Decíamos en
el capítulo anterior que la mejor forma de comprender el espíritu griego era a través de sus islas. Y de hecho, Javier Reverte, en el libro "El corazón de Ulises", pasa un buen ratito caminando de isla en isla, a veces visitando ruinas antiguas, y en ocasiones simplemente dejándose perder para disfrutar de las ganas de no hacer nada y de la alegría de la vida, como ocurre en la película
Mediterráneo, donde un batallón de soldados italianos se refugia en la isla de Kastelorizo durante la Segunda Guerra Mundial y prácticamente se olvida de la existencia de la guerra, más o menos lo mismo que hace Reverte durante esta parte de su viaje. Yo no he tenido la ocasión de viajar a Kastelorizo, pero desde luego algunas islas griegas me dejaron la sensación de que era mejor perderse en ellas, reposar y dejarse mecer simplemente por la voluntad de los dioses. Y más, sobre todo, si vas a disfrutar en ellas de su gastronomía, merecidamente reputada.
En cuanto uno viaja a Grecia, uno entiende perfectamente los problemas de la eurozona y la obsesión alemana por hacer que sea lo más barato posible comprar Grecia entera. "Hay que salvar a este país", fue la declaración unánime, tras el yogur griego con miel más espléndido que he probado en mi vida. Aquí en la foto, en primer plano, tsasiki, y al fondo, fava, un plato típico de la gastronomía de Santorini.
Y, desde luego, uno puede encontrar en las islas la paz y la tranquilidad que, entre otras, se necesita para el ejercicio de la democracia, la ciencia y la filosofía. De hecho, no es extraño que la medicina occidental naciera bajo la sombra de un platanero donde Hipócrates impartía sus lecciones en Kos, una pequeña islita de bucólico encanto muy cercana a la costa de Turquía. Claro que el platanero que ahora mismo se encuentra allí plantado se encuentra enfrente de una mezquita, se cae a trozos, y probablemente no sea el platanero original, pues éstos no viven más de doscientos años. Pero eso, sí, la ilusión, el mito, la significación de lo que allí había, no nos la quita nadie. Decía Flabuert sobre Cartago que, al igual que con Grecia, lo importante no es siempre lo que ves, sino lo que sabes que en su día estuvo allí.
Aquí yo, aquí el platanero de Hipócrates. Creo que miro hacia otro lado porque, justo en frente, una chica con la flexibilidad de Nadia Komaneci andaba en medio de la plaza principal del pueblo haciendo algo ligeramente similar al tai-chi. Cosas curiosas que te pasan cuando viajas.
Las islas griegas también tienen algo de mestizo y de comunión de culturas. Un buen ejemplo es Rodas: primero griega al cien por cien (tanto que allí se encuentra una de las ya mencionadas en el capítulo anterior "no-maravillas del mundo" -es decir, que lo fueron pero que no se han mantenido en pie o no se saben ni si existieron-, en este caso el coloso de Rodas, en vez del cual se yerguen dos estatuas de una pareja de ciervos en el lugar donde supuestamente estuvo -ver fotografía abajo), luego romana, bizantina, en algún momento turca, y más tarde conquistada por una orden de caballeros rebotada de las Cruzadas y que se estableció allí para practicar el comercio, el feudalismo, la construcción de palacios y (por qué no decirlo también) la extorsión y la piratería. Como Rodas acabó también durante un tiempo en manos italianas, Mussolini se dedicó a restaurar alguno de esos palacios donde los caballeros franceses, españoles o italianos no compartían la misma lengua pero sí la misma pasión por el botín, para así restaurar la vieja gloria italiana y demostrar que Roma siempre había sido la capital de un imperio. La megalomanía del Duce siempre está de más, pero no cabe duda que los palacios los dejaron bonitos, bonitos.
Arriba, supuesto emplazamiento del Coloso de Rodas a la entrada del puerto de la ciudad del mismo nombre. Abajo, palacio del Gran Maestre, sede central de los caballeros de Rodas, los cuales, tras ser expulsados de la isla por los turcos, se fueron a dar por saco a otra parte y se convirtieron en la orden de Malta.
Aunque quizás una de las islas más fundamentales para entender la historia del inicio de la civilización en Occidente sea Creta. Creta es el lugar por donde la escritura y la civilización entran en el continente europeo a través de Egipto. Poseen rasgos en común con sus vecinos del sur, y también con los del norte (como por ejemplo, el casco hecho con colmillos de jabalí que os coloco abajo, que se supone que es propio de la isla y, sin embargo, un modelo muy similar está expuesto en el museo Arqueológico de Atenas). Creta, con su palacio de Cnossos, el original laberinto del Minotauro, es uno de los mayores exponentes de qué es lo que puede pasar cuando una región del mundo bulle con el ascenso de la civilización. Después del tsunami provocado por la explosión que provocó la caldera de Santorini (comentado en el capítulo anterior), la civilización cretense nunca volvió a recuperarse y se quedó, subterránea, apartada en los márgenes de la historia.
Algunas de las maravillas del museo de Heraklion en Creta. Arriba, casco elaborado con colmillos de jabalí. Abajo, anillo que constituye un prodigio de orfebrería para la época.
Arriba a la izquierda, juego de mesa. A su derecha, ánfora con motivos marinos. Abajo a la izquierda, reconstrucción de uno de los frescos originales del palacio Cnossos. A su derecha, estatuas que representan a diosas de las serpientes. Más abajo, maqueta del palacio de Cnossos.
Abajo, imágenes del palacio de Cnossos. Arriba izquierda, patio central donde se celebraban los espectáculos taurinos. Arriba derecha, sala del trono. Abajo izquierda, probablemente el primer teatro del mundo. Abajo a la derecha, fresco y columnas cerca del antiguo puerto.
Porque, finalmente, la cultura ascendió al norte. A Atenas, a su Partenón, a su Acrópolis, al nacimiento del teatro tal y como lo entendemos, la filosofía y también la política democrática, la demostración de que otra forma de gobierno es posible, a pesar de que el resto del mundo se empeñaba en llevarles la contraria. Un mensaje, sin embargo, que no ha perdido actualidad con el tiempo, sino que ahora podría expresarse con igual vigencia que nunca.
Panorámica de Atenas. Arriba, el teatro donde Aristófanes o Sófocles veían escenificacadas sus representaciones. En medio, detalle de la Acrópolis (las famosas Cariátides, o al menos una réplica de las mismas). Abajo, plaza de Sintagma: hoy es en otras plazas no muy lejanas donde se lucha por la libertad.
Grecia, efectivamente, son muchas cosas. Nadie termina nunca de ver todos los detalles de la república helénica. Reverte recorre unos cuantos parajes de la Grecia continental que a mí me faltan: Esparta, el otrora espléndido palacio de Micenas, la llanura de Maratón, las Termópilas... Lugares todos ellos de historia y de significación, tanto o más como la zona de Delfos, los montes Athos y Olimpo, la costa de Salamina, o los monasterios de Meteora.
Panel del Museo Arqueológico de Atenas donde se muestran los hallazgos en un túmulo muy concreto de las Termópilas. Pueden verse las lanzas de los soldados griegos en el centro y, rodeándolas, las incontables flechas arrojadas a este punto por los enemigos persas. Esto demuestra que los griegos del pasado eran unos valientes, y los griegos actuales, unos auténticos cachondos.
Aunque de hecho, y hablando del Monte Olimpo, una gran sección que ocupa la historia de Grecia es lo que no ha pasado: es decir, la mitología y demás relatos divinos (para enterarse de los cuales en profundo detalle, por cierto, recomiendo "Mitología griega y romana", de J. Humbert). Javier Reverte dedica una buena sección de "El corazón de Ulises" a desgranar las diferentes historias de dioses, héroes y semidioses, que en ocasiones tienen su propio recorrido turístico en la geografía griega, como es el caso de los montes de Creta donde, según la leyenda, Zeus nació y luego posteriormente acabó muriendo. O el olivo de la Acrópolis de Atenas, en teoría el primer regalo que a la ciudad le proporcionaron los dioses.
La leyenda dice que Atenas debía decidir cuál era el patrón de la ciudad, y Poseidón y Atenea se disputaban tal honor. Se decidió que aquel que proporcionara el regalo más útil a la urbe griega sería el agraciado. Poseidón hizo aparecer (las versiones varían) un caballo o un manantial de agua salada. Pero Atenea les regaló un olivo, y por ello fue la ganadora. Hoy, en la Acrópolis de Atenas, un árbol un poco más joven conmemora aquel primer olivo de los que hoy pueblan toda la cuenca mediterránea.
En definitiva, ¿qué más os puedo decir? Quizás lo mismo que le comentaban a uno de los protagonistas de la película "City Hall" ("La sombra de la corrupción" en castellano): "Aléjate. Vuelve a Grecia. Aprende de nuevo la ley". Periódicamente necesitamos volver a nuestros orígenes. Y quizás los orígenes de cualquier ser humano acaben siendo, bien mirado, los de todo el mundo. Así que id a Grecia, leed, sentid, aprended. Y cuando volváis, hacedlo un poquito más sabios. Es la única manera en que todo vuelva (y de una manera mejor) de nuevo a empezar.
Amanecer en el Egeo. ¿Por un nuevo amanecer para todos?