Cuerpos pequeños
Enriqueta
no estaba haciendo nada. Simplemente, escuchaba. Pero escuchar, en sí mismo,
puede ser un pecado mayor que muchos crímenes que se producen habitualmente.
Sobre todo, si se deriva en cometer un pecado mayor.
Enriqueta,
comprando en la botica uno de esos productos que, mezclados junto con otros
ingredientes, le procuran la necesaria protección contra embarazos no deseados
(precaución que no es poca en su oficio y en esta época) aguza su oreja ante la
conversación entre la boticaria y su ayudanta, a pesar de que ellas creen que
nadie les escucha porque están hablando en voz muy baja:
-Como
te lo digo.
-¿Y
dónde dices que ocurrió eso?
-En
Almería, me dijeron. En un pueblo llamado Gádor. Lo sé porque mi cuñada es de
allí, vino hace seis meses a establecerse en Barcelona. El cacique del lugar
tenía tuberculosis, y alguien le vendió a un niño para poder tomar su sangre y
que de esta manera la usara para curarse.
-Virgen
santa, qué barbaridad. ¿Tú crees que alguien puede ser tan repugnante como para
hacerle esto a un niño?
-Hija
mía, por dinero, la gente hace cualquier cosa.
-¿Pero
de qué cantidad estamos hablando?
-Pues
de la habitual, Martita, de la habitual: o sea, de muchísimo dinero.
Enrique
escuchó atentamente, pagó y se fue.
Un
par de minutos más tarde, Enriqueta se encontraba fuera de la tienda, y
observaba a una mujer que iba arrastrando a su hijo, visiblemente contrariado.
La madre tiraba de él mientras le iba regañando. Enriqueta pensó que aquel niño
estaría seguramente pensando que si cualquier extraño viniera y le dijera que
si se iba con él, sin duda le diría que sí.
Varios
horas después, Enrique Martí salía de su casa y cerraba la puerta con cierta
precaución. Camina pausadamente unos cuantos metros y no tarda en encontrarse
con unos zagalines que juegan en la calle, en una plazoleta, con una pelota
hecha apenas con unos trapos y algo de voluntad. Uno de ellos se queda
rezagado: tiene las piernecitas más cortas y no es capaz de llegar al balón tan
rápido como los demás.
-Muchachito
–le dice amigablemente tendiéndole la mano y abriéndola para mostrar un
premio-, ¿te apetece un caramelo?
El
niño la mira con ojos grandes y profundísimamente negros, de un brillo intenso y
cortante. Un instante de vacilación atraviesa su rostro.
Enriqueta,
dulcemente, le sonríe…
Enriqueta Martí, más conocida como la
vampira del Raval, secuestró y asesinó a cientos de niños en Barcelona durante
varios meses del año 1912, para quitarles la sangre y venderla a enfermos de
tuberculosis u otras dolencias, los cuales creían que este remedio era la única
cura para las mismas. La sangre se pagaba a cambio de enormes sumas de dinero,
mientras el flujo de niños desaparecidos –negado constantemente por las
autoridades- no cesaba de aumentar.
Éste es el relato de
aquellos hechos: y también de otros que bien pudieron pasar…
Teresita se sentía arrastrada a un paso tan rápido
como le imprimía esa mujer. ¿Por qué había cambiado tan radicalmente de
actitud? Primero se mostraba tan simpática y ahora en cambio tiraba de ella
como si nada más que fuera un fardo inútil. ¿Adónde la llevaba? El caramelo
estaba rico, pero ella quería volver con su madre. ¿Por qué no le dejaba
volver? La señora le había hablado en un tono muy dulce, como si se tratara de
un hada de los cuentos, y su bello rostro la había terminado de cautivar. Pero
luego, una cara distinta, menos amable, había salido a colación…
-Estoy
cansada –protestaba la niña, con sus piernas trastabillando ante las grandes
zancadas de Enriqueta.
-Después
tendrás tiempo de descansar –le cortó en seco la mujer.
Sólo
disminuyeron el paso cuando empezaron a adentrarse por el interior de un barrio
que no conocía, y Teresita avistó la presencia de una vivienda humilde, pero
con apariencia de resistente; de esas viejas casonas de varios pisos y patio
trasero las cuales, pese al paso del tiempo y de todas las inclemencias, han
conseguido aguantar en pie un par de cientos de años. Hasta salía humo de la
chimenea. Sólo le faltaba el chocolate para constituir –al menos en apariencia-
la perfecta casita de la bruja.
Cuando
entraron en la casa, la niña pensó que le iban a dar algo de comer. En lugar de
eso, la mujer la arrastró y la clavó sobre una silla.
-Tengo
hambre –prácticamente rogó ella.
-Espera
–dijo la mujer. Y Teresita le vio sacar del cajón unas tijeras.
La
niña saltó de la silla y se tapó la cara con las manos.
-¡No!¡No
me cortes el pelo!¡No quiero que me cortes el pelo!
Pero
Enriqueta la agarró del cuello del vestido y la volvió a colocar con violencia
en la silla.
-¡Ya
lo creo que sí, maldita!-juraba apretando los dientes.
El
pelo fue cayendo a grandes bucles de la cabeza de la niña, que derramaba
lagrimones mientras veía cómo sus bellos rizos dorados se iban convirtiendo en
una cabeza prácticamente pelada, con unos cuantos mechones desgreñados que no
conseguían salvar la dignidad de su marchita melena. Cuando terminó, con
Teresita llorando, Enriqueta le quitó abruptamente el vestido y la dejó en
braguitas y camiseta interior; luego la arrastró del brazo y la introdujo en
una habitación.
-Tengo
hambre –le solicitaba ella de nuevo, sorbiéndose los mocos, resignándose a que
acerca del pelo ya no había mucho que hacer.
Enriqueta
cerró la puerta, sin que las súplicas parecieran haberle llegado a afectar. Un
sonoro portazo se produjo justo delante de la cara de la niña.
Teresita
se quedó mirando la puerta, como esperando que allí delante ocurriera algo que
modificara su situación. Pero ni la más mínima señal surgió de la madera
incólume. Entonces, ante esa perspectiva, se decidió a girar la cabeza. La
negra oscuridad pareció tragarla como una mancha inmensa cuyos dientes afilados
la envolvieran por completo, impidiéndole ver, sentir o pensar. Y sin embargo,
se sintió extrañamente impelida hacia esa carencia de todo que se extendía a su
alrededor. Poco a poco, a pasitos cortos, sin ninguna referencia en la que
apoyarse, comenzó a andar.
Durante
un par de minutos, Teresita caminó por la nada absoluta teniendo mucho cuidado
de por dónde colocaba los pies, para no caer sin saberlo en un abismo que podía
aparecer en cualquier momento. A lo largo de ese tiempo, no tuvo miedo: su
madre le había enseñado previamente que no hay que temerle a la oscuridad
porque ésta no puede herirte ni sorprenderte ni matarte. Es mucho más fácil que
cualquiera de estas cosas, sin embargo, te las hagas tú misma al no prestar
atención, o al contrario, al concederle una excesiva importancia y que te
embarguen los miedos. Por tanto, Teresita se mantenía tranquila y firme, al
menos hasta que, de alguna manera, sintió que delante de ella había un hueco,
probablemente por la presencia de una escalera. Y entonces fue cuando el
ruidito empezó a sonar.
Al
principio fue muy tenue, muy leve. Como un desasosegante run-run que parecía
extenderse más y más. Luego se dio cuenta de que ese sonido tenía tacto y
también aliento. De repente los identificó rápidamente como respiraciones. Y
entonces contempló, surgiendo de entre las sombras, primero las narices, y
después los ojos y los rostros, de las decenas de niños, de caras verdosas,
mirándola interrogantes y como preguntándole qué iba a pasar…
Teresita
sintió entonces cómo una mano que ejercía una presión terrible la agarraba de
la ropa, brazos y piernas y tiraba de ella hacia la luz. Las caras de los niños
se desvanecieron de repente.
A
Teresita apenas le dio tiempo a protestar, mucho menos a gritar. Enriqueta
Martí le rajó el cuello de derecha a izquierda y luego la elevó bruscamente por
las piernas hacia arriba, enganchando uno de sus pies en una soga. La sangre
empezó a manar precipitadamente del cuello, pero Enriqueta aseguró la posición
para provocar que la mayor parte de la misma cayera en el cubo que había
situado a tal efecto sobre el suelo, el cual, a velocidad siniestra, se comenzó
a llenar. También certificó que el pelo cortado apenas retenía parte alguna de
la sangre; al principio el pelo largo de las niñas le daba muchos problemas en
este sentido, y también los vestidos. Pero gracias a la experiencia previa,
aquello había dejado de ser un inconveniente.
Enriqueta
se quedó allí un breve rato certificando que la columna de líquido caía
continua e invariablemente, del cuello a la barbilla y luego en un hilillo de
sangre al cubo, mientras el leve balanceo del cadáver no impedía que la preciada
mercancía cayera sobre el recipiente, en un proceso macabro que se mantenía en
total funcionalidad. Luego, tras estar segura que de todo podía transcurrir de
la manera prevista en su ausencia, la mujer se marchó para dejar que el modo
natural de las cosas y la gravedad siguieran su curso.
El
cuerpo de Teresita se quedó entonces solo. Tenía los labios cerrados, muy
prietos, y los ojos abiertos, como contemplando algo que nadie más excepto ella
podía ver. ¿Pero podía verlo en realidad? El organismo humano no entiende del
todo el lenguaje de “vivo” y “muerto”. En un organismo viviente, miles de
células nacen y mueren cada día; en un cadáver, muchas células permanecen vivas
después de que se declare que el ser humano, la persona que tenía un nombre y
un apellido y una identidad, ha dejado de respirar. ¿Estaba Teresita viva o
muerta? Pocos hubieran podido a ciencia cierta afirmarlo. Se hallaba
suspendida, tanto literal y físicamente, como en lo que respecta a la
mortalidad…
También
se han dicho muchas cosas sobre la presencia del alma. Nadie tiene clara la
realidad acerca de estas siempre tortuosas y complejas materias; de los sutiles
estados del espíritu; de qué pasa cuando ciertas condiciones se fuerzan y se
conjugar circunstancias que, por lo común, no
están destinadas a combinar. El filósofo Descartes localizaba
físicamente al ánima en la región de la glándula pineal, una pequeña
prominencia situada en la parte posterior del encéfalo. En el cuerpo de
Teresita, la sangre iba abandonando muy lentamente todos los órganos de su
cuerpo, incluyendo (en un fluido pausado pero continuo y también, de arriba
hacia abajo) la glándula pineal.
Enriqueta
volvió aquella tarde más pronto de lo acostumbrado. Podría decirse que era
porque estaba cansada; o porque le daba pena la niña y no quería mantenerla más
tiempo en esa posición; o porque en este caso el asesinato le había producido
una pena especial; y tal vez hubiera algo de cierto en todas estas razones,
pero sobre todo, era porque se le hacía tarde para llevar la sangre hacia el
destino que le tenía reservado desde el principio, y no se quería retrasar. Se
aseguró de que la mayor parte del botín esperado se había logrado, y no se preocupó
tanto, como ocurría en otros tiempos, de que no estuviera absolutamente toda la
sangre que se hubiera podido sacar. Había ido volviéndose menos ambiciosa con
el tiempo conforme el negocio había ido creciendo exitosamente, y más
impaciente también por dedicarle el menor tiempo posible a cada niño y por
deshacerse de ellos cuanto antes se pudiera librar. Desató el pie de Teresita
de la cuerda y la bajó del techo, dándole para ello la vuelta con respecto a su
colocación actual.
Justo
entonces, la última gota de sangre que iba a salir para dejar exangüe para
siempre la glándula pineal de Teresita, por efecto del cambio de posición del
cuerpo, retornó hacia su sitio y la volvió a rellenar. Mientras tanto, Enriqueta
abría la puerta donde había encerrado antes a Teresita y bajaba las escaleras
hacia el sótano, donde depositó el cadáver sin demasiada escrupulosidad. Ya se
encargaría después de enterrarlo. Subió las escaleras de vuelta y cerró la
puerta.
De
lo que no se había dado cuenta era de que los ojos de Teresita, ahora de un
intenso amarillo claro, brillaban en la oscuridad.
* * *
Enriqueta
salió de noche de manera subrepticia de su casa. Cerró con doble vuelta y se
tapó la cara con una capucha. Luego, anduvo deprisa, sosteniendo con fuerza -y
también ocultando- el odre que contenía la sangre de la niña que acababa de
asesinar. Caminaba con paso firme y mirando hacia todos lados: nunca se sabía
la clase de bandidos que una por la noche se podía encontrar…
No
estaba muy lejos: apenas unas pocas calles. El hombre al que Enriqueta iba a
ver tenía dinero, pero no vivía en las casas del barrio alto de la ciudad, sino
allí mismo, donde los pobres, localizado en el propio Raval. Entre otras cosas,
porque su fortuna provenía de sacarle dinero, a base de usura, a los ciudadanos
del barrio, en todo lo que se dejaran explotar. Enriqueta no tenía mucho
conocimiento sobre los hábitos de la gente rica, aunque de lo que conocía de
sus experiencias de negocios entre sábanas, le daba la sensación de que eran básicamente
iguales que la gente pobre, con la única diferencia de que sabían como sacarle
el dinero al resto del mundo mucho mejor que los demás. En ese sentido, no
creía que el hombre que iba a ver fuera muy distinto que los que vivían en
lujosas mansiones y bebían cava con las actrices de los teatros: era,
simplemente, que andaban en camino de comprarse una, o que no había avanzado lo
suficiente aún como para lograrlo. Ella esperaba algún día comprarse una casa emplazada
fuera del Raval.
El
hombre al que buscaba le abrió la puerta con desconfianza. Era grueso (de ese
tipo de gordura mal distribuida que acaba por ser fofa), se encontraba
pesisamemente afeitado, y una especie de sudor amarillento parecía envolverle
toda la piel: probablemente era uno más de los símbolos de la enfermedad que
estaba empezando a comerle la vida. Contempló a la mujer de manera taxativa:
desde luego, era guapa, de una belleza aparentemente inocente, y que
seguramente (reflexionaba el hombre) podía tornarse lasciva en cuanto se quitara
simplemente un par de ropas. Pero también su expresión decía: “si quieres algo
de mí, tendrás que pagármelo”. No tenía pinta de alguien que proporcionara una
sonrisa gratis sólo por considerarse una norma de cordialidad.
-¿Traes
lo que hemos dicho?-preguntó inmediatamente el hombre, conforme le dejó acceder
por la puerta, oteando antes alredor para comprobar que nadie les había visto.
-Aquí
la tengo: fresquita, recién obtenida. Pero tiene un precio alto.
El
hombre la miró escamado, y ella hizo lo propio. La casa de aquel tipo no daba
ninguna idea de que el hombre pudiera tener dinero. Era sucia, desagradable, inhóspita:
lo mismo podría haber pertenecido a un obrero de la clase baja de Barcelona a
quien su mujer había abandonado hace mucho. Porque lo que era evidentemente era
que faltaba una mano femenino en el lugar.
-¿Y
funciona de verdad?-interrogó suspicaz él.
-Eso
no me corresponde a mí decirlo –se limitó a encogerse de hombros Enriqueta.
El
hombre hizo amago de pasar la mano atrevido por encima del brazo de ella
-Quizás si
hiciéramos como hacen los ingleses, que dicen que se curan ciertas enfermedades
con el contacto humano…
Enriqueta apartó
el brazo a una velocidad de órdago.
-Entonces,
tendré que buscarle una inglesa con la que pueda usted hablar…
Mientras tanto,
en el sótano oscuro, los ojos amarillos de Teresita seguían brillando…
Y entonces, de
improviso, parpadeó.
A continuación,
se levantó y se protegió con las manos del frío intenso que le invadía los
brazos. Un silencio tétrico dominaba el sótano, donde de la persistente
sensación de vacío casi parecía escucharse la oscuridad. Teresita alzó encogida
la vista hacia arriba. En medio de la nada absoluta, percibió una débil luz que
provenía de arriba. Tanteó el desconocido camino hacia la luz.
Finalmente,
adivinó que el origen de la claridad provenía de un ventanuco que permitía
otorgar cierta iluminación al sótano. Al ventanuco se llegaba por medio de unas
escaleras de piedra que terminaban súbitamente al lado de los postigos,
abriendo paso solamente al vacío y nada más. Teresita ascendió trabajosamente
las escaleras. Contempló la calle a través de la ventana, y apoyó las manos
heladas sobre los cristales. Se quedó embelesada mirando a la luz…
Tan abstraída
estaba que una vecina no pudo evitar apercibirse de la presencia de esa niña
extraña, con la cara muy pálida, los ojos amarillentos, el pelo cortado de una
manera terrible, y que contemplaba la calle con la boquita entreabierta,
mostrando los dientes, como si le costara respirar, y la mirada perdida,
pareciendo que estuviera buscando una estrella en mitad de la multitud…
-Dime, niña,
¿cómo te llamas?-preguntó la mujer, que presentía que aquella no podía ser una
situación normal.
Teresita se giró
hacia el lugar de donde procedía la voz, con expresión alelada, a semejanza de
aquellos recién nacidos que escuchan hablar a alguien por primera vez. Pero en
aquel momento se dio cuenta de golpe de que no venía ningún recuerdo a su
memoria: no guardaba ninguna imagen sobre su anterior vida, ninguna pista sobre
su origen; su mente parecía estar flotando en una especie de niebla, surcada
por una suave música que la envolvía y la acunaba plácidamente. Era como si, de
repente, la hubieran vaciado por dentro y no hubiera quedado nada que se
hubiera podido rescatar. Bueno, quizás sí: quizás sólo una palabra. La única
que le vino a la mente; tal vez –podría haber reflexionado Teresita- porque era
la que ansiaba más.
-Aquí me llaman
Felicidad…
A la vecina, sin
embargo, sacudida por un estremecimiento, aquel nombre le inspiró todo lo
contrario.
* * *
Enriqueta
volvió de noche cerrada a su casa. Le apetecía caerse redonda en la cama, pero
sabía que aún tenía algo que hacer. Abrió la puerta del sótano y encendió las
luces.
Teresita,
al apercibirse de que ya no estaba sola, movió inquieta los ojos –pero sus
pupilas no reaccionaron-; decidió que era mejor tumbarse en el suelo,
colocándose en su posición inicial, y hacer como si nunca se hubiera movido de
allí. Como si no pudiera desplazarse.
Enriqueta
llegó al fondo del sótano con una pala en la mano. Desplegó de una zona del
mismo una amplia lona que ocultaba que aquella parte de la casa no estaba
cubierta por un suelo de piedra, sino por tierra pura y dura, expuesta
directamente a la casa. Eso evitaba a Enriqueta muchas preguntas de posibles
testigos, y facilitaba el hecho de cavar para esconder el cadáver. Aunque ya se
le estaba agotando el espacio, meditó la barcelonesa. Tendría que cambiar de
casa, otra vez, dentro de poco. Y antes tendría que volver a cubrir el suelo
con las loseta para evitar que futuros moradores llegaran a sospechar.
Hizo
un agujero de suficiente profundidad como para garantizar que, encima del de la
niña, todavía podría colocar otro cuerpo. Luego recogió el cuerpo de Teresita
del suelo, lo arrastró, y lo arrojó sin muchas meditaciones al fondo. Después
cavó de nuevo, quitándose el sudor con la mano, para tapar el agujero que había
producido. La tierra oscura tapó la cara de Teresita, poco a poco, con cada palada.
Mientras tanto, en el exterior, la vecina que había observado anteriormente la
presencia de Teresita en el ventanuco del sótano se encontraba con toda la
atención de sus ojos y sus oídos enfocada en la dirección de aquella casa. Y
los ruidos que procedían del interior de esta última no la acababan de
confortar…
Cuando
terminó, Enriqueta comprobó que todo estaba correcto, y que posibles ojos
ajenos que entraran en aquel sótano no encontrarían ningún indicio que les
pareciera suspicaz. Ascendió las escaleras con la pala en la mano, apagó la
luz, y luego cerró la puerta tras de sí.
Unos
segundos después , desde el interior de la tierra recién removida, se empezó a
escuchar el sonido como de manos agitándose, y de uñas empeñadas en arañar…
* * *
Tras
la noche oscura que todo lo cubre, lo esconde y lo borra, Barcelona despierta.
Y, como siempre, son aquellos que se encargan de los oficios más necesarios
pero más humildes, los que encienden las farolas aún de noche y prácticamente
ponen las calles, los que se ponen, en ese intermedio entre el despertar y el
sueño, a trabajar.
Pero
hoy tan sólo una conversación se cuela entre pescadores y pescaderos, entre un
obrero que entrega y otro recoge, entre el peón que despierta y el juerguista,
el trilero o el chulo se va a acostar.
-Dicen
que anoche en el barrio secuestraron a otra niña…
-Ya van muchos
meses en que esto ocurre, y los intervalos entre los secuestros se van
acortando cada vez más…
-La ciudad está
llena de niños mendigo, que piden, pasean y juegan incluso a oscuras en la
calle. No es extraño que sean tan fáciles de cazar…
-No se sabe
quién ha sido, pero el día que lo sepamos, nos aseguraremos de que llegue a
pagarlo…
-Han secuestrado
a muchos niños en la plaza del Padró. Un zagal dice que una vez vio a una
señora, que acercó un pañuelo a un niño y éste se quedó como dormido. La
señora, dijo el niño, lo envolvió con una capa y lo arrastró no sabe hacia qué
lugar…
-Dicen
que puede ser una mujer…
-La
llaman la vampira del Raval…
Y entonces, una
persona, justamente la vecina que escuchó anoche aquellos extraños ruidos
procedentes de la casa de Enriqueta, al escuchar el cuchicheo entre las
clientas de esta clase de rumores, se levanta de su asiento en la tienda de
flores, y corre a pedir consejo a su vecino de inmueble, un colchonero de piel
morena y aire solemnemente marcial. La mujer le sisea algo al oído. Este, con
gesto de sorpresa, está a punto de tirar del respingo el colchón que
transportaba ante la magnitud de la confidencia que le acaban de revelar. Tras
hablar unos cuantos segundos con la mujer, como en un tono de confirmación, se
acerca entonces hacia la figura, vigilante hasta entonces de la actividad de la
calle, de un guardia municipal. Le comunica algo muy excitado. El guardia aguza
de improviso la expresión. Automáticamente se vuelven todos los oídos del
barrio.
Una tensión muy
especial en el aire se acaba de levantar…
* * *
Teresita
salió de la tierra con extraña facilidad. Fue como si hubiera adquirido de
golpe mucha mayor fuerza de la que tuvo alguna vez en vida; sin saber por qué,
sentía que nada podía resistírsele, y ni siquiera se tenía que esforzar. Sus
uñas estaban llenas de tierra, y sus ojos seguían transmitiendo un tembloroso
fervor. Ni siquiera había sacado las rodillas de su propia tumba cuando su
nariz empezó a emitir ruiditos parecidos a los que hacía cuando aún respiraba,
captando un sutil aroma que sin embargo para ella se percibía de forma brutal.
Teresita se desplazó hacia una zona del suelo situada un poco más allá de su
particular nicho y volvió a empezar a cavar, esta vez hacia abajo: parecía como
si un extraño mandato le obligara a persistir.
Poco
a poco, fue extrayendo aquella tierra negra, blanduzca, que se quedaba húmeda
en las manos, hasta que llegó: el cadáver de un niño, entre cetrino y
amarillento-verdoso, vestido en ropa interior. Teresita contempló sus facciones
aturdidas, abotargadas por la muerte, pero hasta cierto punto hermosas, como en
una constante petición de perdón. La niña sintió ganas de derramar una lágrima,
pero ésta, caprichosa, no salía . Y, de manera espontánea, sin planteárselo
demasiado, le entregó un beso en la mejilla.
La
poca sangre que quedaba en el cuerpo de Teresita afloró hasta sus labios. A su
vez, de manera sutil, y al otro lado de la barrera entre las dos pieles, un
extraño fuego se prendió.
El
muchacho abrió los ojos.
Lentamente,
entre los dos, extrajeron más cuerpos. Niños altos y pequeños, gorditos o
delgados, niñas de pelo rizado o bebés que apenas sabían gatear. Entre ellos,
dos niñas de unos seis u ocho años, las cuales se abrazaban repetidamente, como
refugiándose la una en la otra. Debieron estar en su día mucho tiempo juntas, y
ahora sentían que eran lo único en lo que podían confiar.
Teresita
contempló su pequeña legión de niños resucitados. Los que estaban allí se
conservaban sorprendentemente enteros; probablemente, si seguían cavando, lo
que encontrasen sería bastante desagradable de contemplar.
Se
preguntó qué pasaría ahora…
* * *
La
vista abierta del gobernador civil de Barcelona acumulaba una gran cantidad de
gente. Más, sin duda, de la que estaba invitada, y de la que el gobernador
hubiera deseado. Pero no había podido poner freno a la gran ansiedad de la
muchedumbre. Ansiedad que, por mucho que lo intentaba, no conseguía doblegar.
-Se
lo voy a repetir, una vez más: no hagan caso de todos esos rumores
malintencionados destinados tan sólo a vender periódicos y dañar la imagen de
nuestra bien amada ciudad. No hay ningún secuestrador de niños. Se han
producido desapariciones, porque los niños se escapan, se pierden, y e incluso
son raptados por otros de vez en cuando, como ha ocurrido siempre, sin que
exista ningún plan maléfico ni premeditado de manera sistemática. No hay
ninguna red de secuestro de niños organizada en la ciudad: se lo garantizo
personalmente.
-¿Y
qué puede decirnos de esta pobre madre?-levantó la mano un periodista,
señalando hacia una compungida señora de unos treinta años, con regueros en la
cara indicativos de haber llorado-. ¡Su hija desapareció ayer mismo!
-¡Demagogia!¡Es
una demagogia pura y barata –reclamó el gobernador civil de Barcelona,
señalando con el dedo al periodista- que traigan aquí a una madre llorosa y
angustiada para tratar de exponer sus onerosas infundias!¡Nadie hay más
interesado que yo en que esta mujer recupere a su hijo, pero no le harán ningún
favor exponiéndola públicamente, ni lograrán nada a base de injuriosas
calumnias!
Hubo
un murmullo general entre la audiencia mientras uno de los reporteros que
acompañaba a la llorosa madre clamaba:
-¡Desde
mi diario, en un intento de colaborar con las autoridades a esclarecer este
asunto, hemos elaborado un retrato de la muchacha desaparecida!¡Responde al
nombre de Teresita, y se solicita cualquier información relacionada con el
paradero de la niña!
En
aquel momento, una figura se abrió paso entre los numerosos asistentes; era un
brigada, alto y moreno, el cual arrastraba, de manera firme y decidida, de su
brazo a una mujer. El oficial señaló aquel retrato a la señora, inquiriéndole
con la mirada. La mujer se llevó la mano a la cara. Exhaló un breve grito.
-¿Qué
pasa?-preguntó el reportero que había hablado antes, mientras los ojos de todo
el mundo se volvían a esta nueva participante en la cuestión.
-¡Es
ella!-indicó la mujer-. ¡Es la niña que estaba en aquel ventanuco enfrente de
mi casa!
El
brigada asió a la mujer por los hombros y la contempló muy fijamente. Sabía que
todo dependía de lo que ocurriera en los próximos segundos.
-¿Está
usted segura?¿Seguro que es esa niña?
-¡Sí,
sí!-respondió la mujer, entre envalentonada y temerosa ante la súbita atención
que había despertado-. ¡Tenía el pelo cortado y los ojos distintos, pero puedo
jurarlo, era ella!
El
revuelo fue inmediato. La madre de la niña se desmayó, y fue socorrida por los
reporteros que tenía al lado. El resto de los periodistas comenzaron a disparar
las cámaras fotográficas y a atosigar a preguntas al gobernador, el cual,
aturdido por el tumulto, trató de defenderse de la nube de gritos y flashes.
-¡Les
digo por última vez…!-exclamó.
Pero
ya no le escuchaba nadie; ya nada de lo que les dijera podría hacerles
escuchar…
* * *
El
señor Vidella no pudo evitar atusarse el bigote nervioso mientras salía a toda
velocidad de la audiencia pública; lo hacía siempre que estaba inquieto,
haciendo que el bien cuidado mostacho se convirtiera en una enmarañada red de
nudos sin solución aparente. Y ahora mismo no es que estuviera intraquilo:
tenía pánico. Y el resuello le hacía sudar, sobre todo al tratar de correr
desplazando su voluminosa obesidad detrás de él. Pero antes de que pudiera
avanzar mucho más lejos de la puerta, un toquecito en el hombro le detuvo.
-¿Qué
quiere?-preguntó enervado, sin saber todavía a quién se dirigía.
Se
sorprendió ante el hombre que se mostraba ante él. No le conocía; tenía aspecto
de pertenecer a la clase baja, a pesar de su cuerpo bien alimentado que rondaba
lo orondo, sus mejillas cansadas, las bolsas en los ojos; había algo extraño en
su rostro, una especie de abotargamiento coronado por un enigmático brillo en
la piel, entre verdoso y amarillento: parecía como si el hombre acabara de ser
rellenado por dentro como un odre de vino (entre otras cosas porque su apariencia
era de haber decidido conservarse en alcohol de por vida), y aquello daba a su
apariencia un aire de artificialidad. El señor Vidella encontró un aspecto
desasosegador en aquel rostro y, al mismo tiempo, una sorprendentemente
perturbadora familiaridad…
-Quiero
lo mismo que usted –respondió el hombre-. Si usted y yo no lo paramos, antes de
media hora los guardias municipales estarán en casa de Enriqueta Martí y quizás
descubrirán cosas que puedan comprometernos. A ambos nos conviene trabajar en
el mismo lado en este asunto.
El
señor Vidella se enderezó:
-¿Cómo
se atreve a decir…?
-No
se preocupe, señor, no tiene usted que fingir conmigo. No se llega hasta donde
estoy sin saberlo todo de todo el mundo, y debería usted saber cuán lejos
pueden llegar las largas lenguas de los pobres miserables del barrio del Raval…
Pero no se preocupe, yo no me voy a dedicar a airear que un rico burgués está
metiéndose sangre de niños para disfrazar sus enfermedades: lo único que
pretendo es que paralice la investigación, aunque sea un par de horas. En ese
tiempo, puedo ir a casa de Enriqueta y sacar todo aquello que pueda
incriminarnos a ambos. Una vez hecho esto, podremos estar tranquilos.
El
señor Vidella pareció quedar desarmado ante esa nube de argumentos, y sin embargo
seguía manteniendo la tensión. No estaba acostumbrado a que nadie le diera
órdenes, y mucho menos alguien de mucho menor rango social.
-¿Cómo
podría parar yo un requerimiento policial en marcha?¿Y cómo sé que usted…?
-Seguro
que usted conoce maneras más que de sobra para hacerlo. En cuanto a lo segundo,
si quiere, cuando haya garantizado que la cosa va a detenerse el tiempo
suficiente, puede venir personalmente a la casa y encontrarse conmigo allí,
para que ver que estoy jugando limpio. Pero tiene que hacerlo rápido, señor
Vidella: una vacilación de más, y los dos estamos perdidos.
El
burgués catalán dudó: pero, por otra parte, ¿qué iba a hacer? Aquel hombre, por
más repugnante que le resultara, tenía razón. Debía actuar deprisa.
-De
acuerdo. En una hora estaré en casa de Enriqueta: pero no se vaya sin mí, ¿de
acuerdo? Si no es así, tendrá problemas.
-Descuide,
señor Vidella: no quiero que al pasar por delante de una de sus fábricas,
alguno de sus matones vaya y ajuste cuentas conmigo. No se preocupe, prefiero
jugar limpio en este caso.
Al
señor Vidella aquel comentario le hizo entender con qué clase de hombre estaba
tratando, y aquello, lejos de azorarle, le serenó.
* * *
Enriqueta
salió aquella mañana risueña y llena de una sincera alegría. El dinero contante
y sonante en las manos siempre le producía buenas sensaciones. Además, hacía
una bella mañana cargada de sol. Decidió ponerse sus mejores galas y salir a
hacer unas compras.
Al
principio, todo fue bien: Enriqueta adquirió unos cuantos vestidos y unos
zapatos, y salía con los paquetes bajo el brazo con una expresión ufana en los
ojos. El problema fue cuando empezó a retornar al barrio, tras su periplo las
zonas altas de la ciudad: entonces, notó un extraño manto de suspicacia y
miradas de reojo abriéndose paso delante de ella. Y supo que algo iba mal. Pero
no se alteró (aparentemente) ni modificó el paso, porque sabía que era lo peor
que podía hacer. Se desplazó pausada y calmadamente, como todo aquello no fuera
con ella.
Pero,
poco a poco, el cerco se fue estrechando en torno a su figura. La gente se
quedaba escrutándola, expectante, atenta, inspeccionando hacia dónde se dirigía
en cada movimiento, en cada gesto, como si no quisiera dejarla escapar. Una
especie de fila invisible se estaba dibujando a un lado de ella, y lo mismo iba
ocurriendo al otro, sin que ningún cambio de dirección pareciera contribuir en
modo alguno a evitarlo. El espacio entre ella y los cuerpos de sus vecinos,
rígidos como estatuas de cera, iba menguando… Enriqueta seguía avanzando,
tratando de permanecer imperturbable, pero su rictus le traicionaba, y viró los
ojos a un lado y a otro, como buscando un hueco que le permitiera la huida.
Pero no se abrió ninguno: en un instante aislado en que perdió la cabeza, Enriqueta
echó a correr.
De
nada le sirvió aquello; sus conciudadanos la envolvieron y, sumida en una marea
de cuerpos, se encontró la oscuridad…
* * *
El
señor Vidella sudaba abundantemente cuando penetró en la casa de Enriqueta
Martí. Antes de que pudiera reaccionar, le llegó una voz procedente del fondo
de la vivienda:
-¿Qué,
le ha costado entrar?
El
empresario catalán reconoció el rostro inconfundible del usurero del Raval (él
también tenía sus modos de informarse, incluso con tan poco tiempo) que le
había abordado poco tiempo antes, justo después de la audiencia pública del
gobernador de Barcelona. Se secó la frente con un pañuelo, y expulsó un último
resuello de agobio.
-¿Por
qué está la gente mirando la casa? Me ha costado mucho acceder sin ser visto.
¿Es que no tienen nada que hacer?
-Las
noticias vuelan en el barrio, mucho más rápidamente que la policía. La casa de
la vampira del Raval se va a convertir en la atracción del año, y nadie quiere
perdérselo. Y sí, la verdad es que ser pobre suele llevar aparejada la
circunstancia a ratos de no tener nada que hacer.
-¿La…
vampira… del…?
-Las
noticias vuelan, y los motes también. Venga, he revisado todo aquí. Estos
documentos quizás le comprometan –le pasó un fajo de papeles-. Ya conoce a
Enriqueta, se previene ante todo. Me queda por comprobar el sótano. Vamos a verr
allí.
El
señor Vidella le siguió, más tranquilo en parte por tener los documentos en su
mano, pero también con el pensamiento perturbador de que éste no era su
escenario habitual y que se sentía bajo el mandato de un hombre en el que no
confiaba y que sin duda no tenía buenas intenciones, y menos aún ahora que
Vidella había cumplido su labor. Pero se limitó a jugar con las cartas que le
había dado el destino, lo cual pasó primero por abrir la puerta del sótano y
despejar la oscuridad.
Hubo
primero un ruido chirriante, como de cucarachas y ratas corriendo a esconderse
bajo la llegada de la luz. Después, en cuanto sus ojos se hubieron acostumbrado
a la situación, los dos ricachones abrieron intensamente los párpados. Y sus
bocas a continuación.
Los
niños les miraban. Les contemplaban fijamente, pero no como si lo hicieran a
ellos, sino a través de los mismos, como si los dos recién llegados estuvieran
hechos de un cristal transparente y albergaran en su interior un fuego que los
niños estaba deseando atrapar: y lo hacían con sus caritas pálidas, macilentas.
Hambrientas. Hipnotizadas. Hipnóticas.
El
señor Vidella se refugió, de manera inconsciente, detrás del grueso cuerpo del
usurero.
-¿Qué
hacemos con ellos?
El
usurero, más seguro de sí mismo, descendió los escalones del trastero y miró a
los niños de cerca. A sus ojos amarillos, desconfiados. Vidella caminó tras él.
Inmediatamente
por debajo de ellos, a unos treinta centímetros en el interior del subsuelo, embebida
en la tierra, Teresita se encontraba tiritando, oculta, respirando entrecortada.
Olía al otro lado el aroma procedente de su propia sangre en el cuerpo del otro
hombre… y aquello era lo que le estaba haciendo tiritar.
-Estos
niños son una prueba –dictaminó el usurero-. Lo mejor será que nos los
llevemos.
El
señor Vidella volvió la vista hacia las dos niñas situadas a un lado, apartadas
del resto. Abrazándose muy juntas, como protegiéndose de todo lo demás.
-Puede
llevarse ésas si quiere –le señaló el usurero, comprendiendo rápidamente.
Vidella,
observándolas con cierto anhelo, se mordió el labio inferior.
-Mi
mujer siempre ha querido un par de hijas…
El
usurero asintió.
-Y
además, pueden ser un buen seguro de vida, ¿no es verdad?
El
señor Vidella giró el cuello petrificado: ¿cómo podía pensar ese tipejo en aquellos
términos?¿Cómo podía pasársele por la cabeza el traerse primero a unos tiernos
infantes a casa y luego quitarles la sangre?¿Entonces lo que pretendía hacer
con aquellos niños era…?
-Vamos,
no se haga el mojigato –le replicó el otro-. ¿Es que no sabía de dónde venía la
sangre? Además, porque se detenga a Enriqueta Martí no va disminuir el flujo:
esto es un negocio, y habrá otras personas que puedan retomarlo, porque seguirá
habiendo gente que lo solicite. ¿Y qué va a hacer el día que su enfermedad vaya
a más?¿De dónde va a sacar el preciado líquido rojizo, sino de donde lo tiene
más a mano?
Sin
embargo, el usurero paró de hablar cuando se dio cuenta de que Vidella estaba
mirando muy atentamente de nuevo a las dos chicas. Le dejó simplemente estar
durante unos segundos. Luego le preguntó:
-¿Qué,
qué es lo que hacemos?
Vidella
parpadeó, como volviendo a la realidad.
* * *
Los
guardias entraron en casa de Enriqueta Martí con el mismo ímpetu con el que lo
hubieran hecho si se hubieran enfrentado a una trinchera, a un ejército
enemigo, a un monstruo. Echaron las puertas abajo, se colaron por las ventanas
y rendijas, apuntaron primero con las armas de fuego, sin estar muy seguros de
lo que se iban a encontrar. Luego, conforme veían que allí no había nadie, se
relajaban y observaban un poco más de cerca lo que tenían a su alrededor: una
casa normal, de una mujer que vivía sola, sin aparentemente nada que ocultar. Pero
todos allí sabían que existía un secreto. Y por eso el brigada RIbot no perdía
la concentración y se esmeraba en tratar de comprender más.
-La
madre de la niña sigue insistiendo en que quiere entrar, jefe –le indicó desde
fuera uno de sus hombres-. Y ha venido otra mujer: dice ser la cuñada de
Enriqueta Martí. Dice que ha desparecido su niña recién parida, justo después
del parto.
-Impide
que ninguna de ellas acceda al edificio –ordenó tajantemente el brigada. No
estaba preparado para otra descarga de emociones como la que había vivido
delante del gobernador civil de Barcelona.
Preparó
para dispararla su pistola.
-Chicos,
no os extrañéis de nada de lo que podáis hallaros.
Tras
la primera y fulgurante entrada, el registro se volvió más cauto, minucioso y
sobre todo, exhaustivo. Una primera entrada en una habitación echando abajo la
puerta, y después una inspección cuidadosa del lugar. Ribot, mientras tanto,
iba detrás de sus hombres, con ávidos ojos tratando de memorizar cada pequeño
rincón del recinto. La catatónica expresión de la vecina de Enriqueta Martí
revelándole, justo antes de entrar en la audiencia del gobernador, cómo había
contemplado la cara de la niña Teresita a través del ventanuco, todavía
martilleaba su cerebro, y llegaba a perforar una parte de él.
-Jefe,
tiene que ver esto –le dijo uno de sus hombres. La habitación a la que el
guardia había entrado parecía un cuarto de baño. Ribot entró.
Tuvo
que contenerse mucho para no salir inmediatamente y vomitar.
-¿Está
todavía ahí la cuñada de Enriqueta Martí?-preguntó gritando desde el interior
de la habitación.
-Sí,
ahí sigue –le certificó uno de sus hombres situado dentro de la casa.
-Bien:
no le deis ninguna esperanza.
Salió
de la habitación. A través de la puerta entreabierta, los guardias pudieron
atisbar la visión de un lavabo relleno de sangre…
El
resto del registro de la parte superior de la vivienda no dio grandes
problemas. Fue entonces cuando se plantearon tener que bajar hasta el sótano.
-¿Preparado?-preguntó
el brigada.
El
resto asintieron.
Una
patada abrió la puerta.
Se
escuchó un chasquido estremecedor. La bombilla que iluminaba el sótano acababa
de reventar. Al principio todo el mundo levantó la pistola sobresaltado, hasta
que se dieron cuenta de que el ruido no venía de ningún otro arma y
disminuyeron una vuelta de tuerca las pulsaciones de todos los agentes de la
ley. Para muchos, era la primera vez que entraban en una casa con dinero
suficiente como para tener instalación eléctrica. Pasado el susto, descendieron
lentamente las escaleras. Alguien encendió una linterna: adentraron sus ojos
hacia la profunda oscuridad interior.
A
alguno le embargó un cierto escalofrío cuando contemplaron la tierra removida,
y lo que parecían haber sido tumbas hasta hace muy poco, ahora vacías de
cualquier cosa que pudieron albergar en su abismo.
-Dios
mío –susurró uno de ellos.
Ribot
volvió la vista hacia el lugar donde había clavado la vista el guardia que
había hablado. Y entonces la luz de la linterna la iluminó. Teresita se protegió
de dicha luz de manera torpe con ambos brazos. Ribot sintió un súbito estallido
de alegría por encontrar a alguien vivo en aquel océano de horror: pero también
se le encogió el corazón al contemplar el estado deplorable de aquella
criatura, con las ropas andrajosas y cubiertas de tierra. Se arrodilló hacia
ella, agarrándola de las manos.
-Dime,
niña, ¿estás bien?
Trató
de sonreírle, de poner cara optimista, de hacer cualquier cosa que transmitiera
esperanza y un sentimiento por el que luchar. Pero sólo se encontró con la
actitud huidiza de la niña, que seguía evitando el fogonazo procedente de la
linterna transportada por el guardia.
-Cuéntame,
chiquilla, ¿cómo te llamas?
La
pequeña respondió como cuchicheando. Y como si el cuchicheo proviniera de otro
mundo.
-Felicidad…
El
brigada Ribot se sorprendió:
-¿No
te llamas Teresita?
La
niña apartó los brazos. Por primera vez, la lámpara enfocó sus ojos.
-Aquí
me llaman Felicidad…
Entonces
Ribot advirtió el destacado tajo en el cuello.
Le
salió la frase en voz alta:
-Algo
va terriblemente mal…
* * *
A
partir de entonces todo, absolutamente todo, empezó a girar alrededor de la
hora de la comida.
Desde
el primer golpe en la puerta del médico…
-¡El
doctor no atiende, está almorzando!
-¡Abran!
–volvió a aporrear la entrada el brigada Ribot-. ¡Es un asunto de urgencia de
la autoridad!
En
el mismo barrio del Raval, mientras tanto, y a pocas manzanas de allí, el
usurero contemplaba a la pléyade de niños delante suya, los cuales, medio
desnudos, le observaban como expectantes e intrigados, y a los que él no sabía
del todo qué decir.
-¿Tenéis
hambre?¿Qué queréis?-espetó moviendo las gruesas manos-. ¿Queréis una sopa,
patatas, pescado? La criada no viene hoy, pero la puedo llamar si queréis. Pero
me tenéis que decir qué os apetece.
Ante
el silencio testarudo de los niños, el hombre, con los brazos en jarra, no
sabía cómo actuar.
-Mira,
¿pues sabéis qué? Que si no me decís nada, voy a comer yo solo. Ya me diréis si
os entra hambre.
Al
mismo tiempo, a mucha distancia, otras autoridades ejercían también su labor, y
abrían las celdas para permitir que en la prisión de mujeres de la ciudad
condal las reclusas accedieran a su rancho. En aquel mismo momento, entraba
Enriqueta Martí, escoltada por dos guardias, en el recinto de la cárcel. Un
guardia con bigote le lanzó una sonrisa irónica.
-Mira,
vas a tener suerte: nada más entrar, a comer de la sopa boba. Pues hala, ya te
puedes ir incorporando a la cola.
Los
guardias le dejaron bajo la vigilancia de la gobernanta, la cual observaba a la
recién llegada con expresión fría y distante. El vestido de domingo de
Enriqueta no pegaba entre las ropas grises y las caras nada festivas del resto
de las integrantes de la prisión. Enriqueta se sentía como si hubiera aterrizado
en el lugar equivocado en el momento erróneo, y se dedicó simplemente, más por
hacer algo que por otra cosa, a tomar uno de los platos hondos que se le ofrecían
e integrarse en la fila. No se le ocurría mucho más.
Sin
embargo, en esa misma prisión, a tan sólo unas pocas puertas, un hombre vestido
de traje, con elegante perilla y enormemente desarrollado bigote, con un
maletín bajo el brazo, se acercaba a uno de los guardias y le susurraba algo al
oído, y le deslizaba un billete bajo mano también.
El
guardia, entonces, asintió, se despidió, atravesó un par de puertas, y le
cuchicheó también algo al oído al guardia que se encontró.
Éste,
a su vez, se dirigió a otra estancia, y también le comentó unas palabras,
prácticamente entrecortadas, a una de las administradoras del centro.
Y
la administradora entró en el comedor, donde allí le habló a la gobernanta. Del
contenido de su conversación se enteró simplemente por proximidad en la
distancia la cocinera. Ésta miró de soslayo hacia el lugar donde se encontraba
Enriqueta Martí.
Y
esta última, a su vez, pudo observar cómo la cocinera se acercaba pesadamente a
una de las camareras y le susurraba la noticia recibida.
La
camarera, entonces, fue a decírselo a una compañera, y ésta a otra, y la
siguiente a una nueva…
En
torno al perol de sopa, se silabeaban las palabras, se bajaba levemente el
tono. Alguna de las reclusas cometía incluso la indiscreción de volver la
cabeza y mirar hacia el lugar de la fila para la comida que Enriqueta había
empezado a ocupar.
Una
vez más, por segunda vez en este día, Enriqueta se sintió vigilada, rodeada,
acosada. Aunque esta vez –se dijo a sí misma- nada me puede pasar aquí. Estoy
rodeada de guardias. Aquí se cumplen unas normas, una disciplina. Está
garantizada mi seguridad.
Llegó
al final de la cola y se situó enfrente del perol. Allí, una cocinera cargada
de cicatrices y arrugas le enseñó su boca desdentada mientras ella adelantaba
el plato. Pero cuando hizo esto último, una de las robustas cocineras se
adelantó:
-¿No
preferirías comer otra cosa… por ejemplo niños?
Enriqueta
no fue tan estúpida de tirar el plato. Fue una de sus compañeras, en cambio, la
que se encargó de trastabillarla para que éste, con un estrépito, se hiciera
añicos y produjera un estruendoso sonido al retumbar.
Las
prisioneras se lanzaron todas a una contra la otra.
Los
guardias encogieron de hombros, se giraron, y mientras resonaban los gritos y
los desgarros (no pasaba nada, durarían poco), trataban de distraerse
dedicándose a silbar.
* * *
El
médico finalmente se levantó y apartó a su criada de la puerta, haciéndolo todo
esto con evidente mala gana. Dejó la cadena puesta pero abrió un resquicio el
portal.
-¿Qué
es lo que quieren?
-Brigada
Ribot –proclamó el hombre al otro lado-. Tenemos una niña que queremos que
examine.
-¿Y
tanto jaleo por eso? Anden, pasen, pasen, veremos lo que se puede lograr…
En
ese mismo instante, el usurero devoraba ávidamente un grueso trozo de carne del
que pronto apenas nada iba a quedar en tan sólo unos segundos si seguía
zampando. Se encontraba sentado en una sólida mesa de roble, alrededor de la
cual los niños –bien sentados o casi encaramados en sillas, bien arrodillados
en el suelo- centraban en el adulto su mirada como si fuera a comenzar un
espectáculo teatral. Aquella situación al usurero le puso nervioso.
-¿Qué
pasa?¿Qué estáis mirando?¿Tenéis hambre o qué?¡No me dejáis comer!¿Pero queréis
hablar?
En
la zona de los barrios altos, entre tanto, el señor Vidella también se
encontraba rodeado de un halo de expectación. Un pequeño pero selecto número de
personas le rodeaban: unos cuantos de entre ellos (probablemente la mayoría)
formaban parte de su familia cercana o de la política, todos ellos próximos a
los círculos más altos de poder de Barcelona, distinguidos ciudadanos que
venían con sus hijos y que vestían bombín, abrigos de pieles, blancos (como la
nieve) fulares o elegantes y armoniosos fracs. Pero aquella era tan sólo una
reunión íntima, casual, en la que los niños correteaban por entre las sillas de
las venerables abuelas, y las damas se daban besos y celebraban cuán
emocionante era volverse a encontrar.
-Bien,
ahora que estamos todos –dijo Vidella después de proporcionar con una cuchara
un par de golpecitos en un vaso de cristal colocado sobre la inmensa mesa
alrededor de la cual los sirvientes iban desplegando paulatinamente cada
manjar-, quisiera haceros partícipes a vosotros también de esta buena nueva.
Como sabéis, siempre he hecho un esfuerzo denodado y sincero por colaborar con
los más desfavorecidos, aquellos a los que la fortuna no se ha detenido en
saludar. Hoy, fortalezco aún más si cabe este compromiso, contribuyendo además
a la felicidad interior de mi propio hogar. Os quiero presentar a Laurita y
Elvira, las dos niñas huérfanas que acabo de adoptar.
Una
salva de aplausos y de enhorabuenas rodeó a Vidella mientras el mayordomo traía
a su lado a las niñas –lavadas, bien vestidas, y rematadas en la cabeza por un
exorbitado lacito azul-, y Vidella abrazaba y besaba a su mujer en la mejilla,
cual trataba de evitar en su rostro unas lágrimas que (apreció quizás el más
agudo de los presentes) no eran precisamente de dicha. Vidella cortó el grifo
de su esposa con una breve frase seca, y la señora Vidella volvió a sentarse,
mientras el empresario se dirigía a las niñas y las tocaba en el pelo, de un
modo nada acostumbrado a ello, parecido al gesto que desarrolla la gente cuando
saluda con desgana a un perrito, como preguntándose qué había que hacer después
y qué paso había que dar. Pero para ello ya estaban las viejas tías de la
familia, una de las cuales, por supuesto, se había levantado y acercado hacia
las nuevas protagonistas.
-¡Qué
ricura!¡Y qué guapas son!-dijo ella-. ¿Puedo darles un beso?
-Claro
que sí –respondió ufano Vidella, contento de que le arrebataran el peso de la
responsabilidad.
-Mira
que dos niñas más monas –dijo la misma tía, tras cubrirlas a ambas de ósculos
en las mejillas-. ¿Y vosotras qué?¿No me dáis beso?
-Anda,
dadle un beso a vuestra tía –les instó Vidella. Las niñas, con sus ojos
fríamente estáticos desde el principio, inexpresivos, parecieron mirarle sin
comprender.
-Venga,
dadme un besito, mis niñas –insistió más confusa la tía, mientras toda la familia
está mirando-. A ver si así os lo pongo más sencillito –dijo la mujer acercando
la mejilla a los labios de una de las niñas-. ¿Quién se va primero a animar?
Las
dos niñas se miraron.
Afuera
de esta gran habitación no había nadie. Tan sólo una blanca pared y una
entrada. SI un transeúnte casual hubiera pasado por ese punto, sólo habría
visto una puerta, levemente entornada, y no habría escuchado (o al menos, su
oído no habría sido capaz de captarlo) ningún sonido procedente del interior.
Sin embargo, poco a poco, hubiera empezado a oír ruidos: al principio más
débiles, luego inconfundiblemente altos, y finalmente los hubiera identificado
como gritos, suspiros, crujidos e incluso el suave crujido que precede siempre
al hecho de expirar. Luego, de repente, todo se hubiera calmado y hecho
silencio… Ni siquiera los camareros –todos dentro de la sala en el momento que
empezó todo- se mostraron. De aquella habitación nadie iba a salir más…
El
bridata Ribot prácticamente obligó al médico a colocarse delante de la niña.
Pero una vez que lo hizo, la examinó con rostro severo y expresión altamente
adusta. Le tomó el pulso, aunque aquello parecía costarle. Pasó varias veces
una vela encendida delante de la niña, sin que sus pupilas se dignaran a
reaccionar. Palpó su abdomen y dio unos cuantos golpes en su espalda,
auscultándola por varios lados. El fruncimiento de labios del doctor empezaba a
revelar incredulidad.
-Un
momento –dijo él-. Tengo que hacer una cosa.
El
facultativo extrajo una jeringa de su maletín de médico. Colocó alrededor del
brazo de Teresita una tira, a la cual le hizo un nudo y apretó, y luego bañó
con alcohol una parte del brazo. Clavó entonces la jeringa en el brazo de la
niña. Desplazó el émbolo de la misma.
Él
y Ribot se miraron con la misma estupefacción al contemplar la jeringa llenarse
de aire.
El
usurerero, en aquel segundo, había parado de comer. Estaba observando a los
niños cada vez más temblorosamente. Éstos le seguían mirando. Alguno había
cambiado su posición en la silla y ya no se apoyaba en el respaldo. Otros
incluso, algo más activos, habían comenzando a avanzar.
-¿Qué
queréis?-gritó él, despavorido y alertado-. ¿Qué queréis?
Justo
en aquel momento pasaba por el barrio uno de los hombres con los que hacía
negocios el usurero habitualmente y llamó a la puerta. Llegó a escuchar el
alarido. Se sorprendió al encontrar la puerta cerrada, y una extraña resistencia
al otro lado de la misma. Al llamar un par de veces por su nombre al dueño de
la casa y no ser contestado, decidió que había que avisar a alguien más.
El
brigada Ribot esperaba alguna respuesta del médico, el cual, sin embargo, no se
la atrevía a dar.
-¿Qué
es entonces lo que le pasa?
El
galeno volvió a mirar a la niña. Ésta seguía allí, con sus ojos amarillos,
enfocando hacia ningún lado, como si nada pudiera hacerle modificar su estado y
todo fuera a seguir permanente igual.
-Pues
la verdad… no sé decirle.
Un
extraño temblor agitaba sus manos mientras se sentaba, parecido a si estuviera
pidiendo un trago a gritos.
-Técnicamente,
y de no ser porque se mueve y habla, yo diría que está muerta…
Alrededor
de la casa del usurero iba congregándose más gente, con ese instinto especial
que tiene el público espontáneo en descubrir donde se presiente un buen y
macabro espectáculo. Un corrillo incluso caminaba, como una fila de patitos,
detrás del agente municipal al que había acudido el hombre que no había podido
entrar en casa del usurero.
-De
acuerdo. Espere –dijo el guardia, fijándose en la numerosa concurrencia que se
había formado alrededor de él mismo-, esperen todos aquí y que no se mueve
nadie hasta que yo salga.
El
guardia utilizó sus viejas técnicas (pues había sido cocinero antes que fraile)
para abrir la puerta de aquella casa y averiguar qué era lo que ocurría. Estaba
dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto para esclarecer la verdad. Cerró
la puerta tras de sí y le echó un buen vistazo hacia adentro.
Abrió
muchísimo los ojos, pues no lo podía creer.
El
brigada Ribot tampoco podía hacerlo.
-Y
entonces… ¿qué es lo que sucede a continuación?
El
médico, definitivamente con un vaso de una bebida espirituosa en la mano, no
supo qué contestarle.
El
agente municipal salió de la casa del usurero y cerró la puerta con fuerza
detrás de su espalda, impidiendo el acceso con su cuerpo.
-Pero,
¿qué ha pasado?-le preguntaban todos.
El
policía negaba con la cabeza.
-No
creo que deban entrar…
Su
cara estaba lívida.
Él también se preguntaba qué ocurriría a continuación…