculpir. Pero la mayoría se convertían simplemente en la minúscula letra “a” de “artesanos”, técnicos especialistas, muy reconocidos en su campo, estimados por sus compañeros de profesión, gente que tenía un plato en la mesa asegurado por su dominio de un determinado arte, pero por supuesto sin las loas y las flores que recibían los grandes nombres. Ganarse un puesto allí era difícil, quizás no del todo satisfactorio, pero era a lo máximo a lo que podíamos aspirar muchos. Ya era raro que yo me hubiera colado allí, más aún que quisiera llegar más lejos. Y de manera más excepcional en mi situación. El mundo del arte –como todos los submundos, en realidad- ha sido siempre bastante escéptico (o mejor dicho, impermeable) frente al papel que podían desarrollar las mujeres. Al menos, fuera del rol de musa que permanecía lánguida, esperando a que alguien la quisiera pintar.
Porque, eso sí, modelos desde luego si había muchas. Si el flujo de hombres que querían convertirse en artistas arrastraba una cierta corriente, el de muchachas que pretendían -merced a su belleza- modificar su destino, constituía un caudal de tumultuoso frenesí.  Chicas jóvenes que llegaban de campos, aldeas, pedanías, villas pequeñas, a otras urbes siempre más grandes, más artísticas, más renombradas: las más modestas féminas en dirección a Bérgamo, Bolonia, Siena; las más voluptuosas, a Florencia, Milán, la Roma eterna. Todas aspiraban a casarse con un rico potentado, incluso un príncipe, y luego, descartada por imposible esa opción, bajaban al siguiente peldaño para convertirse durante un par de años en la amante de un joven heredero rico, y ganarse de esa manera una generosa pensión. Y como a esa fase no podían llegar todas, sino sólo las más exuberantes, las más jugosas, los bocados más deliciosos con los que pecar, la mayor parte de ellas solían recorrer todos los escalafones en dirección hacia abajo: desde cortesana de primero altos y luego subterráneos vuelos hasta lavanderas del río, pasando normalmente por una brillante pero efímera carrera como modelo artístico, efímera por obligación a causa del marchitamiento de la belleza, pero también por los riesgos inherentes a mezclarse con un ambiente tan pútrido como el de los artistas, que lo mismo consiguen meterte en una fiesta de palacio que te aficionan a sórdidas tabernas y sustancias sin las cuales luego no te puedes manejar. Drogas a las que acaban tan enganchadas las modelos como los propios artistas, los cuales a su vez cuentan a su espalda con una variable legión de mujeres y efebos que arrastran consigo y a los que andan corrompiendo en aquel momento concreto, y de los que más tarde no se acordarán nunca más. Por culpa de todos estos vicios, es normal que la vida de las chicas dure poco, aunque a veces los que ni siquiera sobreviven son los propios pintores. Algunos de estos retratados, modelos, figurantes, musas –novias, taberneros, prostitutas, chulos de barrio, lo que hoy en día se denominarían camellos- acaban alcanzando la inmortalidad como obras de arte, exhibidos en los museos, o como anécdotas a pie de página de las biografías de aquellos a quienes han inspirado, pero maldita la utilidad que aquel honor les produjo a los susodichos en su día. A veces me pregunto si la igualdad entre sexos, ésa que se supone que los siglos posteriores al mío han traído, ha supuesto de verdad un cambio real en el destino aciago de estas mujeres: si el hecho de que ahora puedan formarse y acudir a la universidad en igualdad de condiciones que sus doctos colegas ha interrumpido el abastecimiento de piel joven y fresca, o si por el contrario, en lugar de acabar en manos de los nobles o de los sacerdotes del Vaticano, sólo recorren otra vía del mercado de carne para aterrizar también en manos de los depredadores a los que aboca sin remedio su destino final. Tal vez sea ésta una visión muy cínica del pasado y del presente, pero como ustedes comprenderán, mi posición me obligaba (me fuerza) a ello, y aunque yo no lo manifestara de viva voz en mi tiempo, es posible que mis colegas lo intuyeran y ello contribuyera en parte a mi ostracismo. Porque el hecho de que una mujer se colara en su mundillo artístico, en su templo del saber, era doblemente doloroso; ya que algunos veían reflejada, en mis expresiones de repugnancia, en mi mirada de reprobación, lo que ellos solían hacer con las otras. Pero de mí no podían prescindir, no era tan sencillo. Yo me había labrado mi hueco. A ver de dónde iban a sacar si no sus manos. Las manos que ellos mostraban. Eso también lo tendré que explicar.
Esculpir el mármol de una sola vez es terriblemente difícil. En efecto, hay algunos que son capaces, tal vez no a la primera ni a la segunda, aunque sí a la vigésima o vigésimo cuarta. Sin embargo, incluso aunque se erigieran en los amanuenses más habilidosos del mundo, el talento artístico para todas las partes del cuerpo no es algo que esté al alcance de cualquier mortal. Todo el mundo admira la mano que palpa prieta la carne en el muslo de las esculturas de Bernini, la mirada de la Gioconda, la rodilla del galo vencido… Por eso, cuando alguien demuestra una habilidad excepcional para determinadas partes del cuerpo –los tendones, el peinado, aunque sea una oreja-, esa habilidad no se desaprovecha con facilidad. Igual que los romanos tenían muy desarrollado el sistema para sustituir la cabeza de la estatua del anterior prefecto por la testa del nuevo, casi cualquier parte del cuerpo de una escultura excepto el tronco se puede quitar y volver a enganchar, consiguiendo obrar el mágico cambio. Y lo bueno de esto es que ni siquiera requieres repetir el milagro de la creación cada vez. Cualquier mano de piedra puede reproducirse por parte de un técnico, esta de vez de manera matemática y precisa, empleando compases y reglas, incluso adaptándolo al tamaño concreto de la nueva escultura. De esa manera, mis manos acabaron encontrándose en todos sitios: en esculturas de Pisa, Nápoles y Colonia; en miniaturas preciosistas, y en colosos de más de veinte metros de altura; con las palmas hacia abajo, hacia arriba, u orientadas de manera retorcida en un rictus de dolor. Esas manos de hombre, ciclópeas, nervudas, que copié en una ocasión de un marinero que se echó a la mar y al que nunca yo (quizás nadie) he vuelto a ver. No obstante, si de algo estoy orgullosa, es de mis manos de mujer. A ellas quiero dedicarles un apartado especial.
La conocí (las conocí) donde difícilmente puede conocerse a una musa; en una lonja de pescado, donde sus hábiles manos destripaban a los peces con basteza. No debía de llevar mucho tiempo, y de hecho sus dedos aún no se habían resentido de esa actividad. Era una criatura humilde, de baja extracción social, y eso se notaba en su mirada embotada en ocasiones, como si estuviera contemplando ante sí, de manera continua, todas aquellas circunstancias que era demasiado joven como para haber vivido. Eso sí, desnuda, con aquella piel nívea y aquellos pechos suavísimos como la pannacotta, hubiera podido pasar perfectamente por la modelo de un Tiziano o de un Caravaggio. Sobre todo, en aquella época oscura en que ella se empezó a poner enferma, debido entre otras cosas a aquellas influencias oscuras del mundo del arte de las que yo la traté de librar -aunque he de confesar, avergonzada, que no fui capaz de hacerlo-. “Pero no”, me juré a mí misma mientras ella me servía de molde para mi escultura, “yo conseguiré que tengas un destino distinto a las otras, y también lograré que se te recuerde siempre”. No alcancé mi primer propósito, y sólo parcialmente el segundo, pero al menos tuve éxito en lo que respecta a sus manos, las cuales, desde que el resto de mis colegas las descubrieron, fueron solicitadas hasta la saciedad, en algunas ocasiones de maneras más legales o respetuosas que otras. El resto de la escultura, desgraciadamente, y siendo yo una mujer, no podía correr la misma suerte. Del templo del arte me dejaron atisbar el vestíbulo desde el umbral, pero hubiera constituido para ellos sacrilegio no cerrarme en las narices la puerta.
No pasa nada. Las manos siguen ahí, inmortales. Dedicadas con amor a toda la hermosura transitoria de este mundo. A esta chica que no es nadie y a quien nadie conocerá. Pero quizás, algún día, de las huellas dactilares de alguna de esas esculturas, donde yo reflejé las mías propias, puedan deducir su autoría, y eso les llevará a la estatua primigenia, enterrada ahora bajo tierra con algunos de los mayores tesoros artísticos de mi tiempo, y volverán a saber también quién era ella y cuánta belleza llegó a alcanzar. Tampoco le servirá, a la pobre muchacha, nada de esto (como una artista más, me he vuelto una hipócrita), pero éste es al menos el consuelo que le puedo proporcionar.
Ahora vuelve a mirar a tu escultura favorita. Fíjate en sus manos. Quizás sean las mías.
Un día quizás se despierten y, aunque no hablen, tal vez puedan tocar.

domingo, 12 de julio de 2020

El libro del mes: "Manual para mujeres de la limpieza", de Lucía Berlín

En esta crítica literaria, contradiciendo mi costumbre, os esbozaré un par de presentimientos y de costumbres personales. Lo primero de todo, he de decir que desconfiaba de este libro de relatos porque me había encontrado con que dos personas se lo habían leído recientemente, y eso me apuntaba a que había sido sugerido por algún tipo de suplemento cultural. Y, para ser brutalmente sincero, desconfío de este tipo de publicaciones desde que supe que rara vez se leen a fondo las cosas que recomiendan (incluso las que recomiendan encarecidamente), y también desde que descubrí aquella corriente que apoya que la crítica literaria es un arte en sí mismo, incluso superior a la literatura (cosa que sólo puedo creerme o justificar cuando la obra a comentar no es muy buena: fijémonos si no en esta excelente crítica que hacen en El Comidista de la anodina serie Foodie Love; o en las "Sinopsis de cine" de Sanchidrián, cuyo propósito es completamente independiente del de la película comentada). Es cierto que existen muy buenas críticas literarias, pero cuando su objetivo principal es hacer arte por sí mismas, en lugar de orientar al lector sobre si merece o no la pena leer un texto, entonces en efecto se las puede considerar como una entidad independiente, pero está claro que no cumplen la función para la cual muchos de los lectores las han abordado, y esto al menos debe advertirse (al igual que existen excelentes crónicas políticas pero si, para resultar más atractivas, no explican lo que ha ocurrido de verdad en el Parlamento, flaco favor te están haciendo). En todo caso, me aventuré a entrar en sus páginas (las de "Manual para mujeres de la limpieza", se entiende) y allí encontré toda una sorpresa. He de advertir que me he negado a abordar las introducciones del principio: prefiero leerlas al final, cuando ya he visto de qué van los relatos (y los prólogos me pueden aclarar lo que se me haya pasado por alto), antes de que algún pedante me llene de ideas preconcebidas -en ocasiones incluso falsas, con tal de construir una bella crítica literaria- y, como suele ocurrir en muchos casos, me destripe por adelantado todas las historias. Había un tercer factor que me hacía desconfiar de un libro de relatos recomendado (supuestamente) por un suplemento cultural: ahora mismo está muy de moda el tipo de relato el cual, en oposición a las reglas clásicas para un cuento recopiladas por Mark Twain (reglas que, como todas, están para romperse, pero si están ahí es porque tienen su parte de razón), no te cuenta nada en realidad, y te describe la simple inanidad. Esto puede resultar muy fructífero para un microrrelato que te describa casi una imagen fotográfica (la anatomía de un instante, podría denominársele). De hecho, su brevedad e intensidad permite crear escenas muy poderosas que se agarrarán a tu inconsciente, y confieren a un microrrelato esa capacidad tan explosiva que, bien trabajada, puede llegar a lograrse por ésta o por otras vías. Sin embargo, algunos autores, por razones de tendencia o necesidades editoriales, tratan de hacer de estas fotografías muy puntuales un relato más o menos largo y, obviamente, les sale lleno de espacios en blanco que intentan rellenar como pueden, las más de las veces sin conseguirlo (qué decir, entonces, de los magníficos cuentos que se convierten en novelas sin que haya ningún motivo para transformarlos, aparte de vender libros, y que acaban con nosotros sufriendo una pequeña tortura: los hemos vivido todos, ¿verdad?). 

Pero en este caso, Lucía Berlín no cae en este error: es verdad que sus relatos no tienen una direccionalidad ni un sentido claros; que no te están contando "una historia en particular". Podrían decirse que no van de nada en concreto. Pero no consisten en una fotografía, sino más bien en un vídeo; una sucesión de imágenes de las vidas de determinadas personas, como si las hubiéramos escogido a ellas y grabado con una cámara algún momento puntual de sus existencias. Y como estos personajes son tan coloridos, tan variados, tan llenos de matices, tan enternecedores y vulnerables, estamos deseando subirnos a su carrusel. Una amiga que comenzó el libro dice que tuvo el problema de creer que se trataba de una novela (a lo cual no ayuda que la autora le ponga su nombre, Lucía, a bastantes de los personajes), con lo cual no entendía nada y creía que la protagonista saltando de un sitio a otro; confusiones divertidas aparte, la cuestión es que no podría encontrarse un conjunto de relatos independientes donde la posibilidad de creer este esquema fuera mayor, ya que además de una ambientación geográfica común (un Estados Unidos algo arcaico, bastante miserable, con frecuencia sureño o en el entorno de frontera), los personajes de Lucía Berlín se meten en una variedad de fregados y contextos muy distintos, aunque en absoluto incompatibles entre sí: lavanderías, hospitales, escuelas, clínicas abortivas, mansiones aristocráticas... En las cuales se topan con jefes indios, caraduras indomables, bellísimas herederas, mujeres de la limpieza, profesoras de español, monjas, alcohólicos, drogadictos, individuos de manera constante al borde de la ruina, perennemente al límite de quebrarse, pero que de alguna manera sobreviven -siempre- un día más. Ya saliendo de lo literario (ahora sí que os doy permiso para leeros la introducción), si buceáis un poco en la biografía de Lucía Berlín veréis que tuvo una vida breve y convulsa, que muchos detalles de su periplo vital coinciden con las temáticas y localizaciones de sus cuentos (con lo cual cabe creer que muchas de sus experiencias fueran autobiográficas), y que seguramente era tan adorable y frágil como muchos de los alter ego de sus relatos. Los críticos la comparan con Hemigway y Carver, y aunque puedo coincidir con el primero en el sentido de que ambos necesitaban nutrirse de sus experiencias vitales para llevarlas al terreno de la literatura, los personajes de Lucía Berlín son más vivos, tienen mucho más color y son en general más complejos, en un universo más surrealista (o de un cierto realismo mágico, si lo queréis ver así) que los de los otros dos escritores. Así que, por una vez, estaré de acuerdo con los suplementos culturales en que "Manual para mujeres de la limpieza", editado a título póstumo como una selección de los mejores cuentos que en su día publicó en distintas revistas, es uno de los títulos más apasionantes de los últimos tiempos (incluso aunque aún me queden por leer unos cuantos, pues prefiero degustarlos a sorbitos pequeños, como dice Aristóteles que se ha de aprender, a semejanza a cómo beben los pájaros). Lucía Berlín tiene además una novela, "So long", con pinta también de tintes autobiográficos, que me recomendó el último librero con el que hablé -me encanta pedirle consejo a los libreros; otra cosa es que los siga a pies juntillas-, aunque no os puedo dar referencias directas. Y eso es todo: espero que disfrutéis con Lucía Berlín como lo he hecho yo y (de manera independiente) que os hayáis entretenido con esta crítica literaria. Nos leemos.

miércoles, 1 de julio de 2020

La historia real de julio. Lanzamiento de "Ciencia, y el Cosmos del siglo XXI", un tributo a Carl Sagan. Con mi pequeña aportación personal.

La verdad es que me hace mucha ilusión comunicaros este anuncio. Pero empecemos por el principio. Hace varios meses, Alicia Parra Ruiz y Quintín Garrido Garrido decidieron inicial un proyecto en el cual actuaban como coordinadores, y que constituía un gran homenaje al libro <<Cosmos>>, elaborado en los años ochenta por Carl Sagan y que constituía, junto con la afamada serie de televisión a la que complementaba, uno de los más difundidos y celebrados esfuerzos por divulgar ciertas cuestiones fundamentales de la ciencia al gran público. El proyecto actual consistía en "reconstruir", de algún modo, y ya entrado el siglo XXI, el libro original, encargando a distintos autores que lo volvieran a redactar a partir de los nuevos conocimientos de los que ahora disponemos, así como presentando su particular visión sobre cada uno de los temas. El esfuerzo realizado desde entonces ha dado sus frutos, y ahora tenemos este libro, Ciencia, y el "Cosmos" del siglo XXI, disponible de manera gratuita para todo el mundo con licencia Creative Commons, y que podéis descargaros en pdf aquí mismo (o en formato epub o mobi si lo preferís leer en el ebook).

Hoy es la presentación "oficial" y ante la prensa a lo largo y ancho del mundo castellanoparlante de un texto que puede atraer tanto a los que ya saben mucho de ciencia como para los que quieren aprender más de ella. Es posible, sin embargo, que no todos los títulos de los capítulos os interesen de igual modo, con lo cual podéis recurrir a un índice que os conducirá a cada apartado concreto. Como podéis ver, cada capítulo lleva aparejado no sólo la posibilidad de leer el texto o descargar del mismo en pdf, sino también (en algunos casos) una versión en inglés, e incluso un tema musical que viene a acompañar al texto, para que podáis ponéroslo de fondo y sentir que estáis escuchado la música de las estrellas (en algunos casos, mientras leéis acerca de las mismas).

Entre los autores con los que contactó Quintín Garrido estos meses, he de decir que tengo el privilegio de hallarme yo mismo, y que me sentí muy honrado desde el principio por participar en esta iniciativa. Y, en concreto, de todos los capítulos posibles que pude escoger para reinterpretar, me llamó la atención (ya sabéis, siento debilidad por los elementos solitarios y desamparados) el primero de los apéndices del libro, el cual trataba acerca de una cuestión matemática aparentemente sobria como la raíz cuadrada de dos. Sin embargo, como podéis leer en mi reelaboración del capítulo, esta disquisición aritmética esconde tras de sí una controvertida intriga histórica, que además nos ha servido de punto de partida para poder hablar sobre la forma en que se asienta el conocimiento, las dificultades que tienen las nuevas verdades para triunfar en la ciencia y, en definitiva (en un tiempo que nos ha demostrado lo difícil que es obtener certezas absolutas), cómo los científicos muchas veces tienen que hacer tripas corazón y reconocer, para que triunfe la ciencia en su conjunto, que su hipótesis no era la más cercana a la realidad que podía hallarse... incluso aunque la teoría que viene a sustituirla no nos entusiasme en absoluto.

Con el título: "Saber perder en ciencia: cuando no te gusta el resultado", este homenaje al "Apéndice 1: La reducción al absurdo y la raíz cuadrada de dos" del libro <<Cosmos>> de Carl Sagan, es mi tributo particular no sólo a aquellos hombres y mujeres que hicieron ciencia a pesar de todas las adversidades que se toparon por el camino, sino también de los esfuerzos por divulgarla. Podéis leer el texto en castellano, tanto en la web como en pdf, en inglés (he sido mi propio traductor, así que disculpad mis errores en una lengua no nativa), también narrado como audiocapítulo y, como en la versión del libro completo no he podido introducir todos los detalles que hubiera querido, os dejo en la parte final de este post lo que hubiera sido la versión completa, para que elijáis cuál preferís explorar. No obstante, yo os animo a echarle un vistazo al resto de los capítulos de este blog, escritos por apasionantes y apasionados científicos y divulgadores, y que contienen títulos muy atrayentes que llaman muchísimo la atención. Yo, de hecho, ya le he echado el ojo a más de uno para leerlos con calma y mucha atención.

Pues eso, que disfrutéis con esta versión de Ciencia, y el "Cosmos" del siglo XXI que intenta ser (dentro de lo que cabe) el equivalente a lo que -para la serie original de televisión de Sagan- ha supuesto la actualización de Neil deGrasse Tyson, y que en todo caso trata de ser un pequeño granito de arena que contribuya a que todo el mundo conozca, ame y difunda la ciencia. Una herramienta cargada de belleza -incluso aunque no todas sus hipótesis sean hermosas- y que, sin duda, siempre vamos a necesitar.

Os dejo aquí abajo con la versión original del capítulo sin recortes. Que (cualquiera de las versiones que escojáis) la disfrutéis.


Apéndice 1. La reducción al absurdo y la raíz cuadrada de dos.
Los apéndices suelen resultar un hábitat particular, dentro del complejo ecosistema de las páginas de los libros, adonde van a refugiarse variados especímenes en peligro, incluyendo, entre ellos, abigarradas explicaciones que no tienen cabida en el discurso general del texto, o donde tienden a flotar -libres de la competencia de prosaicos conceptos- los más filosóficos y etéreos debates. En el caso del primer apéndice del volumen original de “Cosmos”, Carl Sagan es capaz de aunar ambas vertientes a lo largo de unas elegantes líneas. Obviamente, no es mi objetivo repetir lo que tan elocuentemente expresó Carl Sagan en su día, aunque trataré de resumirlo de manera sucinta, a modo de simple introducción.
Carl Sagan habla sobre la raíz cuadrada de 2 (√2), la cual tiene como resultado un número irracional, es decir, que no se puede expresar como una fracción entre dos números enteros (los números enteros son el 1-2-3-4, etc..., hasta el infinito; sus fracciones serían del tipo ¾, 2/5, etc...). Fueron los pitagóricos (es decir, un grupo de matemáticos dirigidos por Pitágoras) los primeros que descubrieron que la raíz cuadrada de dos era un número irracional, mediante un argumento geométrico. Dicho argumento estaba basado en una reducción al absurdo, que, como explica el propio Carl Sagan, es una forma de razonamiento en la cual inicialmente asumimos como cierta una afirmación, seguimos paso por paso sus consecuencias, y al final llegamos a una contradicción, demostrando de este modo la falsedad de dicha afirmación. En este caso, Carl Sagan utiliza también la reducción al absurdo, aunque esta vez desde el punto de vista aritmético, para llegar a la misma conclusión que los pitagóricos. Sin embargo, nosotros emplearemos este apéndice como punto de partida para algo ligeramente distinto.
Para empezar, para entender un descubrimiento científico, a veces hay que trabajar desde las motivaciones de sus descubridores. Partamos pues de los pitagóricos, y en concreto de Pitágoras de Samos, una figura cuya vida estuvo envuelta en la leyenda, a la cual contribuyó la fundación de su propia escuela de pensamiento. Dicen que tras el encuentro con un anciano Tales de Mileto (uno de los primeros grandes exploradores, el hombre que catalogó las siete maravillas del mundo antiguo), un Pitágoras que ya era discípulo del famoso Anaximandro se dedicó a viajar: habría llegado como prisionero de guerra a Babilonia, habría recalado en la India, y es más factible la noticia de su visita a Egipto. Las pocas y poco fiables fuentes que poseemos dicen que, en todos esos países, Pitágoras contactó con magos y sacerdotes para imbuirse de sus conocimientos, y en lo que coinciden dichos textos es en que más tarde partió hacia Crotona, Italia –alentado, entre otras cosas, por el destierro de su patria natal-, donde creó su escuela. Si hasta ahora la vida de Pitágoras nos ha parecido sorprendente, más extravagante nos resultará la forma en que se dice que él y sus discípulos convivían: eran vegetarianos, se negaban a vestir pieles de animal, divagaban en el mundo de la meditación y buscaban vivir en un perenne universo de pureza. La tradición ha atribuido a la escuela pitagórica un carácter netamente matemático, y es cierto que realizaron grandes contribuciones a dicho campo (aunque resulte difícil determinar qué logros pertenecen a Pitágoras, y cuáles a los miembros de su escuela, pues todos los descubrimientos se atribuían por defecto al primero), entre otras el teorema sobre el triángulo rectángulo que lleva el nombre del maestro, o la descripción de los distintos tipos de poliedros regulares -a los que, por cierto, va dedicado el segundo apéndice de “Cosmos”-. Sin embargo, la escuela de Pitágoras abarcaba mucho más: puede parecer un reduccionismo simplificarlos como matemáticos, pero sin duda ellos hubieran estado de acuerdo porque, para sus integrantes, el universo podía descomponerse en cifras. A partir de allí radiaban el resto de sus ideas, mucho más vinculadas a la religión y la metafísica: la inmortalidad del alma; su concepción general de un universo ilimitado donde Sol, la Tierra y los planetas giraban en torno a un fuego central que identificaban con el número 1; la relación profunda que subyacía a la astronomía, la música y la medicina, que no era otra que una concordia mística que se articulaba alrededor de las matemáticas y de sus representantes más perfectos, los números. La perfección de esta serie de abstracciones los embriagó, y de ahí que el descubrimiento de la raíz de dos, y todo lo que ello conlleva, supusiera un doble mal trago.
        Entrando ya en el responsable directo de tan endiablado entuerto, las cuestiones relativas a la raíz de dos fueron exploradas por el pitagórico Hípaso de Metaponto, entre otras cosas profesor de Heráclito, y a quien se le atribuye también el método para construir un dodecaedro engastado en una esfera, y el descubrimiento de la relación entre el grosor de discos de bronce y el sonido que éstos producen al golpearlos (idea que se relaciona con el conocimiento pitagórico de que la longitud de las cuerdas de un instrumento musical determina su sonido, y que entronca con la teoría de la escuela acerca de la armonía de las esferas celestes). El caso es que Hípaso, aun perteneciendo a la escuela pitagórica, era el líder de los acusmáticos, una sección de la secta que, pese a formar parte de la misma, no tenía la misma categoría que los “matemáticos”, los cuales se hallaban bajo la supervisión directa de Pitágoras y conocían la doctrina en su totalidad, privilegio con el que no contaban con los seguidores de Hípaso: aquello constituía un primer y desafortunado desencuentro. El descubrimiento de los números irracionales fue producto, según se dice, de la casualidad: el resultado de dicha raíz se llevaba buscando bastante tiempo, pues constituye la medida de la diagonal de un cuadrado cuyo lado tuviera una longitud de 1 y, creámoslo o no, su valor tiene unas cuantas aplicaciones prácticas. Hípaso empleó la geometría para expandir los límites del saber hasta llegar a una conclusión que a todos dejó traumatizados: la raíz cuadrada de dos tenía que ser, necesariamente, un número irracional. El sueño que los pitagóricos habían vivido era tan plácido que el despertar trocó, de manera ineludible, en amarga pesadilla.
        Pero, ¿qué demonios les importaba a los pitagóricos que la raíz de dos no pudiera expresarse como la fracción de dos números enteros, y que en concreto correspondiera a un valor aproximado de 1,4 (Pitágoras, perdónanos si nos lees ahora mismo)? Pues que, obviamente, para gente obsesionada con la perfección, con la hermosura de las matemáticas, con la armonía de los planetas, las verdades tenían que ser expresadas mediante números perfectos, tales como los enteros, o al menos como fracciones de los mismos. Pero, ¿una cifra seguida por una lista de decimales que no termina nunca? (los filósofos helénicos ni siquiera llegaron a ver eso; los números griegos no operaban con esas herramientas). ¿Qué clase de aberración era ésa? Por eso, el resultado obtenido por Hípaso les incomodó. Dicen que Pitágoras se negaba a que le hablaran de los irracionales. Durante años, los pitagóricos obviaron la cuestión disfrazando la raíz cuadrada de dos como si se tratara de un número entero en sí mismo. En todo caso, impusieron un absoluto secreto: la existencia de los números irracionales no debía salir nunca a la luz. Hípaso incumplió esa regla, y como castigo, cuenta el mito, fue asesinado.
Aunque, como tantas otras cosas alrededor de los pitagóricos, no hemos de fiarnos a pies juntillas de las leyendas. Desde luego, hay rumores sobre que Hípaso fue expulsado de la orden, y también sobre que falleció en un naufragio en extrañas circunstancias, en las que se ha querido ver la oscura sombra del suicidio (como castigo autoinfligido por romper la pureza de las matemáticas, y para así dar reposo a su alma, que se refugiaría en otro cuerpo) o, tal vez incluso, la mano negra de los miembros de la escuela, que lo habrían empujado al mar. Una versión más delirante nos dibuja al propio Pitágoras arrojándole del barco, doblemente avergonzado no sólo por haber sido incapaz de rebatir el descubrimiento de Hípaso, sino también porque la infausta verdad procedía del líder de una rama de la escuela considerada inferior, para más inri la némesis natural de Pitágoras, al constituir la única figura en Crotona que podía hacerle sombra. Especulaciones aparte, lo cierto es que el supuesto secreto se rompió y hoy sabemos que existen los números irracionales: de hecho, varios de ellos (como π, o el número phi, también conocido como “la proporción aúrea”) han resultado de gran importancia para la comprensión de las proporciones tanto en el interior de los seres vivos como de los cuerpos geométricos. Una conclusión que, a pesar de su ambición de consuelo, a Pitágoras no le hubiera satisfecho en absoluto.
Ahora vamos a avanzar unos cuantos siglos, hasta llegar a un nuevo (aunque no demasiado diferente) tipo de polémica. A lo largo de la década de 1920, Albert Einstein y Niels Bohr se embarcaron en un debate que redefinió los términos de la física. Einstein había elaborado, poco tiempo antes, su Teoría de la Relatividad, un rascacielos de postulados edificado durante los ratos libres de su empleo en la Oficina de Patentes de la -repleta de casitas bajas- ciudad suiza de Zürich, basada en concepciones sumamente teóricas y abstractas y que a pesar de ello explicaba buena parte del funcionamiento real del universo, como si hubiera sido propuesta por los antiguos pitagóricos en un arrebato de inspiración. Este “conejo sacado de la chistera” sigue aún resistiendo la mayor parte de los ensayos experimentales que han osado tratar de refutarlo, manteniéndose firme de un reto a otro. No obstante, Niels Bohr (el hombre que había creado una versión del átomo que superaba a la de su maestro Ernest Rutherford) dijo una vez una frase que Carl Sagan intenta reducir al absurdo en el ya mentado apéndice 1: “Lo contrario de cualquier gran idea es otra gran idea”. En este caso, la afirmación revela ser cierta -a pesar de lo que diga Sagan-, pues el paradigma opuesto que surge ante los axiomas de la relatividad es la mecánica cuántica, sustentada en inicio por los descubrimientos de Max Planck y que propone una visión radicalmente diferente de la física, basada en probabilidades y en cuánto somos (y, sobre todo, no somos) capaces de observar y de medir. Einstein, de hecho, siempre rechazó aquella teoría -lo cual decepcionó a sus creadores, que se habían sentido en parte inspirados por él-, y convirtió la cuestión cuántica en el punto central de las intensas disquisiciones que mantuvo con Bohr, en las que se llevó al extremo las posibilidades de la discusión científica. Famosa es la sentencia de Einstein de “Dios no juega a los dados con el universo”, pero no menos impactante fue la serie de acontecimientos que se inició cuando Einstein trató de reducir al absurdo la teoría cuántica al apuntar a que, de acuerdo la misma, dos partículas que hubieran entrado una vez en contacto nunca llegarían a estar del todo desconectadas. Para su incredulidad, los discípulos de la mecánica cuántica analizaron aquella supuesta idiotez y descubrieron -también para su propia sorpresa- que era cierta, poniendo patas arriba los cimientos de todo su sistema de conocimiento, una vez más. Hoy en día, la contraposición entre teoría de la relatividad y mecánica cuántica sigue adelante: la relatividad es capaz de explicar a la perfección lo que ocurre con las grandes masas (como una renovada revisión de la armonía de las esferas), mientras que la teoría cuántica describe con certeza matemática lo que sucede a nivel subatómico; sin embargo, en el conjunto, las dos visiones no son capaces de ponerse de acuerdo. Mientras tanto, algunos ansían y ponen su empeño en una Teoría Unificada que exponga con sencillez las leyes básicas del universo, a partir de las cuales las distintas fuerzas fundamentales se deduzcan de manera elemental. La teoría de cuerdas lo está intentando, hasta ahora con esquivo éxito, y la reciente confirmación del bosón de Higgs puede aportar nuevas luces sobre la estructura básica de la energía y la materia. Hoy día, sin embargo, el final de la búsqueda de esa teoría absoluta a la que la física aspira, como a un unicornio dorado, o una suerte de científico Santo Grial, sigue sin vislumbrarse.
Einstein se hallaba disgustado con la mecánica cuántica porque, como fiel determinista, se sentía incómodo con unas premisas que otorgaban tanta relevancia a la probabilidad y a las cuantificaciones medidas por el observador. Sin embargo, él no llegó tan lejos, como Pitágoras, como para tratar de prohibir su divulgación (no hubiera estado en su mano y, en todo caso, seguramente su amor a la verdad no se hubiera permitido). De todos modos, no sería la primera vez, ni tampoco la última, en que la oposición de científicos más veteranos impide a una teoría joven y bisoña salir adelante. Un reciente estudio, incluso, ha llegado a proclamar que ciertas áreas de la ciencia sienten un reverdecimiento al fallecer científicos prominentes en dicho campo, como si la presencia de estas colosales figuras taponara el talento de poco reconocidos científicos que se atreven a oponerse a los dogmas aceptados de manera unánime. Max Planck, el padre de la teoría cuántica (aunque al primero al que desconcertó fue a él mismo), declaró: "Las nuevas ideas avanzan en ciencia no porque sean ciertas, sino porque sus enemigos fallecen". Quizás el mejor ejemplo lo encontremos también en el campo de la física con otro debate, el que tuvo lugar entre Rutherford (quien, además de ser maestro de Bohr, proporcionó el primer modelo atómico) y Lord Kelvin. Este último había hecho grandes contribuciones a la ciencia, pero contaba ya con una provecta edad y, desde su atalaya, se negaba a reconocer los datos que señalaban a que la antigüedad de la Tierra era en realidad mucho mayor que la que el propio Lord Kelvin había propuesto (por debajo de veinte millones de años). Por eso, cuando un imberbe Rutherford se plantó en una de las reales instituciones británicas, delante de un auditorio de 800 personas, para exponer cómo el fenómeno de la radiactividad apoyaba la noción de una edad del planeta Tierra de, al menos, varios cientos de millones de años, su única preocupación era lo que diría Lord Kelvin al respecto. El crucial acontecimiento se desarrolló en varias fases: lo primero de todo, durante la disertación, el venerable hombre que emanaba autoridad desde su estrado se quedó dormido. Más tarde, parece que se despertó y colocó una sonrisa beatífica -producto de la digestión de una buena siesta-, momento en que Rutherford encontró la clave para convencer al eminente pope: citó en voz alta una antigua frase del maestro en la que expresaba que la edad de la Tierra debía de ser de unos pocos millones de años, mientras no se descubriera una nueva fuente de calor que explicara los resultados obtenidos. Rutherford proclamaba, pues, que Lord Kelvin habría sido el primero en anticipar la existencia de esa nueva fuente de calor (que no sería otra que la radioactividad) y que, por tanto, era co-partícipe del reciente descubrimiento. Era un intento descarado de halagar la vanidad del anciano pero, como suele ocurrir en estos casos, la cuestión es que funcionó (la mayor parte de los que se oponen a un movimiento, después de todo, lo hacen por no sentirse parte central de él), y Lord Kelvin expresó un asentimiento complaciente. Fuera de la reunión, sin embargo, se dice que Kelvin siguió farfullando incoherentes y circulares diatribas en contra del principio de una longeva edad de la Tierra pero, para entonces, el obstáculo había sido salvado, y no por la fuerza de la razón y la forma de comportarse de los hechos, como dicta la ciencia, sino empleando la psicología y la forma de comportarse de los científicos, como dictan las relaciones personales. La ciencia, después de todo, tiene sus defectos, y éstos, como los inherentes a casi toda actividad humana, provienen fundamentalmente de que quienes la hacemos consistimos en seres humanos también.
En este caso, hemos hablado de nuevos hallazgos pero, quizás, lo mejor que puede aportar el futuro, por parte de las generaciones venideras, es un punto de vista distinto, una perspectiva inédita. La mayor parte de las ideas originales no han llegado por seguir insistiendo por las mismas vías, sino mediante aproximaciones revolucionarias que se creyeron impensables en su día. Tal vez, al respecto, el mejor ejemplo que podemos aportar es una anécdota que se atribuye a numerosas parejas de aprendiz-maestro, entre ellas la más conocida de Niels Bohr y Ernest Rutherford. Según la leyenda, Rutherford habría preguntado, en un examen, cómo determinar la altura de un edificio a partir de un barómetro. La solución canónica es utilizar el barómetro para medir la presión en la base y en la azotea del edificio y, a partir de allí, mediante una sencilla ecuación matemática, deducir la altura del mismo. Bohr, sin embargo, respondió durante el examen: “Tiraría el barómetro desde lo alto del edificio y, en función del tiempo que tardara en llegar al suelo, calcularía la solución”. Rutherford -cuenta la anécdota- se quedó intrigado con la respuesta y citó a Bohr para un nuevo examen, donde él discurrió varias decenas alternativas de contestaciones, que iban desde utilizar el barómetro como una regla de medir en varias tandas, o pasarse por la casa del portero y solicitarle: “Me gustaría saber cuánto mide este edificio, le ofrezco a cambio este bonito barómetro”. De acuerdo a la historia, Rutherford le habría reprochado: “Usted sabe que ésa no es la respuesta que estoy buscando”, a lo que Bohr le habría contrapuesto: “Quizás entonces debería reformular la pregunta”. A veces el mejor favor que le podemos hacer a la ciencia es replantear las viejas cuestiones, para las respuestas no se vuelvan caducas desde antes de empezar. Es la única manera de agitar el árbol de Newton para que, con suerte, el fruto que caiga sea uno más sabroso. O, al menos, uno distinto a una manzana.
        En parte, la ciencia (como cualquier otro campo) consiste en eso: gente que llega con conceptos nuevos los cuales, a las pretéritas generaciones, se les antojan irreverentes, ofensivos, hasta cabría decirse que irracionales. Pero que encajan mejor con una forma de ver el mundo que deriva de cómo funciona éste, o de tal vez de cómo funcionamos nosotros. Los científicos, mientras tanto, van y vienen; hoy los defensores de la teoría cuántica y los relativistas siguen espiándose de reojo, mientras que los pitagóricos fueron expulsados de Crotona por culpa de los vaivenes que tuvieron lugar tras meterse en el poco racional ámbito de la política. La ciencia, sin embargo, y las aportaciones que unos y otros nos donaron, por muy abominables y distorsionadoras que pudieran parecer al principio, se depositan en el sedimento que va asentando en el ser humano, donde los episodios biográficos y las disputas entre científicos se soslayan para dar lugar a lo que de una manera muy cauta podemos denominar “la verdad”; por muy imperfecta, incompleta y desafiante que ésta resulte. Incluso aunque tenga que pasar por un par de reducciones al absurdo, o de reducciones al absurdo del propio absurdo para probarse. Al fin y al cabo, la cualidad principal de un científico es la curiosidad, y ésta debe hallarse siempre dispuesta a darle la oportunidad de sorprenderse. Carl Sagan lo sabía, y nos transmitió parte de su alegría al quedar impresionado con los portentos del universo. Él nos concedió ese regalo, y el mejor apéndice u homenaje que nuestra generación puede hacerle a “Cosmos”, ese legado único, es (pese a poseer una óptica distinta a la de nuestros maestros, o precisamente a causa de ello) seguir impactándonos. Maravillándonos, si es preciso, ante la perfección de la imperfección.