En lo profundo
A Alfredo Antón y Cristina Sendra, sin los cuales esta
historia no hubiera sido posible.
El océano acunaba en
calma, con la excepción de unos leves picos de oleaje bajo los argentinos
reflejos de la luna, la en comparación diminuta nave que bailaba su canción
nocturna con el profundo e insondable mar. El color blanco de su casco
resaltaba todavía más su presencia en mitad de una nada absoluta y eterna,
aunque los rincones donde la pintura se había descascarillado y cedido al óxido
y al envite constante de las aguas, grises de un tono metálico, venían a reflejar lo desigual de la batalla
que había producido tan amargas cicatrices, y la que quedaba todavía por
librar. Entre arrullo y arrullo de las aguas, elevándose rítmicamente junto con
el velero, apenas un par de adornos. Un farol encendido en la parte posterior.
Un molinillo de viento adyacente al mismo. Una pequeña bandera blanca, al otro
lado, en la proa, ajada y agitándose inclemente contra el leve viento. Un par
de atrapasueños tintineando a lo largo de los flancos del barco. Se mecían con
el movimiento de la nave, aumentando todavía más la sensación de fragilidad de
la misma, el aspecto de cáscara de nuez. Parecía que en cualquier momento
anunciaran su intención de hundirse.
Y de repente, sin
embargo, el sonido de los atrapasueños se apantalla de golpe. Desde una región
ilocalizable, se escucha un sordo rumor al principio suave, que se va haciendo,
sin embargo, más y más fuerte. Al cabo de unos segundos, es todo un estruendo.
Del interior de la nave surge en ese momento un hombre vestido desaseadamente,
con barba de pocos días, entre blanca y grisácea. Alza la vista hacia el cielo.
Ahora el ruido es tan ensordecedor que no hay otro sonido que se pueda
escuchar.
Una inmensa llamarada
roja, como una bola de fuego, atraviesa el cielo desde lo alto en una parábola
descendente que ilumina el océano. Lo que quiera que sea ese objeto avanza a
una inmensa velocidad. El arco que describe es perfecto, como si se tratara de
una flecha arrojada desde lo alto. Durante unos segundos, nada más que este
fenómeno gobierna todo el paisaje, llenando todo el vacío a su alrededor.
Luego, poco a poco, la
bola de fuego va alejándose paulatinamente de la zona y se marcha, siempre
hacia abajo, con su atronador sonido consigo. El cielo nocturno recupera de
nuevo su tono de un negro azulado. La paz parece estar retornando.
El hombre le echa un
último vistazo al cielo, y sin perder en ningún momento la calma, baja la
cabeza y se introduce de nuevo en el interior del velero. Los atrapasueños, que
han cambiado levemente el tintineo, haciéndose sus sonidos un poco más turbios
y desasosegadores. El mar no se ha inmutado ante todos estos hechos. Parece
como si se hubiera negado a hablar.
* * *
El océano se encuentra
esta vez más calmado. Una balsa de aceite, aparentemente, como si le costara
moverse y desperezarse bajo la inclemencia del brillante sol, que llega aquí
sin ninguna clase de impedimento y no permite la existencia de ningún tipo de
sombra. El hombre de la embarcación sale de nuevo al exterior. Comprueba los
aparejos de pesca y constata que todos están correctos. El atrapasueños no se
mueve. No sopla la más mínima brizna de viento.
Pero el hombre del
velero se apoya en la parte más exterior del barco para tener mejor visión. No
hay nada. Nada. En todas direcciones, tan sólo la mar océana, extendiéndose
kilómetros y kilómetros
sin ningún punto de interrupción. Y sin embargo, el hombre duda. Aguza el
oído. Olisquea el ambiente. Detecta el inequívoco aroma del petróleo. De uno
que no es el suyo. Y un leve zumbido que comienza a sonar. Para cualquiera
sería indetectable, pero no para él. Cuando tus sentidos llevan tanto tiempo
sin notar una cosa, su aparición imprevista, incluso a una enorme distancia, es
capaz de ser detectada sin riesgo a equivocación.
El hombre se acerca a
la parte posterior del barco y pone en marcha el motor. Tras unos breves
tirones, poco a poco el barco se va desplazando. Tras unos segundos, se pone
plenamente en marcha y el hombre la guía, alejándose de este punto y dejando
una estela de espuma en esta región del Pacífico…
* * *
La pantalla emitía un
sonido monocorde a intervalos regulares. El pitidito se encendía y se apagaba
conforme el radar iba dibujando círculos concéntricos que se reflejaban en el
tono verdoso del monitor, como ondas en el agua causadas por el lanzamiento de
una piedra.
-Jodido aparato –dijo
el controlador con mirada de odio, la cual amenazaba con estar a punto de
pegarle a un golpe-. ¿De dónde lo sacaste, de un carguero olvidado durante la
guerra fría?
El capitán se rió
entre dientes, mordisqueando la pipa mientras lo hacía. Se acercó con cierta
displicencia a su especialista y observó la pantalla, sin embargo, con cierta
cautela.
-Ahí dice que hay un
barco.
-Es imposible –dijo el
controlador-. Según los datos, tendría que ser una embarcación de mierda. Y
además, está en la zona de exclusión. Es más probable que el radar se
equivoque.
Los dos se
contemplaron durante un momento en silencio.
-Qué poco cariño le
tienes a estos bichos pese a trabajar con ellos –le regañó el capitán-. Este
cacharro lleva muchos años conmigo y créeme, nunca, pero nunca, se equivoca.
Nos ha salvado ya de un par de redadas en las que nos hubieran pillado de no
tener a mano este viejo cacharro. No será tan estiloso como los aparatos de
moderna tecnología con los que trabajabas tú –dijo dándole un par de golpecitos
a la maquinaria-, pero está hecho para durar. Los soviéticos lo hacían todo
pensando en la eternidad –sonrió.
El controlador le miró
con aire escéptico.
-¿Y qué podría hacer
un barco allí? Nosotros ya estamos haciendo algo excepcional acercándonos tanto
a esa zona. De no ser por la mercancía que llevamos –indicó señalando a la
parte de atrás del barco-, ni siquiera nos estaríamos alejando tanto de las
rutas habituales. ¿Qué puede hacer un barco ahí?
-Tal vez lo mismo que
nosotros –respondió el capitán, concluyente.
El encargado del radar
le miró con cara de sorpresa.
-¿Para qué se iba a
alejar tanto? Además, en esa zona no hay lugares donde poder parar o
aprovisionarse.
-Puede que esté haciendo algo distinto. Algo que requiera
soledad absoluta: ensayar una nueva arma secreta o algo. Si crees que nosotros
hacemos cosas ilegales, los gobiernos las hacen muchísimo más. No me extrañaría
nada de eso.
El operario negó con la cabeza.
-No sé. Me parece demasiado rebuscado. Y además…
Los dos mantuvieron la
mirada un momento.
-¿Además, qué?-replicó
el capitán.
El controlador desvió
la vista. Qué más le daba. Qué le importaba lo que pudiera hacer aquel barco.
Él era un hombre práctico, no como aquel capitán que pese a dedicarse a
transportar droga parecía creerse todavía un viejo capitán del siglo XIX. No
tenía mucho sentido continuar la discusión.
-Da igual. No tiene
importancia.
Pero mientras el
capitán se alejaba, satisfecho, contemplando con paciencia el horizonte, el
responsable del radar no pudo reprimir soltar una maldición por lo bajo.
-Además, siempre está
el riesgo de que te caiga un satélite encima –terminó la frase, y se puso a
mirar otra zona detectada por el radar.
* * *
Una vez más, la mar se
hallaba serena. El hombre de la embarcación escrutaba con atención el horizonte
mientras el velero avanzaba con parsimonia a escasa velocidad. El hombre, con
barba de unos pocos días, se rascó la cabeza, quitándose con ello la gorra que
le protegía del sol, y adoptó un aire resolutivo. Como un individuo que ha
decidido firmemente enfrentarse a su destino, fue a la parte de popa y apagó el
motor del bote. Permitió la apertura de las velas, las cuales se expandieron
levemente, mostrando un color entre amarillento y grisáceo como mezcla de los
efectos de la sal, el viento, el sol y el tiempo sobre las mismas. Sin embargo,
no las abrió completamente, sino sólo lo suficiente como para tenerlas preparadas
en caso de que fuera necesario, pero dejando que el barco se quedara parado
sobre la tranquila superficie de las aguas, apenas balanceándose levemente a su
compás. Luego el hombre se agachó sobre la cubierta del barco, situándose en
cuclillas, y esperó.
Al poco tiempo de
quedarse de esta manera, el sordo zumbido fue haciéndose más audible incluso a
oídos no habituados, e identificándose con el sonido de una lancha a motor. Con
el tiempo, incluso, un pequeño punto que se divisaba en la superficie de las
aguas se engrandeció hasta convertirse en una embarcación de este tipo. El
hombre del velero no alteró su postura ni tampoco su expresión conforme se
acercaba, ni siquiera cuando se hizo evidente que se dirigía hacia él.
Simplemente aguardó a que el barco se dirigiera poco a poco hacia su destino,
mientras observaba cómo, unos cuantos cientos de metros antes, empezaba a
decelerar. El hombre del velero se sentó sobre la quilla y depositó la vista
sobre él.
Poco a poco el ruido
del motor de la lancha se fue apagando y el barco se fue deteniendo, situándose
a tan sólo unos metros del velero. Cuando ya estuvieron suficientemente cerca,
ambos barcos estaban parados. Flotando, juntos, como dos animales que se observan
y que no saben si pactar o batallar. El hombre del velero seguía sentado sobre
su bote, a la expectativa. Entonces, de las profundidades del otro bote salió
una persona. Una chica joven. Apenas tendría veintipocos años. Pelo rubio,
gafas de pasta, se tapaba los ojos de manera inexperta para protegerse del sol.
Parecía que la acababan de sacar de la universidad, o quizás incluso (se
permitió una pequeña broma malvada para sus adentros el hombre del velero) del
colegio. En todo caso, seguramente se habría pasado los días entre bibliotecas
y salas de estudio. No tenía pinta de aventurera, ni mucho menos de intrépida
lobo de mar. Más bien, lo único que le faltaba era haber salido del interior de
la embarcación con un mapa y preguntar alguna indicación. Claro que uno no
llega a esta región del mundo habiéndose simplemente perdido, meditó el hombre.
El cual, sin embargo, permanecía imperturbable sobre la cubierta, como
aguardando una señal.
La chica, al salir,
tardó algunos segundos en acostumbrarse al sol y a la situación y reaccionar.
Pero después, trató apocadamente de iniciar una aproximación:
-Do you speak English? –preguntó, como primer intento de
conversación. Al ver que el hombre no contestaba, prosiguió-. Parle vous français?¿Habla español?
El hombre seguía impertérrito en su mudez. La chica siguió intentándolo.
-Deustch? Pу́сский язы́к?
Ante esta última frase
el hombre sonrió ligeramente. La chica pareció alegrarse súbitamente, aunque
vaciló a continuación antes de balbucear la primera frase medianamente larga en
ruso que decía en mucho tiempo.
-Me llamo Annette
–dijo ella, situada ahora en proa y tendiéndole la mano ahora que ambas
embarcaciones se encontraban tan próximas que casi podían tocarse. No obstante,
el movimiento no le quedó del todo digno y casi estuvo a punto de tambalearse
en dirección a las profundidades. Pero se repuso a tiempo y le acabó acercando
la mano. El hombre le devolvió el gesto y ambos cruzaron las manos, aunque la
falta de entusiasmo de él hizo que el gesto quedara un poco mustio. A
continuación pareció necesario que alguien hablara, y el hombre lo hizo, con
una voz algo ronca que parecía denotar un excesivo tiempo sin usarla.
-Preferiría no decirte
mi nombre, si es posible –dijo en un correcto francés, aunque no sonaba del
todo nativo.
La chica mostró gesto
de perplejidad.
-Ah, pensé que no
hablabas…
-Sí –le cortó él, con
tono amable pero algo seco-. E inglés. Y alemán. Y algo de ruso. Pero me ha
hecho gracia que lo intentaras con tantos idiomas distintos.
La chica pareció algo
cohibida de pronto. Parecía como si toda su inicial predisposición hubiera
sufrido un golpe que la hubiera echado para atrás. La chica se sentó. El hombre
se fijó entonces que iba en bermudas y chancletas, y que tenía la piel
enrojecida como si se hubiera quemado la espalda en la playa, en contraposición
con el moreno curtido que portaba siempre consigo el ocupante de la otra nave.
A un lado y otro, sin duda dos formas de distintas de llegar hasta allí: el
uno, un individuo avezado, un residente habitual. La otra, una recién llegada,
una turista en tierra enemiga.
-Seguramente querrás
explicar por qué llevas varios días siguiéndome –dijo él.
Ella asintió. Parecía
que llevaba preparada ya de casa la explicación.
-Trabajo en la Agencia
Espacial Europea. Soy una de las responsables de la reentrada de los satélites
o sondas que ya no nos sirven en la atmósfera para que se eliminen. Estas
sondas, cuando entran en contacto con la atmósfera, se vuelven incandescentes y
se van quemando por el camino en pequeños fragmentos, quedando sólo el núcleo
de titanio, que es el que se hunde en el mar. Para que esa masa de titanio no
dañe a nadie, tenemos delimitado un espacio de varios miles de kilómetros
cuadrados en el océano Pacífico, entre Chile y Oceanía, un lugar donde no hay
ninguna isla habitada, no existe ninguna ruta comercial, de hecho se prohíbe a
cualquier barco viajar, para que los satélites o sondas nunca pudieran
dañarles. Pero un día, en unas fotos tomadas por un satélite por otros motivos,
se encontró en esa zona de exclusión un… barco.
El hombre escuchó
todos estos detalles con atención, pero no dio signos de que ninguno de los
hechos le pareciera novedoso.
-Al principio creímos
que era un error, pero luego lo comprobamos. Intentamos ponernos en
comunicación con él, pero como a ningún otro barco se le permite entrar en esta
zona, no había forma de comunicarse con él, aparte de que, la vez que
intentamos establecer comunicación mediante un navío que se encontraba
realizando investigaciones cerca de la zona de exclusión, el navío no dio
señales de vida. Además, observando los movimientos por el satélite, nos
dábamos cuenta de que el barco no se encontraba a la deriva, sino que adquiría
direcciones, y con la poca resolución que pudimos adquirir, nos dimos cuenta de
que a bordo había un hombre… y que no parecía inconsciente, desfallecido o
perdido, sino más bien al contrario, parecía manejar el barco con bastante
criterio. Una embarcación que, por otro lado, apenas era un bote, con un par de
velas y lo que parecía un sistema a motor. El resto de mis compañeros lo
olvidaron: si no podíamos comunicarnos con el hombre, no podíamos hacer nada
más, y no íbamos a mandar ninguna misión a riesgo de poner en peligro la vida
de sus tripulantes, o de causar un retraso de varios meses que causara pérdidas
millonarias en el presupuesto de algún proyecto espacial. Mis superiores
aducían que la Agencia Espacial Europea ya había hecho bastante tratando de
establecer comunicación con el barco, y que si no habían podido (o si el
ocupante o los ocupantes del bote no habían querido) que ya no era
responsabilidad suya. Con lo cual, volvimos a proseguir el trabajo, sin más.
La chica se sentía
algo estúpida. La mitad de las cosas que le había contado eran probablemente
conocidas por ese hombre. Pero sin embargo, ella tenía necesidad de hacerlas
destacar. Luego tragó saliva: ahora es cuando llegaba la parte difícil.
-Pero yo no. Yo no
pude olvidarme. Seguía chequeando las imágenes del satélite. Las comprobaba
cada semana, y luego cada día. No podía imaginar… no me paraba de preguntar…
Qué podía hacer un hombre en esa zona del mundo, tan apartada, tan alejada,
tan… sola. Cómo había llegado hasta ahí. Y en el caso de que se encontrara allí
voluntariamente… por qué había elegido estar allí.
Sus ojos tintineaban
de emoción conforme lo decía.
-Y por eso compré este
barco… y he venido hasta aquí.
Ella se esforzó mucho
por no apartar la mirada en los segundos siguientes. Sin embargo, el semblante
del hombre, siempre inalterable, permaneció estando así.
-Has venido hasta
aquí… a preguntármelo.
La chica, dudosa a
pesar de que la pregunta sólo venía a reforzar lo que había dicho al principio,
movió el labio en un movimiento de vacilación.
-Pues… sí… la verdad…
más o menos.
El hombre sonrió.
-Y dime, Annette: si,
como tú dices, soy un hombre que, quizás de manera voluntaria, ha decidido
coger un barco y navegar con él hacia la región más solitaria del mundo… el
lugar más alejado que podría encontrar con respecto a cualquier otro hombre…
Guardó un breve
silencio antes de continuar.
-… ¿qué te hace pensar
que ese hombre querría hablar contigo?
La chica cerró los
labios, apretó los dientes, pero no contestó.
El hombre, sin mostrar
el más mínimo gesto de emoción ni de abatimiento por lo que había conseguido,
se levantó y se dirigió a la parte de atrás del bote. Allí, puso el motor de
nuevo en marcha y se puso a orientar la dirección en que el barco se movería
bajo el influjo de aquél. Luego, el velero se marchó, dejando a la chica de la
lancha contemplando tan sólo la estela, sola.
Sola en mitad del
Pacífico, sin nadie con quien hablar.
* * *
Los rayos podían verse
nítidos al compás de la tormenta. Aparecían de pronto, fugaces, restallaban en
la superficie del agua, y desaparecían para aguardar al trueno, que llevaba al
poco tiempo con toda su intensidad. Las olas se agitaban en el mar embravecido,
desplazando el barco con las velas arriadas como si se tratara de un patito de
goma arrastrado por las corrientes de un inmisericorde chorro en la ducha.
Parecía que el barco en cualquier momento iba a volcar y sumergirse sin remedio
en lo más hondo del océano: no obstante, el navío, de alguna manera, siempre se
mantenía rígido, siempre a flote, resistiendo aparentemente impávido (como si
estuviera apretando sus junturas) a los golpes bestiales del agua.
Y sin embargo, en el
interior, todo parecía aparentemente tranquilo. La luz eléctrica brillaba,
apenas se producía agitación y el hombre del barco se encontraba sentado quieto
en su silla. Callado. Observando a través de un ojo de buey con aparente
tranquilidad la tempestad que se estaba desatando allá afuera, la cual era aún
más impactante en contraste con la estática imagen del interior.
Y sin embargo, los
ojos del hombre no hacían más que desplazarse, como si estuvieran ardiendo por
dentro.
El barco llegó
relativamente pronto a las inmediaciones de donde se encontraba el otro navío.
A pesar del oleaje, el barco del hombre parecía dirigirse de manera bastante
recta hasta su objetivo; en cambio, el otro resultaba azotado implacablemente
por las olas. El hombre contemplaba a través de los cristales del barco, desde
el interior, la escena: esperaba no haber llegado demasiado tarde.
El oleaje se iba
haciendo cada vez más terrible. El bote pegaba saltos de un lado a otro, era
empujado hacia arriba y luego succionado, empujado y luego absorbido otra vez.
Los golpes de las olas retumbaban en el casco como si fueran el sonido de la
cabeza de un gigante golpeándose repetidamente con estrépito sobre el agua. Y
lo que parecía era que en cualquier momento el cráneo podía estallar.
Justo antes de abrir
la tímida portezuela que le separaba del exterior, el hombre se ató
repetidamente con una gruesa cuerda alrededor de la cintura, la cual había
atado a un grueso pivote de acero. A continuación, salió. El mar le azotó
enardecido, como si le escupiera al vociferar mientras le recriminaba el
haberse osado a hollar sus dominios. El hombre resbaló en un primer momento a
causa del viento y cayó de rodillas, pero consiguió agarrarse a tiempo para no
dejarse llevar por la fuerza de las olas que recorrían el casco de lado a lado
y amenazaban con separarle de él. Luego, avanzó poco a poco, en un esfuerzo
terrible, a lo largo de la barandilla del barco y consiguió, entre resuellos,
dejar libre una especie de asidero de metal de varios metros que comenzó a
desplazarse por el exterior del barco, de un lado a otro, mientras con la otra
mano, el hombre controlaba el timón para seguir el desplazamiento en dirección
hacia el otro bote. Poco a poco, el barco se fue acercando, y así lo hizo el
brazo mecánico que iba desplazándose junto con él. En un movimiento de unos
pocos centímetros –pero que al hombre se le antojó titánico- consiguió que el
brazo se enganchara en la quilla del otro barco, quedando rígidamente fijada, y
ambos barcos navegando juntos, resistiendo con más fuerza y equilibrio el
empuje de las olas, pero manteniendo una distancia fija gracias al asidero de
metal: su longitud, así como la sólida fijación que sostenía entre ambos
cascos, impedía que los dos barcos chocaran entre sí. Una vez logrado este
hecho, el hombre volvió sobre sus pasos, arrastrándose y dejándose deslizar
sobre la cuerda, hasta que accedió a la portezuela, la cual luego cerró, suspirando
hondamente en cuando su figura, con las ropas empapadas del todo, se metió en
el interior del habitáculo exhalando un gran suspiro, a continuación del cual
se derrumbó.
Al día siguiente, con
el temporal ya despejado, el hombre (ya con ropas cambiadas) caminaba con
fiereza sobre la cubierta del otro barco. Movía las manos de un lado al otro,
mientras la chica permanecía tirada sobre la superficie, con los brazos
agarrados a la quilla y la cabeza saliendo por el exterior del barco,
vomitando.
-¡Parece
mentira!-gritaba él-. ¿Creías que esto era un juego?¡Estás en medio de un
océano, el más peligroso del mundo!¿Es que no te imaginabas esto? Olas
gigantes, vientos huracanados. ¿Qué creías que era esto?
-¡Pues no debería
entonces llamarse Pacífico!-gritó dolida la muchacha, en lo que trató de sonar
una ironía pero se sintió más como una aflicción, sobre todo porque el esfuerzo
de decirlo provocó una arcada por la borda.
-¡Claro: Pacífico,
Pacífico!¿Sabes por qué le pusieron así? No, seguro que eso en tu universidad
no te lo enseñaron: pues porque su descubridor, el español Núñez de Balboa, que
era un asesino y un ladrón, lo encontró en calma cuando lo divisó por primera
vez. Y como lo vio así, se creyó que debía ser así todo el tiempo: ¡como para fiarse
de la primera impresión! Es el mar más embravecido y salvaje del planeta: ocupa
la mitad del mundo, ¡maldita sea, no se han hundido más barcos simplemente
porque no han tenido huevos de venir hasta aquí!
-¡No necesito
lecciones de historia!-replicó ella, reprimiendo una nueva arcada.
-¡No: necesitas
lecciones de sentido común!-le señaló con el dedo, aunque no pudiera verle-.
¿Pero a quién se le ocurre venir con esta… esta especie de barquito de papel a
la mitad del océano?¿Es que pensaba que tú sola, con apenas unas cuantas
lecciones de navegación impartidas por un instructor barato, ibas a poder
sobrevivir?¿En este bote de mierda?
-¡El tuyo
aguanta!-chilló ella ante el chaparrón verbal aún con la cabeza mirando al
agua, apretando las manos contra la barandilla del barco.
-¿Que si
aguanta?¡Fíjate bien, que es lo que tendrías que hacer, aprender a mirar!-se
desplazó de un salto a su barco, amarrado al otro, y comenzó a desplazarse por
la cubierta-. ¡Fíjate en la quilla: acero especialmente reforzado!¡Chapado
también por dentro!¡Aquí donde lo ves este bebé, que parece que no podría ni
llegar a puerto, tiene un motor que en comparación con su tamaño es como si un
coche llevara la potencia de un trasatlántico! Éste no es un barco de recreo
cualquiera como éste que llevas tú: está especialmente acondicionado, está
preparado para durar. Y está diseñado así especialmente por mí precisamente
porque se trata de mi vida, y me he ocupado personalmente de ello: no he venido
aquí como un juego, ni a satisfacer una pregunta estúpida, ni a venir aquí
creyendo que estás en virtud de una misión trascendental. Y si lo creyeras, al
menos podrías haber traído un barco mejor.
Entonces el hombre se
calló de improviso, como si se hubiera dado cuenta de que ensañarse con alguien
que ya está echando por la borda hasta su primer recuerdo de desayuno era
demasiado ventajista. Sin embargo, eso no disminuyó su gesto iracundo y su
mirada de frustración, como si no supiera adónde dirigir todo el furor que
llevaba dentro.
Finalmente, pareció
decidir encauzar el desasosiego interno de alguna manera, y adoptó un aire
resolutivo:
-Anda, quítate de ahí
e incorpórate. Te voy a enseñar una postura especial contra el mareo.
-¿Dónde la
aprendiste?¿En algún libro?-preguntó sarcástica la chica.
El hombre, que no
pareció captar la ironía, mientras se tumbaba para mostrarle la postura le
respondió:
-Al cuarto mes de estar navegando en el mar –le dijo, y le
comenzó a enseñar.
* * *
Era el atardecer. Una gran
bola roja caía en el horizonte, como si, cansada, hubiera decidido simplemente
dejar de flotar. El hombre y Annette contemplaban el cielo entre azul y
anaranjados mientras permanecían atentos a los sedales, pero no demasiado.
-Qué espectáculo –dijo
ella.
-Sí –respondió lacónico
el hombre, como si no se pudiera añadir nada más.
Los dos siguieron
callados. Luego Annette habló de nuevo. El hombre la dejó. Ya estaba
acostumbrándose a estos largos soliloquios que esta chica mantenía, a veces
parecía que consigo misma.
-Es extraño. Desde que
llegué aquí no me has preguntado ni una sola vez por qué ha pasado allí afuera.
Por algo de algún país concreto, de alguna ciudad, o a lo mejor de la liga de
fútbol. No sé, quizás hay algo que te interesaría averiguar.
El hombre miraba
concentrado la superficie de las aguas, como si en cualquier momento un pez
fuera a ser cazado por la caña.
-Y si te digo que de
allá afuera me digas una sola cosa, ¿qué es lo que me contarías?-preguntó.
La chica volvió la
cabeza.
-¿Una?
-Sí, una –respondió.
-¿Desde qué época? No
sé cuánto tiempo llevas aquí.
-Desde la época que tú
quieras –contestó él-. Te dejo que tú decidas.
La chica apoyó la mano
en la barbilla y meditó.
-Creo que los bancos
de tiempo. Creo que si tengo que contarte algo que realmente me ha gustado de
los últimos años, no sé cuántos, serían los bancos del tiempo. Alguien necesita
que le echen una mano, y tú se la echas. Él te da a cambio clases de ganchillo,
o te hace los papeles de Hacienda, tú a cambio le das clases a su hijo, qué sé
yo, cada cual da lo que puede según su tiempo y según lo que sepa hacer… Creo
que eso es más importante que cualquier acontecimiento histórico o cualquier
descubrimiento o invento que haya podido surgir…
El hombre puso cara de
satisfacción y, como si necesitara dar su permiso, asintió.
Se hizo de noche.
Realizaban una parrillada con el pescado que habían cogido. El olor a pescado
lo invadía todo, y hacía que las brochetas supieran más todavía a mar. Había
algo extraño en ese silencio. Parecía como si faltara algo, el canto perdido de
los grillos, que por supuesto no podía escucharse, pero quizás sí que hubiera
algo bajo el rumor de fondo de las olas, como si los pescados también pudieran
cantar. Annette se dijo que tenía que dejar de pensar sobre las posibles
conversaciones que mantenían (antes de que ella las devorara) las sardinas.
-Hay una cosa que me
parece más extraña aún –dijo el hombre-. Cuando llegaste aquí me dijiste que
quería saber por qué estaba aquí. Desde que nos volvimos a encontrar, en
cambio, y pese a que llevas conmigo ya un tiempo, no me has repetido esa
pregunta todavía. ¿Por qué?
Ella se cubrió las
rodillas con sus brazos, y se encogió de hombros.
-Me figuro que te pasó
algo: se te murió un familiar querido, acabaste desencantado de los hombres, o
pensaste que con todo lo que le estamos haciendo al planeta, la extinción era
lo mejor que podía pasarnos. No lo sé, pero también me parecen lógicas tus
reservas a decírmelo. No pasa nada. No tengo prisa. El día que quieras, me lo
contarás.
Pareció primero que el
hombre iba a callar, luego que iba a decir algo, y luego que iba a callar del
todo, y entonces se escuchó un hondo rugido que surgía desde el horizonte y
rompía con estrépito la noche cerrada. Ambos se levantaron, sobresaltados, y
contemplaron lo que caía: una gran bola de fuego que había surgido con furia
apocalíptica del ciego.
-Es… un satélite
–exhaló maravillada ella.
-Exacto –dijo él.
Guardaron un sepulcral
y reverencial silencio mientras lo veían.
-Hay grabaciones de
esto, pero… nada más. Debemos ser los únicos seres humanos del mundo que lo han
visto con sus propios ojos, en vivo, y tal y como siempre he querido que las
cosas se vieran… Ha habido más gente que ha pisado la Luna…
-En todos estos años
que llevo aquí lo he visto tres veces –dijo él-. La segunda fue hace unas pocas
semanas. La tercera ha sido aquí.
Ambos volvieron a
contemplar a la bola, que ahora perdía parte de su sonido conforme se adentraba
en la noche estrellada.
-¿No tienes miedo de
que un día te mate?-señaló ella, mirando hacia el satélite.
El hombre se encogió
de hombros.
-Puede hacerlo eso. O
un tiburón. O una tormenta. Quién sabe. Hay tantas formas de morir.
Volvieron a sentarse
de nuevo. Sin darse cuenta, ambos se encontraban más cercanos, como para darse
calor.
-Estamos en medio del
mar –dijo Annette-. No se ve ni un trozo de tierra. Tal y como estamos ahora
mismo, podríamos estar en cualquier lado. En cualquier lugar del mundo. El
Atlántico, el Índico. Donde quisiéramos. ¿Dónde eliges estar tú?
-Creo un filósofo
polaco, llamado Kolazowski, dijo que le gustaría vivir en lo más hondo de una
selva virgen de alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de
Madison Avenue de Manhattan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y
tranquila ciudad de provincias.
-Venga, no me vengas
con cuentos, ¿dónde estarías?
El hombre señaló hacia
un punto.
-En algún lugar de
Normandía. ¿Ves?, allí al fondo se ve un faro.
La chica miró a la
nada.
-Vamos a dirigirnos
hacia allí –espetó.
Y ambos se pusieron a
soñar.