lunes, 28 de abril de 2014

Relato: "No quiso salir"


NO QUISO SALIR
                                                                                                                                
            No quiso salir. Nunca lo hizo.

            Por más que los médicos lo intentaron, fue imposible. Al comprobar que el parto se retrasaba, decidieron inducirlo artificialmente; pero no hubo manera. Cuanto  más provocaban la contracción del útero con sus medicamentos, más se resistía el niño; se aferraba, desesperado, al cordón umbilical, a las paredes de la bolsa amniótica, con todas sus fuerzas. A punto estuvo de perecer entre estos agarrones, que destruían la placenta y causaban profusas hemorragias, las cuales fueron lo único que consiguieron definitivamente hacer desistir a los doctores. Intentaron entonces la cesárea, pero resultó también un esfuerzo inútil; el niño (o mejor dicho, la niña) intuyendo quizás la afilada hoja del bisturí al otro lado de la pared uterina, comenzó a revolverse con todas sus fuerzas. Era algo nunca visto, que dejó sorprendidos incluso a los más expertos, los cuales declaraban no poder imaginar que tanta resistencia fuera posible en una criatura que apenas tenía un desarrollo cerebral definido y a la que, por tanto (creían ellos), le era imposible entender lo que acontecía a su alrededor. Al final, agotados los recursos, los médicos tuvieron que abstenerse, eligiendo con ello el menor de los males posibles, para no infligir un daño aún mayor a la madre y al hijo. El niño se quedaría allí, hasta que quisiera (no, perdón, en teoría no dependía de él) provocar el parto, o que se iniciarse él solo, o hasta que muriese, lo que antes ocurriera. El aborto, por supuesto, y dado lo avanzado de la gestación, y la mentalidad de la época, era impensable. El feto, por primera vez en muchos días, comenzó a sentir alivio, y a volver –si alguna vez lo hizo- a dejar de respirar.

            Los familiares no lo entendieron. El padre no lo entendió. Algún tío (o tío en potencia) exigió una explicación racional a este hecho acientífico. Los médicos sólo se encogieron de hombros y se acogieron a la evidencia. No había nada que hacer.
           
            ¿Por qué decidió no nacer? Todavía es un misterio. Quizás fue un sentimiento de abandono, tal vez se sintió muy solo conforme las periódicas contracciones del parto le iban recordando su triste destino, que habría de afrontar en soledad, atravesar entre empujones ese magma de dolor y huesos y salir a un mundo estremecedoramente grande y frío; o no, quizás no, tal vez era ese remoloneo que tenemos todos cuando no queremos salir de la cama y decimos “un minuto más, mami, tan sólo un minutito más”. Puestos a pensar, bien pudo ser el miedo escénico, el nerviosismo al preguntarse si lo haría bien, si estaría a la altura, la vergüenza al verse delante de tantas personas, todas mirándole a él, todas vestidas, y él ahí, desnudito. Quizás fueran ganas de llamar la atención. O tal vez…

            O tal vez, conforme fue avanzando por el canal del parto, ella, como quizás todos los fetos del mundo, tuvo una visión, y contempló el futuro: escudriñó cómo iba a ser su vida a lo largo de los próximos años. Contempló su propio nacimiento, que acontecería en tan sólo unos minutos, y también su muerte. Sufrió con anticipación los malos tratos que le infligiría su padre, y lloró con las lágrimas que surcaban el rostro de su madre; vislumbró la violación que le acontecería a los veinte años y sintió mil veces la amargura ante la pasividad de un testigo que no se atrevió a denunciarlo; contempló su huida de orfanato en orfanato, y su adicción a las drogas. Y, en medio de este calvario, del tormento psicológico, cuando ya había alcanzado la vagina, la niña, al contrario que el resto de sus compañeros llegados a este punto, y que optan siempre por seguir adelante (¿mentes insuficientemente desarrolladas?, ¿resignación ya aceptada?, ¿miedo a la alternativa?, ¿o, quizás, la ingenuidad suficiente como para que creer que su destino aún puede ser modificado?), ella dio marcha atrás. Se defendió, como gato panza arriba, de los empujones del útero. Decidió permanecer allí, pasara lo que pasase. Hasta que definitivamente, por fin, hubo conseguido su propósito. Cuando escuchó cómo los doctores tomaban una decisión definitiva sobre su caso, sus doloridos huesos, esta vez sí, pudieron por un momento descansar…

            No saldría allí afuera, a ese futuro ingrato y demoledor; no sufriría esos martirios. Se quedaría allí, con su madre, la que siempre la había alimentado y protegido, al menos hasta que encontrara una alternativa mejor. Si la hubiera…

            El padre fue uno de los que no lo entendió. Era un hombre brutal; un ser primitivo, educado en los rigores del campo, en el predominio de los músculos que hacen arar los campos (cuando todavía no existía ninguna clase de máquina que pudiera sustituir la labor del hombre) y de los que dependía la cosecha; músculos que eran generosos para la comunidad pero que, al mismo tiempo, cubrían de terror a aquellas mujeres a las que atenazaban en aquellas correrías nocturnas que los aldeanos no pudieron, o no quisieron adivinar, al ser el preferido del patrón, en sus propias y empresariales palabras, “la mano de obra más rentable que poseo”. No, no lo entendió, ni lo quiso entender. Su corta mente no daba para elucubraciones propias de los cuentos de hadas, para niñas que no salían, para fetos que razonaban. Casi zarandeó a los médicos, que llegaron a temer por la indemnidad de su columna ante los rudos aspavientos de las monstruosas manos, y sólo el reconocimiento social que por aquel entonces mantenía todavía la profesión de la medicina impidió que el labriego se atreviera a dar un paso más violento. No teniendo a quien descargar la culpa, y sin otra posible reacción ante su incapacidad de comprender, salió del hospital, se marchó a su casa, e hizo trabajar a los bueyes hasta que reventaron.

            Su madre, en cambio, era distinta. Muy distinta. Al escuchar a los médicos comunicarle -en último lugar, después de haber informado a cada uno de los miembros del resto de su familia, casi como si no fuera con ella-, que iban a cesar en la búsqueda del parto, simplemente cerró los ojos, y esbozó una sonrisa de satisfacción. Solía reaccionar así, sin hablar, ante la mayor parte de los acontecimientos; precisamente por ello sus padres, sus tíos, sus hermanas, la consideraron estúpida desde su nacimiento, como si aquella mirada angelical, y aquella callada manera de hacer las cosas implicaran una tara mental irreversible que le impidiera asumir ninguna elección sobre nada, dándole derecho a los demás para tomar decisiones por ella. Nunca le habían consultado nada (algo que ella nunca había reclamado), ni siquiera su boda, que fue rápidamente organizada por su hermana mayor -celestina, lianta, amiga de los chismes y capaz de destruir la reputación de cualquier chica que osara desafiarla, arrastrando su nombre por el fango a lo largo del pequeño pueblo- al constatar que el mozo favorito del patrón depositaba sus ojos sobre la inútil de su hermana, pensando con ello que habían encontrado por fin el único beneficio que podían sacar a la pelele que les había tocado sufrir en desgracia a sus padres. Cuando le comunicaron, sin embargo, que iba a ser la esposa de ese hombre, lejos de las muestras de alegría que su hermana hubiera esperado de cualquier mujer –pues era bien sabido que aquel varón era el objeto de deseo de casi todas las concupiscentes muchachas del pueblo-, ella, sin embargo, calló muda. Bajó los ojos y, sin más que añadir, suspiró. Sus padres la interpelaron sobre su silencio, preguntaron si tenía algo que añadir al respecto, aunque, dijera lo que dijese, ella sabía, nada les haría cambiar de opinión; la decisión estaba tomada, y el interrogarla por su permiso era tan sólo un rigor. Por eso calló y aceptó, resignada. En un pueblo de bárbaros, paletos, ignorantes, su destino, y el de todas las mujeres de su época, implicaba obligatoriamente casarse con alguien; y en aquel pueblo, no iba a encontrar mucho más. Solamente hizo un despecho: cuando juró ante el cura (el sí quiero sonó lacónico, apagado, triste, hubo de repetirlo dos o tres veces para que lo oyeran, no estaba acostumbrada a hablar para que la escuchasen), cruzó imaginariamente los dedos en su mente; pensaba que así, en parte, conjuraría el hechizo. Tal vez ahora, pensaba en estos momentos, con esa niña en su vientre, estamos contemplando los frutos de ese sortilegio.

            La noche de bodas fue normal: tan normal como puede serlo cuando transcurre con una bestia. Ella sólo pedía que al menos la acariciase una o dos veces; él, buscaba rememorar sus merodeos nocturnos en mitad del campo. Lo que más le disgustó al marido, y quizá por ello fue más violento aún, era que ella no gritara, como las otras, sino que se quedase pulcra y escrupulosamente callada, dejándose hacer, durante todo ese tiempo. Al poco tiempo, supieron que ella estaba embarazada. Fueron nueve meses muy largos. El marido no entendía cómo su mujer no era como el resto de las chicas, las cuales todavía se le acercaban, y a las que él todavía correspondía (excluimos, por supuesto, las que tuvieron la desdicha de encontrarse con él de noche, y que no comentaban nunca sus episodios entre las otras); mujeres que se ambicionaban entre sus fuertes y poderosos brazos los cuales, al cultivar la tierra, las sostendrían a ellas y a sus familias, de no ser por la mosquita muerta de su mujer, la cual tan sólo estorbaba en las fantasías en las que el favorito del patrón vertía sobre los campos la simiente, y les introducía su hombría entre las piernas. La comunicación entre los miembros del matrimonio era mínima. Ella realizaba las labores del hogar mientras él se dedicaba a hacer lo que siempre hacía; dormir, beber, salir de caza, emborracharse con los amigos… No hizo el mayor esfuerzo por comprenderla. Tampoco hubiera podido; una vez, incluso, se sintió confuso, cuando la descubrió leyendo a escondidas.

            Para la madre, al contrario que para el resto del mundo, lo que acababa de acontecer con su hija no era una desgracia, ni una monstruosidad de la naturaleza como creían sus padres –los correspondientes abuelos-, ya que esto, “no era lo natural”. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, ¿dónde va a estar una hija mejor que con su madre? Su madre, que la ha estado cuidado y queriendo durante todos estos meses, que la ha acariciado a través de la barriguita, que le ha contado cuentos, que ha comenzado a enseñarle a hablar; que le ha revelado los secretos de la música a través de un gramófono, y el programa de radio de clásicos populares.

            Y por eso, sonreía. Sonreía y callaba, como había hecho siempre, cuando otros la tomaban por lela por alegrarse ante el nacimiento de la primavera o el crecimiento de una flor, cosas que a ella le parecían las más importantes de la vida, por muy insignificantes y escasamente prácticas que las consideraran el resto del mundo. Sonreía, porque sentía que, por primera vez en su vida -tan controlada desde el inicio por los demás-, alguien, por fin, había tomado una decisión por sí misma, y no por la influencia de intereses ajenos: por su propio bien, y por el de las personas a las que amaba. Y ese alguien, ésa persona que había elegido una opción clara y firme (la cual ella, debido a las circunstancias de su entorno, nunca hubiera podido tomar), ese alguien, había sido su hija. Su elección, trascendiendo incluso los límites de lo lógico, de lo racional, de lo real, les estaba llevando a las dos a un camino distinto al que todos habían ido construyendo para ellas mismas. Un camino, sin duda este último, que no podría traerles más que desdichas. Un destino, del que se habían salvado.

            Estaban juntas en esto. Eran dos, madre e hija, como todas las demás, pero más que todas las demás. Porque desde antes incluso del nacimiento habían sentido esa sutil complicidad que caracteriza a las mejores amistades femeninas, y que lleva una intimidad que nunca podría igualar la relación con ningún hombre. Porque estaban trabajando en equipo por un mismo objetivo. Porque, cuando una de ellas cayera, sabría que la otra estaría allí para ayudarle. Porque se apoyaban.

            La madre volvió a su casa. Su familia no le dijo demasiado. No consideraban que fuera lo suficientemente inteligente para entender lo que estaba pasando, y ni tan siquiera la intentaron hacer comprender. Ya en el pueblo, los rumores se habían extendido por todas partes. Se hablaba de maldiciones, de males de ojo, de “Con esa madre, qué cabía esperar”, de “Yo nunca me olí nada bueno”, comentaba alguna… Comenzaba a sentirse (lo había sentido siempre, de todas maneras) como una de esas mujeres de la Edad Media las cuales, por nimias diferencias que las separaban del resto de las mortales, son tachadas de demonios o de brujas, y condenadas a la hoguera un día de éstos, menos tarde o más temprano. Para ella, ese día había llegado. Y por eso, y sin decirle nada a nadie, comenzó a hacer las maletas.

            Porque su hija no merecería haber nacido en un sitio así. Porque la vida que le esperaba, y que ella había intuido desde antes de nacer, no era una que se mereciera. Porque ninguno de nosotros escogemos, ninguno tenemos la oportunidad de escoger, si queremos nacer o no, si amamos a esos padres que nos darán la vida sin consultárnoslo, si deseábamos o no ese defecto que inexorablemente nos va a hacer infelices. ¿Quién eligió ser judío en la Alemania nazi?¿Quién tiene el atrevimiento de nacer en África hoy en día? Su hija fue distinta. Su hija eligió.

            No podemos hacer mucho más. Vivimos rodeados por la imprevisibilidad de un mundo en constante cambio. Pero, al menos, en un pequeño aspecto, su hija había podido opinar. Podría nacer cuando quisiera. Y sobre el dónde, ya se encargaría su madre. Una madre que abandonaba todo lo que había conocido hasta entonces para buscar, en algún lugar adecuado, un ambiente y una situación en la cual su hija, por fin, se sintiese a gusto, y pensara que tenía la oportunidad de ser feliz. Y, para entonces, ya serían amigas. Para entonces, ya le habría enseñado a hablar, y ya la trataría como a una niña mayor. Desde antes, mucho antes, serían amigas.

            O tal vez no. O tal vez ni siquiera eso. Tal vez se quedase allí para siempre, permaneciendo sin más junto a ella. Calentita, en su pequeño saquito de líquido amniótico. Contenta, escuchando a su madre hablar, durmiendo arrullada por el sonido de sus nanas, una madre a la que no le importaría el peso de ese volumen, la incomodidad de los movimientos, ya lo dijo el refrán, sarna con gusto no pica, cómo se nota, protestará alguna, que el que dijo aquel refrán nunca tuvo de verdad sarna. Soñando, tal vez, por supuesto, con lo único que puede soñar un feto, lo único que conoce: tacto, oscuridad, tal vez música. Por lo menos, allí nadie le hará daño. Quizás allí, probablemente, pudiera ser de verdad feliz.

            La madre terminó las maletas, y salió de la casa. Veía de lejos una figura humana en los campos, tal vez fuera su marido, buscando ya el consuelo de alguna otra, más normalita. Nadie lamentaría mucho su ausencia. Estaba atardeciendo.

            Y sin embargo, pensó contradictoriamente la muchacha, esto es un amanecer...

lunes, 21 de abril de 2014

La historia corta de abril: Naúfrago

                El hombre vivió una existencia cotidianamente anodina, y aburridamente gobernada por el trabajo, durante toda su vida. No obstante, cuando se jubiló, por fin decidió dedicarse a su verdadera pasión: iba a escribir. Por eso tomó un avión y se dirigió a una isla remota donde pudiera con fruición aislarse y encomendarse a su tarea. Pero su avión se estrelló. Sobrevivió y quedó como un náufrago.
                Mientras realizaba todos los preparativos para permanecer un largo tiempo en la isla, el hombre sopesó sus opciones: a su edad y bajo esas condiciones, no creía que fuera a durar mucho. Unas cuantas semanas, un mes, unos pocos más si no lo devoraban las fieras o antes de que un huracán lo desmembraba en mil pedazos. No tenía mucho tiempo. Pero las historias estaban allí. Se encontraban en su cabeza. Se trataba sólo de darles una forma, de idear un sentido, de hilvanar un discurso, y una vez hecho esto, a falta de papel, de pluma, de discos duros, de una máquina de escribir decente, grabarlo todo a fuego en su memoria. ¿Y cómo hacerlo? Incrustándoselo en la cabeza. No se le ocurrió otra manera. A fuerza de repetir, de repetir, de repetir, encontrando las mejores voces para su relato, como hizo sin duda Homero en su día, conforme intuía qué giros verbales y anécdotas concretas cautivaban en mayor medida a los primeros y más honestos espectadores de la Odisea. Y eso hizo. Construyó un refugio; cazó animales; e ideó libros. Un total de casi diez, a lo largo de más de ocho años.
                Cuando le rescataron, lo primero que pidió no fue ropa ni comida ni tan siquiera papel higiénico. Exigió que le llevaran ante un ordenador y las escribió todas, de corrido, a lo largo de tres semanas, deteniéndose lo mínimo para ejecutar sus necesidades esenciales. Cuando terminó, durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Nada más despertarse, le informaron de que sus obras se habían convertido en un éxito.
                Algún periodista, en entrevistas muy posteriores, años más tarde, apuntaba: “Qué pena que no hubiera usted redactado esas obras antes de haberse estrellado. La búsqueda hubiera sido más intensa y le hubieran encontrado antes”.
                A lo que él respondió: “¡No!¡En absoluto! Olvida usted lo fundamental. Si yo ya hubiera escrito esas obras, no hubiera tenido ninguna razón para seguir vivo”.

martes, 15 de abril de 2014

El relato de abril: "El personaje olvidado"

Un relato sin ninguna base real, escrito únicamente a modo de ficción. Sin plantear plausibilidad alguna ni pretender que os lo toméis demasiado en serio. Que lo disfrutéis.

                                                         El personaje olvidado

           

            <<A la hora de relatar esta crónica, siento una gran congoja en mi interior. Lo hago porque sé cuál es la importancia de esta historia, y cuáles las posibilidades de que este documento altere totalmente la percepción que muchos hombres y mujeres tienen de un hecho que, aún ocurrido antes de que ellos nacieran, en muchos casos, ya forma parte indiscutible de sus propias vidas. No obstante, me veo en la obligación de escribir estas líneas, las cuales, sin embargo, no sé si alguna vez verán la luz. En todo caso, he de ponerme ya a redactarlas. Si no lo hago ahora, probablemente no me atreva a hacerlo jamás.

            Esta historia describe parte de aquellos hechos acontecidos en un rincón del mundo que, sin embargo, ha querido capitalizar buena parte de la historia a fuerza, entre otras cosas, de que sus habitantes se muelan a golpes los unos contra los otros: la región que denominamos Palestina. Los acontecimientos transcurren en una fecha para muchos conocida: el año 33 después del nacimiento de Cristo, más o menos. Sí, Cristo; pues es él de quien estamos hablando. O, sobre todo, de un personaje: del más desconocido, y olvidado, de todos aquellos días. Aquél a quien llamaban José de Arimatea.

            ¿Qué sabemos de él? Poco, por no decir nada. Se dice que era un judío acomodado, devoto de la religión (apenas religión puede llamarse, pues todavía no se había salido demasiado de la vertiente judía original de la que provenía) que predicaba Jesús, pero que lo mantenía en secreto, por temor a las autoridades. José de Arimatea, sin embargo, al ver condenado a su secreto líder, a Jesús, surge de la oscuridad, da un paso adelante, y le pide a Poncio Pilatos permiso para enterrar a su inconfesable héroe en un pequeño sepulcro de su propiedad. La historia nos muestra a José de Arimatea como el hombre que, atemorizado al principio, se atreve a reconocer su fe y a dar la cara por Jesús en un tiempo en el que Pedro reniega de él, y la mayor parte de los apóstoles le han abandonado. El pusilánime con el que los apóstoles no querrían juntarse, y que ahora los aventaja a todos ellos; el hombre ante el cual, a pesar de su desprecio, han de postrarse a causa del favor que le otorga a su maestro. No por regalar un sepulcro que le sobraba (qué mérito tiene, pensarán los discípulos que malviven en la miseria), sino por demostrar un valor que a ellos les faltó. A él, que cargaba encima con la vergüenza de ser rico –pues ya lo dijo Jesús, es más fácil para una gruesa maroma* pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de los cielos-, ahora puede mirar por encima del hombro a todos aquellos que le menospreciaban con el gesto, y le miraban por encima del hombro, y esto hace que sea doblemente odiado, incluso por aquellos que cargan la cruz con él cuando descuelgan al Cristo y lo llevan al ya mencionado sepulcro. Ésta, como decimos, es la historia oficial: pero recordemos que ésta no siempre se corresponde con la realidad.

            José de Arimatea, a pesar de la deformación que ha sufrido posteriormente en la Historia, que le ha moldeado según correspondía no a la realidad que fue, sino a la que conviene en estos momentos que sea, era un colaboracionista: trabajaba codo con codo con los romanos, y era uno de los más prósperos mercaderes en el comercio con éstos. Era pues, un renegado, y así lo consideraba la resistencia judía que se oponía a la dominación romana, y que clamaba constantemente por vencerla, en numerosísimas facciones y grupos armados que organizaban revueltas y levantamientos populares. Todos estos hombres, entre los que se incluirían, más adelante, los Macabeos, y otros muchos nacionalistas judíos, no conseguirían, sin embargo, más que mucha sangre derramada y sus propias vidas destruidas, porque no era entonces cuando le tocaba caer al Imperio Romano, sino muchos años más tarde. Pero eso todavía no lo sabían ellos, que se empecinaban en una disputa inútil contra un muro que siempre les rechazaría, sin poderse derribar. Es lo que tiene la imposibilidad de leer el futuro, nos conduce a una gran cantidad de esfuerzo derrochado para un acontecer que nos es incierto. ¿Hubieran combatido los Macabeos, y otros grupos afines, si hubieran sabido que su único destino era la muerte, sin por ello conseguir liberar a Israel?¿No añorarían, incluso (si fueran conscientes de lo que iba a ocurrir con su tierra) la dominación romana, en lugar de lo que vendría después? Quién sabe: a lo mejor hubieran luchado de todas maneras. Es una propiedad de las revoluciones, que no se hacen nunca por la causa por la que dicen hacerse, sino por los revolucionarios: su misma presencia exalta a la rebelión, por una causa justa o injusta, eso es lo de menos. Tal vez hasta bajo esas condiciones hubieran aceptado el reto, incluso asumiendo que su destino era perder. Tal vez, incluso, así lo hubieran disfrutado más.

            Siento que la historia me lanza mensajes entremezclados con mi relato: noto que, entre los párrafos que yo escribo, hay divagaciones interpuestas que no son las mías, sino dictadas por otro. Pero en fin, no me entretendré en esto: bastante retraso estoy teniendo ya escribiendo estas líneas, y pronto he de volver a mis obligaciones.

            José, por tanto, era un hombre en buena posición, capaz de contemplar, desde la distancia, el avance que la doctrina de Jesús estaba logrando entre las clases más humildes. Normal. Una religión que proclama que, a pesar de nuestra innoble existencia sobre la Tierra, encontraremos en los cielos una opción de felicidad, siempre y cuando permanezcamos como personas pacíficas y piadosas durante este breve valle de lágrimas; que presta poca atención a ricos y a fariseos, pero sí al hombre corriente de la calle; que les dice a los publicanos y pecadores que es de ellos de quienes más preocupado está Dios. Las religiones son una compraventa: se ofrece algo, y la gente lo adquiere, o no, en tanto satisface y complace su gusto. El entonces recién nacido cristianismo tenía muy buenos activos con los que comerciar, y así lo sabían tanto las autoridades judías, preocupadas por el ascenso de ese desconocido, Jesús -ese hombre que no había requerido años de estudios ni necesitaba un poderoso mecenas que le respaldas-, como por los romanos, a quien ningún cambio, incluso aunque aparentemente insignificante y ajeno a la política, podía sentarles bien. Pese a que los poderes religiosos judíos clamaban por la cabeza del Mesías (el trigésimo segundo en los últimos tiempos), los romanos no parecían inquietarse demasiado por la suerte de un hombre que consideraba concordante con su doctrina pagarle los tributos al César (“al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”). Sólo José de Arimatea comprendió la preocupación de los judíos. Sólo él, sin embargo, pudo vislumbrar, desde la perspectiva que le daban sus conocimientos, y su amplitud de miras, las oportunidades que se le ofrecían a los romanos bajo la aparentemente nimia figura de Jesús.

            Al fin y al cabo, pensemos que José de Arimatea era un comerciante, y como tal, las revueltas de judíos, secesionistas y demás revoltosos, le interferían en sus negocios en la misma medida que una plaga de langostas. No era extraño, por tanto, que viera en esta nueva orientación religiosa una forma de librarse de estas continuas luchas que, intermitentemente, entorpecían la industria y el comercio, sin que él ni nadie pudieran hacer nada para evitarlo. Los romanos, en su táctica del yunque y el martillo, versados en La Guerra de las Galias, las tres guerras púnicas, y manuales militares al uso, se negaban a contemplar ninguna otra solución que no pasase por la completa sumisión de los judíos al omnímodo poderío de Roma. No obstante (pensaba José, el de Arimatea), tal vez haya alguna solución más sutil y, desde luego, más eficaz. Al fin y al cabo, una piedra no puede pasar a través de un pequeño agujero; pero el agua, líquido elemento, sí que es capaz.

            José de Arimatea razonó así: tenemos por un lado el judaísmo, religión que lleva los cuatro mil años que ha subsistido en el mundo blasfemando contra los dominadores extranjeros que han pasado por su historia, los cuales han sido muchos. Poseedora de un dios vengativo y perverso que no se toma a broma a quienes atacan a su pueblo. Los egipcios, asolados por siete plagas; los filisteos, masacrados por Sansón. Sólo Ciro, que liberó al pueblo de Israel, sale bien parado en la Biblia. No es un colectivo, sin duda, muy respetuoso con sus señores: al menos, según su religión actual. Esto no puede ser bueno para los romanos. Y, por tanto (piensa José), no para mí.

            Pero pensemos en el cristianismo: éste es distinto. Pese a los arrebatos ocasionales de Jesús –escasos, sin duda, comparados con la ferocidad de sus contemporáneos-, es una religión, en general, que predica la paz. Que no tiene tanto en cuenta el poder político presente, sino, más bien, los futuros bienes en el reino de los cielos. Que no ha levantado, de momento, la mano contra los romanos, y que no ha cedido a las provocaciones que estos continuamente presentan. A José se le pudo haber pasado por la cabeza que Jesús creía en lo que decía, que era en sí mismo un hombre pacífico; pero José era por natural pragmático, y creía poco en idealismos. Más bien, pensaba que Jesús era un buen estratega, un hábil encantador de serpientes, y que sabía que ninguna religión que se opusiera al Imperio Romano podría durar mucho tiempo, y menos aún su líder. Era un tipo listo, sin duda; eso había que tenerlo en cuenta.

            Pero una religión así era justamente lo que le convenía a este pueblo, siempre insatisfecho y desobediente; un poco de serenidad y de agua fría en esta tempestad de almas y armas, hierro y fuego. Un pueblo que cree que lo importante no es esta vida, sino la siguiente, no pensará en desaprovechar este efímero lapso que nos ha sido otorgado para maltratar a los romanos; menos aún si la violencia para batallarlos se halla en contradicción con los actos que habrán de conducirles al paraíso celestial. Era, por tanto, una oportunidad preciosa para todo aquel que quisiera apaciguar los ánimos de tan osado e indómito pueblo. El único problema, sin embargo, era conseguir que esas tercas mulas, también denominados israelitas, consintieran en imponer el mensaje de Jesús sobre todos sus antiguos prejuicios, supersticiones y creencias. ¿Cómo se podría conseguir esto?

            José de Arimatea era un hombre astuto: recordaba el ejemplo de Sansón, que murió bajo los escombros de su particular coliseo para aplastar a los filisteos; o el de Moisés, que no pudo entrar en la tierra prometida para así poder acercar a su pueblo los confines de ésta; no se le pasaba por alto el impactante efecto de imagen que tuvo el cuerpo ensangrentado de César ante los romanos, para conseguir que éstos le considerasen como a un dios, y que apoyasen a aquellos que dijeron defender su memoria. El martirio tiene un efecto llamada para nada despreciable, y sirve de vehículo para cualquier mensaje que queremos difundir entre la ferviente marea, crédula de profetas y ansiosa devoradora de héroes. La muerte –o, mejor dicho, el sacrificio- de Jesús, por tanto, podía servir de majestuosa ocasión para conseguir que a los aún escépticos hebreos les entrasen por fin las enseñanzas de Jesús en su obstinada cabeza: y así se lo comunicó el mercader de Arimatea a los romanos.

            A éstos, en un principio, les sonó extraña esta estrategia, pese a los sólidos argumentos que empleó José para convencerles de sus beneficios, así como el profundo conocimiento que demostró acerca de las enseñanzas de Jesús (esto lo justificó como parte de su investigación para conocer los entresijos del mensaje de este último, aunque a los romanos no les satisfizo mucho esta explicación, de parte de alguien que se había imbuido demasiado de una doctrina que aún no sabían si era del todo inofensiva). No obstante sus dudas y desconfianzas, a los romanos ni les iba ni les venía demasiado la cuestión de Jesús. Y, al fin y al cabo, si la idea prosperaba, podrían encontrar, tal vez, un poco de paz y sosiego en estas tierras. Y si no prosperaba, en todo caso, se habrían librado del molesto culto a un hombre que podía ser potencialmente peligroso. Con lo cual, no había mucho que perder, y sí bastante que ganar.

            Se decidió, entonces, que visto que Jesús se acercaba a Jerusalén, después de un largo periplo, con motivo de la Pascua judía, se aprovecharía este momento para hacerle preso, y sería entonces cuando se haría público un juicio que no tendría de éste sino la más somero apariencia. Pilatos decidiría que no quería mojarse demasiado en este asunto, y, a pesar de firmar la condena, le cedería toda responsabilidad a las autoridades del Sanedrín; de esta manera, Roma no se colocaría como el artífice de la agresión, sino que dejaría ese carga, para bien o para mal, en manos de los judíos, quienes serían los posibles perjudicados de la ira de los seguidores de Cristo (en el caso, como decimos, de que tuviera lugar una conversión en masa ante el martirio; como se vio posteriormente, esto no fue en realidad así –oh, planes maestros, que nunca salís como estáis previstos-, y los discípulos de Jesús tuvieron que esconderse durante largas temporadas antes de salir a predicar por los caminos). Los romanos, en cambio, tendrían poco que perder ante un sacrificio que no era suyo, y ante unas hordas a las que tanto se les había recalcado la importancia de la no violencia.

            El plan se preparó con sumo cuidado, y ya estaban casi todos los cabos atados. No obstante, hubo un problema. El primer día que Jesús llega a la ciudad, asalta el templo, lo proclama una cueva de ladrones. Mal presagio. No parece muy pacífico el Mesías que esta gente predica, pues. En todo caso, más razones todavía para eliminarlo. José de Arimatea, sin embargo, llama a la calma entre sus aliados: cree que, al principio, los seguidores de Jesús estarán asustados por lo que le ha ocurrido a este último, temerán por sus propias vidas, y no reaccionarán, apaciguando cualquier conato de violencia. Será poco a poco cuando comiencen a dejar que la lección del martirio penetre en sus corazones, y se armen de valor. Unos pocos al principio, después algunos más, comenzarán a predicar de nuevo, y de esta forma finalmente se extenderá el mensaje de amor y paz por estas tierras. O al menos, eso espera José, a quien los romanos le empiezan a considerar como un temerario, como muy poco, o como un doble agente, si nos ponemos capciosos.

            En todo caso, ya era un hecho: la influencia de Jesús era demasiado fuerte como para no ser tenida en cuenta. Los romanos, por tanto, decidieron seguir con el mismo plan que tenían trazado. Encontraron pronto un hombre que les revelara el paradero de Jesús en el momento adecuado para prenderle. Se trataba de Judas Iscariote, uno de los seguidores -¿apóstoles, les llamaban?- de Jesús, el cual le traicionaba, Dios sabía por qué, estos judíos, tan fanáticos para unas cosas, tan volubles para otras. Acaso se podrá amar una religión, pero no a un hombre, acaso no es lo mismo Dios que un amigo, acaso hay un momento para el altruismo, y otro para las bajas pasiones. O tal vez tenían cierta razón esos rumores acerca de los celos que sentía Judas del poder de Jesús, de su capacidad de convicción, o ciertas desavenencias en cuanto a la doctrina (pues bien sabemos que todo seguidor, en cuanto se siente traicionado por su maestro, cuando siente que éste se contradice una sola vez –como hizo Jesús al aceptar que le limpiasen con aceite y ungüentos, a pesar de la oposición de Judas-, se convierte, como un adolescente de fulminantes veredictos, en todo o nada, amor y muerte, en su más afamado detractor, y en su más formidable enemigo); tal vez, incluso, eran ciertas las habladurías acerca de los celos por el amor de cierta mujer que acompañaba a Jesús a sus viajes, y que se decía era prostituta, o la mujer de Jesús, o sabe Dios qué realmente, y que Judas ambicionaba (o tal vez no: quizás, de lo que estuviera celoso, era de las discretas miradas que Jesús recibía, de reojo, por parte de Juan, el discípulo amado, amado quién sabe, tal vez, por alguien más). En todo caso, Judas era el traidor, y le iban a pagar por ello treinta monedas de plata. Esperaban que la información que fuera a aportarles valiese tal suma.

            A partir de entonces, tiene lugar la historia que todos conocemos: la Última Cena, Jesús diciéndole a sus discípulos que uno de ellos les traicionará, el rezo en el Huerto de los Olivos, el beso de Judas, el juicio ante Pilatos, condena, crucifixión y muerte. Pero hay que hacer unas cuantas precisiones.

            Y, en primer lugar, concentrarnos ante el momento en que unos cuantos buenos samaritanos, la mayor parte amigos de Jesús, deciden descolgarle de la cruz y llevarle al sepulcro. Una vez lo hacen, se marchan, y allí se queda, en los aledaños, un pequeño destacamento del ejército romano que ha vigilado estrechamente el cumplimiento de la idea original de José de Arimatea acerca de ofrecer una digna tumba a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, donde pudiera ser venerado en los años venideros. O, al menos, esa era la idea de José.

            No obstante, un hombre, de tez morena y barba oscura, le susurra unas palabras al oído al jefe del destacamento: un oficial romano de no demasiado rango, castigado, seguramente por su desobediencia, a servir en la inhóspita Judea. La proposición de este hombre es extraña, le suena a tomadura de pelo al soldado latino, pero, teniendo en cuenta el curso de los acontecimientos, y el motivo principal de esta obra que han escenificado, no parece tan incoherente. El hombre, el auténtico cerebro de la operación en estos últimos tramos, le dice que Jesús no será nada si los judíos creen que los romanos le han conseguido dar muerte. Que, a un pueblo como el judío, que ha escenificado cada victoria de su Dios, a lo largo de cuatro mil años, como una catástrofe vengadora, o una matanza sin fin, que su líder caiga muerto no hará sino desalentar su ilusión: así pues, parece que la acción no puede arreglarse, que el plan ha fallado, y que la acción de Poncio Pilatos, su jefe, no ha servido para nada. No obstante, hay una solución, que bien podría ganarle al oficial romano un ascenso: la resurrección, única prueba de conexión con lo divino, practicada ya por Jesús en alguna ocasión anterior, y además muy propia de él, profeta del Altísimo. Es, pues, razona la propuesta, esta última ideación la que puede llevar a buen fin el plan original del Imperio: un mártir, que ha conseguido vencer a sus enemigos no a través del azufre y del fuego destructor, sino de la resurrección de la carne, la que nos espera a todos después de esta cruel y atormentada vida en la tierra... si somos pacíficos. Además, le insinuó, no les sería excesivamente complicado convencer a sus seguidores de que Cristo había resucitado: después de todo, los apóstoles, sus apóstoles, huyeron como ratas, dejando solo a quien decían acudir a defender; las mujeres, en el último momento, fueron apartadas de la cruz por los romanos; muy fácilmente podría haber sido descendido el cuerpo de Jesús, y comido por los perros, y nadie se hubiera dado cuenta. Y por eso sin duda a los discípulos, con el estigma de culpabilidad aún marcado en el alma, les resultaría sencillo creer (tan ansiados estaban de hacerlo) que su líder no había muerto, que había ido a un lugar mejor, que incluso -¡hasta tal punto llegamos a creernos las propias mentiras que nos inventamos!- si había fallecidos, lo había hecho con el objetivo de salvarnos a nosotros y a nuestra ultraterrena vida. Así pues al oficial, joven aún, y sin embargo harto de tantas decepciones en la vida, agotado de tantas puñaladas traperas en el camino del ascenso, tarde, muy tarde ya, deseando llegar a casa y pagar a una prostituta, tal vez a esa Magdalena, para que le hiciese un favor, pensó, “¿por qué no?”, y que, con un poco de suerte, tras ejecutar una acción que revelaba iniciativa, podría ser por sus superiores recompensado. No estaría mal para terminar el día. Así que, lacónicamente, accedió a las peticiones del hombre, desenterró en la noche cerrada el cuerpo de Jesús, y lo sepultaron, sin más adornos, en un hueco que excavaron en la dura y árida tierra del desierto israelí. Allí ha de seguir, si nadie lo ha encontrado desde entonces, o si un can no ha hecho presa del botín. Mientras tanto, el oficial romano no sabía que él, desde su insignificancia absoluta, había tomado la decisión más trascendente de todos los tiempos, la que haría que el cristianismo se convirtiera en algo mucho mayor de lo que nadie había imaginado. Fue él, a pesar de que la idea no fue suya, quien estaba al mando en ese momento, y quien pudo bien haber rechazado, bien haber olvidado, la propuesta que aquel hombre le hizo. Pero ese hombre normal, nimio, sin apenas conocimiento de lo que hacía, más hastiado que otra cosa, fue el que finalmente dijo sí. Y de ese modo alteró la Historia. Seguramente, muchos otros grandes acontecimientos se han visto determinados por este tipo de azares, por sujetos anónimos que, por la suerte del destino, han acumulado un poder que ni siquiera ellos han soñado. El oficial romano, probablemente, nunca llegó a saber del todo lo que se fraguó aquella noche: creo que murió en una pelea a raíz de una partida de dados.

            No obstante, para entender completamente esta historia, hay que remontarse más atrás. Al momento en que Jesús, traicionado por Judas, abandonado por todos, se enfrenta a Poncio Pilatos. O incluso un poco más atrás, cuando Poncio va a verle antes de efectuarse esa farsa de juicio que se relata en los evangelios. En aquel momento, Jesús, conocidos los cargos, sabedor de su situación, no se deja intimidar: piensa que si todo el poder que él ha demostrado atesorar en su oratoria le ha servido para llegar hasta aquí, también habrá de ser bueno para sacarle de ésta. Piensa que tiene la capacidad de convencer a los romanos de que hay opciones más útiles que matarle. Y así se lo comunica a Poncio Pilatos: al fin y al cabo, Jesús es un hombre de masas, un comunicador, que ha conseguido orientar al pueblo judío –o, al menos, a buena parte de él- hacia una dirección que le es conveniente a Roma. Por qué no, entonces, incluso después de su muerte, va a hacer lo mismo, esta vez desde la sombra. O, tal vez, les cuchicheó, podéis matar a cualquiera, y nadie se dará excesivamente cuenta; pero si se matáis a mí, perdéis un muy poderoso aliado. Y, a Poncio Pilatos, que no se lavó las manos, aquel argumento le convenció.

            Así pues, no fue Jesús el que murió en la cruz aquel día. Se dispuso, en cambio, que él dirigiera los últimos retoques de la ¿comedia?, ¿tragedia? que habían montado alrededor de la muerte del nazareno. Él sería, por tanto, el que acompañase a los romanos en la observación del enterramiento del falso Jesús. Él constituiría, a partir de entonces, el cerebro del asunto.

            Todo, por tanto, constituyó un paripé. El encuentro con Poncio Pilato, la escena de Barrabás... En realidad, no fue Jesús quien estuvo presente en todos aquellos acontecimientos, tampoco en la cruz, tampoco en el sepulcro, sino supervisando hábilmente las operaciones. Al principio los romanos vieron un problema en este hecho, pues se daban cuenta que entre la multitud que asistía a la crucifixión había muchos seguidores de Jesús, y pensaban que ellos reconocerían claramente al impostor. No obstante, fue el propio Jesús quien arguyó que un rostro magullado por la tortura, bien puede ser indistinguible de otro, más de lejos, tras horas de suplicio y dolor, y teniendo en cuenta que ambos eran judíos, de tez morena y barba oscura. Ni siquiera la propia madre de Jesús, que no esperaba sorpresa alguna con respecto a quién se hallaba inmerso en el suplicio, se plantearía la duda acerca de si se trataba del auténtico; tal vez se les pasara por la cabeza la idea, pero la desecharían, le echarían la culpa a la infamia del maltrato físico, y lo olvidarían en la oscuridad de sus mentes. Mientras tanto, Jesús fue negociando por lo bajini su nueva ocupación: seguiría predicando, pero esta vez bajo un semblante distinto, bajo una apariencia que a todos llamara a engaño. Unos cuantos años bajo el árido sol de Arabia, quizás, o por el mar, y unos cuantos cambios perpetrados por el sol y el tiempo, tal vez una ligera modificación del discurso, y no serían capaces de reconocerle ni sus propios coetáneos. Todo ello teniendo en cuenta que ellos (que no asistieron, prácticamente ninguno, a su crucifixión) tampoco se esperaban ninguna novedad sobre quién había muerto aquel viernes de Pascua en el Gólgota. Además, y para eliminar las sospechas, su nombre no saldría de la nada, sino que sustituiría a alguien, a algún ser insignificante; un judío devoto el cual, por su oposición a Jesús, no pudiera nadie relacionarle con este último; tal vez incluso alguien que blasfemase en su contra. Ese hombre, previamente eliminado del tablero, no podría argumentar nada para rebatir la supuesta conversión que durante aquel relato imaginario sufriría, y que le llevaría a engrosar las filas de su antiguo enemigo. Las conversiones siempre han despertado la pasión del pueblo. Dan un halo de razón que nada ni nadie es capaz de diluir ni difuminar. El plan era perfecto. No podía fallar.

            Ahora bien, se requería algo más, un detalle que he obviado y que sin duda os estáis preguntando. ¿Quién era el hombre?¿Quién, si no el Cristo, fue quien sustituyó a Jesús en el calvario?¿Quién se prestaría voluntario ante semejante sufrimiento, sin, por ello, verter una lágrima, denunciarlo todo ante el Sanedrín y ante la muchedumbre vociferante?¿Quién fue capaz de aceptar tan tremendo dolor, y se presentó solícito y tácito, como un corderito ante el altar del sacrificio?
           
            Fue la persona que Jesús señaló con el dedo: el precio que puso como condición para firmar el pacto de colaboración con los romanos (como cambiaban, ahora, las tornas del juego, en estos momentos en los que los romanos se daban cuenta del tremendo poder que emanaba de sus palabras). El hombre que le había traicionado: y no hablamos de Judas, ese pobre necio que, discutiendo por el precio de su pecado con un soldado romano, acabó colgado de lo alto de una higuera, no. Ése tan sólo era un medio: se trataba de obtener al auténtico impulsor de esta iniciativa; Jesús pidió la cabeza de José de Arimatea.

            Los romanos se negaron al principio; al fin y al cabo, el de Arimatea era un buen colaborador, era el primero que había tenido la idea, siempre les había sido útil, y leal. ¿Por qué iban ahora a prescindir de sus servicios, pudiendo utilizar a cualquiera? Jesús dijo: o él, o nada. Los romanos llegaron a la conclusión de que un Jesús trabajando para ellos, fingiendo ser un profeta, y modificando el nuevo culto según este iba surgiendo, sería más útil que José, que no parecía tener muy claro adónde se iba a dirigir el movimiento cuando muriese el de Nazaret, tras haber ejecutado una arriesgada parábola que, como decimos, los romanos habían llegado a tener que se volviera contra ellos, a consecuencia de la reacción de la impredecible turba. Así pues, si se trataba de escoger entre Jesús y José, preferían a Jesús. Y José fue condenado a muerte.

            ¿Por qué calló José? Un hombre rico, con influencias, un perverso maquinador, que tenía una buena posición, ¿por qué no se rebeló contra aquel destino aciago?¿Por qué aceptó la inefable muerte en la cruz, la tortura, la más horrorosa de las muertes? Nadie sabe cómo le obligaron exactamente los romanos, los cuales temían al principio que pudiera hablar: no obstante, siempre hay métodos de persuasión. José tenía esposa, hijos, primos, sobrinos, hermanos, alguna amante. Seguramente los utilizaron de alguna forma en sus delicados diálogos, que duraron un cierto tiempo. Al final de las charlas, José se entregó como un frágil animal al sacrificio, y ejerció su papel, con maestría de actor, hasta el final de la tragedia; tan sólo balbuceó un casi incomprensible “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, que en aquel rigor de tormentos nadie pudo entender del todo. Incluso fue enterrado –al menos originalmente-, en la tumba que él mismo había donado para el sacrificio cuando esperaba que fuera para otro distinto, quedando ante los futuros cristianos como el bienhechor que se apiadó de su líder cuando no lo hicieron los apóstoles, el hombre que salió de mitad de ninguna parte, y que según algunos historiadores se lo inventaron los primeros teólogos para no confesar la verdad de que aquel día, Jesús había muerto en ausencia de todos, y en verdad lo habían devorado los perros. En este punto, sin embargo, se equivocaron: y yo había tenido mucho que ver en el paso final de su muerte.

            Pero no pude evitarlo: no pude, a pesar de todo lo que había hecho, resignarme a ver partir a José sin intervenir en aquel acto, sin reclamar mi papel en este suceso. Y, por eso, cuando José, el rostro desfigurado (cosa que no quisieron narrar los evangelios, en parte porque no convenía, en parte porque muy mal hubiera sentado en la Historia que un hijo de Dios apareciese ante su pueblo con la cara rota de tal modo que ni su propia madre podía reconocerle), cuando parecía a punto de desplomarse en el suelo, yo, disfrazado y oculto bajo una capa de cosméticos, tras haberle dicho a la masa vecina de gente que yo era Simón, de Cirene, que volvía de una jornada en el campo, me lancé sobre José, sintiendo sus dolores como míos, compadeciéndole por la muerte a la que le había conducido, henchido de remordimientos, recordando que, en su lugar, tendría que estar yo, y le ayudé a levantar la cruz; a lo que él me susurró:
            -Lo que me han hecho hoy a mí, te lo harán otro día a ti. Perdónale, Señor, porque no sabe lo que hace.
            No pude olvidar aquellas palabras. Todavía resuenan en mi maltrecha conciencia.
                       
            Yo, mientras tanto, y como digo, comencé a trabajar para los romanos. Cosa que continuó haciendo ahora.

            Ahora, perdonadme. Lo que José de Arimatea me cuchicheó aquel día, se hará muy pronto realidad.

No puedo tardar más. Me espera el cáliz que apartó el Padre una vez, y que ahora vuelve a ofrecer a mis labios. Me espera Nerón.

Me espera de nuevo esa cruz. La cruz que dejé colgada, donde yo debí elevarme, hace ya más de treinta y tres años. Y aún no me ha perdonado la afrenta>>.

*Dicen los eruditos que ésta era la traducción exacta, en lugar de la errónea “que un camello entre por el ojo de una aguja”.

lunes, 7 de abril de 2014

La historia real de abril. Almerienses ilustres: Nicolás Salmerón.

Explicar mis orígenes es siempre una tarea difícil. Nací en Cádiz porque mis padres se conocieron allí, pero, unos cuantos años más tarde, por cuestiones laborales, la familia al completo nos desplazamos a Almería, donde viví hasta los 18 años, momento en que me marché a cursar la universidad a Madrid. Resultado de todos estos movimientos es que nunca llegué a adquirir del todo el acento de ningún sitio, y si acaso me quedé con la forma de hablar de mi madre, procedente de Salamanca. Tal vez por ello no me considere especialmente de ningún sitio, y todos esos desplazamientos hayan contribuido en parte a que reniegue de la parte más exacerbada de los patriotismos y considere que todos somos (o deberíamos vernos a nosotros mismos como tal) "ciudadanos del mundo", con el espíritu de universalidad que ello conlleva. Pero los lugares por donde uno pasa contribuyen a matizar detalles de un pensamiento que puede manifestarse de manera válida a nivel general (el famoso"think global, act local" tan de moda hoy en día), y por eso creo necesario establecer un pequeño homenaje a los lugares donde he tenido la suerte de vivir. Por tanto, quiero dedicar algunas entradas del blog a estas ciudades, incluyendo a algunos de sus personajes más relevantes y característicos. Y tengo que empezar por Almería no sólo porque es de la zona del planeta de donde más puedo considerarme -ya que pasé la mayor parte de mi infancia en ella-, sino porque además, dio luz a uno de los, quizás (sino el que más), mejores jefes de Estado que hemos tenido en España alguna vez: Nicolás Salmerón, el cual fue presidente de la I República Española.

Nicolás Salmerón nació en el pueblo de Alhama (provincia de Almería) en 1838. Sin duda, su familia contribuyó en gran medida a que se dedicara a la política. Su padre era ya conocido por sus convicciones liberales (entendiendo este concepto como se entendía en el siglo XIX en España, es decir, a favor de una mayor libertad política y de decisión por parte del pueblo), y de hecho colaboró en lo que en Almería se denominó la expedición de "Los Coloraos", los cuales, durante la Década Ominosa en la que Fernando VII abolió la Constitución de 1812 y todas las promesas que había realizado tras el levantamiento del general Riego, trataron de relevarse contra el despotismo del rey y fueron consecuentemente ajusticiados (hoy en día, en Almería se levanta, tras años de prohibición de cualquier homenaje en tiempos de Franco, un monumento en su nombre). Por otro lado, el hermano mayor de Nicolás fue diputado por Almería y llegó a ejercer incluso el cargo de ministro. Él, en un primer momento, orientó sus esfuerzos a la historia y la filosofía, y de hecho consiguió la cátedra de Historia Universal en la Universidad de Oviedo, y más tarde la de Metafísica en Madrid. Sin embargo, pronto empezó a implicarse en actividades políticas, influenciado por su creencia en el krausismo (una doctrina liberal, laica y regeneracionista) y el positivismo, y fue encarcelado durante cinco meses por sus artículos en varios diarios. Tras la revolución de 1868, accede al cargo de diputado y se manifiesta, entre otras cosas, a favor del republicanismo, la Primera Internacional y el derecho de asociación de los obreros. Cuando llega la República, llega a ser ministro de Justicia y más tarde Presidente de las Cortes Generales. Pero en ese momento se recrudecen los problemas: recordemos que España estaba viviendo una situación particularmente inestable e incierta. Lleva más de medio siglo de disputas entre las fuerzas conservadoras y progresistas: ha visto caer a los Borbones, el intento de establecer a un rey distinto (Amadeo de Saboya) no fragua, y ahora lo han intentado con la República. Pero también dentro de los republicanos, hay distintas facciones, y una de ellas promueve que debe instaurarse un estado federalista basada en pequeños "cantones", un movimiento que sirvió de base para posteriores iniciativas de corte anarquista. Los republicanos se dividen entre este modelo federalista y otro más unitario (recordemos que, en muchos aspectos, se estaba refundando todo el concepto de España, y cada cual tenía su opinión sobre qué sistema era el más adecuado: en ese sentido, no difiere demasiado de otros más recientes períodos históricos, incluyendo el actual), y las tensiones parecen que van a provocar que la joven república se tienda a desgajar en mil pedazos. Incluso, el presidente Pi i Margall, defensor de las tesis federalistas, trata de convencer al sector unitario, y al no conseguirlo, dimite y es elegido Nicolás Salmerón en sustitución. Salmerón se encuentra -ya desde que jura el cargo- con que algunos "cantones" se han declarado autónomos y han decidido independizarse por la fuerza. Ante esta situación, intenta imponer orden y llama al ejército a sofocar la rebelión. Podemos poner en duda si la decisión era o no correcta, pero lo cierto es que no es fácil ponerse en su piel en un momento en que se estaba tratando de lograr que una España muy atrasada y convulsionada tirara hacia algún lado, y el hecho de la sección más intransigente de los republicanos declararan regiones autónomas por su cuenta, sin esperar a la redacción de una nueva Constitución, no ayudaba precisamente. En todo caso, tras la contienda, llega el momento crucial de su mandato: tras haber derrotado a algunos de los movimientos cantonalistas, se presenta delante de él la petición -tras un consejo de guerra- para rubricar la sentencia de muerte contra alguno de los militares colaboradores. A Nicolás Salmerón se le presenta una dura prueba, pero no duda: se halla en contra de la pena capital, y no firmará esas sentencias. Y si tiene que hacerlo en su obligación de presidente de la República, entonces dimitirá. Había estado apenas seis semanas enfrente del cargo. Una de las frases que ilustran su pensamiento acerca de este dilema fue expresada por él y más tarde reflejada en una biografía-cómic elaborada en el año 2009 por María Carmen Amate y J.M. Beltrán:


Lo cierto es que también existen sus sombras negras sobre este suceso. Se dice que en realidad lo que ocurrió fue que había disensiones internas dentro su gobierno sobre si ordenar o no el ataque a las fuerzas cantonalistas en Málaga, y Salmerón, incapaz de enfrentarse a los dos contendientes opuestos (entre ellos el general Pavía, que abogaba por el asalto), decidió salir por la tangente y simplemente dimitir. Sin embargo, démosle por el momento el beneficio de la duda, y aceptemos (aunque sólo sea por la imposibilidad de saber lo que en verdad ocurrió) en este momento la versión oficial. De ser la situación así, nos encontraríamos en lo que -tanto entonces como hoy en día-, era un hecho inédito: un político español que, lejos de aferrarse al cargo contra viento y marea, decide dimitir porque hay cosas por las que no está dispuesto a vender sus principios. En una época como la actual (donde la clase dirigente se han llegado a convertir en la segunda principal preocupación de los ciudadanos, y el concepto de política se ha desprestigiado gravemente entre los votantes), conviene volver la vista hacia aquellos defensores de lo público que, pese a todas las presiones que tenían a su alrededor, enarbolaron un faro humano y ético que nos mostraba que la política, la verdadera política, debe ser ejercida por hombres que están dispuestos a hacer lo que sea posible por sus semejantes, y que convierten el acto de representante del pueblo en lo que debería realmente ser: una actividad abnegada, solidaria y profundamente sufrida, donde hay líneas que no se deben traspasar y promesas que se han de cumplir. Aunque esto implique, en algunos casos, que sea necesariamente breve la duración del tiempo en el cargo. Quizás sea por eso que la mayor parte de los hombres honestos tengan, casi siempre, una estancia breve en política. El caso de otro político español, recientemente fallecido, puede ser otro ejemplo parecido que también nos convenza.
Después de alcanzar este cénit en su carrera, Salmerón fue escogido otra vez presidente del Congreso de los Diputados. Mantuvo numerosos enfrentamientos con su sucesor en la jefatura del Estado, Emilio Castelar, y todo esto contribuyó a un clima de ebullición política que acabó con varios golpes militares, y en consecuencia el fin del sueño de la República. Después vendría la Restauración Borbónica, un intento de enfriar la política española que funcionó durante algunos años, pero el cual dejó algunos defectos inherentes (como el caciquismo y un constante fenómeno del tejido de Penélope en la política española) que aún perduran, y que acabó por convertirse en un modelo agotado, al ser incapaz de asimilar determinados problemas y movimientos que más tarde o más temprano había que afrontar. Entre tanto, Salmerón trató de recuperar su cátedra, pero fue "depurado" -como todo aquello que había pertenencido a la República-, y se exilió a París, donde trabajó como traductor pero siguió manteniendo una cierta actividad política. Finalmente, llegó una amnistía promovida por Sagasta y volvió a España, donde recuperó su cátedra, fue elegido diputado y se convirtió, en palabras de Claudio Sánchez Albornoz, en "la sombra de la república que un día habrá de llegar", aunque ese amanecer no lo llegó a vislumbrar el almeriense. Falleció en Pau, Francia (donde se encontraba de vacaciones) en 1908, y en el epitafio de su tumba en Madrid, situada junto a la de su predecesor al frente del gobierno de la República, Pi i Margall, se recordaba que Salmerón "dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte". Hay momentos que marcan la vida de los hombres y sirven para definirlos. Salmerón tuvo el suyo y estuvo a la altura. Quizás no todos podamos decir lo mismo.
Durante la época del franquismo, la figura de este humanista cayó -como quizás el de todos los hombres y mujeres que merecían la pena- en un oscuro olvido. Pero ahora, precisamente en estos momentos de zozobra donde tan escasos andamos de modelos, se recuerda su biografía, sus habilidades como orador, una relación con Alhama que no perdió nunca, y ese profundo espíritu ético que en los trances más difíciles debería iluminarnos. Una estatua suya aparece caminando, como un hombre más de la calle, en una de las plazas principales de Almería. Cada 14 de abril, coincidiendo con el aniversario de la Segunda República, alguien coloca puntualmente alrededor de su cuello un pañuelo rojo, amarillo y morado. Quiero pensar que la estatua de Salmerón sonríe un poco más al portarlo.

martes, 1 de abril de 2014

El libro de abril: Los premios Hugo (1955-1961), presentados por Isaac Asimov.



Todos los lectores de Isaac Asimov son conscientes de que si hay pocas cosas que "el Buen Doctor" sabe hacer mejor que escribir cuentos y ensayos propios, es presentar historias, tanto suyas como ajenas. Así que cuando se tuvo que buscar un candidato a escribir las introducciones para una antología de los premios Hugo (uno de los certámenes más destacados en el área de la fantasía y la ciencia ficción), en las diversas categoría de relato, novela corta, etc, y se observó que Isaac Asimov no se encontraba entre los premiados, dudaron poco en ofrecérselo. Lo cierto es que, como dice el mismo Asimov, aquel era un regalo envenanado, pues uno, en su fuero interno (y en palabras del propio escritor ruso-norteamericano), tiende a pensar que cualquiera de sus relatos era mucho mejor que la inmensa mayoría de los premiados. Sin embargo, Asimov consiguió presentar un buen grupo de relatos que triunfó tanto que se hicieron posteriores antologías de los sucesivos premios. Quiero destacar especialmente este volumen (el primero, y que abarca de los años 1955 a 1961, una de las eras dóradas de la ciencia ficción), por dos motivos. El primero es porque tuve la oportunidad de leerlo personalmente, hace muchos años, cuando yo conocía pocos autores de ciencia ficción aparte del propio Asimov, y este libro me abrió la puerta a nuevos autores; el segundo es porque creo que, a ciertos niveles, determinados relatos no han sido todavía superados, o han servido de base, en escritores modernos, para otros igualmente sugerentes. Podéis encontrar la lista de relatos que engloba el volumen concreto en este enlace, e, intentando no destriparos demasiado, no entraré en profundidad en el argumento de ninguno de ellos. Pero sí que os destacaré la originalidad de "Todos los mares llenos de ostras", el privilegio de encontrar historias redactadas por maestros tales como Paul Anderson o Arthur C. Clarke, el hermoso canto del cisne que simboliza "El actor", o la enorme fuerza narrativa de "El gran patio delantero", que probablemente tenga ciertos ecos (con esto de las influencias nunca se sabe) en obras como "Carrie" de Stephen King o la reciente película "Looper", de Rian Johnson. Pero si una historia os quiero destacar es la originalísima (en un primer momento pensaréis que os habéis equivocado de edición) "Flores para Algernon", de Daniel Keyes, sinceramente el mejor cuento que yo haya leído nunca, y probablemente no sea el único que lo piense, pues ha recibido numerosos premios en ese sentido. Hasta el propio Asimov, por lo visto, no pudo resistir la tentación de preguntarle al autor (y aquí estoy destripándole la introducción al "Buen Doctor"), "¿cómo lo hizo?, ¿cómo lo hizo?", a lo cual Daniel Keyes respondió muy calmado: "Cuando lo averigües me lo cuentas, ¿vale? Me encantaría volver a repetirlo". Os recomiendo que busquéis también cuál es el secreto de Keyes. Y si lo encontráis, también, nos lo comentáis a los demás, que también ardemos en deseos de saberlo. Un saludo.