La paradoja Grouden-Rosenthal
Me gustaría comenzar
esta confesión realizando una pregunta. ¿Existe la posibilidad de perdonar a
alguien por los pecados que no ha cometido? O expresado de otra manera, ¿se
puede aceptar el hecho, la posibilidad futura, de que alguien nos induzca algún
mal, y absolverle a priori por ello? O dicho desde otro punto de vista, ¿son
culpables las personas de los pecados que todavía no forman parte de su
vida?¿Hasta qué punto es cualquiera responsable de su futuro? Sobre todas estas
cuestiones me gustaría hablar.
Antes de empezar, y
ante todo, un hecho, que a muchos podrá sonar paranoico, remoto o sencillamente
fantasioso: el gobierno ha estado realizando experimentos de cara a poder hacer
efectiva la posibilidad de los viajes en el tiempo. En realidad, si lo piensan,
no tiene nada de raro: todos los gobiernos promueven los avances científicos,
más aún si éstos tienen posibles aplicaciones militares, todavía más si existe
el peligro de que otra potencia pueda desarrollarlo antes de ella, y es natural
que existan proyectos secretos que se desarrollen bastante por delante del
conocimiento del gran público. Más todavía tratándose del país más poderoso del
mundo. Se preguntarán cómo es posible que yo me encuentre tan seguro de este hecho:
concretamente, he participado en la investigación relativa a este proyecto.
Y (aquí llega mi
confesión) he llegado a probarlo en mí mismo.
Todo comenzó hace unos
meses. Bueno, en realidad, si nos remitimos al origen, sería hace unos años, y
de hecho, como comprenderán, llevo cierto tiempo formando parte del equipo que
ha trabajado sobre la cuestión de los viajes espacio-temporales. No obstante,
creo que podré relatar de manera más apropiada mi historia si parto desde este
punto. Fue poco después de haber llegado a un parón experimental al haberse
llegado a la conclusión de que una de las vías por las que seguíamos se había
relevado inútil. En aquel momento, y para desconectar, me fui unos días de
vacaciones y me marché a casa de mis padres. Para ellos siempre es una alegría
volver a verme, y eso que me fui hace no tanto. Quizás en estos momentos deba
concretar un par de detalles sobre mi situación personal: mis padres eran
inmigrantes chinos que llevan viviendo en Estados Unidos varios años, y yo nací
ya aquí. Soy todavía muy joven, y el hecho de que a pesar de ello me encuentre
formando parte de un equipo ultrasecreto del gobierno no se debe tanto a mi
experiencia como a que en el campo de la física son a veces más necesarios
mentes jóvenes y ágiles que añejos experimentadores. Esto, en el mundo de la
física, es así: o como dijeron en alguna ocasión, los grandes descubrimientos
de la física se hacen casi siempre antes de los 30 años (en mi caso, me di de
margen hasta los treinta y cinco: visto lo que he de contarles, he de decir que
me he adelantado en un par de años). En todo caso, mis padres se alegraron de
volver a verme, y yo también, con sinceridad, pero también con sinceridad me
entró aquel desasosiego propio de reconocer que aquellas dos personas que
sonreían afablemente a mí, a su hijo único, eran más que parientes, amigos, más
que íntimos, prácticamente extraños. Y como hago siempre que me encuentro en
ese tipo de circunstancias, me pongo a hacer algo útil y a ser posible mecánico
(será mi mentalidad de ingeniero): para estas ocasiones, no viene nada mal
ordenar papeles viejos. Fue entonces, entre una estantería que prácticamente se
me cayó encima y un puñado de viejos libros de mecánica cuántica, cuando
encontré mi viejo móvil.
Ya casi ni me acordaba
de que lo tenía. Es de estas cosas que dejas abandonadas en mitad de ninguna
parte y no las recuerdas hasta que vuelves a verlas. El móvil se estropeó más o
menos en la época en que me cambié de casa, justo cuando me fui a vivir con mi
novia. No pareció haber mucha manera de recuperarlo y, tras un par de intentos,
me compré un móvil nuevo de otra compañía, sin ni tan siquiera sacar la tarjeta
telefónica, y dejé la otra en el móvil roto en casa de mis padres, pensando que
así sería más fácil de localizar por si en algún caso hacía falta (tampoco
creía que me fuera a ser muy necesario: tengo pocos contactos y suelo, por si
acaso, dejar sus números anotados en una agenda a papel y lápiz. Fue por esas
particularidades por lo que me resultó tan sencillo cambiar de móvil). Pero no
la había vuelto a requerir desde entonces. Allí se habían quedado, el móvil y
la tarjeta, por siempre jamás.
Claro que de todo esto
no me acordé en un principio. Fue luego cuando, tras quitarle el polvo e ir
extrayendo los componentes –admitía con cierto disgusto que debería haberlo
llevado a algún punto de reciclaje- me di cuenta de que la tarjeta seguía allí
y mi cerebro rehilvanó toda la historia. Es inevitable (tanto cuando vuelves a
casa de tus padres aunque sea por un tiempo como cuando encuentras un viejo
objeto que ya creías perdido) que hagas un balance del pasado y examines el
camino que hasta entonces has recorrido. Supongo que fue aquel punto
nostálgico, no muy frecuente en mí, el que me hizo sacar la tarjeta y meterla en
mi nuevo móvil. Sorprendentemente, la tarjeta parecía funcionar a pesar del
paso del tiempo. Y más sorprendentemente todavía, a los pocos minutos me
llegaba la recepción de un mensaje.
Durante unos segundos
lo contemplé como anhelante, sin saber qué esperar. Mi cabeza reaccionó con
rapidez: el único momento en que se pudo recibir algún mensaje fue en el breve
lapso de tiempo desde que el móvil se rompió hasta que cambié de móvil y esta
tarjeta dejó de recibir llamadas. Eso debía ser… hacía por lo menos cuatro
años. Tenía un mensaje congelado allí, que debía haber permanecido guardado
todo ese tiempo, como esos mosquitos que se meten en resina y que según una
película de corte futurista se pueden aprovechar para hacer dinosaurios. Me
pregunté si se podrían construir dinosaurios a partir de mi móvil viejo y, tras
reflexionar sobre lo absurdo de esta suposición, me dispuse a abrir el mensaje.
Y éste me llenó todavía más de sorpresa.
Era un mensaje de mi
novia. No de la actual (que no tengo) sino, claro está, de la que tenía hace
cuatro años. El mensaje decía así: “Estoy tratando de llamarte pero no
contestas. Si finalmente quieres quedar, podemos vernos a las 20.30 delante de
la academia. Intentaré traerte las rosquillas para que te las puedas llevar”. Y
tras ello un punto y final de terminación del mensaje.
Me acordaba de aquella
noche. Mi novia se marchaba a un viaje de vacaciones por la costa de Florida
con sus amigas, y antes quería despedirse de mí. Después de muchos equívocos a
consecuencia de la ruptura de mi móvil, pudimos contactar al fin y certificar la
cita delante de la academia de francés en la que por entonces daba clase (ella
acaba de terminar sus estudios de derecho tras haberse graduado también en
ciencias políticas, y aspiraba a convertirse en diplomática, aunque no
descartaba, de entre todas las posibilidades de entrar en la Administración,
alguna otra hipotética rama). En efecto, recuerdo muy bien aquella noche:
excitada por el viaje y también por el hecho de no verme en un par de semanas,
a la vuelta de las cuales íbamos a empezar a buscar piso para por fin irnos a
vivir juntos, se encontraba algo nerviosa. Aquella noche me besó ardientemente
y me llevó a su casa, la cual se
encontraba vacía dado que sus padres también se hallaban de viaje. Esa noche
hicimos fogosamente el amor. Por desgracia, se olvidó de las rosquillas en la
academia de francés y nunca hubo manera de recuperarlas. Una pena, pues las
rosquillas de su madre estaban muy ricas.
Y ahí estaba: un
mensaje que llegaba desde el pasado, desde hacía cuatro años, para sacudir mi
conciencia. He dicho que al encontrarse con este tipo de cosas empiezas a hacer
balance: yo lo hice. Supongo que no ayudó el hecho de que acabara de fracasar
una importante línea experimental de mi trabajo. Tampoco que hacía varios años
que no había salido con ninguna chica en serio. No desde que hacía cortado con
ella. Con Alice. Era el nombre de mi novia. Rompimos cuando descubrí, más o
menos tras un año de convivencia, que me había engañado con otra persona. Un
estudiante de Literatura Comparada algo más joven que ella que había conocido
en una fiesta (a la que por cierto yo la había llevado) y que tenía la
aspiración de ser escritor. En resumen, un pedante engreído. No pude soportar
aquello y me fui de casa. Aquello, como dije, había sido después de un año
viviendo juntos. Más o menos un año y poco después del envío –nunca recogido-
de aquel mensaje.
No pude sino pensar en
cómo era yo mismo en aquella época. Más contento, más ingenuo, con todas las
ilusiones por delante, enamorado (sí, puedo confesarlo sin temor a
avergonzarme) como nunca lo he estado desde entonces, y sobre todo, feliz.
Aquella fue una noche perfecta y si hubiera tenido que elegir cualquiera otra
para que se repitiera de manera continua a lo largo de mi vida, sería ésa. Y
sin embargo, se había marchado, y de aquella noche magnífica lo único que me
quedaba era un viejo mensaje de móvil.
Durante un tiempo no
hice nada al respecto. Seguí ordenando mi viejo cuarto, volviendo a ver a
viejos amigos, y cenando siempre puntualmente con mis padres. Pero hay
mecanismos secretos que se activan en nuestro cerebro y funcionan sobre un
problema incluso aunque no nos creamos trabajando en ello. No fue hasta un par
de semanas después cuando me di cuenta de que lo tenía. La solución. El fin del
dilema. En aquel momento, abandoné la casa de mis padres –no sin las despedidas
protocolarias- y me reincorporé al trabajo antes de tiempo, aduciendo la
comprobación de ciertos parámetros tras el último fiasco. La mayor parte andaba
de vacaciones y ninguno me puso demasiadas pegas. Fue entonces cuando lo
comprobé: había encontrado el núcleo del problema y tenía en mis manos el punto
clave del acertijo. La posibilidad de los viajes en el tiempo era factible.
Supongo que lo que
ahora querrá saber el lector es en qué consiste. Por supuesto, no voy a darles
ninguna información. Lo primero de todo porque, a no ser que el que lea estos
textos sea un físico avanzado en complicados detalles de la teoría de la
relatividad y de la hipótesis Grouden-Rosenthal (bautizada así por un compañero
mío de proyecto en honor a su abuela judía Grouden, la cual había defendido con
vehemencia la teoría de que Hitler le había comprado tiempo al Dios cristiano
para matar más hebreos), difícilmente lo entenderían. Lo segundo, porque
incluso aunque fuera así, se trata de un proyecto secreto del gobierno sobre el
que firmé una claúsula de confidencialidad, así que no me está autorizado
revelar su contenido. Y tercero y principal, por razones que les expondré
posteriormente en esta exposición. Baste decir que no se trata,
paradójicamente, de un concepto excesivamente complicado (para lo que debiera
tratarse) y, sobre todo, relativamente poco costoso, no tanto en términos de
dinero como de energía, que es de lo que me puede interesar desde el punto de
vista físico más de los distintos aspectos. En realidad lo que requiere es un
cambio radical de enfoque, pero una vez se ha asumido este punto, te das cuenta
de que las líneas del espacio-tiempo, en el momento en que se han curvado para
ponerse más juntas, ofrecen una distancia salvable entre cada una de ellas.
Como analogía, podríamos compararlo con rescatar un objeto que se ha caído
dentro de una piscina: no importa la profundidad, la lejanía del borde o si el
objeto flota, una vez te metes en el agua, todo se vuelve mucho más sencillo. O
para explicarlo a un profano y en términos realmente prácticos, podía
permitirme realizar pruebas sin causar un excesivo escándalo que llamara la
atención de mis superiores, y bajo la coartada de estar llevado a cabo procesos
de chequeo y reparación.
Así, me preparé para
iniciar la primera de las aproximaciones. Elegí para ello a mi cobaya
particular, en este caso una hurona de nombre Lana, que llevaba en una jaula de
mi casa un par de meses. Pensé primero en probar con una iguana llamada Alfred,
que también forma parte del ecosistema de mi casa, pero teniendo en cuenta que
Alfred se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo y rascándose las patas
traseras, creía que los efectos psicológicos de un cambio en la dimensión del
tiempo no serían muy susceptibles de ser estudiados en él. Por eso coloqué a la
valiente Lana dentro de un modesto receptáculo, en el cual sin embargo costó
introducirla por su manía habitual de colarse por todos los resquicios, y
penetrar en todas partes menos en aquellas cajas donde quieres que se meta. Una
vez hecho esto, sin embargo, y tras dedicarle un último y afectuoso saludo de
despedida a la atribulada mamífera, puse en marcha los últimos controles para ajustar
las condiciones, y cerré el humilde receptáculo donde se iba a llevar a cabo
quizás el experimento más importante de la historia de la humanidad. Reflexioné
que personajes más insignes se habían encontrado todavía con medios y
condiciones mucho más precarias. La primera prueba sería sencilla: apenas un
par de segundos en el futuro. Apreté la última palanca: un zumbido metálico
pareció inundarlo todo. No soy un ser particularmente emocional. Algunas veces
me han dicho incluso que parezco frío. Pero en esta ocasión, me estremecí.
Aquellos breves
segundos marcarían a posteriori toda mi existencia. No recuerdo exactamente los
detalles. Unos breves destellos azulados e iridiscentes salieron de la caja. Un
sonido apagado debió surgir de la garganta del animal. Me pregunté qué pasaría
justamente por la cabeza de una hurona en el breve instante –apenas unos pocos
milisegundos- en que pasaba de encontrarse de este tiempo para encontrarse en
otro completamente distinto. Me pregunté si una hurona podía diferenciar el
paso de los minutos, los meses, los años. Me pregunté si Laika había sentido a
su alrededor la tensión de todos los científicos y había sido en cierta medida
conocedora de su papel en ese acontecimiento histórico. Si los bigotes de la
hurona se agitarían levemente conforme se movían las aspas de los aparatos y
las lucecitas electrónicas a su alrededor. Todo eso se me pasó por mi cabeza, y
sin embargo, efectivamente, apenas fueron unos instantes, y también debieron
serlo para la hurona. Abrí la portezuela de la caja y Lana ya no estaba: y a
los pocos instantes, en un segundo, si no menos, apenas en un parpadeo, la
hurona se encontraba de nuevo en su sitio, moviéndose y retozando, como si nada
le acabara de pasar. La prueba acababa de ser todo un éxito: una pieza de
comida para hurones fue la primera recompensa por este hallazgo de la
humanidad.
Ahora venía sin
embargo un escollo más difícil: el viaje al pasado. Pero aquella posibilidad me
sobrecogía (a pesar del éxito inicial del que habíamos partido) e inundaba mi
cabeza con un miedo aterrador y mortal. Porque ello significaba entonces que no
tenía más remedio que plantearme una cuestión ineludible, una paradoja evidente
–pero no por ello menos reseñable- para todos aquellos que nos dedicamos a esta
clase de cuestiones, y que tarde o temprano y a pesar de que no lo deseemos, tenemos
que acabar por afrontar. Y se trata de algo tan manido y discutido tantas veces,
de tal manera que habrá pocos que no la hayan oído, como la evitabilidad o no
del pasado. Si Lana no se había materializado espontáneamente antes de que yo
la enviara a través del viaje en el tiempo al pasado, esto podía querer
significar tres cosas: una, que yo nunca había enviado a Lana al pasado, por
razones que desconocía. Otra, que de alguna manera quizás Lana se había perdido
a través del camino: el experimento había fallado, o éste era mortal de
necesidad y Lana había acabado desintegrada en miles de pequeños puntitos
repartidos a lo largo del espacio tiempo. Ni qué decir tiene que éste era mi más
horrible temor. Pero la tercera hipótesis tampoco era mucho más convincente. Existen
una serie de teorías al respecto, las cuales se han expresado frecuentemente
mediante la llamada paradoja del abuelo, pero que en mi opinión tienen una de
sus mejores expresiones en el relato “El viajero”, un escrito de ciencia
ficción aparecido hace unos cuantos años y cuya teoría nunca se aclaró. “El
viajero” viene a sostener que cualquier viaje en el tiempo hacia el pasado
implica una creación de un nuevo marco espacio-temporal, un nuevo universo, en
definitiva, en el que el viajero del tiempo podrá desarrollar su acción, y que
se convertiría a partir de ahora en su nuevo mundo. Su universo original, el punto
de partida, nunca le vería regresar, sus acciones no servirían para cambiar
nada en el presente o el futuro, y algunos esgrimirían incluso que este primer
universo podría desaparecer. En palabras concretas, Lana aparecería en un nuevo
universo, pero nunca jamás retornaría a este, y aunque mi “yo” en el otro
universo pudiera encontrarla, mi “yo” aquí presente jamás la volvería a ver. Y
esas cuestiones eran de gran importancia. Sobre todo, si el que me disponía a
viajar en el tiempo era yo.
Metí de nuevo a Lana
en el cubículo y accioné los aparatos. Esta vez, la mirada de despedida que le
dediqué a la hurona tuvo un poso mucho más profundo, como si fuera yo el que me
encontrara al otro lado del aparato. Apreté los últimos botones, bajé la
palanca… una vez más los destellos iridiscentes, una vez más la misma sensación
de temor… El zumbido eléctrico se hizo todavía más agudo, y en un momento
determinado todo paró. Con un respeto reverencial, abrí la compuerta.
Lana no estaba. Pero
la duda que me había planteado, tan sólida como si fuera una losa situada en el
interior del cubículo ahora vacío, seguía estando allí.
No obstante, me atreví
a ello. Diseñé un compartimento más grande. Cambié los parámetros adecuados. El
día señalado, lo preparé todo con fervor. Muchos de los que lean estos se
preguntarán, ¿por qué me atreví a hacer esto?¿Por qué arriesgarlo todo,
empezando por la vida, sin saber lo que iba a ocurrir? No se crean: yo también
me lo pregunté en un par de ocasiones. Y la única respuesta que encontré fue
mirar a mi alrededor, a mi vida, y no encontrar ninguna razón por la que me
debiera quedar. Por eso lo preparé todo para el día siguiente. Fue lo que fuera
lo que le había ocurrido a Lana, lo acabaría por averiguar.
Aquel día me
encontraba tenso. Creo que me puse y me quité las gafas varias veces, dudando
si llevarme esas o no: yo tenía unas gafas diferentes en aquella época. Pero no
importaba. Mi viaje fue ligero para el primer viaje en el tiempo de un ser
humano: simplemente la ropa que llevaba puesta, y un móvil sin tarjeta, para
así ganar tiempo cuando llegara la ocasión. Desconocía si la tecnología
aguantaría el envite de un desplazamiento en el tiempo, pero de acuerdo con la
teoría que había desarrollado –y que hasta ahora se había probado correcta-
debería hacerlo sin gran problema. Sí que tuve la precaución de desnudarme: no
quería que ropa demasiado moderna o demasiado maltratada para cuando había sido
comprada me delatase en algún pequeño detalle. Me coloqué tumbado en el
compartimento –única manera en que podía caber- y accioné desde dentro los
controles. De nuevo el zumbido, los chasquidos eléctricos, el miedo. Y mi piel
desnuda frente al aparato, cuyo sonido se volvió cada vez más estremecedor,
hasta llegar a un clímax de estruendo auditivo y de tenebrosidad. Por fin, poco
a poco, el sonido se fue parando. El contador del interior del aparato contó a
cero. Apenas cerré los ojos un segundo y cuando los volví a abrir, el
compartimento ya no estaba. Y era en otro lugar donde había ido a aterrizar.
Me incorporé. Reconocí
el lugar en seguida. Efectivamente, era el lugar que había escogido, mi cuarto
en casa de mis padres. Traté de recordar los detalles de ese día, hacía ya
cuatro años. Yo debía estar ahora mismo en el trabajo. Abrí el segundo cajón de
la mesita: encontré allí el móvil estropeado, con la tarjeta en su interior.
Extraje la misma. La introduje en el móvil nuevo. Me estremecí: mis primeros
pasos en el pasado y todavía estaba desnudo. El mensaje llegó a los pocos
segundos, como si fuera una señal divina. Comprobé la hora, tanto la del
mensaje como la de mi despertador. Había sido mandado hacía apenas unos minutos.
El contenido era exactamente el mismo que había leído en su momento. Había
leído el mensaje, cuatro años antes de lo que debía. Había sido el primer
cambio.
El segundo vino a
continuación. “De acuerdo. No se te olviden las rosquillas”.
Abrí los cajones y me
puse mi propia ropa vieja. Cogí las llaves de emergencia de mi casa y salí por
la puerta. Me encontraba tranquilo: mi otro yo no había recibido el mensaje y,
conocedor de que Alice se iba de viaje, no tenía la idea en mente de que fueran
a quedar. Hice algo de tiempo hasta la hora de la cita. Después, cuando llegó
la hora, caminé con nerviosismo hasta allí. Esperé en aquella noche fresca a la
luz de la luna. Y de repente salió. Llevaba en la mano la bolsa de las
rosquillas.
Dios mío, me dije a mí
mismo. No era como haber visto a un fantasma, a una persona muerta, pero casi. No
la había visto en persona desde hacía tres años. Las imágenes recientes que
habían llegado hasta ella de mí a través de fotografías y redes sociales
revelaban el paso del tiempo. Ahora, la veía de nuevo como hace cuatro años,
más joven, más lozana, pizpireta, con la nariz aguileña llena de pecas, ese
peinado liso con apenas una ligera ondulación estilo años cuarenta, y un
vestido azul algo como de muñeca que volaba por encima de sus piernas conforme
avanzaba hacia mí. Se acercó del todo y con una sonrisa enorme, me depositó un
beso en los labios.
-Hola, héroe –me dijo
ella, abrazándome contra sí-. ¿Me has echado de menos desde la última vez?
Me quedé con la boca
seca. Sí; sí; ahora entendía lo muchísimo que la había echado de menos.
El sexo fue todavía
más salvaje, más intenso de lo que recordaba. Descolocamos algún cuadro de las
paredes, estuvimos a punto de derrumbar el jarrón encima de la cómoda de su
madre. Cuando terminamos, la cara de Alice tenía esa expresión maravillosa que
sólo tienen algunas chicas justo después de haber hecho el amor.
-Uf, pues sí que
parece que tenías ganas –suspiró. De repente sonó una llamada en su móvil-.
¿Quién será?
Se acercó pero, antes
de que pudiera cogerlo, le cogí ambas manos y la besé otra vez.
-Pero bueno –exclamó-,
¿qué te ha dado?
Mientras hacíamos el
amor de nuevo medité, cómo podría coger su móvil antes que ella y eliminar una
llamada la cual, aunque no lo había visto, ya me imaginaba de dónde procedía, y
cuáles eran las consecuencias de que alguien lo pudiera mirar.
El que Alice se fuera
de viaje facilitó mucho las cosas. Dejaremos para más tarde el explicar cómo
conseguí que mi doble del presente no interfiriera conmigo: sólo aclararé que
requirió muchos engaños, borrar muchos de mis pasos, y perder el contacto con
mucha gente. Pero lo conseguí. Lo conseguí. Vivía de nuevo, con mi chica, con
Alice, con la persona que (ahora lo sabía más que nunca) nunca había dejado de
amar. Pero el momento más tenso de todos llegó cuando una vieja amiga me dijo:
-Esta noche celebro
una fiesta en mi casa. ¿Quieres venir?
Pero yo guardé silencio
y negué con la cabeza. Pretendí dejar mi cara de piedra para que ningún gesto
me pudiera delatar. Esa noche, con un plan completamente distinto, me llevé a
Alice a la otra punta de la ciudad.
Aquella había sido la
fiesta donde Alice conoció al chico con el que me había engañado. Ahora, con la
ausencia de ambos a aquella fiesta, se había concluido el cambio en el curso de
los acontecimientos. A partir de ahora, podía respirar en paz.
Pero ahí es cuando
tengo que retomar la pregunta que hice al principio. ¿Se debe considerar a
alguien responsable de las acciones que todavía no había cometido? Alice nunca
conocería a ese mequetrefe de literatura comparada: por tanto, nunca me sería
infiel con él. Pero eso no quitaba el hecho, si lo hubiera conocido, sí que lo
hubiera sido. No es que sospechara que mi novia podría (como cualquiera, de
todo el mundo, de manera hipotética) serme infiel: es que ya lo había sido. O
lo sería. En otro universo. En el futuro. Como quiera llamársele. Las acciones
que había llevado a cabo descartaban el engaño, pero… ¿no seguía siendo una
traición, aún así?¿Incluso aunque fuera de mente?¿Incluso aunque aún no se
hubiera pensado… o producido?
Dicen que el ser
humano puede ser cualquier cosa en potencia, en función de las circunstancias
en que se lo ponga. El que pudo haber sido un campesino tranquilo con familia e
hijos, le toca ser Enrique VIII y quizás mate a varias de sus mujeres. Hitler
puede ser pintor, y como no le compran sus cuadros, pone en pie de guerra a
medio planeta. Alice ahora no me puede engañar con ese chico: pero si yo,
abrazado con ella en la cama, le pregunto si me será fiel siempre, y ella me
dice que sí, yo sabré que es mentira, que lo ha sido –incluso antes de que ella
lo sepa. Lo cual no descarta, en todo caso, que me pudiera ser infiel con otro.
Lo que me encontraba ahora es que antes, cuando me separé de Alice, lo hice por
el dolor que me causó que se acostara con otro: ahora en cambio, recelaba,
porque lo pudiera hacer. Porque ya lo había hecho en su día.
Tal sensación me
carcomía, me corroía hasta el alma: era el mismo motivo por el cual había
tenido que dejar a Alice, porque no pude aceptar su infidelidad, y ahora podía
conmigo, a pesar de todo lo que había hecho para evitarlo. Cada vez que veía su
sonrisa zalamera, pensaba que se la habría podido dedicar a otro. Yo nunca he
sido celoso: pero lo que había ocurrido con Alice había cambiado mi percepción.
Quizás no me pasara con otras chicas: estaba seguro de que no me pasaría con
otras chicas, pero sí con ella, precisamente por lo que ya había vivido de
primera persona. Pero justamente era a Alice a la que amaba, y eso me consumía
aún más.
Mis recelos
aumentaron. Mi obsesión fue a peor. Trataba mal a Alice: la interroga, la
acosaba, prácticamente la seguía. Ella se preguntaba por qué hacía todo esto,
si es que había hecho algo malo: pero yo no se lo podía decir, porque sabía que
no me creería. Y en todo caso, aunque me creyera, no serviría de nada, porque
ella me argumentaría que no había hecho nada, y yo le contestaría que tenía
razón. Pero ello no aliviaría mi frustración.
Los celos me
consumían. Ya no podía aguantar. El momento que lo colmó todo fue cuando nos
invitaron a una fiesta y casi nada más llegar, anduvimos prácticamente todo el
tiempo por separados: yo había estado con malas caras toda la semana, y apenas
podía ni verla. Entonces fue cuando observé de refilón la presencia de un
recién llegado: era el famoso idiota de literatura comparada, que había acudido
a la fiesta, debido a conocidos de conocidos. El mundo es un pañuelo, que suele
decirse. Pero a mí esa cita, que siempre me había hecho gracia, ahora no me
tenía entusiasmado.
Ya estaba: a pesar de
todos mis esfuerzos, la maldición había ocurrido. Ahora ellos dos se
encontraban en la misma casa, quizás en algunos momentos hasta en la misma
habitación. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que llegaran a encontrarse?¿A lo mejor
estaban entablando conversación en este mismo momento?
No lo pude evitar. Mis
ojos se desplazaban de un lado a otro inquisitoriales cada vez que divisaba a
alguno de ellos. Y entonces, en un momento determinado, divisé algo: el chico
de literatura comparada entraba aparte en una habitación, una especie de cuarto
oscuro. Delante de él, aunque no pude verificar quién, una chica. Tan sólo le
observé el vuelo de su vestido. Se parecía sospechosamente al de Alice. Por más
que moví la cabeza, no pude encontrarla en estos instantes, mientras miraba a
mi alrededor. Un repentino sentimiento de furia me invadió el pecho. Me acerqué
a grandes zancadas a la puerta de la habitación. Abría la puerta. El corazón me
latía con fuerza.
Tras unos primeros
instantes, todo se hizo oscuridad.
* * *
Un par de meses más
tarde, me encontraba sentado en una cafetería cerca de mi trabajo. Me daba la
sensación de sentirme varios años más viejo. Fue entonces cuando una chica se
me acercó. Entraba desde la puerta de la cafetería y a decir verdad he de
confesar que me desconcertó. Su cara me sonaba vagamente pero no sabía de qué:
aunque a primera vista no vestía ni parecía buscar una imagen despampanante,
era cierto que era bastante guapa, pero había algo extraño en ella, una especie
de secreto escondido que guardaba bajo su mirada serena e incluso algo grave, y
que sin embargo no terminaba de restarle una naturalidad innata que a cada lado
parecía transportar. Vestía una gabardina gris y llevaba un bolso que cargaba
en un lado junto a un enorme paraguas. Pero lo que más me sorprendió de todo
fue que se vino a colocarse a mi lado, justamente en mi misma mesa.
-¿Puedo sentarme?-me
dijo, lo cual me resultó extraño, ya que prácticamente ya lo había hecho, pero
asentí. Ella se sentó y colocó el bolso en el regazo. Por un momento pensé que
iba a sacar un encendedor y un cigarrillo al modo de las míticas actrices de
cine negro de los cuarenta (el pelo castaño oscuro, rizado, aunque alisado en
un flequillo que le cubría casi por entero un ojo, y la gabardina de ese color
tan peculiar desde luego ayudaron a ello), pero en realidad lo que extrajo fue
una fotografía en blanco y negro de una chica con el pelo rubio. No la supe
reconocer.
-No suelo hacer estas
cosas –me dijo, dando una sensación de apocamiento que se veía superado por una
determinación más fuerte todavía-. En realidad –confesó- ni siquiera sé por qué
estoy haciendo esto. Ésta es mi hermana. Seguramente no te acuerdes de ella. O
quizás no la vieras. Hasta hace unos meses estaba saliendo con un tipo. Un
chico llamado Leonard. Creo que le conoces. Se dedica a estudiar…
-… literatura
comparada, lo sé –empecé a recordar.
-Exacto. Hasta que de
repente abriste aquella habitación oscura y te encontraste a Leonard y a otra
chica que no era mi hermana dentro de ella. Quizás no la vieras –dijo señalando
la fotografía- porque se marchó de la fiesta a toda velocidad. Por supuesto
cortó con Leonard. Se pasó meses destrozada. En buena medida, tuve que hacerme
cargo de ella. Aquello le dolió muchísimo. Pero durante todo este tiempo me he
estado preguntado otra cosa: qué papel jugabas tú. Sobre todo teniendo en
cuenta que ya te conocía.
El camarero se acercó
a nosotros. Ella pidió un café bien cargado con crema. Me miró detenidamente a
los ojos.
-Te he visto muchas
veces, Chris –me dijo-. En el trabajo, en los pasillos, en ciertos rincones del
mismo. Nunca hemos tenido que colaborar abiertamente: no soy una científica.
Sólo soy una funcionaria del gobierno a la que de vez en cuando se le ordenan
supervisar ciertas cosas. Seguramente me has visto de refilón algunas veces y
mi cara te suene vagamente. A mí me pasaba lo mismo con la tuya. Pero cuando te
vi aquel día, en la fiesta, mostrando cómo a mi hermana le habían engañado, lo
primero que me pregunté es: “¿por qué lo está haciendo él?”. Es una tendencia
natural en mí: trato de buscar siempre el otro lado de las cosas, los segundos
significados. Pero no ha sido hasta que no le he dado las suficientes vueltas a
ello hasta que no me he decidido a acudir a ti.
Cuando el café llegó,
la chica lo envolvió con sus manos y lo acercó a sus labios. Casi parecía que
lo fuera a tocar con la nariz, bastante chata.
-He averiguado algunas
cosas sobre ti, Chris. Sé que en aquella época estabas saliendo con una chica.
Ahora sé que no lo haces. ¿Qué es lo que ocurrió?
Reflexioné un momento.
Estuve por decirle que no lo sabía. Estuve por decirle que la cabeza me ardía
cuando, pese a no encontrar a Alice en esa habitación, me invadía la rabia de
pensar que podría haber sido ella. Estuve por decirle que llegó un momento en
que no pude más. Estuve que decirle que era en base a una traición que nunca se
había producido. Estuve por decir…
-La dejé porque me fue
infiel.
Se hizo silencio
hondo. La chica movió la cucharilla sobre el café, produciendo el único sonido
sobre la mesa.
-¿Te apetece que
vayamos a tomar algo?-me preguntó.
Aquella tarde fue
sorprendente. Debajo de la gabardina beige había un vestido negro, y debajo del
vestido, un cuerpo para el pecado. Los labios se revelaron más dulces todavía
de lo que prometían, y los pechos y los hombros desvelaban que efectivamente, y
tal y cómo revelaba la cara que ahora me besaba, había un secreto que guardar.
Después de hacer el amor, ella apoyó su cabeza en mi pecho y lo besó.
-Dime –le interrogué-,
¿por qué te has acostado conmigo?
Ella pasó por la mano
por mi torso.
-No lo sé. Me daba la
sensación de que había algo detrás. Algo que había sufrido mucho, y que
necesitaba consuelo.
Y luego, cuando
seguimos saliendo, en los días, y las noches, que tuve para conocer esa alma y
ese cuerpo, yo le argumentaba:
-Me habías visto
muchas veces y sin embargo no te habías fijado en mí. De no haber sido por la
infidelidad de mi novia, y por lo que le había pasado a tu hermana, nunca nos
hubiéramos encontrado.
Y ella me replicaba,
mientras me abrazaba desde detrás con sus brazos:
-Quizás eso sea
verdad. Pero yo creo en el destino. Somos enormemente felices. Los dos estamos
enamorados. Algo así no puede haber ocurrido o no por una simple casualidad.
Creo que si no hubiera sido por esas circunstancias, de una manera u otra, nos
hubiéramos llegado a encontrar.
Y luego se hacía una
trenza que colocaba por delante de uno de sus hombros, y salíamos, y
disfrutábamos, y todo se olvidaba porque lo que había dicho de que la amaba era
verdad.
Pero sin embargo, un
pensamiento me recorría día a día, noche a noche, mientras ella dormía. Y por
eso, me decidí a actuar.
Por eso construí de
nuevo la máquina del tiempo. Por eso la volví a probar y volví a probar con
Lana –una vez más-. Y por eso retrocedí al pasado, al momento de la fiesta
donde había entrado sin saber que me iba a encontrar allí a Leonard. Me metí en
la casa esgrimiendo que había salido un momento fuera. Sin que nadie me viera
(sobre todo yo mismo) me metí en el cuarto oscuro, me escondí con denuedo, y a
pesar de quien pudiera entrar o salir, no hice nada hasta que no vi a pasar a
alguien allí. Ese alguien era yo.
Tras un ligero
forcejeo, y una puñalada en el pecho, y aguantar su cuerpo contra una pared
(los ocupantes del cuarto oscuro estaban demasiado ocupados con sus cosas como
para escucharnos) se cumplió la verdad que escribí cuando narré estos sucesos
por primera vez: tras unos segundos, se hizo para mí la oscuridad…
Ocultar el cadáver en
la fiesta fue complejo. Sacarlo de allí, aún más. Pero todo estaba pensado: al
fin y al cabo, había tenido todo el tiempo del mundo (en el futuro) para
planearlo. También se plantearán si no me parecía cruel matarme a mí mismo.
Bueno, si esto es un juicio a mí mismo, como alegato defiendo que el muerto
tampoco era ningún angelito. Al fin y al cabo, él fue primer asesino que un día
se espero a sí mismo en la casa de sus padres y, delante de la mirada atónita
del chico, le clavó un cuchillo en el corazón. Nunca podré olvidar mi cara de
terror (¿la suya o la mía?) cuando, tras unos segundos de forcejeo mi otro yo
se dio cuenta de que su atacante era yo. Así fue fácil acertarle: casi no se
defendió de la sorpresa. Fue así, efectivamente, como conseguí librarme de mi
otro yo para conseguir salir con Alice sin problemas. Ahora, un tiempo después,
mi yo usurpador había vuelto a hacer lo mismo y vuelto al pasado, esta vez para
dejar que el futuro se desarrollara como tuvo que ser originalmente. Nunca
descubrí lo de Leonard con la hermana de Clear (así se llamaba la chica que me
ha robado desde entonces el alma y ha provocado que cometa un nuevo crimen, si
es que se llega a legislar algún día así), y rompí con Alice de nuevo, aunque
por razones completamente distintas e independientes. Y desde entonces, esperé.
Esperé a que Clear me
dedicara una mirada, una sonrisa, una acción. Pero ésta nunca ha llegado. De
vez en cuando nos cruzamos en el trabajo: ahora sí que me fijo allá donde va.
Siempre va vestida de manera elegante, nada provocativa –sólo yo sé los
misterios que aguarda su ropa interior. Siempre realiza comentarios incisivos,
apropiados y correctos –sólo yo sé qué profunda actividad mental, qué hondos
pensamientos bucean debajo. Siempre se comporta de manera amable, siempre un
aire dulce –sólo yo conozco cuán grandiosa es la caridad de su alma. Todo esto
lo conozco pero ella no sabe que lo sé… porque no me lo ha mostrado nunca. No
en este tiempo. No en este universo, al menos.
Y retomo de nuevo la
pregunta inicial: ¿se puede juzgar a alguien por una acción de lo que todavía
no es responsable?¿O se la puede adorar, en cambio, por gestos que aún no ha
llegado a realizar? Yo la quiero por algo que no es, o al menos, que no ha sido
todavía, conmigo: pero la amo por todas sus potencialidades, no sólo por las
que tiene en ese momento, sino por las que desarrollará conmigo, por las que
todavía no ha llegado a realizar. Sé que junto a mí se ha vuelto todavía más
altruista, más generosa, más maravillosa, más increíble aún: paradójicamente,
teniendo en cuenta que ha sido estando al lado de alguien que ahora la ha
abandonado. Cuando me fui de su lado ya era madre y tenía un hijo. ¿Cómo
quererla por su espíritu de madre, si éste no se ha llegado a fraguar?
Y sin embargo, allí
estoy. Aguardando, expectante, un gesto, una señal. No tengo manera de
acercarme a Clear: no conozco ninguna manera. Sé que por su propia natural
timidez, nunca conseguiré hacer nada si yo doy el primer paso, tiene que
hacerlo ella. ¿O quizás no sea así? Quizás me equivoque, quizás no esté todo
prefijado en el carácter. Pero Clear decía que creía en el destino: que si
teníamos necesariamente que estar juntos, que habría alguna señal que lo
llegaría a lograr. La echo de menos a ella: y a mi hijo. Pero necesitaba saber,
de alguna manera, que su amor no se debía simplemente al hecho fortuito de que
a su hermana le habían hecho daño y que a mí –de una forma más o menos
mentirosa- me habían infligido la misma maldad. Debía marcharme para saberlo.
No hubiera podido ser una buena pareja sin eso.
Y por eso la espero,
día a día, hora a hora. La miro a lo lejos, me imagino las trenzas que nunca se
pone en el trabajo y casi parezco verlas. ¿Cuándo tendré que esperar para
verlas de nuevo?¿Cuánto para que la verdad que yo viví se haga de nuevo
realidad?
No lo sé: pero puedo
esperarlo. He cometido muchos errores. Quizá cada uno de los viajes en el
tiempo lo fueron. Pero ahora lo tengo claro. Sé lo que quiero. No tengo prisa.
Puedo esperar. Quiero hacerlo bien.
Mientras acaricio a
Lana, y mantengo un móvil apagado pero provisto de una tarjeta telefónica entre
las manos, sigo esperando una señal…