domingo, 27 de noviembre de 2016

Homenaje a Gloria Fuertes

En el aniversario del fallecimiento de Gloria Fuertes, unos pocos poemas suyos (completos o en fragmentos; "uy, qué raro, me ha salido un pareado" XD). Los dos primeros, "Plumilindo" y "La momia tiene catarro" son muestras representativas de la imagen que todos conservamos de Gloria Fuertes como poetisa infantil, y han hecho las delicias de los lectores más jóvenes -cada uno tenía su favorito- durante ya varias generaciones. Los cuatro siguientes nos recuerdan que Gloria Fuertes no se dedicó sólo a escribir para niños y no tan niños, sino que fue también una destacada poetisa para adultos, destacando en ella un profundo compromiso social y antibelicista. Finalmente, un poema que me han regalado hace poco, dedicado a la letra "eñe", y que quizás merezca una explicación, Muchos de vosotros habéis sentido -cuando tratáis de mandar un correo electrónico o escribir un texto en un ordenador extranjero-, cómo, en el teclado que manejabais, la letra "eñe", ésa tan genuinamente castellana, se encontraba ausente, teniendo que recurrir a recursos externos, subterfugios, sinónimos, o incluso a variantes fonológicas extranjeras (la "nh" portuguesa o la "gn" francesa) para haceros entender. A mí también me ha ocurrido, pero quizás vosotros no habéis tenido la suerte de, al otro lado de la conversación, tratar con alguien que le saca punta a este contexto, haciéndote hablar de núes y de nandúes, de años y rebaños, o de añojos de gusto añejo. Afortunadamente para mi equilibrio mental, hace tiempo que puedo usar la "ñ" con libertad, pero echo de menos esas conversaciones, igual que entonces echaba de menos la "ñ" (la cual, quieras que no, está contenida en ese trocito de tierra que tantos han tenido que extrañar por razones ajenas a ellos mismos, y que ha venido en llamarse España), y también está contenida en esa palabra, "añoranza", que sirve para expresar tan bien cuando queremos volver a sentir algo de nuevo. Por eso, creo que ahora es apropiado decir: te añoramos, Gloria Fuertes.

Plumilindo
(El cisne que sería ser pato)
(Fragmento)


Este es Plumilindo.
Por decorativo y elegante
le tenían aparte en el estanque.
Desde su estanque particular
veía a los vulgares patitos disfrutar.
Todos los patos admiraban su belleza
y las patas, por él, perdían la cabeza.
Plumilindo siempre solo,
y más helado que un polo.
-¡Qué mala pata tengo!
¿Por qué no seré un pato mareado y corriente
en vez de triste cisne de pluma transparente?
¡Triste es mi vida! ¡Qué vida llevo!
¿Por qué no me habrán frito cuando era huevo?
(El cisne, así se lamentaba
y el agua del estanque aumentaba,
porque Plumilindo lloraba como un grifo.)
¿Qué me importa que me saluden las flores,
que me pinten los pintores,
que hagan fotos a mi cabeza divina
si estoy SOLO en la piscina?
(Plumilindo lloraba como un descosido,
bajo el sauce escondido.)
Se acercó una pata muy coqueta
y le hizo cosquillas con la aleta.

La momia tiene catarro
(Fragmento)

En un lugar desierto del Desierto, se empezaron a oír unos ruidos extraños, que no era el lamento del viento.


 Alrededor no había nada,


 ni palmeras, ni animales,


 por eso los ruidos,


 no eran naturales...

... De donde únicamente podían salir los extraños sonidos era de la pirámide cercana; pero dentro de la pirámide no había nada. Mejor dicho, había una «cosa», ¡la momia! -porque una pirámide sin momia es como un fantasma sin castillo-.
Así que los lejanos vecinos de las pequeñas casas apiñadas como hojaldres estaban -no precisamente encantados por la pirámide encantada-, estaban ¡aterrorizados!
De la abandonada pirámide seguían saliendo ruiditos misteriosos día y noche (de noche daban más miedo).
Los antiguos nómadas, hoy sedentarios, tranquilos (e intranquilos) habitantes de las casas y tiendas de alrededor dispusieron sus dromedarios y sus camellas e iniciaron la caravana hasta el próximo poblado «civilizado » y... ¡raptaron al médico!
Bien raptado y maniatado, llevaron al doctor hasta la pirámide y, colocándole junto a una de las piedras que -según los más viejos- era la antigua entrada al picudo monumento, empezaron los trabajos.
A fuerza de cánticos, conjuros, palanquetas y, sobre todo, a fuerza de fuerza, cedió la puerta -que no era puerta, sino un enorme pedrusco.
El doctor dijo con miedo: Pa, pa, papa, pasen...
-Usted primero, doctor.
-No, por favor, ustedes primero... Yo... Yo no tengo nada que hacer aquí... A mí me llaman para que no se mueran los vivos, no para que resuciten los muertos... Lo mío es curar vivos, no sé nada de muertos, no entiendo de momias... Soy puericultor...
-¡Hemos dicho que pase, doctor!
Y le dieron tal empujón que fue a parar a los pies del sarcófago... Después entró el cortejo de asustados cortesanos. Un silencio, bastante sepulcral, reinaba en la ante-tumba. Tumbada, quieta y vendada yacía la momia . La momia, estaba momia, que era lo suyo, momia y callada. Imposible que de su boquita vendada saliera el más leve susurro.
De pronto, se deshizo el hechizo, el silencio bastante sepulcral del que antes hablaba se vino abajo cuando... unos estornudos estruendosos retumbaban contra el eco del salón piramidal.
-¡Achís, achis!
Después, silencio de nuevo. Después, tímidos pasos. Los pasos aumentaban de sonido. No cabe duda, los pasos se acercaban.
En la semioscuridad de la nave apareció una cosa larga, que brillaba canosa.
¡Apareció una barba! ¡Qué cosa!
Una bárbara barba, brillante y frondosa,que llegaba hasta el suelo y barría las baldosas. La barba habló: ¡No asustaros!
Era una barba con hombre. Era un hombre dentro de una barba, y no habló más... Se abalanzó sobre el doctor y le estrujó en un abrazo.

Barba y doctor temblorosos.


¡Qué susto más horroroso!



Yo como
comes
El come
Nosotros comemos
Vosotros coméis
¡Ellos no!
(Extraído de Mujer de verso en pecho, 1996).


Siempre con los colores a cuestas

No olvido cuando rojos y negros
corríamos delante de los grises
poniéndoles verdes.
Cuando rojos y verdes
temblábamos bajo los azules (de camisa)
bordada en rojo ayer.
Asco color marrón
que siempre huele a pólvora.
Páginas amarillas leo hoy
para encontrar a un fontanero
que no me clave.
Siempre con los colores a cuestas.
Siempre con los colores en la cara
por la vergüenza de ser honesta.
Siempre con los colores en danza.
Azul contra rojo
negro contra marrón
como si uno fuera Dalí o Miró.

HAY QUE DECIR LO QUE HAY QUE DECIR


Hay que decir lo que hay que decir pronto,
de pronto,
visceral
del tronco;
con las menos palabras posibles
que sean posibles los imposibles.
Hay que hablar poco y decir mucho
hay que hacer mucho
y que nos parezca poco:
Arrancar el gatillo a las armas,
por ejemplo.


Ya ves qué tontería
Ya ves qué tontería,
me gusta escribir tu nombre,
llenar papeles con tu nombre,
llenar el aire con tu nombre;
decir a los niños tu nombre,
escribir a mi padre muerto
y contarle que te llamas así.
Me creo que siempre que lo digo me oyes.
Me creo que da buena suerte.
Voy por las calles tan contenta
y no llevo encima más que tu nombre.



Poema a la eñe

Todo tiene eñe en España,

¡hasta España!

Eñe, el coño o la cigüeña que nos trae,

eñe la cizaña o la guadaña que nos lleva,

eñe la niña que nos enfría,
eñe la leña que nos calienta.
Eñe la caña con que pescamos,
eñe del paño que nos alienta,
eñe de moño que aún baila jota,
eñe de maña que maña ostenta,
eñe de uña que nos araña,
eñe extremeña.
Eñe de caño de fuente,
eñe de cuña que injerta,
eñe de añicos,
eñe de mierda
o eñe de niño, que somos todos,
los que aún latimos con un poema.

Éstos y otros poemas de Gloria Fuertes podéis encontrarlos en su página de Cervantes Virtual, y también en blogs, recopilatorios, homenajes y, por supuesto, vuestra librería o biblioteca favorita.

lunes, 21 de noviembre de 2016

El relato de noviembre: "De cómo me convertí en lodo"

A pesar del título final de este relato erótico, el nombre del archivo donde se encuentra incluido en mi ordenador es el de "París era una fiesta", mientras que para mí, el nombre más apropiado, y el que mejor define su mensaje, es "Elogio de la frivolidad".

De cómo me convertí en lodo

                Pues cómo os lo explico… Para ser sinceros, nunca pensé que “aquello” (pues no me parece correcto ponerle nombre) se iba a convertir en marca de la casa, o en una actividad por la que me conocieran mis allegados, e incluso compararan experiencias entre ellos. Lo cierto es que a mí, como señorita que me considero, no me hacía demasiada gracia. Pero supongo que todo empezó como una broma, y luego, al sorprenderme de los resultados, ha acabado por convertirse en una costumbre. El truco consiste en moverse muy sigilosa debajo de las sábanas, como una serpiente, y una vez hecho, y aprovechando que la noche anterior mi pareja se ha acostado sin ropa interior (y, si intenta hacer lo contrario, ya estoy yo para impedírselo), combinar la cantidad suficiente de delicadeza y rapidez para conseguir introducir cierta parte de su cuerpo de él –no hace falta ser explícita, ¿verdad?, son ustedes personas inteligentes-, a esas horas en general bastante dormida, y hacerle de manera casi instantánea recuperar su vigor. Aparte de que me agrada la imagen de mí misma tomando el control de la situación (y que nunca dejo de maravillarme de la capacidad del órgano masculino de despertarse en tan breve lapso de tiempo, incluso antes que sus dueños), siempre me llama la atención la diferente manera en que mis compañeros de cama reaccionan, desde el miedo cerval a lo desconocido hasta la inevitable sorpresa, pasando una risa estruendosa o un cierto punto agresivo: una u otra respuestas me satisface, ya sea porque resulta positiva y satisfactoria, o porque en cambio me advierte algo acerca de la persona en concreto -la gente que no pasa el test no suele durar mucho tiempo en mi cama. Se me hace raro escuchar que alguna vez mis amantes han comentado entre ellos este hábito mío, por supuesto después de haber pasado la primera noche –antes es un secreto; después, aunque se puede repetir, no produce el mismo impacto-, aunque me he acabado haciendo a la idea de que si de algún aspecto van a discutir de mí, mejor que sea de eso, pues todo el mundo habla de todos en esta ajetreada ciudad y, desde luego, si tiene que ser por algo, al menos sea por provocar placer en lugar de dolor, o al menos eso es lo que pienso yo. En cuanto a que el hecho de que uno de los motivos por los que más te conozcan sea un secreto de alcoba, en fin, aquí tampoco es raro. Hoy en día si un embajador no se acuesta con una condesa o un sirviente con un agregado cultural, entonces es que esta semana no ha habido noticias relevantes. Y sin ellas, no tendría material con el que nutrirse esta siempre hambrienta de novedades, curiosa, libertina, escandalizada, escandalosa, y atrevida ciudad.

                La verdad es que la Ciudad era una fiesta. En medio de ese ajetreo de chapas militares, de recepciones en consulados, de bailes de inauguración y de botellas de champán burbujeando con frenesí, todo el mundo se divertía, y quien no lo hacía era porque era un snob, un amargado o una mojigata, y yo nunca me he caracterizado por ser ninguna de las tres cosas. En medio de las vorágine, las chicas nos entreteníamos, intercambiando pendientes, vestidos, amantes, y también de vez en cuando secretos militares, porque en aquellos días todo lo relativo a estrategias de combate estaba de moda y, vamos, por ponerlo claro, en ese tiempo, si no tenías algo que añadir sobre el futuro de la guerra moderna, entonces todo el mundo te consideraba una hortera. Creo que nunca tantas líneas de fronteras fueron cruzadas, tantos contingentes enviados al frente, tantas condecoraciones otorgadas y retiradas luego entre deshonores, como en nuestras reuniones de salón y discusiones en el baño, sin que casi ninguna de ellas llegara a hacerse realidad. Oh, y no se crean que era tan sólo una cosa de mujeres: los hombres intervenían con casi la misma o mayor avidez en aquel juego, probablemente otorgándose unos galones que nunca les hubieran dejado atribuirse en la vida real, pero con cuyo fingimiento todos estábamos contentos -y si lo estábamos, para qué íbamos a discutir más. En cuanto a mí, yo en esta coyuntura aproveché para hacer lo que he hecho durante toda (o si no, al menos la mayor parte) de mi vida: ser feliz. Y como siempre he creído poco en el amor tan elevado que expresan los poetas y que se va y se viene con la facilidad de una estrella de mar a las pocas horas o a las pocas copas de entrar en un bar, me he dedicado con fruición al que más me entusiasma: al de una pareja hablándose silenciosa, con los labios pegados la oreja, en una recepción de hotel; el que se entrelaza con copas de vino derramadas en una soirée; o el efímero que dura un minuto, o tres, o mil noches bajo las sábanas. Claro que he sido joven, y he tenido dieciséis años, y he sentido el amor por el que lo das todo y te embarga del todo, pero cariño, hemos crecido, he entendido que esas historias de pasión difícilmente duran, y que al final lo que te quedan son momentos, y que los que no toman no los vas a volver a compartir. Por eso he tenido toda clase de amantes: viejos, jóvenes, bajitos, calvos, con bigote (cómo adoro esos mostachos con las puntas recortadas), artistas bohemios de ésos que no tienen donde caerse muertos y que han entendido que ser escritor es beber a la misma velocidad que los que les publican, pintores que buscan la oportunidad de ver desnudas a sus modelos, gente que no tiene mucho que decir y no sabe cómo hacerlo, gente que sabe muy bien cómo decirlo pero no tiene nada que contar, y también artistas que se preocupaban tanto por su arte y tan poco por su posición de artistas que se habían olvidado decirle a alguien que se fijara en lo buenos que eran. En medio de todo aquello, el dinero importaba lo justo, no demasiado: de alguna manera, siempre había, de alguna forma, siempre fluía. Ribetes dorados en las copas, sábanas de raso, cortinas de un ambarino traslúcido. También es verdad que yo siempre he dicho que una dama es aquella que es capaz de hallarse en toda clase de situaciones, ya sea hablando con un obispo o con un mendigo, y que a ambos trata con igual corrección. Sí, claro, ya sabemos que esto de la clase se asocia siempre a una forma de vestir o de comportarse, pero al final todos tenemos que elegir si lo importante es lo primero o lo segundo, y para ser sincera una vez más, no he visto comportamiento más detestable que el de la alcoba de algunos grandes hombres, o al menos el que se atreven a expresar en la intimidad, cuando creen que allí nadie les mira. Lo que noto es que esto ya empieza a enlazar con lo que quería contarles desde el principio. La cuestión es que al General, en el momento que le hice “eso”, le entró miedo, muchísimo miedo, para nada la palabra “susto”, sino más bien la mucho más vívida de “pánico”. Como si se encontrara en medio de una guerra, y eso que debía hacer décadas que el General no pisaba un campo de batalla, menos aún sobre la superficie de esta ciudad donde, por mucho que se hable de puñaladas traperas o se discutan crímenes en serie, lo más grave que puede ocurrir es que dos locas se tiren del pelo y se arañen con las uñas mientras debaten quién le ha robado el look a la otra. Bueno, la cuestión es que la reacción del General (febril, entumecido, con el sudor perlándole la frente y una sequedad antinatural en los labios) fue lo que me hizo sospechar y por primera vez me dediqué a mirar en serio la documentación que portaba en la pechera del traje militar, y no simplemente ver transcurrir hojas para pasar el rato mientras alguien termina de asearse en el baño. Y en aquel mar de páginas, he de confesarlo, fue cuando mi cabeza zozobró. Quizás porque nunca vi expresada de manera tan aséptica e impertérrita tantas barbaridades que sólo podrían ser sostenidas sobre papel, y me extrañaba que esta superficie no llorara, que no se humedeciera ante tanto dolor junto, manifestado ahí como números, estadísticas y cálculos, previsiones que nunca deberían hacerse, planes que no tenían derecho culminar. Como con el General ya hay confianza, y sé que él me lo podría perdonar todo (salvo, quizás, que le discuta que su peso ha cambiado desde la campaña de Tánger), le mostré lo que había leído. Él, por supuesto, se mostró muy afectado. Dijo que no debería haber mirado todo eso, me pidió -sabía que ordenar directamente no serviría de nada- que no se lo dijera a nadie, y que hiciera como si, de todo lo que había visto, no hubiera oído hablar jamás. De hecho, esa misma tarde me mandó un ramo de flores, con una tarjeta que insinuaba sutilmente de nuevo, sobre la posibilidad de que le revelara a nadie algo de todo esto, una sutil prohibición. Así fue como yo (que he salido de habitaciones de moteluchos sin bragas, que hecho tríos con dos hombres por un lado, y con sus mujeres por otro, que me he levantado en ocasiones, como Peter O’Toole, con tantos restos de Lambrusco corriendo la sangre –por supuesto lo de Peter no era lambrusco- que me he preguntado en qué continente he amanecido), así fue como yo, aquel día, me convertí en lodo; así fue como yo, aquella noche, me convertí en puta. Pero cariño, ya me conoces: esto no podía quedar así. Como he dicho antes, en la elegancia y el saber estar hay que distinguir entre la apariencia y los actos, y a mí esa separación me la enseñó bien clarita mi madre, mientras me cepillaba mil veces el pelo, cuando era chiquitita. Fue por eso lo de aquel suceso atroz. No hagan caso de lo que digan los periódicos; por mucho que ilustren sus portadas con las imágenes de aquel dormitorio con el papel pintado manchado de sangre, como si fuera una pesadilla apocalíptica, la realidad no tuvo nada que ver con eso. Sí, vale, tuve que “decorar” un poco la realidad para disfrazar mi coartada, pero a aquel hombre adusto de bigotito negro que había tenido la endemoniada idea que había sido plasmada en aquel informe (por cierto, un tipo muy sereno, melódico, suave. Supongo que para que se te ocurra una barbaridad como aquella tienes que ser un hombre muy ordenado en tu vida, muy tranquilo, de ésos que no han roto nunca un plato, que riegan las plantas, saludan al pasar, al que todos consideran un buen vecino), yo nunca le hubiera hecho un daño como ése, como no se lo haría a ningún ser humano. No; mi arma preferida, como mujer, siempre ha sido el pintalabios, y después el veneno. Además, uno de éstos que no mata en sí mismo, sino que sólo hace un poco más dificultosos los esfuerzos del corazón. Abandonar este mundo, en un último instante de amor, en medio del placer, henchido de orgasmo: ¿qué mejor final podría esperar, cuál mejor hubiera deseado para mí misma? Luego lo demás fue tan sólo un artificio –algo tétrico, eso sí- una pantomima de teatro, incluso aunque al juez no le convenciera mi representación y no se creyera lo de la pelea de amantes y el crimen pasional. Ahora en la celda procuro exhibir la misma sonrisa que Audrey Hepburn en uno de esos reportajes en blanco y negro: que no vean que la procesión va por dentro, como suele decirse, y que si te enfoca una cámara, te pille siempre sonriendo o bailando. De todas maneras, no me importa mucho estar aquí, e incluso lo considero un privilegio para perseguir mi propia paz: no hubiera podido habitar en este mundillo si la cosa hubiera cometido el delito insufrible de volverse mortalmente seria, si por un momento hubiéramos abandonado las máscaras y nos hubiéramos despojado de toda nuestra muy digna frivolidad. En la corte de justicia nos llamaron cortesanas y reprocharon nuestro modo de vida, pero –para ser sinceros, una vez más, contigo, perdón, con ustedes- creo que hubiera sido una cortesana mayor si (en medio de la felicidad, y de las fiestas, incluso de la celebración que hubieran montado todas las otras, ignorantes, porque empezara la guerra) me hubiera atrevido a callar. Y eso que la farra había sido buena, porque de hecho recuerdo una parecida hace ya algunos años –es lo que tiene la experiencia, aunque no lo quieras, te acaba contaminando un poco- en que hombres muy buenos, y muy bellos, brindaban con entusiasmo porque iban a ir a la trinchera, y ya no regresaron nunca jamás; yo siempre eché de menos que tanto amor y tanto semen y tantos besos que podrían haber repartido esos hombres se desperdiciara, y no quería que volviera a acontecer esta triste realidad. Mis compañeros me recriminan que me haya puesto solemne justamente ahora, y argumentan que, con mis actos he cometido una acción similar a retirar de la mesa las bebidas, aunque me parece a mí que todo lo que venía nos iba a hacer disfrutar menos de la fiesta (supongo que, después de todo, tenía que rodar alguna cabeza para que siguiera sonando el baile). Otros dicen que seguramente no he hecho nada, que sólo he retrasado lo inevitable, que todo lo que tiene que llegar llegará, más tarde o más temprano. No lo sé. Y de hecho no me importa. Lo único en lo que quiero concentrar mi mente, lo único a lo que le voy a dedicar mi esfuerzo, es a rememorar los vestidos de raso, las alfombras de terciopelo, los bocaditos selectos, las faldas largas y las plisadas, una apertura de piernas en el piso de arriba de la fiesta del gobernador, los ojos de aquel chico inocente y de aquella chica tímida cuando me miraban, los helados tomados en verano, un cálido rayo primaveral… Para qué me voy a dedicar a otra cosa. Yo, como te he dicho, cariño, siempre he sido feliz; y no voy a dejar de serlo porque ahora a un pelotón de fusilamiento (recordaré sus caras al otro lado de esta petit-mort, que disfrutaré con todo mi gozo: más vale que sean apuestos) le apetezca que sea otra cosa. Adiós, amigos míos, y si queréis un buen consejo, haced como yo: disfrutad de la celebración hasta el final. Un beso con carmín para vuestros labios.

lunes, 14 de noviembre de 2016

El libro de noviembre: "¡Noticia bomba!", de Evelyn Waugh


El mundo de los corresponsales de guerra nos apasiona a muchos. Hemighway estableció el patrón-tipo que gobernaría el imaginario colectivo durante décadas, fotógrafos como Robert Cappa forjaron una serie de lugares comunes y, más recientemente, el ex-corresponsal de guerra Pérez-Reverte nos ha aproximado a la forma contemporánea de esta profesión con libros como "Territorio Comanche" o "El pintor de batallas". Evelyn Waugh, sin embargo, tuvo otra visión. El escritor británico vivió muy de cerca la actividad de este tipo de periodismo durante la guerra de Abisinia, a principios del siglo XX y, en sus propias palabras, creía que era ésta una ocupación sobrevalorada que se había visto aupada a la fama por las recientes contiendas de Abisinia y España (en concreto, hablaba de la guerra civil española). Pero Waugh tenía una manera de expresar su punto de vista, y de esa ambición nace libro, una sátira llena de ironía y mordacidad sobre el mundo del periodismo, las relaciones diplomáticas, la sociedad de su tiempo y, en general, ese tipo tan particular de especie caótica que se denomina el ser humano.

El punto de partida es sencillo: por una serie de equívocos en cadena, William Boot, un anodino heredero de una extravagante familia residente en la campiña inglesa, es nombrado corresponsal de guerra en la lejana nación africana de Ismaília, un país y un enfrentamiento sobre el cual se acumulan asimismo una serie de mayúsculos errores pero esto, en el acelerado mundo del periodismo -donde la fugacidad de las noticias no deja espacio para algo tan irrelevante como la verdad-, no parece revestir la más mínima importancia. De hecho, William Boot no sólo no tiene ni la menor idea sobre periodismo, sino tampoco el menor deseo de abandonar su hogar, pero allá que se ve forzado a marcharse, y en su viaje se tropezará con todo tipo de personajes absurdos y extravagantes, empezando, sobre todo, por sus compañeros de profesión. "¡Noticia bomba!" es una de estas novelas que destila un inequívoco aroma a clásico humor británico, que hará las delicias de aquellos que se han declarado fanáticos seguidores de Chesterton, incondicionales lectores de Wilde o apasionados devoradores de los cuentos de Jeeves ideados por P.G. Wodehouse. Bienvenidos a un mundo de damas de alta sociedad que se ven la obligación de meter las narices en todas partes -especialmente donde no les llaman-, en el cual mayordomos y amos rivalizan en protagonizar situaciones absurdas, y donde el destino de los países se decide en función de quién se ha atragantado con qué durante una velada del té de las cinco. Todo ello unido a los defectos inherentes al universo de la diplomacia y la política: el heroísmo es sólo una manera de denominar a la estupidez, las motivaciones altruistas no son tan importantes como otras más mundanas como el sexo o llegar a fin de mes, y si algo es demasiado fenomenal como para creérselo, es que probablemente es mentira. Para quienes gusten de esta atmósfera, "¡Noticia bomba!" proporcionará unas cuantas intensas horas de diversión. Y para quien considere que la historia se le ha hecho corta, siempre hay una solución, como propone Gore Vidal a propósito de esta obra: volvérsela a leer. Igual que espero, la próxima semana, que volváis a leer este blog.

lunes, 7 de noviembre de 2016

La historia corta de noviembre: "Y la musa se quedó muda".

Una historia de una musa, regalada por una musa. Espero que la disfrutéis tanto como yo:

Y la musa se quedó muda. Afónica, desconcertada, veía pasar las ideas a milímetros de la cabeza de su artista sin ser capaz de susurrárselas al oído, viendo como escapaba una genialidad intangible tras otra. Intentó empujarlas con sus manos incorpóreas, soplarlas con su aliento etéreo intentando que se fijaran en la mente de su dueño. Trató de retenerlas en una red entretejida con sus cabellos de ángel intangibles, pero todo era en vano. Desesperada, veía como el muchacho se hundía en una lúgubre depresión, pensando que no valía para crear arte, que había perdido su toque, cuando en realidad, lo rodeaba como una aureola, como siempre. Trató de memorizar todas y cada una de esas maravillosas inspiraciones, para poder contarle que no había perdido nada, salvo la voz de su musa.
Derramó muchas lágrimas impalpables, se desgañitó en silencio, gritando aire insonoro; se abandonó a la furia contra sí misma, torturándose aún más cada día, al ver que el chico abandonaba su sueño por las razones más estúpidas. El día que él abandonaba su hogar, su taller, se plantó delante, aún sabiendo que no sentiría ni una mínima corriente de aire. Y la atravesó sin miramientos, con su mirada baja y triste, desposeído de una parte de su mente. Ella se aferró a la puerta, como último bastión, gritándole que no huyera por una musa incapaz de hacer su trabajo. Cuando alzó la mano para abrir la manija y volvió de nuevo la mirada a la salida, tras un último vistazo a esas salas ahora vacías, ¡había alguien allí! una mujer, un poco pálida, llena de regueros de lágrimas, que le miraba triste y furiosa. Gritó y se refugió en su cuarto, con la maleta, pero no sirvió de nada, ella estaba allí, como una loca, gesticulando alrededor suya, agarrando su aura e intentando metérsela por la oreja, o eso le parecía. Él, inmóvil y vociferando, y ella totalmente silenciosa y sin dejar de agitar cada parte de su cuerpo, tratando de explicarle que no se fuera, que es un genio, que incluso allí y ahora está ideando fantasías inimaginables. No conseguía hacerse entender. Hasta que le besó y todas esas ideas silenciadas encontraron el camino de nuevo, el puente que habían perdido.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

La historia real de noviembre: los cementerios de Manila

Ya el año pasado por estas fechas dedicamos una entrada a algunos de los cementerios más originales, sobrecogedores y sorprendentes del mundo. Entre ellos, mencionamos algunos que se encuentran presentes en las islas de Filipinas: el cementerio colgante de Sagada (al que debe añadírsele, como parte de la misma tradición, los féretros depositados en la cercana cueva de Lumiang), o el habitado cementerio de Navotas. En mi último y reciente viaje a estas tierras, he tenido oportunidad de visitar el cementerio de Sagada, y también otro par de cementerios de la capital del país, Manila, de los que os quiero hablar a continuación.

Para ser una ciudad atestada de vida (a veces tanta que satura los sentidos, especialmente el del oído y el del olfato), Manila posee numerosos cementerios. Aparte del de Navotas, y de un cementerio estadounidense dedicado a los fallecidos de esta nacionalidad (no olvidemos que Filipinas ha estado bajo un protectorazgo más o menos explícito de este país durante casi cien años) que recuerda al memorial de Arlington y su majestuosa gravedad, hay dos cementerios en Manila que destacan sobre el resto. Uno es el cementerio chino, y otro es el cementerio del Norte.

Dada su cercanía al gigante asiático, Filipinas ha mantenido siempre una relación especial con China, y de hecho suyo es el barrio chino más antiguo del mundo, el de Binondo en Manila, con casi quinientos años de existencia. Dicen que los españoles acotaron a los chinos a un reducido vecindario que colocaron cercano al asentamiento fortificado de sus propias murallas (la llamada zona de "Intramuros"), por eso de mantener vigilados a los enemigos. Y claro, todos esos chinos que vivían, convivían y nacían allí, habían de ser enterrados en alguna parte. Por eso, unos cuantos kilómetros al norte del barrio chino, se crea este cementerio, en el cual se refleja todo el respecto de la sociedad china por sus antepasados. A lo largo de varias calles (que a pesar de encontrarse acotadas, se entrecruzan con facilidad con el trazado del resto de la ciudad), el visitante puede contemplar mausoleos que producen la impresión, más que de consistir en tumbas individuales, de tratarse de casas completas, pequeños templos, e incluso -de un tamaño considerable- iglesias, pues mucho de los chinos allí enterrados adoptaron la predominante fé católica. Sólidos muros, inmensas fotos de los fallecidos, flores en las tumbas, sorprende sin embargo especialmente la presencia de hornos donde quemar ofrendas, grandes mesas acompañadas de un apropiado número de sillas, ventiladores, lavabos e incluso habitaciones que sirven como cuartos de baño. Alguna guía de viaje ha querido destacar que, de esta manera, los chinos dotan a sus ancestros de todas las posibles necesidades que tengan en la otra vida, pero lo cierto es que aquello se contempla desde un punto de vista más lógico si uno piensa que, el día que los familiares quieran visitar con el fallecido o celebrar alguna jornada especial con él, van a tener que pasar varias horas y han de prever todas las contingencias. De hecho, algún puesto ambulante de snacks y similares se sitúa en las esquinas de las calles de esta ciudad de los muertos (igual que otros tenderetes que venden velas, incienso o papel moneda que quemar, como es tradición, en ofrendas rituales). No obstante, el cementerio irradia en general un aire de serenidad y respeto que hace al visitante mantener las distancias, especialmente con los familiares que se encuentran honrando a sus fallecidos en ese momento. Saliendo de allí, iniciamos la ruta hasta nuestro segundo destino.

El cementerio norte de Manila es engañoso, y no es fácil de localizar para el visitante. Porque sí, está al norte, pero hay cementerios que lo están más -y prestarse a confusión-; porque el nombre no dice mucho ("Manila Nord", fue lo que nos acertó a decir como nombre más concreto un guarda que nos indicó la última parte del camino, y Manila North Cementery reza la entrada, pero pregúntaselo a una población mucha de la cual sólo chapurrea el supuesto idioma nacional, el inglés); y porque a pesar de encontrarse al lado del cementerio chino, hay que dar un rodeo de casi un kilómetro andando para acceder a él -y eso en Manila, una ciudad llena de aceras interrumpidas en cada esquina, gente pobre, individuos que tratan de vender algo, contaminantes vehículos y dificultades para el peatón, es todo un logro; por otro lado, ir en coche es posible, pero incluso para esa corta distancia, te expones a un fácil atasco-. Sin embargo, el panorama que nos encontramos fue radicalmente distinto al que esperábamos. La referente universal del viajero Lonely Planet recomendaba contratar un tour a la entrada del cementerio, para que un ciudadano local nos guiara por terreno seguro, al tratarse de un lugar donde existe mucha pobreza. Sin embargo, cuando llegamos, nuestra impresión absoluta era de que aquello era una fiesta. Habíamos llegado en las cercanías de Halloween, y mejor, habíamos llegado en el fin de semana previo a Halloween (aquí es una fiesta muy celebrada, pero también el día de Todos los Santos). Eso significaba que cientos de familias entraban y salían del recinto mientras dentro de las fronteras del cementerio hallábamos vendedores de comida callejeras, puestos de compañías de móviles o franquicias de cadenas locales de fast-food. El cementerio del Norte de Manila se conoce sobre todo porque, al igual que el cementerio de Navotas, contiene gente viviendo en su interior. Es habitual, sobre todo en mausoleos relativamente grandes (de menos de diez metros cuadrados), observar unas cuantos cobertores hechos a base de bolsas de plástico preservando la intimidad de una vivienda donde una familia utiliza las tumbas como mesas, asoma algún ventilador con el que protegerse del insoportable calor húmedo de Filipinas, o simplemente, sobre unas cuantas sillas de plástico, los moradores del cementerio pasan el rato. A veces, la entrada de la tumba puede servir como zona de muestrario de una tienda improvisada o permanente, y la parte de atrás como sección de almacenaje. Los residentes de estas tumbas a veces habitan sin permiso del dueño, pero las más de las ocasiones lo hacen a cambio de mantener las tumbas limpias, en buen estado, y especialmente pintadas y coloridas. Puede parecer una existencia muy mísera, pero en un país donde pasar frío no es un problema, muchos viven en la calle, y la mayor parte de las endebles construcciones no resisten los tifones y otros desastres (en nuestro viaje hemos llegado a ver resistentes mansiones volcadas por los vientos, y un barrio de chabolas recientemente desaparecido en un incendio cuyo causa nunca llegamos a averiguar), vivir en el cementerio y tener una profesión gracias a ello, después de todo, no parece la peor alternativa. En este camposanto, donde algunos de los más grandes héroes nacionales se encuentran enterrados (los niños se sorprenden de que "turisteemos" al lado de un panteón dedicado los héroes de la revolución filipina, sin entender qué hacemos allí), vemos a familias pasear, niños jugar, secciones de la necrópolis a la venta, e incluso nos tomamos, a la entrada, varias alitas de pollo de un establecimiento de comida rápida muy conocido en esta parte de Asia. Luego salimos de allí e, impactados por todo lo que habíamos visto, proseguimos nuestro viaje.

No puedo ofreceros imágenes de todo esto porque no las tenemos. No tomamos fotos del cementerio chino porque, con el ambiente tan solemne que os he mencionado antes que reinaba en esa parte del mundo, no nos atrevimos; y en el cementerio del Norte, nos indicaron explícitamente, en una entrada gobernada por un despreocupado control de seguridad, que no debíamos hacerlo. Sin embargo, para compensar, os ofrezco aquí unas pocas imágenes de otros cementerios con los que nos tropezamos en Filipinas.

Aquí, los ataúdes colgantes de Sagada:

Aquí, también en Sagada, los féretros en la cueva Lumiang. Estos féretros tienen hasta cien años. Como podéis ver, algunos se han podrido en el lateral y permiten vislumbrar el interior.


Y, bueno, ya dijimos en la anterior entrada sobre cementerios que también en las profundidades de los mares existen otro tipo de tumbas, y son las de los barcos hundidos, Filipinas fue escenario de encuentros navales entre las tropas norteamericanas y las japonesas durante la Segunda Guerra Mundial, y varios barcos de esta última nación duermen su último sueño en el lecho del fondo marino. La mayor parte de ellos sólo son visibles con equipos de buceo, pero alguno se puede ver simplemente sumergiéndose y aguantando la respiración bajo el agua. A nosotros, en la turística isla de Corón, nos llevaron a ver el llamado Skeleton Wreck, un naufragio que según algunos es de un barco chino que naufragó antes de la Segunda Guerra Mundial, y según otros, una posible patrullera japonesa que fue hundida por un avión norteamericano. Ambas versiones pueden tener parte de verdad, ya que los japoneses solían emplear barcos de los enemigos que habían derrotado (como los chinos en Manchuria) para reforzar su propia flota. En todo caso, la figura estremecedora del barco, afectado sin duda por un suceso violento que lo dejó en su armazón básico, y cubierto ahora de corales que lo han invadido, despierta toda clase de emociones e inspiraciones. Con su figura fantasmagórica (y la de un estrambótico visitante al lado, que no es el mejor modelo, pero era el que pasaba por allí) os dejo. Yo me voy a dormir el jet lag y a soñar con pecios hundidos.


Posdata: ahora algo más despierto, añado una imagen de lo que no es un cementerio, pero estuvo muy cerca de serlo. La isla de Apo es una isla diminuta situada al sur de Negros Oriental. Es tan pequeña, que cuando la visualizas con Google Maps, es fácil que el distintivo de localización de esta herramienta informática oculte la propia isla. Paseando por la parte no turística del pueblo (situada inmediatamente detrás de la zona de playa y de alojamientos) encontramos algo que no esperábamos, pendiendo sin más de una cuerda.

Os he dicho que Filipinas fue teatro de operaciones de la Segunda Guerra Mundial. No quiero ni imaginar lo que aquella bomba, ahí colgada, con unos caracteres japoneses en el lateral, hubiera provocado en una isla tan pequeña como milagrosa, cuyo gran atractivo turístico es una excelente zona para el snorkel (con la posibilidad incluso de nadar a poca distancia de tortugas marinas). Un recordatorio de que aquella zona no es un cementerio, pero podría haberlo sido, y podría todavía llegar a serlo. Un recuerdo de la fragilidad de la vida. Para eso sirve honrar a los muertos: para recordar que hay que aprovechar cuando estamos vivos. Cuidad esa vida, la vuestra y la ajena. Tratadla todo lo mejor posible. Nos vemos muy pronto. Hasta entonces, manteneos vivos.