Aprovechando que el mes pasado yo y otros compañeros estuvimos dándole vueltas al tema de Cleopatra, aquí otra perspectiva de las tragedias sucedidas en aquellos días, esta vez bajo un punto de vista peculiar. Como es un poco largo, y aún no está rematado del todo (de hecho, no está siquiera revisado, así que como siempre, perdonad las erratas), os dejo tan sólo con la primera parte, para que al menos tengáis la ocasión de ver salir a Cleopatra. Un saludo.
R.O.M.A
Caesar contempló con una mezcla de
melancolía y desasosiego los retratos de Mario, Sila y Craso, los cuales
gobernaban con insolencia la estancia.
Los contempló, como si se trataran
de espejos, espejos que le miraban, esbozando su propio reflejo, la imagen de
un fragmento de sí mismo que brillaba con fulgor en cada uno de ellos.
De Mario, heredó el linaje, y el
mito de defensor de las clases populares; de Sila, los métodos y los medios
legales para hacer según qué cosas; de Craso, no heredaba nada, o casi nada. No
obstante, no olvidaba que fue él en parte quien, con su tácito apoyo, le aupó
al poder.
Tres hombres, tres personajes. Y
justo detrás, a su espalda, hacia donde se estaba dando la vuelta, el retrato
de un mofletudo y joven Pompeyo.
Caesar contempló con inquietud y
desasosiego esos cuadros, situados en la sala de juntas del Consejo de
Administración.
Luego salió de la estancia, y se
fumó un cigarrillo.
* * *
Caesar caminaba despacio por los
vacíos pasillos de la sede de la Compañía, desierta. No había nadie, todos se
habían ido a casa, sin duda esforzándose en preparar la importante reunión de
mañana, mientras las salas de reuniones y los despachos de los miembros de la
junta montaban guardia, vacíos, para albergar tan importante evento. Vacíos
todos, salvo por Caesar, que mientras tanto, como si no tuviera nada importante
que hacer en estos momentos, simplemente, paseaba... Echaba la mirada hacia un
lado y a otro. Inspeccionaba cada centímetro, de un lugar que conocía de memoria.
Y allá por donde caminase,
encontraba el mismo símbolo, el icono de la compañía: un águila imperial, de
alas desplegadas, con los bordes dorados, en mayestática e inequívoca actitud
de ambición. Una metáfora muy adecuada, pensó Caesar, para esta empresa. Muchos
halcones peleando entre sí por escalar más alto los cielos, pero siempre el
águila imperial, siempre R.O.M.A., permaneciendo por encima de las ambiciones
personales. Así había sido siempre, desde los inicios de la fundación. Y así,
como mandaban las tradiciones, lo seguiría siendo.
Se detuvo un momento, al llegar a la
ventana. Fijó la vista hacia abajo, en mitad de la noche, y calibró la
distancia, hasta llegar hasta el suelo –cuánta gente habría recorrido ese
trecho de ida, cuantísimo menos tiempo, habrían tardado en la vuelta-, de una
aglomerada, repleta de luces, ciudad de Nueva York. La Gran Manzana. Aquella, a
la que todo el mundo está deseando pegar un bocado; no obstante, reflexionó
Caesar, aspirando otra calada, ésta es casi siempre demasiado grande como para
tragársela entera. Aquellos que lo intentan, suele fallecer al obstruir su
garganta el hueso.
No
obstante, meditó Caesar, retomando sus pensamientos y volviendo a transitar por
los pasillos, no era en modo alguno extraño que, ante un bocado tan apetecible
como el inmenso poder que conllevaba el liderazgo de la Compañía, hubiera
tantos que habían conspirado por hacerse con su control, la mayor parte de
cuyos intentos, habían acabado en fracaso. La situación de aparente igualdad
entre accionistas, pese a constituir la piedra angular de los estatutos de la
empresa, no podía persistir mucho tiempo más. Al fin y al cabo, se dijo, la
democracia es un asunto demasiado importante como para dejarla en manos de
tanta gente. Y después de todo, se decía Caesar, ¿quién más apropiado que él
para dirigirla? Un tiburón empresarial, un negociante implacable, un hombre que
había sabido combinar la sutil clemencia y el perdón con la más desgarradora y
autoritaria de las firmezas. Un poder absoluto, ejercido, sin embargo, en
ocasiones, y tan a menudo como con bota de hierro, con fino guante de seda…
Pero por encima de los hechos, la apariencia debe ser siempre de que el Consejo
Ejecutivo, fiel representante de los accionistas la Compañía, es el que mantiene
el control sobre la misma, y por tanto, domina por encima de cada uno de
nosotros. Así ha sido siempre… Y así lo seguirá siendo….
Caesar
acarició, como si se tratara de una antigua amante, la pared enmoquetada del
edificio. Y de repente, quién sabe por qué, se sintió solo, muy solo. A lo
largo del camino, a través del difícil ascenso que le había tocado hasta llegar
a la cumbre, había conocido a muchas personas. Personajes principales,
protagonistas, y también secundarios, a veces tan importantes los unos como los
otros. Mario, Craso, Sila, Julia, Catón, Clodio... Pompeyo. Y sin embargo,
ahora, tras haber llegado a la cima, como Edmund Hill en ausencia de su sherpa,
se encontraba solo y cansado... Tan cansado... ¿Era eso lo que había sentido
Alejandro Magno, aquella legendaria figura de los negocios del pasado, aquel
cocodrilo insaciable que arrasó con Wall Street, y al que sólo la mala vida
consiguió abstenerle de comprar una acción más?¿Era él también un lobo
solitario, un hombre, que por elevarse por encima del resto de los hombres, no
pudo contemplarse en los ojos de ninguno, y por eso se dejó morir?¿Iba a acabar
también Caesar de la misma manera? No lo sabía... Pero sí que sabía que ahora,
ahora que había logrado lo que había ambicionado durante años, no se estaba
contento. Y eso, más que nada, le atormentaba por encima de todas las cosas.
Contempló
de nuevo los pasillos desiertos. En un momento determinado, no se sintió a
gusto en ellos.
Abandonó
el edificio.
* * *
Caesar
dejó que el agua hirviente de la ducha le recorriera su cuerpo, tonificándole y
recuperándole de los esfuerzos mentales. Uno de los pocos momentos del día en
que podía olvidarse de todo, de la ciudad, de la compañía, de la gente, y
simplemente, concentrarse en sí mismo y en sentir placer en cada uno de los
puntos de su cuerpo. Alargó la ducha bastante tiempo, más de lo que hubiera
sido recomendable, posiblemente, para su maltrecho corazón. Pero le daba igual:
su alma lo necesitaba. Después, cuando terminó, cerró los grifos, y se puso las
zapatillas y el albornoz. Salió a los vestuarios.
Una
vez allí, se encontró con dos de los clientes habituales del gimnasio: Marco
Lépido se encontraba haciendo pesas. Tiberio, en cambio, se pasaba la toalla
por la cabeza, evidentemente acaba de salir de la sauna.
-¡Ah,
Julio, ¿qué tal?! No sabías que estuvieras por aquí.
Caesar,
mientras tanto, se colocó delante del espejo, y contempló sus arrugas,
fláccidas, inspiradoras de debilidad, sobre la superficie de su rostro. Frunció
levemente el ceño: las cremas y los masajes faciales no bastaban para mitigar
los achaques del tiempo y las batallas. Tal vez tuviera que pasar por el
quirófano. Sin embargo, dudaba en hacerlo. Este tipo de actos siempre habían
sido considerados de debilidad allí en la ciudad, de relajación, de
aburguesamiento. El mismo Mario, el día que quiso ser considerado de nuevo para
arrebatarle el puesto a Sila, se pasó jornadas intensivas en el gimnasio,
dejando que todos le contemplasen, en esa manera tan pública que tenían de hacer
las cosas de la vida privada los pertenencientes a ROMA, para demostrarles que
a pesar de su edad estaba en disposición de vencer a cualquiera, enseñando que
su virilidad se encontraba por encima de toda sospecha. Para ser respetado, hay
que ser temido… Y eso implica que no puedes mostrar ningún punto flaco por el
que te puedan atacar. En el momento en que tu reputación enflaquezca un poco,
en realidad, más que cuando ocurra el hecho en sí, estás muerto.
-Pues
sí –respondió Caesar, mientras se pasaba la espuma de afeitar por la cara-.
¿Qué tal andáis?
-Más
bien deberíamos nosotros preguntártelo a tí –respondió Lépido. Caesar pudo
otear, de refilón, sus piernas depiladas, y al mismo tiempo cubiertas de
músculo. Caesar sonrió: hoy en día estaban de moda cosas que en sus tiempos
hubieran sido impensables. Claro que, él precisamente, no podía ni mucho menos
censurarle. Al fin y al cabo, a Caesar, en sus días de joven dandy, le habían
puesto en la picota por llevar los cinturones “demasiado sueltos”. Una muestra
de afeminamiento que según los ortodoxos como Catón, no revelaba sino la más
degradante decadencia del hombre que la exhibía. No obstante, Caesar había
descubierto que seguir las tendencias e innovar en los parámetros de la moda
era tan importante en ROMA, como salir victorioso de las campañas bursátiles. Y
Caesar había dado buena muestra de ello, en ambos campos.
-Sí
–añadió Tiberio, mientras se iba vistiendo-. Nos han dicho que mañana tenéis
reunión de presupuestos en el Consejo. Aprecio, por lo que veo, que ya tienes
los deberes hechos.
Caesar
sonrió, mientras se aplicaba la cuchilla de navaja por la cara.
-Veo
que también aquí en el gimnasio de la empresa, los rumores vuelan. La reunión
se decidió a nivel interno.
Lépido
sonrió, elevando de nuevo las pesas.
-Tú
deberías saberlo mejor que nadie, Julio. Es difícil conseguir que nadie se
entere de lo que está cociendo por los altos vuelos de la compañía. De hecho,
yo diría que es casi más complicado que haya alguien que no esté al tanto de
las noticias. Ya sabes cómo son las habladurías en ROMA.
Tiberio asintió. Caesar recordó que,
hace poco tiempo, Tiberio se había comprado un chalet en Camapania (Florida),
justo al lado del suyo. Es curioso, se dijo Caesar, como las cosas que en el
pasado eran logros inalcanzables, retos imposibles, lujos por los cuales te
pasabas toda una vida haciéndote dignos de ellos, se convertían, ahora en el
presente, en escalones habituales de la vida de todo ciudadano. A Caesar le
había costado mucho labrarse una reputación en el pasado: procedía de una
familia de sólido prestigio, pero bastante caduco, arruinados y sin ningún
miembro destacado desde hace muchos años, viviendo en una casucha inmunda en
mitad del Bronx. Para convertirse en quien era, no sólo tuvo que ser el rey de
todas las fiestas, sino, además, que invertir inmensas cantidades de dinero,
las cuales, necesariamente, tuvo que pedir prestado. En gran parte, todos esos
préstamos, lejos de ser un handicap, acabaron convirtiéndose en una ventaja,
porque aquellos que se lo habían dejado no podían permitir que fracasase en sus
objetivos, quedara arruinado, y por tanto no les devolviera su pasta. No
obstante, también tenía sus contrapartidas: no se quedó tranquilo Caesar cuando
se presentó a un cargo de gerencia,
sabiendo que si perdía la elección no le quedaría más remedio que escapar de la
ciudad. O tampoco cuando mandó edificar por primera vez su chalet en Campania,
y lo destruyó, en un acto aparentemente flemático, al declarar que tal
construcción no estaba a la altura de Caesar. Este tipo de actos, que enseñan
cuán poderosos somos, que podemos renunciar de un golpe a las riquezas por una
cuestión de dignidad y de suficiencia, siempre solían agradar a los sibaritas y
snobs accionistas de ROMA, y era un paso imprescindible para obtener su respeto
y por tanto, la posibilidad de escalar más peldaños en el futuro. Ahora, en
cambio, Tiberius, no un cualquiera, pero sí bastante por debajo de él, también
tenía su finca en Campania, al lado de la playa, un lugar de evasión fiscal, de
balnearios, de mojitos a la luz de la luna, de grandes fiestas, de comer las
ostras que les proporcionaba Sergio Orata, de huir del bullicio de la gran
ciudad hacia una esplendorosa residencia de verano, de bellezas y curvas
espectaculares, de la intrigante y seductora Clodia poniendo de moda el hip-hop
y la forma de hablar barriobajera, todo ello por supuesto gracias a que
procedía de una familia de noble cuna... Toda ROMA se traslada hacia allí,
pensó Caesar, a un lugar al cual antes uno rezaba por entrar en busca de
contactos, reconocimiento, y prestigio social, de ser alguien y que conozcan tu
nombre... Lo que nosotros empezamos, y era entonces excepcional, se ha
convertido en normal. Hasta la gente comienza a llevar ahora los cinturones
flojos. Un símbolo de que los nuevos tiempos siempre nos sobrepasan, meditó el
caudillo. Un signo, de que las nuevas generaciones, y que nuevos poderes, están
todavía por llegar...
-En efecto, Lépido, sé cuán
importantes y fructíferas son siempre las habladurías en ROMA. Más, incluso,
que algunos hechos.
-Lo importante no es lo que se dice,
sino como se dice…
-Lo importante no es lo que se dice,
sino lo que se piensa…
-Pero Caesar, tú estás por encima de
todas esas cosas, ¿verdad?
Caesar guardó silencio, y detuvo la
cuchilla un momento. ¿Era verdad? A lo largo de todos estos años, había tenido
que pasar por un montón de cosas. En su camino de ascenso hacia la cima, había
hecho de todo, tuvo durante muchos años que valerse, a falta de otros
instrumentos, de su aire encantador, de su atractiva personalidad, rodearse de
rumores, de compañías que resultaban del todo inapropiadas para los
conservadores ejecutivos que defendían las tradiciones de ROMA. De borracheras,
de lujuria, de intrigas palaciegas, de conspiraciones de salón… De hecho, por
los correderas de Manhattan, él lo sabía, todavía se repetía aquello de que
Caesar era el mejor hombre para una mujer, y la mejor mujer para un hombre.
¿Cómo le recordaría la historia, como un gran jefe de finanzas, o como un pececillo
que un día se salió de su pecera y se puso a jugar con los escualos? Al fin y
al cabo Sila, el único que podía comparársele, empezó apoyado con los fondos de
unas nada disimuladas madames de prostíbulos de lujo. Un Sila, por cierto, que
le perdonó la vida una vez, al concederle, en aquella época en la que él
contralaba con poder absoluto la administración local, el privilegio de no
retirarle la licencia para hacer negocios… El ascenso hacia la cumbre había
sido largo y complicado, con numerosos recesos, medias vueltas, caminos
realizados en zig-zag, todo lo contrario que su ídolo, el gran Alejandro Magno,
que avanzó meteórico hasta llegar hasta arriba, sin mancharse, con todo ello,
de la mugre y la podedumbre que supone el rigor de la lucha, y el desgaste del
poder. Pero Alejandro era excepcional, recordó Caesar, y el resto de los
mortales no podemos suspirar el encontrarnos a su altura, y el tener la misma
suerte, suerte tú, que tienes nombre de mujer. Alejandro alcanzó el poder con
apenas treinta, yo lo he conseguido, después de más de cincuenta años... Caminar hacia la victoria, suspiró tratando
de consolarse nuestro héroe, incluye siempre grandes humillaciones, y momentos
en los que la espada se queda a un filo de rebanarte tu cuello. O al menos,
espero que para todos haya sido así. ¿O es posible otra manera?
-Sí –afirmó finalmente rígido
Caesar, tratando de que no le traslucieran los fúnebres sentimientos, y las
lágrimas en los ojos-, Caesar está por encima de estas cosas. Pero ya se sabe
cómo es la gente de esta empresa.
-Sí, ya se sabe como es la gente de
esta empresa –corroboró Tiberio.
Sí, así eran, así eran todos esos
insulsos y mojigatos componentes de la flor y nata tradicional de ROMA,
empresarios de traje, chaqueta, corbata y de cuellos estirados, apegados a las
tradiciones, al honor y la censura pública, a seguir un camino recto, firme y
sin lujos y placeres, a carecer de toda estética, de toda clase, cuán difícil
les había resultado aceptar a Caesar, cuántas trabas le pusieron en su camino.
Pero a pesar de que Caesar no era amigo de labrarse enemigos inútilmente,
también dejaba bien claro que para él, la tradición contaba mucho menos que la
acción enérgica y firme, y sobre todo, del poder que estaba deseando lograr. Y
si había que vestirse con deportivas y un traje de color rojo para obtener un
mayor margen de ventas, pues entonces, ¡había que vestirse!, y no mantenerse en
esa mueca agria y de boca torcida de los grises trajes de los ejecutivos
romanos… Su experiencia lo había demostrado, la gente estaba buscando cosas
distintas, el sobrio panorama de corbatas de Manhattan había cambiado, después
de todo, ¿no se había desplegado una pasión insaciable por los cocineros, no se
contrataban a precio de rey procedentes de Francia o de Cataluña, no había un
responsable municipal de regulación de los mercados que había llorado por la
muerte de una lamprea que había criado, como si se tratase de su propia hija?
El mundo cambiaba, era de las nuevas generaciones, de los que estaban
dispuestos a modificarlo, pero Caesar se dio cuenta, de que con más de
cincuenta años, las nuevas generaciones ya no eran él…
-Sin embargo –incidió Lépido-, el
tono en que pronuncias tus palabras es como de preocupación, Julio. ¿Debo estar
inquieto por algo?¿Debo encontrarme nervioso de cara a lo de mañana?
Caesar interrumpió la frase muy
rápidamente.
-¿Preocupado?¿Me ves a mí
preocupado? Caesar nunca se preocupa. ¿Sabes cuál sería la muerte que prefiero?
La que llega sin aviso. Vivir con miedo, ésa sí que es la verdadera muerte. Lo
que tenga que venir, viene, pero nada de preocuparse por las cosas que vendrán.
Caesar había dicho esta frase, con o
sin convencimiento, no quería quedar mal ante Lépido, uno de sus hombres más
allegados, una especie de actor secundario en la sombra, excepto cuando Caesar
no estaba presente, entonces le tocaba actuar a él. Pero aunque hubiera sido un
simple accionista con una sola acción, tampoco hubiera consentido que su imagen
se quebrase. El modo lo era todo, la forma de proceder era siempre más
importante que el proceso en sí, el hieratismo debe ser mantenido, eso era algo
propio incluso de los códigos más elementales y vetustos de la empresa. De
hecho, en una visita a Libia, en un momento de disensión interna al que Caesar
le convenía conquistar el mercado africano, se tropezó a la salida del avión, y
Caesar reaccionó rápido, levantándose heroico, simulando que se había inclinado
a propósito, y proclamando, “¡África, ya eres mía!”. La dignidad siempre se
debe conservar. Pero por qué tenía que hacerlo cada vez más a menudo… Por qué
tenía que preocuparse cada día más de eso…
-Vamos, Caesar –le instó Lépido-, no
puedes engañarme después de tantos años, se te nota la cara triste. ¿Qué te
pasa? Mañana volverás a tener una de esas jornadas de gloria y honores que
tanto te levantan el ánimo. ¿Por qué no estar contento, entonces?¿Por qué no
disfrutar de este día, de esta noche, de esta sauna a la que podrías acceder si
quisieras relajarte?¿Qué te ocurre, Caesar?¿Dónde está tu empuje de antaño?
Es verdad, se dijo Caesar
súbitamente, pasándose el agua por la cara en el espejo. En cualquier otro
momento, le hubiera hecho a Lépido arrepentirse de sus palabras, pagar cara su
osadía, sufrir terriblemente su afrenta, por atrevérsele a tratar como si se
tratase de un igual, pero ahora, en estos momentos, sólo podía preguntarse, Es
verdad, dónde está. El impulso que ponía firme estas mejillas, que comandaba
las invasiones, que lanzaba OPAs como si se tratara de un movimiento de los
dedos. Dónde está todo aquel fulgor...
Caesar contempló en el espejo una
esquina de su cara. Se llevó la mano al rostro.
Había sangre.
Trató de limpiarse lo más
disimuladamente posible. No obstante, algo se le notó, se puso nervioso, cada
vez más conforme se iba dando cuenta de que los demás se habían dado cuenta. No
obstante, ellos fueron muy discretos, no dijeron nada, callaron como si nada
hubiera ocurrido. Caesar se vistió, se despidió aceleradamente, Hasta luego,
muchachos, le parece que le salió. Se subió en la parte de atrás de la
limousina, el chófer le preguntó que adónde iban. Caesar se lo pensó un poco.
-A casa –dijo él-. Llévame a casa.
Un lugar al que iba todos los días.
Pero que si le dejaran suelto, en mitad de la ciudad, sin coche, y le pidieran
que se dirigiera a alguna parte, no sabría si podría, o si querría regresar...
* * *
Caesar llegó a casa, triste y
cansado.
Nada más penetró por el vestíbulo,
la criada le indicó que no había nadie, excepto Cicerón. Su abogado. Había
venido a verle.
Caesar asintió. Echándole un ojo a
su criada (la cual le dirigía hacia su despacho, por delante de él en el
pasillo, de tal manera que su atención estaba fijada donde la espalda pierde su
nombre) se dio cuenta, por primera vez en mucho tiempo, de que era muy atractiva.
Tal vez en su día la escogiera por esa razón. Pero no obstante, durante todo
este tiempo, ella había pasado a su lado, sirviéndole constantemente, y él la
había tratado como si no existiera. Esto no me hubiera pasado de joven, pensó
Caesar. De volver a serlo, hubiera caminado constantemente detrás de ella, con
sinuosos e insinuantes juegos de coqueteo, hasta acabar finalmente con su
cuerpo en una alcoba, sorbiendo su sangre, palpando su piel. Ahora en cambio,
si lo hago, pensó Caesar, pareceremos simplemente eso, un viejo verde y
cincuentón corriendo detrás de una jovencita de veinte años. Patético,
¿verdad?, de la misma manera en que yo se lo eché a la cara muy probablemente a
algún otro en el pasado. No, ahora no era la hora de viejas promesas. Si acaso,
tendría que resignarse con apoyar la oreja detrás de la puerta de algún baño, y
escuchar el gemido de ella mientras algún otro sirviente la hacía gozar...
Claro que, cuando entró en su despacho, y su criada se despidió, se dio cuenta
rápidamente de que Cicerón, de pie, hojeando unos papeles, ni tan siquiera
había reparado en ella. Y entonces se dijo a sí mismo que él también, dentro de
unos años, podría ser Cicerón. Y la visión que tuvo del presente le asustó.
Cicerón tenía el pelo gris, a juego
con el plomizo traje. Una incipiente calva a la altura de la coronilla. Unos
ojos que, como microscopios, diseccionaban los papeles y las cuentas. Era,
ahora mismo, el depositario de sus más íntimos secretos, de sus más escondidos
rincones, su confesor particular de los pecados más graves, las veinticuatro
horas del día, desde hacía ya muchos años, de hecho se había ido convirtiendo
en ese típico amigo de la familia, ese tío molesto cuya compañía nunca te acaba
de agradar del todo, pero del que no eres capaz de librarte de ninguna manera.
Pero a él no le importaba, meditó Caesar, Cicerón ya está completamente
resignado a que todos le infravaloren y ha terminado por aceptarlo, parece como
si la opinión de los demás no existiera –aunque le importe, y mucho-, simplemente
se mantiene y ya está, como la lapa a la roca que la sujeta, quién te ha visto
y quién te ve, se dice Caesar, con lo que tú fuiste, y mira en lo que tú, en lo
que yo, te he convertido...
Cicerón, con la misma frialdad
mecánica con la que un enterrador viste a sus muertos, le alarga sus cuentas.
-Hemos de analizar unos balances.
Caesar no responde a esta frase.
Abre su minibar, y saca una sola copa, la llena con dos hielos, y le echa un
chorrito de whisky. No es que Caesar sea un gran bebedor; al fin y al cabo,
Catón dijo de él que tenía la ventaja de haber sido el único que había
intentado la conquista de Manhattan completamente sobrio. Pero hay días en que
uno debe hacer una excepción. Había días...
-¿Dónde está tu educación, Cicerón,
de la que tanto presumes?¿Dónde está un buenos días, un cómo estás, un cómo ha
ido el día?¿Has vuelto a tus días de granjero de Utah?
Cicerón frunció el ceño, pesaroso.
Nunca le había gustado que le recordasen sus orígenes provincianos. Ni siquiera
después de haber conseguido tantas cosas. Pobre Cicerón, bebió de su vaso
Caesar. Había ido ascendiendo, desde la nada, sin un punto de partida, sin
recursos, sólo a base de un único don, su oratoria, y de mucho, muchísimo,
mucho trabajo, mucho esfuerzo, y sobre todo, mucho miedo. Su gran problema, por
encima de todas las cosas, es la falta de autoestima, que le hizo tambalearse
incluso cuando su brillo era más fuerte. Como las estrellas, que necesitan
creerse que son capaces de fusionar miles de toneladas de hidrógeno en una
reacción a millones de grados, y si dudan un solo momento de sí mismas,
colapsan y se convierten en enanas marrones. De haberse olvidado de sus
inicios, y no recordar –como hacemos todos los hombres- que sus pies fueron
siempre de barro, Cicerón, probablemente, hubiera sido más feliz.
-No pensaba que te importaran tanto
las normas de educación, Caesar –respondió Cicerón algo mustio-... La verdad es
que nunca has hecho demasiado hincapié en ellas.
Caesar
sonrió ligeramente, tratando de parecer amable, sin conseguirlo.
-Todo tiene una primera vez.
Cicerón parecía confuso: como si en
su habitual rutina de leguleyo no cupieran estos saltos, estas improvisaciones
inhóspitas y fuera de guión. Quizás por eso se atrevió a replicar algo
extrañado.
-Hoy te noto diferente, Caesar. Como
meditabundo, sumido en la melancolía.
-Quizás es porque lo esté, Cicerón.
-No te hacía del tipo de hombres que
se dedican a enfrascarse en eternas reflexiones filosóficas.
-Algunas veces se requieren esas
cosas. Por cierto, ¿no habrás visto a Bruto?
-No, no le he visto. Pero sí veo
otra cosa. Tu rostro refleja que está necesitando consejo...
-Y tal vez es que lo necesite.
-Incluso te diría que me estás
pidiendo que te conceda –comentó displicente-... mi atención...
-Es que, Cicerón, si yo te lo
ordeno, estarías en la obligación de hacerlo...
Cicerón descendió las comisuras de
los labios, y con resignación, asintió. Pasó con sentida añoranza el dedo por
el marcador de la página del libro de cuentas en la que se habían quedado.
-¿Quieres, entonces, que hagamos los
balances?
Caesar negó con la cabeza.
-No, Cicerón. Esta noche no. Esta
noche tengo ganas de hablar.
Contempló la mirada de su abogado,
otrora firme y determinada, ahora, las arrugas cruzando su rostro, las bolsas debajo
de sus ojos, la piel estirada y fláccida, el símbolo de unas torres que se
habían acabado por derribar. Observó su rostro, y al hacerlo, creyó estar
viéndose reflejado en parte.
-Cuántas cosas hemos pasado,
Cicerón. Cuántos sucesos, cuántas vidas, cuántos acontecimientos esenciales en
estos últimos años... y no siempre en el mismo bando.
Mientras decía estas últimas
palabras, clavó su mirada sobre la boca y las mejillas de Cicerón, esperando
encontrar alguna reacción, un mohín de disgusto, desagrado, incomodidad, un
ligero movimiento que indicara que no se encontraba a gusto en su asiento. Pero
Cicerón no hizo nada. El antiguo gurú de R.O.M.A., aquel cuyos libros se
vendieron a millones y cuyo pico de oro bastó para hacer tambalear empresas, no
emitió ni uno solo de estos gestos, sino que simplemente, y sin alterar su
expresión, respondió displicente:
-No todo el mundo teníamos tan claro
esa ambición de conquistar el mundo, Caesar. Perdónanos, entonces, por no haber
estado a la altura de las circunstancias, y haberte derrotado en el aspecto que
más deseabas dominar.
A Caesar no le agradó la ironía de
Cicerón. Le solía gustar ser clemente: había perdonado a varios de sus antiguos
enemigos, incluido Cicerón. Les había abierto los brazos, sin exigirles nada a
cambio. Ni siquiera había coartado su libertad de expresión. Pero recibir
críticas en su propia casa, a pesar de todo, no acababa de considerarlo un
plato demasiado exquisito. A veces Cicerón parecía no comprenderlo.
-Soy el jefe de esta empresa,
Cicerón. De los que ganaron, y también de los que perdieron. Pretendo hacer
cuentas nuevas, y olvidar. Perdonar. Creo que debiste haber captado eso desde
mucho antes. Creo que cuando se desató... –dudó en sus palabras. Se le pasó por
la cabeza, “guerra civil”, pero no quiso ser tan expresivo-, en fin, cuando se
desató el conflicto interno, deberías haber decidido más rápidamente que lo más
adecuado era ponerse de mi lado.
Cicerón apoyó las manos sobre la
mesa, y le miró pidiéndole comprensión a los ojos.
-Yo trataba de ser leal a toda la
tradición de la libertad que ha regido esta empresa, Caesar. Tuve que decidir
entre un amigo con ciertas razones bajo su mano, y un régimen que significaba
todo lo que había jurado defender, y había defendido, durante todos estos años.
Concédemelo: no me lo pusiste fácil.
Caesar bebió otro sorbo de su
whisky.
-¿Y si era tan importante, por qué
estás entonces aquí?
Y Cicerón calló, con una amarga
expresión de derrota e impotencia en la cara. Caesar se levantó, ofreciéndole
la espalda, para dejarle un respiro; otorgarle clemencia, una vez más. Le
gustaba ser magnánimo: o al menos, disimularlo.
Aún de espaldas, podía escuchar el
sonido de la mandíbula de Cicerón rumiando la última frase.
-Quizás preferías otros tiempos, Cicerón.
Quizás, pese a todos los halagos que me dedicas, en realidad añoras con
nostalgia aquellas eras en los cuales esta empresa caminaba sin rumbo fijo, sin
ninguna dirección coherente... pero al menos tú tenías cierto poder de decisión
dentro de ella. Algunos somos más conscientes de la importancia que tiene, si
posees una mínima visión de futuro, constituir aunque sea una mínima parte de
la cola de ratón. Otros, en cambio, ambicionan a persistir siendo cabeza de
ratón, le pese a quien le pese. Tú al final, Cicerón, optaste por lo primero.
Cicerón pareció digerir un trago de
bilis, mientras preparaba su respuesta. Ligeramente tartamudeante, contestó:
-Los hombres aprecian ciertas cosas
más que el engrandecimiento de sus empresas, Caesar: y es quizás los principios
que estas mismas profesan. R.O.M.A. ha ganado mucho bajo tu mandato, desde
luego: hemos multiplicado el número de acciones y los resultados de los
dividendos. Pero hemos perdido una cosa: la libertad que se ensalza allí
–señaló, grabadas sobre la piedra, en la pared del despacho-, como la primera
de las normas de la empresa. R.O.M.A. puede haber ganado, Caesar, ¿pero no se
ha transformado en parte, perdiendo de esta manera su forma de ser?
Una aguda réplica, se dijo el otro.
Por mucho que lo parezca, se cercioró, Cicerón todavía no es el viejo carcamal
que continuamente parece demostrar. Se requiere una respuesta que esté a la
altura. Caesar se limpió con un pañuelo la chaqueta, y suspiró:
-Puede que R.O.M.A nunca estuviera
asentada sobre esas bases, después de todo. Cuando absorbíamos una empresa, le
despojábamos de toda la capacidad de decisión que alguna vez había tenido. Las
cosas nunca fueron así, después de todo. Lo único es que el escenario ha
cambiado de lugar.
Le apuntó con el dedo, señalándole
acusador.
-Y tú, te plegaste; y tú, asentiste
con la cabeza, y dijiste que sí a todo. Y tú, renunciaste a tus cacareados
principios, y te pusiste a mi lado. Dime entonces, Cicerón, ¿por qué ahora me
replicas esas cosas?
Y le dio de nuevo la espalda, sin
darle opción a contestar. Un ronroneo de triunfo, sin duda inapreciable, salió
de la garganta del último orador. La contestación había sido contundente,
eficaz, humillante incluso, brillante hasta límites insospechados. Derrotar en
su propio terreno, el de la oratoria, a Cicerón, era un placer que se permitía
darse de vez en cuando. Cada una de esas victorias, le provocaba un pequeño
orgasmo.
Pero algo estaba ocurriendo al otro
lado, a su espalda, donde un volcán, quizás por haber sido perforado hasta el
interior de su misma base buscando su total destrucción, había acabado por
soltar un chorro de lava, y precipitarse en una explosión. Y quizás porque
Cicerón estaba demasiado quemado –a causa de estas continuas y repetidas pullas
que le lanzaba hoy Caesar-, y quizás porque esta charla sonaba a resumen y a
saldar las cuentas después de tantos años de tantos desencantos, se atrevió a
pronunciar -quizás en una voz muy baja, pero de una forma demoledora,
orgullosa, triste, que sonaba más alto que un grito exhalado desde lo alto de
una montaña-, una frase que sonó como una losa precipitándose sobre el frío
suelo de piedra.
-¿Qué preferías entonces,
Caesar?¿Que hubiera acabado como Catón, allá en Utah?
Esta frase, que sonó violenta en la
nuca de Caesar, provocó un escalofrío en la frente de éste, y un leve crujido
que quizás no se escuchó en su espalda. Caesar cerró los ojos, apretó los
dientes y maldijo entre ellos, volviéndose hacia su asesor con ojos sombríos y
una inequívoca mirada de odio. Expresó una frase que era una advertencia, por
no quererle dar el tono de una amenaza.
-Creí entender que ese tema, había
quedado zanjado.
Pero Cicerón no agachó la cabeza,
como otras veces, sino que la mantuvo recta junto con la mirada, en un tono
desafiante. Su voz resonó con fuerza durante unos instantes.
-Los temas no se zanjan porque así
lo desees, Caesar. Puedes ser amo de los capitales, pero no de las mentes.
Caesar tragó saliva. Respondió como
un animal enjaulado.
-Catón se encontró su propio merecido.
Catón decidió arrojarlo todo por la borda, prefirió renunciar a la búsqueda de
la paz.
-Algunos opinan que Catón fue una
valiente.
-Catón fue un cocainómano y un
borracho.
-Ten cuidado, Caesar le advirtió
Cicerón, en tono neutro-; ya has vaciado casi la mitad de tu vaso de whisky.
Caesar le miró con rabia. Luego, y
sin llevar la vista hacia él, arrojó el vaso hacia una pared, partiéndose en
mil pedazos.
El silencio subsiguiente invadió la
sala, como una bomba de succión, extrayendo todo el aire de él. Tras unos
instantes –tal vez de miedo por la brusquedad del gesto-, Cicerón retomó su
ataque, tranquilo, suave, pero también firme.
-¿Esos son tus argumentos,
Caesar?¿Romper, rasgar... destruir?¿Es con ese tipo de declaraciones con las
que pensabas convencer a Catón?¿Este es, el que va a ser, el representante de
vencedores y vencidos?
Y la voz de Cicerón resonó hueca, en
el eco que quedaba en el extremado silencio sin música de fondo en que se había
convertido el despacho. Caesar sacó un pañuelo de su bolsillo. Se limpió la
cara, que estaba empapada en sudor.
-Si Catón decidió suicidarse, fue
cosa suya. Yo le hubiera perdonado sus deudas. Me hubiera congraciado con los
antiguos miembros de la ejecutiva. Podríamos haber vuelto a trabajar juntos,
todos de nuevo.
-Sí, Caesar, pero hay una radical
diferencia –Cicerón parecía haber cogido alas, y decidido a lanzarse a volar-:
que sería bajo tu mando. Querías que los más grandes directivos de R.O.M.A.,
que se habían labrado el puesto de tus iguales, o incluso de tus superiores,
trabajaran a expensas de tí. Querías que renunciaran a su libertad. Eso nunca
lo hubieran tolerado. No está en el alma de un neoyorquino.
-Estoy harto de esa supuesta alma de
los neoyorquinos. Yo traté de llegar por vías legales al poder, Cicerón, y tú
lo sabes. Lo intenté por todos los medios, reclamé de forma serena lo que por
justicia era mío, pero fueron ellos los que pisotearon mis derechos. Fue la
intransigencia de Catón la que provocó esta guerra comercial.
-Porque les dabas miedo, Caesar.
Temían un golpe de estado.
-El golpe de estado lo obtuvieron
cuando tensaron demasiado la cuerda.
-Pero tenían razón: lo acabaste por
dar.
-¡Como consecuencia de su
intransigencia, nunca por su causa! Hubiera renunciado a cosas. Bien sabes que
para mí es muy importante la legitimidad, la visión que los demás tengan de mí,
es la base esencial de un buen dirigente, como Alejandro.
-Adoras a Alejandro, Caesar, pero tú
nunca llegarás a ser él. No naciste en un imperio familiar.
-Nunca he querido tenerlo.
-No, ya: pero vistes los botines
rojos de aquellos tiempos en que R.O.M.A. sí que lo era.
-Cuestión de estilo, he rechazado
muchas veces esa forma de empresa.
-Y ya que hablamos de estilo, ¿qué
tal cuando embargaste las propiedades de Pompeyo, e hiciste que su propio
cocinero te hiciera la cena esa misma noche en su casa?¿No es aquel el estilo
de un dictador?
Caesar negó con el dedo.
-Era un cocinero muy bueno.
-Pero no lo neguemos, Caesar: por
muchos gestos que hagas, por mucho lustre que te impongas, al final eso te da
igual. Porque siempre acabarás haciendo más gestos por despreciar el boato que
por ostentarlo, y eso tiene una razón: porque más que la sensación de poder y
el demostrarlo, lo que a ti te importa, es el dominio del poder mismo.
Caesar se volvió con rabia hacia un
lado de la habitación. De espaldas a su abogado su voz sonaba resentida,
amargada, tal vez sincera. Le castañeaban los dientes, pero aún así pudo
hablar.
-Nunca soporté que, después de
haberte perdonado, de haberte refugiado bajo mis alas, cuando ya había ganado
la guerra, te pusieras a defender a Catón.
Su interlocutor suspiró levemente,
buscando entre las tinieblas una muy escondida explicación.
-Era un muerto, Caesar. Los muertos
merecen un respeto. Sobre todo cuando son grandes hombres. Tú mismo lo
reconoces, Caesar, incluso cuando le atacaste.
-Mis ataques eran exclusivamente
políticos y financieros, nunca personales. Como persona le admiro: pero tú
también, Cicerón, deberías haber tenido en cuenta las cuestiones de la actual
coyuntura en esos halagos.
-¿No será, Caesar, que por lo que
más odias a Catón, es que al morir, no te dejó posibilidad de, como todos los
demás, comer de entre tus manos?¿No será que al convertirse en un mártir, en un
leyenda, se ha transformado en algo contra el que, por mucho que luches, en el
corazón de los accionistas, nunca llegarás a vencer?¿No es verdad que te ha
vencido al morir, Caesar, y que eso ya no lo resuelve ninguna operación
financiera?¿No será que en realidad, Caesar, estás furioso con él... porque te
negó la ocasión de perdonarle?
Pero el Caesar se quedó callado,
apoyado contra la pared, con los ojos muy abiertos, contemplando el mármol
blanco, pensando. Cicerón también guardó silencio, esperando la reacción del
hombre de quien tanto dependía su vida y al cual, sin embargo, le gustaba, cada
vez lo hacía menos, es verdad, no lo hacía desde hace muchos años, desafiarle,
llevarle la contraria, demostrarle, por una vez, que seguía siendo libre, como
el pájaro que grazna inquieto en el interior de su jaula de oro. Sin embargo,
como el niño que lanza la piedra, Cicerón se inquietó: ¿qué respiraba en el
interior de este monstruo magnánimo, cuál de las dos caras se iba a despertar,
qué rincón de Caesar, héroe o villano, surgiría en estos momentos? Y cuando
Caesar se dio la vuelta, finalmente, Cicerón casi se lleva la mano al rostro,
en un gesto instintivo de protección, pero luego se arrepintió, no quiso
parecer cobarde. Pero el meteórico empresario, lejos de despertar una agria
ira, de manera completamente inesperada, sonrió. Se rió abiertamente, elevó los
brazos en un amplio gesto, como a punto de abrazar a su abogado, y desplegó una
insólita y excesivamente histriónica alegría.
-¡Ah, Cicerón, hacía cuánto tiempo
que no te hacía escuchar palabras como esa!¡Me encanta, de veras, me chifla,
que recuperes parte de tu viejo empuje, de tu olvidada maestría, de tu perdida
pero siempre inigualable energía!¡Seguro que te has sentido igual que cuando
descubriste la conspiración de Catilina ante los ojos de todos, Cicerón, otrora
brillante abogado defensor, y fiscal del Estado!¿Verdad que te has sentido así,
Cicerón?¿Verdad que has vuelto a sentir ese fulgor, esas alabanzas, de salvador
de R.O.M.A.?
Se sentó en la mesa, apoyó los pies
encima de la mesa, y encendió un cigarrillo.
-Pues disfruta de esto, Cicerón.
Porque ya ves, esto es lo máximo, hoy en día, a lo que puedes llegar a aspirar.
Cicerón apretó los puños de rabia,
pero luego frunció los labios, demostrando que admitía la última declaración de
Caesar, y lo que es más, que le afligía. Pareció que iba a callarse de nuevo,
sumergirse en uno de sus habituales sopores y depresiones, convertirse, una vez
más, en una marioneta de Caesar. Pero por un momento lo pensó, y quiso alargar este
instante no ya de gloria, sino de defensa, de pundonor, un poquito más.
-Puedes decir lo que quieras,
Caesar, puedes humillarme si quieres. Pero eso no evitará que, cuando caiga el
sol, y los mantos de los fantasmas recubran en silencio la noche, sus espectros
te susurren el nombre de Pompeyo.
Caesar se enervó en su sitio. No
soportaba, cada vez menos, escuchar ese nombre, como su particular Titanic.
-No te atrevas a insinuar lo que
insinúas.
Cicerón, aún con la cabeza gacha,
siguió atreviéndose, con sonrisa mordaz, a murmurar:
-Caesar, no lo puedes rehuir así sin
más... Tu nombre, ya ha sido salpicado por la indeleble mancha del asesinato.
Caesar reaccionó con un alarido de
rabia.
-¡Yo no tuve nada que ver con la
muerte de Pompeyo, y tú lo sabes!-chilló levantándose.
-No, Caesar, es verdad –dijo Cicerón
tan alto que no sonó en serio-, no fuiste tú, todo fue culpa de la mafia de las
Vegas... Pero no podemos olvidar que las razones que éstos esgrimieron fue que
ellos lo hicieron para congraciarse contigo. Y que al hacerlo, te libraron de
hacer algo que, por otro lado, bien pudiera haber sido tu mayor deseo. Qué
oportuno, ¿verdad?
-¡Yo nunca hubiera matado a
Pompeyo!¡Fue mi héroe, mi amigo... mi hermano!
-Un hermano que se volvió demasiado
molesto, ¿verdad? –soltó Cicerón, pero no lo hizo con ácida ironía, más bien
con cansancio, y hastío.
-¡No emplees tus tácticas de abogado
conmigo, Cicerón!-le señaló con el dedo Caesar, en un tono excepcionalmente
duro-. ¡Puede que antes fueras el mejor orador del país, y que tus discursos en
el Congreso hicieran subyugar a las bestias!¡Pero conmigo no cabe emplear
truquitos de retórica!
Cicerón se levantó, y le contempló
con ojos glaucos.
-Pues entonces, no puedo hacer nada,
Caesar, porque eso es lo único que me queda...
Y al decirlo, pareció que se había
arrepentido de todo lo que había dicho, y que un instante más, había dudado.
Cosa que, mantenía Caesar, camines en la dirección errónea o no, no se debe
hacer jamás. Quizás, meditó el mandamás, es que el propio Cicerón, su
particular perro, había sentido que, en su pequeña revolución al amo, había
llegado demasiado lejos.
-Admiraba a Pompeyo, Cicerón, y de
hecho, aún lo hago. Él fue quien me invitó a formar parte del Consejo de
Administración, y de esa manera, con nuestra asociación, con el matrimonio de
él con mi hija, es como empezó mi carrera política. Es por ello, a pesar de sus
traiciones de última hora a aceptar mi legitimidad como dirigente, por lo que
sigo manteniendo su cuadro en la sala del Consejo de Administración.
Cicerón no contestó, y a eso a
Caesar le inquietó casi más que cualquier posible respuesta. Había enunciado
esta última frase como modo de imponerse definitivamente en la discusión sobre
Cicerón, como para no dejar precedente, de que podía permitirse ser derrotado.
Pero Caesar bien sabía que esta sentencia bien podría haber argumentado su
abogado que el único motivo de mantener las representaciones de Pompeyo, era
esperar que de esa manera, su sucesor respetara también las suyas.
-Cicerón, Cicerón... Te lo ofrecí
todo. Podías haberte puesto de mi lado desde un principio, y sin embargo,
dudaste. Te fuiste de mí...
Cicerón se mostró escéptico con el
rostro.
-No hice nada que realmente pudiera
perjudicarte. El mismo Catón, desde su refugio en Utah, decía que casi te era
más útil estando de su lado.
-¿Y qué fue lo que hiciste cuando te
dijo eso?
Preguntó Caesar. Pero su abogado no
dijo nada, y el líder dio la vuelta alrededor de la mesa.
-Nada. ¿No hiciste nada, verdad? Te
sumergiste en una de tus habituales depresiones, y te retiraste a pensar...
Siguió señalándole con la mirada,
pero Cicerón, cabizbajo, siguió sin responder nada.
-Cicerón, Cicerón... Dudas
demasiado. Has estado toda tu vida muy sensible ante lo que te digan los demás,
ante lo que ellos puedan pensar de tí. Te ha faltado autoestima, coraje, has
evaluado durante demasiadas horas lo que la Historia pensaría de tí, y eso te
ha supuesto un freno inapelable en tus acciones... Ésa es la diferencia entre
un intelectual, y hombre pragmático. La historia te conocerá mucho más
probablemente por tus disquisiciones, que por los hechos...
Su abogado se mostró resignado.
-Hay algunos que no podemos evitar
ser lo que somos. Algunos tienen en el destino hacer grandes cosas. Otros, en cambio,
solamente planearlas. Yo soñé con una empresa, y dentro de esa idealidad,
funcionaba como un mecanismo de cuerda. Gente como tú, en cambio, soñando sólo
uno o dos detalles, os lanzasteis a construirla, o a destruir la anterior,
quién sabe. Y al final triunfaste tú...
-Uno es siempre juzgado por las
decisiones que toma. Y de ahí depende el juicio que emitirán los demás.
-E incluso más importante, del
inapelable juicio de uno mismo.
-Sobre todo cuando los demás te
juzgan equivocadamente.
-Lo cual me recuerda, Caesar, una
vieja frase tuya: y es que tú decías que un hombre no puede evitar acabar
siendo lo que de él piensan todos los demás.
De nuevo, un sepulcral silencio
entre los dos. Caesar, ligeramente tocado, siguió dando vueltas alrededor de la
mesa. Pasando el dedo por la superficie de la misma, casi parecía farfullar.
-Dime, Cicerón. Tú argumentaste, a
la hora de decidir entre yo y Pompeyo, que defendías la causa de la empresa.
Que defendías, la libertad que nos otorgaban los sacrosantos estatutos de
nuestra compañía. Que habías decicado tu vida a los valores de ésta, que
alcanzaste tu punto álgido cuando la salvaste de la conspiración de Catilina.
Defendiste todo esto, con gran vehemencia y con principios, con la seguridad de
saber que había algo, una estructura, en la que creías, precisamente, porque
era más grande que cada uno de nosotros mismos por separado, y que pretendías
que siempre siguiera así.
Se acercó aún más a Cicerón.
-¿Por qué, entonces, te pasaste
finalmente a mi lado?
Cicerón no movió los labios.
-Por qué, Cicerón, por qué.
Respóndeme. No admitiré la callada por respuesta.
Cicerón balbuceó.
-Las estrategias, el momento
bursátil...
-Tampoco admitiré evasivas.
-Las cosas, no salieron como estaban
planeadas...
-Dime la verdad...
-Hay cosas que se pueden hacer desde
dentro, que son más eficaces que los que puede hacer uno fuera...
-Confiésalo, Cicerón: tuvistes
miedo...
Se hizo un hondo vacío entre los
dos.
-Dudaste entre qué dos caminos
tomar: angustiado por la decisión, no te atreviste a apostar todo el juego a
una carta. A la hora de la verdad, no te pudieron los principios, sino el miedo
a perderlo todo.
-Algunos teníamos miedo de nuestra
vida. Teníamos miedo de acabar como Pompeyo.
-No finjas, Cicerón, no es tu vida
lo que te angustiaba: bien sabes que no te hubiera tocado un solo pelo del
cuerpo. Te angustiaba otra cosa.
Le susurró al oído.
-Perder el poder...
Se alejó un poquito, como el
boxeador antes de asestar el golpe.
-No ser nada, un mero comparsa, ser alejado
de la cúpula, alejarte de la cocina del poder, no volver a poner más los pies
en la compañía.
-No fue así.
-Perder de las manos, las arenas del
manejo, el cálido abrazo del dominio, el impulso de zambullirte en las aguas
del enorme complejo de esta empresa, la cual tú consideras mucho más grandes
que tí mismo, y más importante que tu propia vida, incluso aunque esté en manos
de un solo hombre...
-No fue así...
-Tuviste pánico.
-¡No es verdad!
-¡Tuviste miedo!
-¡Sí, es verdad -descargó en un alarido
final Cicerón-, tuve miedo!
Y le apartó bruscamente, se atrevió
a tocar su rico traje de Armani, pero a Caesar, en estos momentos, no le
importó. La atmósfera en estos instantes era tensa, la distancia que les
separaba, viscoso plomo.
-¿Qué, ya estás contento?¿Ya te has
quedado a gusto, gran Caesar?
Un hondo silencio, el más profundo
hasta este momento, y a lo largo de esta conversación, y de todos sus diálogos,
había habido muchos, se asentó definitivamente entre ellos. Cicerón giró la
vista con desprecio a un lado, como en una mueca a punto de escupir.
-Muy mal debes de estar, Caesar,
para tener que demostrar tu dominio atacando ya a un viejo acabado...
Caesar se alejó.
No sabía por qué, y a pesar de que
haber conseguido lo que quería, no se sentía mejor, sino más bien, como si
hubiera sido él el que hubiera sido derrotado.
Eran dos viejos, cayéndose a trozos,
metiéndose los dedos en los ojos, peleándose por las migajas de un pastel ya
aplastado.
-Márchate esta noche, Cicerón –dijo
Caesar cansado-. Ya terminaremos los balances mañana.
Las palabras resonaron huecas.
Cicerón no respondió nada. Ya no había nada más que en el pasado o el futuro,
se pudieran decir. Caesar iba a llamar a la criada, pero no tuvo necesidad.
Ella ya se acercaba.
-Ah, Caesar, era para comunicarte:
ha llegado Cleopatra.
* * *
Cuando Cleopatra entró en la casa,
lo hizo como lo había hecho siempre: como una reina. Penetró en el despacho,
vestida con un traje de lentejuelas muy escotado, contempló brevemente a los
dos hombres, y sin mediar palabra, como si fueron invisibles, se acercó al
minibar, y tomó una botella y un vaso con hielo. Después, se alejó sin agregar
ninguna otra cosa, contoneando sus caderas, sin duda hacia el dormitorio.
Caesar y Cicerón se miraron. Ambos
sabían lo que tenían que hacer. Las relaciones de Cicerón con Cleopatra nunca
habían sido buenas. Para ella, él siempre había sido un funcionario gris y
vulgar, un mero contable que concentraba el esfuerzo de sus ojos en numeritos
en los libros de cuentas, y que no tenía ninguna relación con el boato, el
adorno y el lujo, que caracterizan al poder. Un ex-fiscal del estado, para una
reina, bendecida por la gracia de Dios, no es más que un simple mortal. Era
normal, entonces, que le despreciara de la misma manera en que tratamos
nosotros a las hormigas.
Caesar despidió amablemente a
Cicerón hasta el día siguiente. Antes de decirle adiós, quiso emitir un cierto
tono de disculpa:
-Quizás Caesar haya dicho cosas que
no eran apropiadas esta noche...
Cicerón negó con la cabeza.
-Uno puede mentir con respecto a las
palabras que dice... pero nunca puede engañar con respecto a las disculpas que
ruega.
Y se marchó cabizbajo, con la poca
dignidad que le quedaba, dejando a Julio Caesar silencioso, parado en mitad de
la puerta.
A continuación, Caesar se dirigió a
grandes zancadas hasta su dormitorio. Durante la ascensión por las escaleras,
sintió viejas heridas en las rodillas, y un dolor en las vértebras que no le
dejaba respirar. Soportó los achaques de manera estoica, aguantando mientras se
mordía la lengua para no soltar un grito, como única manera que le quedaba de
guardar una cierta apariencia de solidez incluso a sí mismo. Pero para cuando
llegó hasta el segundo piso, esa falsa sensación de confianza había
desaparecido.
Al
llegar definitivamente a la alcoba, se plantó con los brazos en jarras.
Cleopatra estaba vertiendo el alcohol en su vaso de hielo, tumbada sobre la
cama, en su traje de noche, rodeada por las sabanas de raso, las almohadas de
pluma y las mantas de seda... Todas ellas parecían, ansiar una oportunidad para
acercarse y rozar...
-¿Dónde has estado?-le inquirió
grave Caesar.
Ella pasó inequívocamente de él,
mientras abría una pequeña lata y la vertía en el cuenco de comida para el
gato, el cual, ávido de su ració, ni tan siquiera le miró.
Cleopatra tampoco.
-No me controles-respondió-. No eres
mi padre.
Y sacó un mechero de alguna parte de
su ajustado vestido, y encendió un cigarrillo.
-¿Has estado con Antonio?
Cleopatra giró el cuerpo
orientándolo hacia Caesar.
-Y si así fuera, ¿qué pasaría?
Preguntó insolente. Lo que más le
dolió a Caesar, es que ni tan siquiera sonreía. Incluso aunque esa sonrisa
significaba que estaba riéndose de él. Pero cuanto menos, no esa expresión amargada,
ese hastío imposible que reflejaban los años. Había empeorado su aspecto, ni la
cirugía ni el maquillaje habían conseguido disfrazar completamente el
progresivo avance de la edad. Y sin embargo, y a pesar de todo, seguía
despertando tanta fascinación, como siempre. Y sobre todo, no perdía ni un
ápice, de su siempre divina dignidad.
-Eres una puta.
Pretendió
mostrarse intencionadamente grosero Caesar. Pero Cleopatra no pareció
inmutarse. Esto sólo hizo que éste albergara más odio.
-Y
mírate lo que llevas. Estás vestida como una zorra.
Sólo
entonces Cleopatra volvió la vista ligeramente. Con una aguda sonrisa,
simplemente contestó:
-Eso no me lo decías cuando eras tú
el que me comprabas los vestidos.
Y ahí Caesar no supo qué contestar.
Cleopatra
siguió fumando su cigarrillo; lo hizo tranquila y pausadamente, durante unos
minutos, ignorándole (quizás de manera consciente, quizás directamente es que
no lo fingía) por completo durante todo ese tiempo. Caesar contempló todo esto
callado, en silencio, protegiéndose de la ira con la defensa mental más débil
que tenía a mano...
-Fíjate como estás –le espetó él en
tono ofensivo, ella se volvió de nuevo, su cara estaba jalonada se arrugas, ya
se notaba que había bebido, en demasiado poco tiempo, una excesiva y desmesurada cantidad de
alcohol.
<<Fíjate como estás>>,
se repitió Caesar; no es que nunca hubiera sido arrebatadoramente hermosa,
quiero decir, pensó Caesar, lo era, pero a su manera, tenía una forma de la
cara extraña, arrebatadora, magnética, animal, fiel reflejo (de hecho, eran más
sus gestos, que sus facciones, los que la definían), del tigre dormido que ella
quería dejar siempre patente que podía ser en la cama... Ahora, seguía
reflejando en su cara parte de esa verdad, pero mucho más recóndita, más
oculta, no con la sutileza que se esconde justo debajo de la superficie, sino
con la oscuridad que puebla el fondo de los más profundos pozos...
-Eso tampoco me lo decías hace unos
años –replicó ella, socarrona, y durante unos segundos reflejó esa breve subida
de tensión sexual (quizás en este caso desvergonzada, demasiado chabacana,
mucho más cercana al tono deslenguado de un viejo verde que a una sutileza
elegante pero evidente) que tan frecuentemente, en otras eras, y con tantísima
facilidad con respecto a todos aquellos que se encontraban junto a ella, había
conseguido lograr...
No,
claro que no, replicó Caesar. En aquella época, yo había sucumbido a tu influjo
erótico, atrapado en tu telaraña, mujer de armas supremas, de caderas que se
retorcían, suaves y calientes, bajo el cuerpo de uno, de labios a los que se le
ocurrían los juegos más salvajes, aquellos que ni diez decenas de personas, ni
en un millón de años, habrían acabado por soñar... Era de esa manera como Cleopatra había
conquistado el corazón de Caesar, era con ese entramado, complicado y venenoso
como el de una serpiente, como había llegado a escalar tan alto en el casi
exclusivo mundo de hombres que es siempre el poder... Pero ahora, qué imagen
daba ella ahora, de todo, menos de diosa del sexo, por qué será, se preguntó
Caesar, será que el paso de los años, y la convivencia, la vejez, la rutina,
nos han convertido en autómatas, o en simples estatuas; o es que lo hace
simplemente por mí, se inquirió angustiado Caesar. O es que ya no realiza
aquella representación, porque ahora, en cambio, ya no le soy necesario.
-Hubo un tiempo en que te esforzabas
por parecer guapa ante mí. Por que te encontrara sexy, sensual, porque quemara
todas las naves a cambio de que pasaras una sola noche conmigo. Y ahora, en
cambio...
Dejó la frase inconclusa, como
esperando que Cleopatra la completara. Pero ésta no la terminó, parecía, como
tantas cosas en esta vida, que tampoco en este caso transitaban por los mismos
caminos, y que sus pensamientos no tenían necesariamente que armonizar –ni que
escuchar- los pensamientos del otro.
-Antes –replicó ella-, tú también
hacías cosas distintas. Hubieras puesto cielos y mares a mis órdenes. Hubieras
inclinado el mundo a mis pies y pasado de largo de ésta con un solo chasquido
de mis dedos.
Caesar la reprobó acusadora:
-Es que muchas veces puse el mundo a
tus pies y puse en peligro mis responsabilidades, y toda mi carrera política,
por correr detrás de tus faldas.
Cleopatra le miró con aire
escéptico.
-¿Y entonces que ha pasado?
Caesar se pasó la mano por la cara.
-Han pasado muchos años...
Ella negó con la cabeza.
-Los daños dan experiencia. Dan
aprendizaje. Lo que nos sobra a ambos es amargor.
-¿No es a veces lo mismo?-replicó
Caesar mordaz.
-En algunos casos desde luego
–contestó ella, orientando su mirada hacia él.
Una caída de ojos de ésas que le
mataban.
-No sabrás dónde está Bruto,
¿verdad?
-¿Qué pasa, es que hoy tengo que
saber dónde está todo el mundo esta noche?-dijo Cleopatra apagando el
cigarrillo sobre un cenicero en la mesa y avanzando con las zancadas más
grandes que le permitían sus tacones hacia el tocador. De un cajón del mismo
extrajo una cajita de nácar que abrió delante del espejo mientras se sentaba.
-¿Qué vas a hacer ahora?¿Colocarte
otra vez?
-¿Qué coño, me vas a controlar
también en mis adicciones como si fuera mi padre?
-Bien, ya veo que la chica del
glamour se ha convertido en la camionera –se rió Caesar, quedando reflejado por
el espejo mientras ella aspiraba la raya-. Qué boquito ha quedado de tu
brillantez.
-Hoy estás especialmente tocapelotas
–dijo ella más como un hecho que como un insulto, mientras se atusaba
elegantemente la nariz-. ¿Qué te pasa para que estés tan irritante?
Caesar tomó asiento sobre la cama.
-Quizás, hoy me haya dado cuenta de
que no todo dura eternamente. Tal vez, hoy me doy cuenta de que soy mortal…
Cleopatra se dio la vuelta.
-Vamos, que esta mañana no se te
levantaba.
-… podrías tratar de ser un poquito
menos vulgar.
-¿Pero qué nos vamos a ocultar ahora
después de tantos años, Caesar?¿Qué quieres que finjamos?¿Una poquita de
educación escondida en algún sitio?¡Somos conquistadores, Caesar, eso es lo que
somos!¡Rapiñamos, arrastramos a la gente con el fango, y nos hacemos los
vencedores de él! Podemos rodearnos de cuadros carísimos y de libros, pero en
el fondo los dos somos gente de sable y de sangre, de sudor y de cama… Los dos
lo hemos sabido siempre muy bien.
-Será entonces que te merezco –ironizó
él.
-Soy la maldición con la que tendrás
que cargar siempre –se rió ella. La risa parecía casi de bruja. Aquello le
sobrecogió.
-Es con lo que tendré que arrastrar,
sin duda…-replicó-. Con el que la gente me reproche haber entregado el mando de
esta empresa a alguien ajena a ella, a una competidora… Con creer que eres tú
quien me gobierna, la que pone en jaque mis decisiones y mis leyes…
-Estoy harto de que te preocupes
sobre qué piensa esa manada de borregos –protestó ella, dirigiéndose hacia su
armario, y abriéndolo de par en par-. A un auténtico líder no necesita
importarle qué es lo que piensan de él.
Caesar se acercó y cogió uno de los
vestidos de Cleopatra: rosa, hecho de pieles… Algún otro estaba lleno de
plumas.
-El problema es que lo que piensen
de Caesar coincida con lo que teme él… Mira estas prendas, estos lujos… Todo
esto le ha costado dinero a la empresa.
-Estas ropas son símbolo de
esplendor, de gallardía. Antes todos vosotros parecíais una manga de tenderos.
Sólo os faltaba el delantal. Ahora, os codeáis en determinados ambientes gracias
a mí.
Cleopatra se preparaba para salir.
Se cambió rápidamente en el baño, sin importarle demasiado si Caesar la veía o
no desnuda, y buscaba el bolso. Caesar tenía preparada una réplica a la salida.
-Tu empresa era sólo una mierda
barata que se vendía porque estaba al borde la quiebra, y tú sabías que pegarte
a nosotros era la única forma de que sobreviviera, o mejor, de fingir que
quedaba algo de ella que se pudiera denominar tal. En realidad, cuando te
abriste de piernas, lo que hacías tan sólo era completar la transacción
comercial.
Cleopatra le respondió con una
bofetada en la cara que resonó en toda la sala. Luego se ajustó el bolso y fue
hacia la puerta.
-No me esperes levantado –anunció, y
cerró dando un portazo.
A Caesar no le dolía tanto el golpe
físico como el hecho de que no hubiera mirado atrás.