lunes, 20 de agosto de 2012

La historia corta de agosto. Historias del metro (4)



Todos los días, al salir del trabajo, cojo el metro. Es un trayecto largo, con bastante escalas, alguna más prolongada que otra. A veces me llevo un libro, otras no tengo ninguno, me aburro sin más. Un día, me di cuenta de que había un hombre al que me encontraba bastante a menudo a la misma hora en mi mismo tren, en la línea Circular. Pensé, Otro que sale más o menos a la misma hora de trabajar, y que comparte conmigo parte del trayecto. Entonces decidí hacerme amigo de él: así al menos, tendría alguna compañía durante ese tramo.

Era un hombre medio calvo, de pelo blanco, y de ojos vivaces. Vestía casi siempre una corbata negra, un traje azul claro, y un maletín que agarraba continuamente del asa. Nos pusimos a hablar. Tenía un acento porteño muy simpático. Me contó toda clase de cosas sobre su vida, sobre su trabajo, sobre su familia, una familia a la que adoraba muchísimo y a la que procuraba satisfacer todos sus caprichos, siempre que podía, se los llevaba de excursión. Su sueño era, un día, ahorrar lo suficiente para cogerse unas vacaciones, y que sus hijos pudieran contemplar por primera vez (y él y su mujer de nuevo) el Río de la Plata atravesando Buenos Aires.

Llegó un día en que, justo después de terminar de trabajar, me dediqué a salir de copas con los amigos. Estuvimos de parranda hasta bien prolongada la madrugada. Cuando acabó la noche, algo así como a las tres, cogí el metro. Y entonces, me lo encontré. Me encontré a mi amigo.

También se encontraba hablando, con otro hombre esta vez. Le contaba cómo acababa de salir de trabajar, sobre su trabajo, su familia, amigos. Y entonces, cuando le miré a los ojos, y él me miró, me di cuenta de que no había ninguna mujer, ni ningún hijo. Quizás tuviera un trabajo, probablemente sí, pero en todo caso, cuando salía de él, se dedicaba a dar vueltas por el metro, a contarle a todo el mundo sobre esa familia que tanto ansiaba y tanto deseaba encontrar, y cuando llegaba al final del viaje, se cogía a otro metro, a ver si ese camino le llevaba esta vez a casa, pero nada, otra vez, y así continuamente, esperando que un día, de tanto repetir tantas distintas variantes de la historia, a tantas personas desconocidas, un día, de veras, se hiciera realidad...

La contemplación de ese hombre, y de su cara de angustia al ser descubierto, me dejaron un vacío en el alma. Durante las siguientes semanas, no volví a ver al hombre hacer su trayecto habitual, en la línea Circular.

Finalmente, le encontré. Sin pensarlo mucho lo abracé, con cariño, como se abraza a la gente que realmente deseas ver, hasta que tus brazos recuerdan como era rodear ese cuerpo. Le invité a mi casa a cenar, y al día siguiente a comer. Hoy en día es, para todos, el tío Rubén. Por fin tiene una familia que encontrar al final de la vía.

martes, 14 de agosto de 2012

La historia corta de julio (en agosto). Historias del metro (3)

En realidad, esta es la tercera historia del metro que contamos. Pero ya sabeis lo que dicen, no hay dos sin tres, asi que si esta es la segunda, la tercera debia ser la anterior ;). Requiebros aparte, espero que ésta (ambientada en Berlín hace ya un tiempo, y que compensa en parte la que os faltó en julio), os resarza.

Estación de Messe-Sud. Berlín. Poco antes de medianoche.

Mi novia y yo estamos perdidos, en una estación en la que no debíamos estar. La noche está oscura, los trenes pasan muy poco a menudo, estamos casi completamente solos, y de fondo se escucha a algún grupo de rock compuesto por tres amigos en su garaje, ensayando sus canciones. En las paredes del metro, cientos de pintadas, y de fondo un tren que chirría como si estuviera deseando atropellarnos. Entonces, en la estación, contemplamos a un chico de unos veintimuchos años, de origen oriental, chino o japonés, no sé diferenciarlo, dando vueltas por el andén. Esperando. Finalmente, llega el metro.
Cuando el metro llega, el chico aguarda, expectante. Y cuando, de repente, ve lo que quiere ver, se lanza corriendo, con cara de emocionado. Miramos al otro lado, y vemos cómo está abrazando a una chica oriental, más o menos de su edad, con mirada inocente, vestida con una rebequita gris. El abrazo, sin embargo, es quedo, distante. No es un abrazo de dos enamorados, tampoco de dos desconocidos, parece que no saben donde poner las manos, se tocan los hombros, pero no quieren envolverlos, sobre todo la chica, el chico sí que trata de expresar algo más. La expresión del chico no podemos contemplarla, para nosotros queda de espaldas; en cambio, la de la chica es triste, pesarosa, preocupada, le toca el chico al cuello como un acto frío, rígido, mecánico, sin pasión. Luego, los dos se marchan del andén, dejándonos solos.
-¿Qué ha podido ser?-pregunto yo.
Y mi novia me responde:
-Los dos se querían mucho. Y él le puso los cuernos hace tiempo, y entonces ella le dejó, pero no han podido olvidarse. Y él, desesperado, después de mucho tiempo pidiéndole perdón, le ha mandado un mensaje, Si quieres arreglarlo, la oportunidad es ahora o nunca, quedamos en la estación. Y por eso, cuando la ha visto en las puertas del tren, se ha emocionado, y ha corrido a abrazarla.
Pero el abrazo, claro está, pienso yo, no ha podido ser el mismo.
-¿Qué te parece?-me pregunta ella.
Le respondo.
-Muy convencional. No, no sé, le falta algo...
Entonces mi novia me replica:
-Tal vez es que ella era monja. O pertenecía a cualquier tipo de orden religiosa. Y habían hablado, y se habían peleado por ese asunto. Y ahora, el verla en la estación, significa que lo ha dejado por él. ¿Te imaginas el pensamiento de ella? Le abraza con temor, con timidez porque está pensando que, a cambio de ese abrazo, ha dejado de lado el abrazo de Dios. Que ese abrazo tiene que significar tanto como para apartarle de su vocación. O tal vez considere al chico un poco culpable, y por eso no quiere acariciarle del todo. Tal vez lo haga también el chico, y por eso el abrazo no ha sido más cálido.
Yo me encojo de hombros. Quizá sea eso, no lo sé.
Me pregunto qué habrá sido de ellos dos...

martes, 7 de agosto de 2012

Presentación de "El troll"

Bueno, pues por fin ha llegado el día. Y no, no es el fin del calendario maya, el Papa negro ni la nueva canción del verano. Pero es casi igual de apocalíptico...


Podéis satisfacer vuestra curiosidad viendo este vídeo: 


Y, si os gusta el trailer, tenéis la opción de dirigiros a peopleEbooks.com, y adquirir el libro o, mejor dicho, la novela corta (actualización: el nuevo sitio para adquirirlo es Smashwords, y éste es el enlace).

¿Que queréis conocer algo más? Anda, que todo lo queréis saber. Venga, pues aquí va un pequeño sorbito. Y como casi siempre en todas las cuestiones que merecen la pena, hay que comenzar con una pregunta:

           ¿Qué es el troll? O mejor dicho, ¿quién?

          El troll no es nadie; y somos todos... No está en ningún lado; o puede hallarse allí mismo, escondido tras la fotocopiadora, preparando el siguiente paso para hacer el mal. Se trata de una especie de niebla insidiosa que se introduce en todas partes, pero que precisametne por eso, no la puedes localizar... y de la que, por tanto, no te puedes defender.

          Y, como suele decirse, hasta aquí puedo leer, porque ésta es una de esas novelas de las que, cuanto menos sepáis lo que ocurre antes de empezarla, mucho mejor. Os la recomiendo muy especialmente si antes os gustado películas como "V de Vendetta" o "Glengarry Glen Ross", cualquier historia relacionada con el mundo laboral o con las partes más oscuras del corazón del hombre, u obras clásicas del género negro, sobre todo de ésas que tienen un buen malvado al que no hay perder nunca de vista. Y repito, creo que esto es todo lo que debéis saber. Si miráis en la página web de la novela, también hay una escueta sinopsis no tanto para despejar dudas como para esparcir unas cuantas más. Quizás, con el tiempo, dejemos caer alguna cosita más.

         Espero que lo disfrutéis... o mejor dicho, que no os perturbe demasiado.

         Estremecidos y (espero) estremedores saludos.

miércoles, 1 de agosto de 2012

El relato de agosto: El perro del Kilimanjaro

Ahora que estamos con los calores del verano, una historia con nieve para refrescaros un poco. Un saludo.



El perro del Kilimanjaro

Esto es un hecho real: en agosto del año 2011, un montañero que ascendía hasta la cumbre del Kilimanjaro divisó, unos cuantos metros antes de avistar la cima, mientras estaba orinando, la figura de un perro tumbado junto a una roca.
                Situado a más de 5700 metros sobre el nivel del mar, la cima del Kilimanjaro se encuentra cubierta de nieves perpetuas, y mantiene unas temperaturas de entre -4 y -15 grados centígrados.
                La pregunta que todo el mundo parecía hacerse, y nadie sabía responder, era lo que había llevado a ese perro a ascender hasta allí…

                DIEZ MESES ANTES.
                El hombre ajustó los últimos broches de su mochila, y comprobó que todo estaba correcto. Salió de la cabaña donde se había alojado y le dio unas últimas gracias a sus anfitriones, utilizando para ello el universal gesto de juntar las manos e inclinar la cabeza. Como ellos tampoco compartían el idioma, le dedicaron un gesto de despedida que incluía una expresión de amabilidad. Sus rostros cubiertos de pintura, sus exuberantes abalorios –exóticos para el hombre llegado de otras tierras que se encontraba ese día aquí- parecían indicar que desconocían el motivo que había llevado a este invitado a su zona, pero que fuera lo que fuera que hubiera venido a hacer, esperaba que le fuera bien.
                El hombre salió de la cabaña. Estaba cansado, sin duda. Llevaba muchas leguas de viaje desde que había salido desde el sur, muy el sur, desde su tierra natal de Sudáfrica, y había abandonado su mansión, su coche deportivo, sus negocios (que había dejado delegados en su sus subordinados) y había iniciado esta peregrinación caminando desde el extremo más meridional de África hasta la zona del Kilimanjaro.
                Se acercó entonces al poste en mitad del poblado y desató a su perro. Éste daba saltos de alegría mientras lo desataba, pero cuando se encontró libre y luego arrastrado por su amo, echó –no se sabe por qué- un último vistazo hacia atrás.



                Zsabo era un perro terrier, aunque tan cruzado que nadie hubiera podido distinguir a qué variedad de esta raza pertenecía exactamente; incluso tenía ciertos rasgos de cocker spaniel, pero eso no había que decirlo muy alto, porque a Zsabo eso normalmente le cabreaba. Era un perro con carácter. Haber vivido en la calle desde pequeñito le había concedido mucha sabiduría, y entre las gotas de conocimiento que atesoraba el hecho de que no importaba cuán pequeño fuera el perro, si ladraba y amenazaba de forma suficientemente fiera, parecería más grande de lo que en realidad es. No sabía si esta lección valía para los humanos. Gracias a esta actitud había podido sobrevivir durante aquellos difíciles años, y conseguir un trozo de cada comida, suficiente para él y también para aquel pequeño perrillo que caminaba siempre a su lado y que se le había pegado a las patas como un chicle a la suela del zapato. No sabía de dónde procedía ni por qué se le acercaba, tan sólo le veía aire de chucho desamparado y había decidido echarle una mano. Quién sabe, se dijo: no podía ser por cuestión de edad, pero seguramente se hubiera parecido a cualquiera de los cachorrillos que Zsabo habría dejado por ahí con las innumerables perrillas callejeras con las que se había cruzado a lo largo de estos años. Quizás era esa especie de extraño sentido de la lealtad a hijos que nunca había visto lo que le había conducido a ese tácito pacto.
                Pero todo ello acabó el día en que, en medio de una reyerta de perros, cuando Zsabo ya estaba seguro de que había llegado la hora de matar o darse por muerto, un coche deportivo irrumpió a toda velocidad por la carretera. Al resto de los perros le dio tiempo a saltar, pero Zsabo, tan concentrado se hallaba en el salto, no le dio tiempo a hacer nada, y se quedó clavado en el suelo, contemplando con un gesto de pánico el animal plateado que se dirigía en frente de él para matar. Pero entonces escuchó un chirrido seco, y el coche pegó un frenazo. Un hombre negro y vestido con un suéter fino bajó del coche, y se quedó sorprendido al ver a Zsabo allí, paralizado, con los ojos todavía como platos sin terminárselo de creer. El hombre cogió a Zsabo del tronco y se lo llevó hasta el coche, donde lo dejó en el asiento del copiloto, y el perro se dejó llevar, sin entenderlo del todo. Luego arrancaron a toda velocidad de nuevo, y las figuras del resto de los perros, contemplándole asombrados, fueron haciéndose cada vez más lejanas. Zsabo contempló por última vez la mirada desgraciada del pobre perrillo que había dejado tirado: pero ya era demasiado tarde, ya no le podía ayudar.



                El hombre caminó con Zsabo los últimos metros que le quedaban antes de iniciar la ascensión. Al principio sería suave, lo sabía; después vendrían las pendientes, el frío, la nieve y las dudas. No era ningún neófito en esto: tenía experiencia como montañero, y a lo largo de sus viajes había recorrido algunos picos especialmente escarpados y que le habían reportado cierta experiencia. Pero el Kilimanjaro era especial: no ya por su altura, sino sobre todo, para el significado espiritual que para él tenía. Se trataba de la formación rocosa más alta de África, el lugar desde donde los dioses parecían contemplar todo el continente, quizás (acordándose de que todos los ancestros del hombre habían salido de África) todo el planeta. Además, contenía tres volcanes inactivos, tres picos, lo cual (lejos de asemejársele una asimetría), le parecía que tenía sentido, al ser el tres un símbolo mágico en casi todas las grandes religiones. El hombre, musulmán fervoroso, creía que todo en esta vida se podía acabar traduciendo a un terreno más espiritual: aquel perro tenía una mirada casi humana cuando lo recogió, y desde entonces lo llevaba consigo a todas partes. Ahora, después de varios años de vida exitosa, se daba cuenta de que tenía que agradecer a Dios por haberle dado tantos regalos. Y la mejor manera de hacerlo, era ascender hasta lo más alto, donde residía él. Una prueba de penitencia: pero también, un acto de fe.
                El hombre arrastraba a su perro con tranquilidad conforme empezaron a ascender la ladera de la montaña. No intentaba forzarle especialmente, y aunque le indicaba muy claramente el camino, no buscaba acelerar el ritmo, ni tampoco agobiar al pobre animal. Sabría qué paso debía llevar, y quizás mejor que él porque, al no tener conciencia, era mucho más fácil para el cánido poder dejar la mente en blanco y dejarse llevar simplemente por los designios de Dios. Aunque al hombre de vez en cuando una duda le asaltaba: el perro le miraba de una forma tan profunda que hubiera podido jurar que tenía una mente humana.
                Zsabo no sabía por qué a su amo le había dado por caminar tanto y empezar a trepar pendientes, pero fuera como fuera, él siempre había sido un perro callejero: nunca le iba  a hacer ascos a pasear.




                Los primeros días fueron muy buenos. El hombre caminaba delante y el perro (la mayor parte de las veces sin correa) se desplazaba alegremente hacia uno y otro lado, siguiendo sus pasos. La ascensión era suave y pausada. La vegetación era hermosa, y al hombre le invadía una profunda sensación de paz interior. A Zsabo, más habituado a los paisajes urbanos, no dejaba de latirle un reverdecido sentido de lo salvaje que había vuelto a él después de todos estos años, pero seguía considerando que en aquella ciudad tan rara hacían falta unas cuantas farolas donde mearse, o quizás unos parquímetros.
                De vez en cuando, montaban el campamento para descansar. Aquellos instantes los conjugaba el amo de Zsabo con la llamada a la oración: utilizaba la posición del sol y otros elementos para calcular dónde estaba La Meca, sacaba su alfombra de oración, y se ponía a rezar. Zsabo, mientras tanto, menos creyente, se dedicaba en esos ratos a pelearse con las mariposas que pretendían posarse sobre su nariz, o preguntarse si en la ciudad de dónde venía llegarían a crecer en las macetas aquellas plantas de hojas tan grandes y tan frondosas en las que de vez en cuando acababa enredado. Durante esas paradas ambos comían; el amo de Zsabo se había hecho la promesa de que, en este viaje espiritual, conservaría un cierto ayuno, aunque no se privó de atenciones para su perro, el cual comía directamente de las manos de su amo en lugar de en su habitual cuenco. Pero Zsabo no parecía notar la diferencia. Tan sólo sabía era que estaba junto a su amo, caminaba, comía, nadie le perseguía, y era feliz.


                Fue cuando empezaron las nieves cuando comenzó a haber los primeros problemas. El amo de Zsabo estaba cansado, quizás demasiado, por el esfuerzo acometido, y por el ayuno observado. Se sentía con cada vez menos fuerzas, y sentía que quizás había calculado de manera demasiado optimista sus pasos en dirección a la cúspide del Kilimnajaro. Intentó comer un poco más, pero al estómago ya difícilmente le entraba nada. No fue algo inmediato sino progresivo, paulatino, pero conforme se aumentaba la pendiente y se agudizaba el frío, la impresión de flaqueza se acentuaba más y más. Zsabo observaba con consternación lo que le estaba ocurriendo a su amo. ¿Qué le pasaba?¿Por qué no caminaba más?
                En medio de la nieve, las invocaciones a la oración se hicieron más difíciles. En la tormenta, le costaba mucho saber dónde se encontraba La Meca. El amo de Zsabo empezaba  a creer que subir solo había sido un error. Pero ya era demasiado tarde. Su cabeza no podía pensar en otra cosa que no fuera la subida: sus pies, entumecidos, se resistían a bajar. Caminar, caminar, caminar: era lo único que podía hacerse. Pero el ascenso, cada vez, se iba haciendo más escarpado.
                El día que sintió más frío (y que comenzó a sentir que el corazón se le helaba) tenía el campamento montado, pero se encontraba fuera. Allí, cubierto con ropas de nieve, agarrado a la correa de su perro, contemplaba con congelados ojos el paisaje desértico, y pensaba en lo que podía hacer. Y en un momento determinado, lo supo: aquel día, iba a morir. Sería una buena dedicación, después de todo. Ahora sabría qué rostro tenía la estampa de Dios. Se preguntaba si tendría barba, o en cambio tan sólo sería una voz en un halo disperso de nubes.
                Por más que Zsabo lamió la cara de su amo, éste no se despertó. Bueno, sí: pero apenas fue un segundo. Fue el instante justo para intuir que lo que le había despertado era un tirón procedente de la correa de su perro, y que la soltó, dejándole libre, como indicándole que a partir de ahora Zsabo debía elegir su propio camino para vagar. Pero Zsabo no lo entendía. Dio varias vueltas en torno a su amo, lo empujó con el hocico, trató de hacerle reaccionar.
                Zsabo sintió el mismo momento en que el corazón de su amo se había parado. La única persona con la que había convivido desde hacía años, la que le había apartado de las calles y le había llevado a este lugar, había muerto. Ahora, estaba solo.


                Zsabo no supo qué hacer al principio. Durante días, vagó en torno al cuerpo de su amo, esperando averiguar si en algún momento se iba a despertar. Los perros tienen un concepto de la muerte que no se corresponde con el nuestro: igual que hay animales que un día parecen parados y luego se despiertan, lo mismo debe ocurrir con los humanos, deben tener la posibilidad de volver a funcionar. Pero no ocurrió nada. De vez en cuando, para aplacar el frío, Zsabo se metía dentro de la tienda y comía algo de pienso que su amo (leal hasta el último día) no le había regateado, y le había reservado cantidades suficientes como para llegar al final. Pero al cabo de un tiempo, aquel pienso le parecía frío, y hasta pasado. Era como si el sabor se la muerte se hubiera extendido también a este nicho.
                Pero Zsabo no abandonaba. De vez en cuando se tumbaba, posaba su cuerpo al lado del de su amo, y bajaba las orejas. Pudiera ser que su propio calor pudiera provocarle algún bien a su amo, pudiera ser que le hiciera reaccionar.

                Al cabo de unos cuantos días, ocurrió un suceso extraño. A Zsabo le pareció ver un algo moviéndose entre los blancos. “Los blancos” era como denominaba él mentalmente (si es que los perros tienen algo parecido al lenguaje) a la nieve helada, a las diferentes variaciones de tonos y coloraciones que (los esquimales saben de esto, para eso tienen decenas de denominaciones que poder otorgarla) puede llegar a adoptar. Pero ese algo era extraño, y no era tan blanco como el resto. A Zsabo le extrañó. Hacía mucho tiempo que no divisaban ningún animal, ni aves, ni roedores ni búfalos de paso, ni esa especie de ciervos tan monos –a Zsabo cualquier cosa con cuatro patas muy largas le parecía un ciervo- que su amo no le había dejado probar.
                Cuando llegó lo hizo de improviso, pues fue sigiloso como la propia nieve: un leopardo. O ese habría sido el nombre que le habría dado Zsabo si lo hubiera conocido. Pero aquel pelaje anaranjado sobre el cual se inscribía un dibujo moteado, y aquellos dientes demasiado largos, no daban en todo caso mucho margen para confiar. Zsabo no sabía de dónde había salido ese bicho ni cómo había llegado hasta aquí. En realidad, era toda una pregunta: si Zsabo hubiera leído a Hemingway (lo más que había hecho era mordisquear algún volumen en casa de su amo), se hubiera dado cuenta de que también él se preguntó por qué otro montañero había encontrado a un leopardo congelado en la zona de ascensión del Kilimanjaro, y se preguntó qué había venido a buscar allí, que no había nada de comida. Pero para este caso, Zsabo tenía una respuesta muy clara: había venido a comerse a su amo.
                Zsabo mostró los dientes. Bien, no sabía qué partida iba a querer esta especie de gato grande y de pelo extraño, pero seguro que él también podía jugar. El leopardo le miró, y se relamió como expectante. Tampoco él conocía a qué sabía la carne de perro: pero sin duda era de lo más sabroso que por estos lares podía probar.
                Lo primero fueron escarceos sin importancia. Mucho ruido y dientes, sobre todo por parte de Zsabo. El gato grande era más tranquilo, como más perezoso. Pero rápido también cuando quería, y eso también lo supo demostrar: cuando se lanzó con las zarpas por delante hacia Zsabo, éste sintió que se moría. ¿Quién narices le había dejado las uñas tan largas a este gato? Aunque Zsabo tenía una ventaja que el otro no conocía: había crecido en la calle, y sabía jugar muy sucio. Una buena dentellada en los tobillos era lo que se necesitaba para descargar todo el dolor que llevaba por dentro en hacer algo útil.
                El leopardo se revolvió y se echó hacia atrás, escapándose de los dientes de Zsabo. No sabía de dónde había salido este lobo extraño, pero desde luego tenía mucha mala sangre. El leopardo valoró sus opciones: podía enfrentarse directamente a este bicho del demonio que parecía bien alimentado, o podía esperar a que el hambre hiciera mella en él, y entonces hacer valer su mayor velocidad y adaptación al entorno. El leopardo decidió esperar.
                No obstante, al pasar los días, el leopardo se convenció de lo inútil de su tarea. El perro comía esa especie de papilla grumosa bastante asquerosa, y mantenía las fuerzas, y el cadáver de su amo parecía cada vez más congelado. El leopardo decidió guardar las fuerzas. Si había decidido trepar hasta tan arriba, era porque una disputa con su anterior clan le había obligado a emigrar y a buscar nuevas tierras. Huyendo de la competencia, había llegado hasta allí. Sabía estar solo: sabía avanzar. Era un superviviente. No pasaba nada: ya encontraría otra cosa que comer, o si no volvería a bajar.
                Zsabo descansó por fin al ver al maldito gato bajar con la cola entre las piernas. Uf, menos mal. Ya empezaba a sentir que le fallaban las articulaciones. Zsabo cerró los ojos al tumbarse al lado de su amo. Menos mal, ¿eh, amigo?, pareció decirle dándole un toquecito. ¡De la que nos hemos librado! Pero su amo seguía durmiendo, y sobre sus ojos cerrados, se extendía una ficha escarcha.
                Zsabo miró hacia el frente. Seguramente estaba rezando. Como hacía todos los días. Sólo que esta vez lo hacía con particular intensidad.


                Un día Zsabo se despertó. Hacía una mañana soleada. Seguía habiendo nieve, y haciendo frío, pero esta vez todo parecía más hermoso, más natural. Zsabo contempló el cadáver de su amo. Ahí seguía, quieto, como siempre, suspendido en el vacío de una especie de perpetuo sopor. Las frías temperaturas mantenían el cuerpo intacto. Parecía que de un momento a otro, se iba a quitar la nieve de encima y empezar a andar. Pero Zsabo sospechaba que difícilmente lo haría.
                Y entonces meditó. Meditó todo lo profundamente que lo puede hacer un canino que, hasta ahora, sólo pensó en perseguir a carteros y roer huesos. Y se le ocurrió la pregunta, ¿por qué su amo había hecho todo este viaje?¿Por qué trepaba siempre hacia arriba?
                Zsabo no había oído hablar de Hillary ni del Himalaya ni le habían enseñado esa extraña relación que los hombres creen que existe entre los montes y los dioses. Pero una de las lecciones que había aprendido como perro era que allá donde se presenta una ocasión interesante un perro debe introducir el hocico. Eso de que la curiosidad mató al gato, no iba especialmente con los suyos. Así que se levantó, le dio un último lametón a su amo, como indicándole que en seguida volvía, y empezó a subir hacia arriba.


                Zsabo notaba el aire más enrarecido, pero ya se iba acostumbrado. A un lado más gelidez, y una roca cubierta de nieve, y otra, y otra. Zsabo no encontraba nada interesante qué comer. Si acaso unas pocas arañas y unos pocos líquenes pétreos. No temía morir de hambre (abajo seguía estando su pienso querido), pero sí de aburrimiento. ¿Hasta dónde se supone que tenía que trepar?
                Entonces, escuchó un extraño ruido al lado. No sabía qué era, pero le sonaba mucho. Pero había mucho tiempo que no lo escuchaba. Quizá en la gran ciudad.
                Zsabo se dio la vuelta. Y al hacerlo, observó una extraña figura. ¡Y era humana!¡Y estaba viva! El hombre, de rostro blanco, se hallaba cubierto por gruesas ropas, y en lo que se intuía de su cara se adivinaba un suspiro de alivio. El chorrito amarillo que producía el ruido y que manaba más de su cuerpo no necesitaba más que explicar.
                Entonces el hombre vio al perro. Se sorprendió tanto, que casi se mojó a él mismo. Luego se subió la bragueta y contempló al perro. Le hizo una foto con su móvil: a todo esto Zsabo respondió con apenas un movimiento de orejas. Luego el hombre se marchó, preguntándose si era verdad lo que había pasado. Cuando días más tarde bajara a nivel de suelo,   alguien le sugirió que el perro quizás había subido tan arriba porque se encontraba enardecido por la fiereza de la rabia. Aunque al hombre, algo escéptico, le inquietaba lo tranquilo que el animal parecía.
               

                Mientras tanto, Zsabo, ajeno a que su figura se estaba haciendo famoso a través de las agencias de noticias de todo el mundo, y poco dado a las veleidades mediáticas, siguió ascendiendo hacia arriba. Poco a poco, sus cortas patitas fueron recorriendo el camino, admirando el paisaje, preguntándose qué se iba a encontrar. Mientras tanto, subía a paso tranquilo. Exploró todo lo que se encontraba a su alcance. Como viejo perro callejero, sabía que cualquier posible conocimiento, lo iba a necesitar. Aprendió un montón de cosas durante ese período. Incluso, que no están tan malas las arañas. En un momento determinado, y durante un buen recodo del camino, atravesó una capa espesa de un aire extraño, difuminado, de color blanquecino, el cual sin embargo no opuso ninguna resistencia a su avance. Zsabo se preguntó qué más maravillas le depararía aquel destino insólito.
                Un día llegó a un lugar. Una especie de final de camino, un término de viaje, donde no se podía avanzar más. Una ascensión en pico, y luego una bajada en forma de cráter -de profundidad difícil de determinar a causa del hielo que lo cubría-, y nada más. Parecía que por todos lados, lo único que pudiera hacer era bajarse. El perro se sentía desconcertado. ¿Hacia dónde debía caminar?
                Y entonces -por un hueco que se abrió de improviso entre las nubes- Zsabo divisó la profundidad de África. Los perros no tienen mucha capacidad de ver de lejos, normalmente no les interesan las cosas que se encuentren a más distancia de la que pueden implicar que alguien te ataca. Pero incluso con esos ojos de cánido pudo contemplar a gran distancia cómo se extendía África, y también, es una especie de sinestesia, olió los olores, palpó los sabores, de la selva y de la sabana, del desierto, de los lagos, de los pueblos, del amanecer y del atardecer, del Atlas y de la profunda cicatriz del Rift. Sintió tantas cosas de pronto, que Zsabo se sintió desasosegado. No estaba acostumbrado a tantas revelaciones cósmicas, al menos de golpe. Se preguntó dónde estaba ahora su amo. Y si se sentiría feliz estando donde se encontraba ahora él. No lo sabía.
                Bajó corriendo para preguntárselo.

 Esta historia fue originalmente publicada en Facebook.