Ahora que estamos con los calores del verano, una historia con nieve para refrescaros un poco. Un saludo.
El perro del Kilimanjaro
Esto
es un hecho real: en agosto del año 2011, un montañero que ascendía hasta la
cumbre del Kilimanjaro divisó, unos cuantos metros antes de avistar la cima,
mientras estaba orinando, la figura de un perro tumbado junto a una roca.
Situado a más de 5700 metros sobre el nivel del mar,
la cima del Kilimanjaro se encuentra cubierta de nieves perpetuas, y mantiene
unas temperaturas de entre -4 y -15 grados centígrados.
La pregunta que todo el mundo parecía hacerse, y
nadie sabía responder, era lo que había llevado a ese perro a ascender hasta
allí…
DIEZ MESES ANTES.
El hombre ajustó los
últimos broches de su mochila, y comprobó que todo estaba correcto. Salió de la
cabaña donde se había alojado y le dio unas últimas gracias a sus anfitriones,
utilizando para ello el universal gesto de juntar las manos e inclinar la
cabeza. Como ellos tampoco compartían el idioma, le dedicaron un gesto de
despedida que incluía una expresión de amabilidad. Sus rostros cubiertos de
pintura, sus exuberantes abalorios –exóticos para el hombre llegado de otras
tierras que se encontraba ese día aquí- parecían indicar que desconocían el
motivo que había llevado a este invitado a su zona, pero que fuera lo que fuera
que hubiera venido a hacer, esperaba que le fuera bien.
El hombre salió de la
cabaña. Estaba cansado, sin duda. Llevaba muchas leguas de viaje desde que
había salido desde el sur, muy el sur, desde su tierra natal de Sudáfrica, y
había abandonado su mansión, su coche deportivo, sus negocios (que había dejado
delegados en su sus subordinados) y había iniciado esta peregrinación caminando
desde el extremo más meridional de África hasta la zona del Kilimanjaro.
Se acercó entonces al
poste en mitad del poblado y desató a su perro. Éste daba saltos de alegría
mientras lo desataba, pero cuando se encontró libre y luego arrastrado por su
amo, echó –no se sabe por qué- un último vistazo hacia atrás.
Zsabo era un perro
terrier, aunque tan cruzado que nadie hubiera podido distinguir a qué variedad
de esta raza pertenecía exactamente; incluso tenía ciertos rasgos de cocker
spaniel, pero eso no había que decirlo muy alto, porque a Zsabo eso normalmente
le cabreaba. Era un perro con carácter. Haber vivido en la calle desde
pequeñito le había concedido mucha sabiduría, y entre las gotas de conocimiento
que atesoraba el hecho de que no importaba cuán pequeño fuera el perro, si
ladraba y amenazaba de forma suficientemente fiera, parecería más grande de lo
que en realidad es. No sabía si esta lección valía para los humanos. Gracias a
esta actitud había podido sobrevivir durante aquellos difíciles años, y
conseguir un trozo de cada comida, suficiente para él y también para aquel
pequeño perrillo que caminaba siempre a su lado y que se le había pegado a las
patas como un chicle a la suela del zapato. No sabía de dónde procedía ni por
qué se le acercaba, tan sólo le veía aire de chucho desamparado y había
decidido echarle una mano. Quién sabe, se dijo: no podía ser por cuestión de
edad, pero seguramente se hubiera parecido a cualquiera de los cachorrillos que
Zsabo habría dejado por ahí con las innumerables perrillas callejeras con las
que se había cruzado a lo largo de estos años. Quizás era esa especie de
extraño sentido de la lealtad a hijos que nunca había visto lo que le había
conducido a ese tácito pacto.
Pero todo ello acabó
el día en que, en medio de una reyerta de perros, cuando Zsabo ya estaba seguro
de que había llegado la hora de matar o darse por muerto, un coche deportivo
irrumpió a toda velocidad por la carretera. Al resto de los perros le dio
tiempo a saltar, pero Zsabo, tan concentrado se hallaba en el salto, no le dio
tiempo a hacer nada, y se quedó clavado en el suelo, contemplando con un gesto
de pánico el animal plateado que se dirigía en frente de él para matar. Pero
entonces escuchó un chirrido seco, y el coche pegó un frenazo. Un hombre negro
y vestido con un suéter fino bajó del coche, y se quedó sorprendido al ver a
Zsabo allí, paralizado, con los ojos todavía como platos sin terminárselo de
creer. El hombre cogió a Zsabo del tronco y se lo llevó hasta el coche, donde
lo dejó en el asiento del copiloto, y el perro se dejó llevar, sin entenderlo
del todo. Luego arrancaron a toda velocidad de nuevo, y las figuras del resto
de los perros, contemplándole asombrados, fueron haciéndose cada vez más
lejanas. Zsabo contempló por última vez la mirada desgraciada del pobre
perrillo que había dejado tirado: pero ya era demasiado tarde, ya no le podía
ayudar.
El hombre caminó con
Zsabo los últimos metros que le quedaban antes de iniciar la ascensión. Al
principio sería suave, lo sabía; después vendrían las pendientes, el frío, la
nieve y las dudas. No era ningún neófito en esto: tenía experiencia como
montañero, y a lo largo de sus viajes había recorrido algunos picos
especialmente escarpados y que le habían reportado cierta experiencia. Pero el
Kilimanjaro era especial: no ya por su altura, sino sobre todo, para el
significado espiritual que para él tenía. Se trataba de la formación rocosa más
alta de África, el lugar desde donde los dioses parecían contemplar todo el
continente, quizás (acordándose de que todos los ancestros del hombre habían
salido de África) todo el planeta. Además, contenía tres volcanes inactivos,
tres picos, lo cual (lejos de asemejársele una asimetría), le parecía que tenía
sentido, al ser el tres un símbolo mágico en casi todas las grandes religiones.
El hombre, musulmán fervoroso, creía que todo en esta vida se podía acabar
traduciendo a un terreno más espiritual: aquel perro tenía una mirada casi
humana cuando lo recogió, y desde entonces lo llevaba consigo a todas partes.
Ahora, después de varios años de vida exitosa, se daba cuenta de que tenía que
agradecer a Dios por haberle dado tantos regalos. Y la mejor manera de hacerlo,
era ascender hasta lo más alto, donde residía él. Una prueba de penitencia:
pero también, un acto de fe.
El hombre arrastraba a
su perro con tranquilidad conforme empezaron a ascender la ladera de la
montaña. No intentaba forzarle especialmente, y aunque le indicaba muy
claramente el camino, no buscaba acelerar el ritmo, ni tampoco agobiar al pobre
animal. Sabría qué paso debía llevar, y quizás mejor que él porque, al no tener
conciencia, era mucho más fácil para el cánido poder dejar la mente en blanco y
dejarse llevar simplemente por los designios de Dios. Aunque al hombre de vez
en cuando una duda le asaltaba: el perro le miraba de una forma tan profunda
que hubiera podido jurar que tenía una mente humana.
Zsabo no sabía por qué
a su amo le había dado por caminar tanto y empezar a trepar pendientes, pero
fuera como fuera, él siempre había sido un perro callejero: nunca le iba a hacer ascos a pasear.
Los primeros días
fueron muy buenos. El hombre caminaba delante y el perro (la mayor parte de las
veces sin correa) se desplazaba alegremente hacia uno y otro lado, siguiendo
sus pasos. La ascensión era suave y pausada. La vegetación era hermosa, y al
hombre le invadía una profunda sensación de paz interior. A Zsabo, más
habituado a los paisajes urbanos, no dejaba de latirle un reverdecido sentido
de lo salvaje que había vuelto a él después de todos estos años, pero seguía
considerando que en aquella ciudad tan rara hacían falta unas cuantas farolas
donde mearse, o quizás unos parquímetros.
De vez en cuando,
montaban el campamento para descansar. Aquellos instantes los conjugaba el amo
de Zsabo con la llamada a la oración: utilizaba la posición del sol y otros
elementos para calcular dónde estaba La Meca, sacaba su alfombra de oración, y
se ponía a rezar. Zsabo, mientras tanto, menos creyente, se dedicaba en esos
ratos a pelearse con las mariposas que pretendían posarse sobre su nariz, o
preguntarse si en la ciudad de dónde venía llegarían a crecer en las macetas
aquellas plantas de hojas tan grandes y tan frondosas en las que de vez en
cuando acababa enredado. Durante esas paradas ambos comían; el amo de Zsabo se
había hecho la promesa de que, en este viaje espiritual, conservaría un cierto
ayuno, aunque no se privó de atenciones para su perro, el cual comía
directamente de las manos de su amo en lugar de en su habitual cuenco. Pero
Zsabo no parecía notar la diferencia. Tan sólo sabía era que estaba junto a su
amo, caminaba, comía, nadie le perseguía, y era feliz.
Fue cuando empezaron
las nieves cuando comenzó a haber los primeros problemas. El amo de Zsabo
estaba cansado, quizás demasiado, por el esfuerzo acometido, y por el ayuno
observado. Se sentía con cada vez menos fuerzas, y sentía que quizás había
calculado de manera demasiado optimista sus pasos en dirección a la cúspide del
Kilimnajaro. Intentó comer un poco más, pero al estómago ya difícilmente le
entraba nada. No fue algo inmediato sino progresivo, paulatino, pero conforme
se aumentaba la pendiente y se agudizaba el frío, la impresión de flaqueza se
acentuaba más y más. Zsabo observaba con consternación lo que le estaba
ocurriendo a su amo. ¿Qué le pasaba?¿Por qué no caminaba más?
En medio de la nieve,
las invocaciones a la oración se hicieron más difíciles. En la tormenta, le
costaba mucho saber dónde se encontraba La Meca. El amo de Zsabo empezaba a creer que subir solo había sido un error.
Pero ya era demasiado tarde. Su cabeza no podía pensar en otra cosa que no
fuera la subida: sus pies, entumecidos, se resistían a bajar. Caminar, caminar,
caminar: era lo único que podía hacerse. Pero el ascenso, cada vez, se iba
haciendo más escarpado.
El día que sintió más
frío (y que comenzó a sentir que el corazón se le helaba) tenía el campamento
montado, pero se encontraba fuera. Allí, cubierto con ropas de nieve, agarrado
a la correa de su perro, contemplaba con congelados ojos el paisaje desértico,
y pensaba en lo que podía hacer. Y en un momento determinado, lo supo: aquel
día, iba a morir. Sería una buena dedicación, después de todo. Ahora sabría qué
rostro tenía la estampa de Dios. Se preguntaba si tendría barba, o en cambio
tan sólo sería una voz en un halo disperso de nubes.
Por más que Zsabo
lamió la cara de su amo, éste no se despertó. Bueno, sí: pero apenas fue un
segundo. Fue el instante justo para intuir que lo que le había despertado era
un tirón procedente de la correa de su perro, y que la soltó, dejándole libre,
como indicándole que a partir de ahora Zsabo debía elegir su propio camino para
vagar. Pero Zsabo no lo entendía. Dio varias vueltas en torno a su amo, lo
empujó con el hocico, trató de hacerle reaccionar.
Zsabo sintió el mismo
momento en que el corazón de su amo se había parado. La única persona con la
que había convivido desde hacía años, la que le había apartado de las calles y
le había llevado a este lugar, había muerto. Ahora, estaba solo.
Zsabo no supo qué
hacer al principio. Durante días, vagó en torno al cuerpo de su amo, esperando
averiguar si en algún momento se iba a despertar. Los perros tienen un concepto
de la muerte que no se corresponde con el nuestro: igual que hay animales que
un día parecen parados y luego se despiertan, lo mismo debe ocurrir con los
humanos, deben tener la posibilidad de volver a funcionar. Pero no ocurrió
nada. De vez en cuando, para aplacar el frío, Zsabo se metía dentro de la
tienda y comía algo de pienso que su amo (leal hasta el último día) no le había
regateado, y le había reservado cantidades suficientes como para llegar al
final. Pero al cabo de un tiempo, aquel pienso le parecía frío, y hasta pasado.
Era como si el sabor se la muerte se hubiera extendido también a este nicho.
Pero Zsabo no
abandonaba. De vez en cuando se tumbaba, posaba su cuerpo al lado del de su
amo, y bajaba las orejas. Pudiera ser que su propio calor pudiera provocarle
algún bien a su amo, pudiera ser que le hiciera reaccionar.
Al cabo de unos
cuantos días, ocurrió un suceso extraño. A Zsabo le pareció ver un algo
moviéndose entre los blancos. “Los blancos” era como denominaba él mentalmente
(si es que los perros tienen algo parecido al lenguaje) a la nieve helada, a
las diferentes variaciones de tonos y coloraciones que (los esquimales saben de
esto, para eso tienen decenas de denominaciones que poder otorgarla) puede
llegar a adoptar. Pero ese algo era extraño, y no era tan blanco como el resto.
A Zsabo le extrañó. Hacía mucho tiempo que no divisaban ningún animal, ni aves,
ni roedores ni búfalos de paso, ni esa especie de ciervos tan monos –a Zsabo
cualquier cosa con cuatro patas muy largas le parecía un ciervo- que su amo no
le había dejado probar.
Cuando llegó lo hizo
de improviso, pues fue sigiloso como la propia nieve: un leopardo. O ese habría
sido el nombre que le habría dado Zsabo si lo hubiera conocido. Pero aquel
pelaje anaranjado sobre el cual se inscribía un dibujo moteado, y aquellos
dientes demasiado largos, no daban en todo caso mucho margen para confiar.
Zsabo no sabía de dónde había salido ese bicho ni cómo había llegado hasta
aquí. En realidad, era toda una pregunta: si Zsabo hubiera leído a Hemingway
(lo más que había hecho era mordisquear algún volumen en casa de su amo), se
hubiera dado cuenta de que también él se preguntó por qué otro montañero había
encontrado a un leopardo congelado en la zona de ascensión del Kilimanjaro, y
se preguntó qué había venido a buscar allí, que no había nada de comida. Pero
para este caso, Zsabo tenía una respuesta muy clara: había venido a comerse a
su amo.
Zsabo mostró los
dientes. Bien, no sabía qué partida iba a querer esta especie de gato grande y
de pelo extraño, pero seguro que él también podía jugar. El leopardo le miró, y
se relamió como expectante. Tampoco él conocía a qué sabía la carne de perro:
pero sin duda era de lo más sabroso que por estos lares podía probar.
Lo primero fueron
escarceos sin importancia. Mucho ruido y dientes, sobre todo por parte de
Zsabo. El gato grande era más tranquilo, como más perezoso. Pero rápido también
cuando quería, y eso también lo supo demostrar: cuando se lanzó con las zarpas
por delante hacia Zsabo, éste sintió que se moría. ¿Quién narices le había
dejado las uñas tan largas a este gato? Aunque Zsabo tenía una ventaja que el
otro no conocía: había crecido en la calle, y sabía jugar muy sucio. Una buena
dentellada en los tobillos era lo que se necesitaba para descargar todo el
dolor que llevaba por dentro en hacer algo útil.
El leopardo se revolvió
y se echó hacia atrás, escapándose de los dientes de Zsabo. No sabía de dónde
había salido este lobo extraño, pero desde luego tenía mucha mala sangre. El
leopardo valoró sus opciones: podía enfrentarse directamente a este bicho del
demonio que parecía bien alimentado, o podía esperar a que el hambre hiciera
mella en él, y entonces hacer valer su mayor velocidad y adaptación al entorno.
El leopardo decidió esperar.
No obstante, al pasar
los días, el leopardo se convenció de lo inútil de su tarea. El perro comía esa
especie de papilla grumosa bastante asquerosa, y mantenía las fuerzas, y el
cadáver de su amo parecía cada vez más congelado. El leopardo decidió guardar
las fuerzas. Si había decidido trepar hasta tan arriba, era porque una disputa
con su anterior clan le había obligado a emigrar y a buscar nuevas tierras.
Huyendo de la competencia, había llegado hasta allí. Sabía estar solo: sabía
avanzar. Era un superviviente. No pasaba nada: ya encontraría otra cosa que
comer, o si no volvería a bajar.
Zsabo descansó por fin
al ver al maldito gato bajar con la cola entre las piernas. Uf, menos mal. Ya
empezaba a sentir que le fallaban las articulaciones. Zsabo cerró los ojos al
tumbarse al lado de su amo. Menos mal, ¿eh, amigo?, pareció decirle dándole un
toquecito. ¡De la que nos hemos librado! Pero su amo seguía durmiendo, y sobre
sus ojos cerrados, se extendía una ficha escarcha.
Zsabo miró hacia el
frente. Seguramente estaba rezando. Como hacía todos los días. Sólo que esta
vez lo hacía con particular intensidad.
Un día Zsabo se
despertó. Hacía una mañana soleada. Seguía habiendo nieve, y haciendo frío,
pero esta vez todo parecía más hermoso, más natural. Zsabo contempló el cadáver
de su amo. Ahí seguía, quieto, como siempre, suspendido en el vacío de una
especie de perpetuo sopor. Las frías temperaturas mantenían el cuerpo intacto.
Parecía que de un momento a otro, se iba a quitar la nieve de encima y empezar
a andar. Pero Zsabo sospechaba que difícilmente lo haría.
Y entonces meditó.
Meditó todo lo profundamente que lo puede hacer un canino que, hasta ahora,
sólo pensó en perseguir a carteros y roer huesos. Y se le ocurrió la pregunta,
¿por qué su amo había hecho todo este viaje?¿Por qué trepaba siempre hacia
arriba?
Zsabo no había oído
hablar de Hillary ni del Himalaya ni le habían enseñado esa extraña relación
que los hombres creen que existe entre los montes y los dioses. Pero una de las
lecciones que había aprendido como perro era que allá donde se presenta una
ocasión interesante un perro debe introducir el hocico. Eso de que la
curiosidad mató al gato, no iba especialmente con los suyos. Así que se
levantó, le dio un último lametón a su amo, como indicándole que en seguida
volvía, y empezó a subir hacia arriba.
Zsabo notaba el aire
más enrarecido, pero ya se iba acostumbrado. A un lado más gelidez, y una roca
cubierta de nieve, y otra, y otra. Zsabo no encontraba nada interesante qué
comer. Si acaso unas pocas arañas y unos pocos líquenes pétreos. No temía morir
de hambre (abajo seguía estando su pienso querido), pero sí de aburrimiento.
¿Hasta dónde se supone que tenía que trepar?
Entonces, escuchó un
extraño ruido al lado. No sabía qué era, pero le sonaba mucho. Pero había mucho
tiempo que no lo escuchaba. Quizá en la gran ciudad.
Zsabo se dio la
vuelta. Y al hacerlo, observó una extraña figura. ¡Y era humana!¡Y estaba viva!
El hombre, de rostro blanco, se hallaba cubierto por gruesas ropas, y en lo que
se intuía de su cara se adivinaba un suspiro de alivio. El chorrito amarillo
que producía el ruido y que manaba más de su cuerpo no necesitaba más que
explicar.
Entonces el hombre vio
al perro. Se sorprendió tanto, que casi se mojó a él mismo. Luego se subió la
bragueta y contempló al perro. Le hizo una foto con su móvil: a todo esto Zsabo
respondió con apenas un movimiento de orejas. Luego el hombre se marchó,
preguntándose si era verdad lo que había pasado. Cuando días más tarde bajara a
nivel de suelo, alguien le sugirió que
el perro quizás había subido tan arriba porque se encontraba enardecido por la
fiereza de la rabia. Aunque al hombre, algo escéptico, le inquietaba lo
tranquilo que el animal parecía.
Mientras tanto, Zsabo,
ajeno a que su figura se estaba haciendo famoso a través de las agencias de
noticias de todo el mundo, y poco dado a las veleidades mediáticas, siguió
ascendiendo hacia arriba. Poco a poco, sus cortas patitas fueron recorriendo el
camino, admirando el paisaje, preguntándose qué se iba a encontrar. Mientras
tanto, subía a paso tranquilo. Exploró todo lo que se encontraba a su alcance.
Como viejo perro callejero, sabía que cualquier posible conocimiento, lo iba a
necesitar. Aprendió un montón de cosas durante ese período. Incluso, que no
están tan malas las arañas. En un momento determinado, y durante un buen recodo del camino, atravesó una capa espesa de un aire extraño, difuminado, de color blanquecino, el cual sin embargo no opuso ninguna resistencia a su avance. Zsabo se preguntó qué más maravillas le depararía aquel destino insólito.
Un día llegó a un lugar. Una especie de final de camino, un término de viaje, donde no se
podía avanzar más. Una ascensión en pico, y luego una bajada en forma de cráter -de profundidad difícil de determinar a causa del hielo que lo cubría-, y nada más. Parecía que
por todos lados, lo único que pudiera hacer era bajarse. El perro se sentía
desconcertado. ¿Hacia dónde debía caminar?
Y entonces -por un hueco que se abrió de improviso entre las nubes- Zsabo divisó la
profundidad de África. Los perros no tienen mucha capacidad de ver de lejos,
normalmente no les interesan las cosas que se encuentren a más distancia de la
que pueden implicar que alguien te ataca. Pero incluso con esos ojos de cánido
pudo contemplar a gran distancia cómo se extendía África, y también, es una
especie de sinestesia, olió los olores, palpó los sabores, de la selva y de la
sabana, del desierto, de los lagos, de los pueblos, del amanecer y del
atardecer, del Atlas y de la profunda cicatriz del Rift. Sintió tantas cosas de
pronto, que Zsabo se sintió desasosegado. No estaba acostumbrado a tantas
revelaciones cósmicas, al menos de golpe. Se preguntó dónde estaba ahora su
amo. Y si se sentiría feliz estando donde se encontraba ahora él. No lo sabía.
Bajó corriendo para
preguntárselo.
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