Naga
Dedicado a Cristina Gutiérrez
Vázquez, que tuvo la primera y mejor idea
Todas las mañanas me levanto. Asciendo con
parsimonia entre la oscuridad y elevo mi cabeza hasta ocasionar la apertura de
la cesta, la cual algunas denominan, simplemente, entre reverenciales
cuchicheos, “la caja”. Accedo al mundo exterior. El sol me ciega durante unos
instantes. Pero a pesar de ello, me incorporo, conozco de sobra cuál es mi
papel. No es necesario que mi amo desplace el pungi con delicadeza de un lado a otro, ni tampoco que golpetee
rítmicamente el suelo produciendo vibraciones con los pies. Yo sería capaz de
reproducir la ceremonia de memoria, de tantas veces como la hemos ejecutado; domino
cada uno de los detalles a la perfección. No preciso el innecesario sonido de
la música de esa flauta especial, elaborada a partir de una calabaza, ya que
carezco de oídos con los que pueda apreciarla. Tampoco ha tenido necesidad jamás
mi amo de dejarme atontada, matándome lentamente de hambre o sumergiéndome con
brusquedad en agua helada, ni ha recurrido a despistarme con falsas señales
olfativas o mediante la mezquina administración de narcóticos. Ni lo ha hecho,
ni lo hubiera requerido, ni le hará falta jamás. Porque incluso si cualquiera
de los múltiples pasos que conforman mi número fallara, le sería muy sencillo
conseguir que me irguiera como lo estoy haciendo ahora mismo, desplegando mi
capucha, elevando todo mi cuerpo, expresándome en mi absoluta gloria y
magisterio, expulsando un agudo siseo que encogiera a los aldeanos de terror.
Sólo tendría que pedírmelo…
Y eso es porque yo a
mi dueño le amo.
Claro que él también
mantiene una relación muy especial conmigo. El sentimiento, como cabe decirse,
por extraño que resulte hablando de humanos o de ofidios-o de ambos combinados-,
es mutuo. Porque él y yo tenemos cuentas pendientes. Si yo jamás pensé en
hacerle daño, de tal forma que mi amo nunca tuvo que guardar la distancia de
seguridad típica, él tampoco me trató mal en ningún instante. Sabíamos desde el
principio que no era así como nuestra relación iba a funcionar.
Quizás en este punto deba
describir a mi dueño. No guarda semejanza con los típicos sapwallas que caminan casi desnudos, envueltos en serpientes que
suelen utilizar como cinturón, bandolera o debajo del turbante, que tocan la
gaita y portan sacos repletos de nagas
a las que enfrentan entre ellas, mientras practican trucos de magia en los que
fingen colocar un pelo sobre el hombro de unos espectadores, cabello el cual,
cubierto por una tela, acaba por transmutarse por artes mágicas en una serpiente,
provocando una sonrisa que deja al descubierto sus fauces desdentadas, el
pánico en la mirada del cliente azorado, o una carcajada en la concurrencia
general. En apariencia, el hombre en el que he confiado mi vida no tiene nada
de especial: enclenque, desgarbado, de mejillas hundidas, moreno al igual que
los de su raza pero de una manera distinta, entre macilento y parcheado, como
si en un rostro enfermo hubieran tiznado determinadas secciones con un trozo de
carbón. De ojos titilantes y mirada frágil, no transmite la sensación de ser
alguien que mantiene el control, más bien al revés: vence la impresión generalizada
de que el mundo conspirará en un futuro cercano para sobrepasarle, como si no
se encontrara a gusto por debajo de su piel –y, por tanto, estuviera deseando
arrancársela de cuajo-. Y, antes de conocerme, esto, en puridad, era así. Los
cambistas trataban un día sí y otro también de estafarle; los magos y faquires
que pugnan por un puesto en la plaza, de arrebatarle el espacio por el que ha
peleado con tanto tesón. Pero todo ha cambiado desde que los demás han
comprobado lo que puede hacer conmigo. Sin él saber cómo (quizás por ello no
suele ostentar un aire engreído a causa de esta circunstancia), se ha ganado su
respeto. Está claro que hemos establecido un enlace muy íntimo. Un puente muy
especial.
De hecho, sólo hace
falta vernos mientras nos tocamos. Él me recorre con sus manos, en un masaje
que –oh, dioses- no debería terminar nunca. Yo le rodeo en una espiral infinita
mientras nuestras bocas se tocan, en lo que él considera cariñosos mimitos para
su mascota y sustento, y en cambio para mí supone un orgasmo continuo, un dulce
manjar. Ojalá yo tuviera pechos, y carnosos labios, o por el contrario él un
cuerpo como el mío, para que nuestras formas armónicamente se ensamblasen. Me
da que yo le idolatro mucho más que él lo hace en el sentido opuesto, pero en
fin, ¿qué relación no es un poco asimétrica? Por desgracia, el azar de nuestra
biología impide que nos podamos complementar, en lo que significaría para mí el
supremo éxtasis. Como compensación, en cada función, sobre el escenario,
tenemos la oportunidad de desplegar nuestra erótica danza, una coreografía en
el que nos compenetramos de manera sincrónica. ¿No dicen que el baile es el
mejor preludio del sexo? Pues de ese deleite sustitutorio, hasta el máximo
pienso gozar.
En este planeta
siempre cambiante, una colaboración así se valora mucho. Otros encantadores de
serpientes se han sentido atraídos por ella, y mi amo envidiado a causa de mí.
Le han ofrecido, como contrapartida en pago por mi cuerpo, cantidades ingentes
de dinero. Él ha rechazado siempre las ofertas: dice que sería una estafa,
porque este acuerdo que mantenemos no se establecería con ningún otro. La gente
se pregunta cómo es posible.
Ya han comenzado los
rumores. Porque hay muchos que esgrimen que algunos animales pudieron haber
sido humanos en una reencarnación anterior, durante otra vida que conseguimos
habitar…
El hombre abre los ojos.
Le
cuesta acostumbrarse. Antes tenía los párpados invariablemente cerrados. O en
todo caso no los usaba, como si sólo escrutase su propio interior. Pero ahora
debe huir de su guarida, relacionarse con el mundo, instruirse. Sólo su
interacción con lo que encuentre a partir de ahora le permitirá sobrevivir.
Sale
allá afuera. Se tropieza con una región boscosa, de abundante follaje. Un
vergel. Un sitio donde debe de abundar el agua, a poco que se ponga a buscar uno.
El hombre encara lo alto del cielo. Ahora luce despejado, pero se aproximan
nubes que indican que, más tarde o más temprano, algo tendrá que propiciar que
estas plantas continúen creciendo verdes. Es necesario por tanto construirse un
refugio.
Prueba
con cañas, con el reconfortante barro dentro del cual estaría deseando
introducirse para vivir más fresco, también con pequeños troncos de bambú. En
el futuro, a partir de madera más dura, o quizás de piedra, podrá elaborar un
machete, pero ese logro conlleva tiempo, necesita de momento esperar. En el
interin, estas actividades le han dado hambre. Como si hasta entonces no hubiera
existido, a continuación de ese pensamiento escucha un trino. Alza la vista, y
al mismo tiempo dobla el resto de su cuerpo para recoger una piedra.
El
ave exhibe vivos colores y un lustroso plumaje. Se manifiesta vivaracha,
buscando con ansia a una hembra a la que conquistar. Tan concentrada se halla
en su canto, que ni siquiera ve venir al hombre. Y sin embargo, su melodía
reproduce un tono desesperado. Una especie de “no me mates, no me mates”,
histérico y afligido, emitido por alguien a quien mantuviéramos secuestrado. Y
que al mismo tiempo nos recuerda al familiar que más hemos amado, como si fuera
su propia vida la que fuéramos a segar.
La
piedra acierta de lleno, de tal modo que apenas interrumpe la progresión
ordenada del canto. No hubiera salido mejor si el compositor hubiera decidido
terminar la sinfonía en un alto. El hombre se arrodilla para recoger al ave. Ya
medita cómo formará parte de una suculenta cena.
<<Nunca
me han gustado los pájaros>>, se dice, mientras la comienza a desplumar.
Mis ojos otean, siempre avizores. Es verdad que a
las serpientes no se nos da muy bien vislumbrar objetos con claridad, pero no tenemos
problemas en detectar movimiento. A través de nuestros párpados transparentes,
que nos permiten atisbar en derredor pese de hallarse siempre bajados, somos
capaces de percibir aquello que necesitamos o que puede hacernos daño. Es una
dicotomía sin ambages. Por mucho que se empeñen los humanos, es esta sencillez
la que garantiza que podamos sobrevivir un día más.
Una serpiente es algo básico.
Una estructura lineal, unidimensional, reducida al mínimo. Hasta hemos
eliminado las extremidades, de las que sólo quedan vestigios, en aras de una
mayor funcionalidad. ¿Quién dijo que lo más complejo era lo más
evolucionado?¿Quién dijo que la adaptación no radicaba en la simplicidad? El
resto de nuestro propio organismo ha tenido que adaptarse a ello. Lo que no se
amoldaba era desechado. Hasta nuestros órganos internos se han vuelto lineales.
Los dos pulmones no cabían, así que uno de ellos se echó a un lado, y
prácticamente se atrofió. El resto de nuestras vísceras se han convertido en
entes acanalados y alargados. De la misma manera, eso se ha trasladado al
comportamiento. Comer o ser comido. Atacar o ser atacado. Adelante o atrás. No
tiene más.
¿Las cosas pequeñas?
Se comen, obviamente. No hay nada más digestivo que un diminuto ratón
agitándose impotente e ingenuo a lo largo de mi garganta por la mañana. ¿Las
cosas grandes? Se engullen con precaución. Como he dicho, todo se reduce a un
término unilateral. No vemos lo largo que pueda ser un bicho, sólo lo alto que
es. Y aunque sea alto, podemos comérnoslo (esa articulación de nuestra
mandíbula, tan flexible), siempre que no sea demasiado grande respecto a su
otra dimensión. Por poner un ejemplo, ¿niños?, sí, somos capaces de devorarlos.
¿Elefantes? Nunca lo he probado, pero con tiempo suficiente para la digestión…
Humanos adultos, en cambio, no, a causa de los hombros. Una prima mía en
segundo grado lo intentó con un humano que la atacó en la selva, y tuvo que
abandonarlo a mitad del intento, vomitando la cabeza que ya había recorrido un cierto
espacio a lo largo de su longitud. Vale que las serpientes no tenemos mucha
empatía ni demasiado instinto familiar, pero pensar que algo así le pueda
suceder a un semejante, hasta a mí me ha causado mal.
Y luego están los
seres que te comen. Por ejemplo, las aves. Como he dicho, los seres humanos
tienen tendencia a complicarlo todo. Hay
una absurda historia mitológica que se cuenta, aquí en la India, sobre cómo las
aves y las serpientes nos comenzamos a odiar. Tiene que ver con dos hermanas,
una de las cuales quería tener muchos hijos (y se convirtió en madre de
serpientes) y con el dios Garuda, protector de las aves y que lleva a sus espaldas
a Visnú. Pero como he dicho, las cosas son mucho menos retorcidas. Les tenemos
miedo porque ellas vuelan, y el aire no es nuestro elemento. Nos sentimos
incómodas flotando por ahí. Hasta cuando alzamos la cabeza, tenemos un par de
secciones de nuestro cuerpo firmemente ancladas en el suelo. Por eso, unos
cuantos centímetros hacia arriba, las puñeteras aves tienen todas las de ganar.
Es por ello por lo que no nos soportamos. Y luego está un caso especial. Es el
de las mangostas.
Nadie sabe cómo surgió
la pelea. Llevamos combatiendo millones de años, y ahí sigue. En el Sudeste Asiático,
hay incluso quien aprovecha la contienda como atracción turística. Ponen a
luchar a una mangosta contra una de nosotras, pero la lucha es desigual. La
mangosta siempre gana. La superioridad del cerebro mamífero frente al
reptiliano y mierdas de ésas, o la capacidad de prever los movimientos del otro
a través de la empatía, afirman algunos. Si empatía es alegrarte al ver cómo
machacan –por no pertenecer a tu misma clasificación biológica, como si humanos
y mangostas compartieran mantel y cobijo- a una pobre serpiente, entonces,
desde luego, no es precisamente empatía de lo que los seres humanos disfrutan
en exceso. Y menos todavía cuando, para ahorrar, a la pobre y ensangrentada
serpiente la enrollan y la envuelven en un trapo para emplearla en futuras
batallas, así hasta que la mangosta la termine de reventar. Yo nunca lo he
sufrido, pero me da pavor con sólo pensarlo. Por eso permanezco atenta a esa
nueva cesta que mi amo ha traído hasta acá.
No sé qué es, ni qué
contiene. Hay algo en el olor que me despista. Sé que la vida para los
encantadores de serpientes es complicada desde que han implantado leyes que
pretenden acabar con el oficio. La competencia es feroz y, como dice mi dueño,
la gente ya no se impresiona como antes, así que hay que regalarles nuevos
espectáculos. Sé que ha adquirido un animal distinto de alguna parte,
desconozco de dónde. Por cuchicheos de vecinos, he creído oír que lo había
obtenido a partir de un colega de profesión que, además, era mujer -¡Alá no
permita eso!, se persignan horrorizados los otros encantadores-. Pero ésa es
otra historia y serán otros los que habrán de indagar sobre ello en otra
ocasión.
A mí lo que me da
pánico es que se haya podido traer una mangosta. Aunque, ya puestos, cualquier
otra especie tampoco resultaría de mi agrado.
Salvo con mi amo, las
relaciones con otros seres han acabado siempre por trastocarse…
Con el tiempo, el hombre se adaptó a aquel ambiente. Había fabricado un
arco y sus correspondientes flechas, una honda, una jabalina, y las aplicaba
según la necesidad. Si algo le daba miedo era la llegada del invierno. ¿Qué
pasaría cuando los animales hibernaran?¿Qué era lo que podría entonces cazar?
Mientras
meditaba sobre este problema (en un lugar donde cada vez se escuchaban menos sonidos
de pájaros), divisó agitación en el claro situado a la salida del bosque. Intrigado
por lo que especulaba más que por lo que estaba seguro, se desplazó hacia allá,
agazapado, tratando de confundirse con el medio, acarreando varias de sus
armas.
Cuando
se acercó más, la vio. Y ella le vio a él. Y no sabrían decir cuál de los dos
impactóse en mayor medida. En un primer momento, el hombre pensó en seguir
portando las armas, pero cuando quedó claro que la otra criatura no pretendía
hacerle daño, se decidió a arrojarlas hacia un lado, quedándose por completo
desnudo, como se hallaba ella. Sus pasos les acercaron hasta reunirles. A pocos
metros el uno del otro, se estudiaron, analizaron intenciones mutuas y, sobre
todo, se olieron. Ambos quedaron embriagados con el perfume de los genitales
del contrario. No transcurrió mucho tiempo antes de que se tocaran. Un leve
roce del dedo encima del brazo. Se erizaron ambos lados de la piel.
Ella
le palpó la superficie del abdomen. Con la mano en su vientre, habló. Hasta
entonces, él ni siquiera sabía si compartían el mismo idioma.
-Tienes
la piel húmeda y fría, como cuarteada... ¿Qué clase de ser eres?
No
aguardó la respuesta. Casi pronunció en voz alta, aunque ahogó el mensaje en su
seno, una frase que quedó dibujada en sus labios: “¿Y de qué clase soy yo?”.
Él,
como toda respuesta, tocó con delicadeza una de sus caderas. Tenía la carne tan
de gallina como él mismo.
A
los pocos minutos, ya estaban tumbados sobre la hierba, resollando, tratando de
insertar órganos que no controlaban en agujeros que desconocían, palpándose y relamiéndose
como si tuvieran que arrancarle la piel al oponente porque en breve iban a
despojarles de la suya propia. Se notaba que ella tenía más experiencia que él
(quizás no fuera la primera vez), o como mínimo que sabía mejor cómo
funcionaban las cosas: guió su miembro enhiesto hasta ensartarlo dentro de
ella, y gritó desaforadamente conforme éste se frotaba, turgente y repetitivo,
contra su clítoris.
Terminaron
ambos exhaustos, cubiertos de pegajoso líquido, con los cuerpos tan inertes que
daba la impresión de que una tormenta de lluvia y barro y fluidos vaginales les
había pasado por encima, y de paso había remolcado a una manada de elefantes
que a lo largo de sus cuerpos había tenido que rodar. En medio de esa pereza
extrema que sucede al coito, ella giró la cabeza para analizar con detenimiento
un pene que reposaba exánime, como una lanza recién abandonada.
-Es
curiosa la similitud que tiene con una serpiente.
Las
palabras sonaron secas después de la conflagración. Todavía con la saliva
pastosa en la boca, el hombre se afanó en responder:
-Ya
que mencionas a las serpientes, he de decirte…
Pero
no le dio tiempo a terminar porque, antes de acabar la frase, ella ya tenía su miembro
en la boca. El escalofrío que le recorrió la espalda le agarrotó la misma e
interrumpió el gemido en las cuerdas vocales.
Los
siguientes días se pasaron haciéndolo a todas horas. De tan ocupados que
estaban, hasta los precavidos pájaros le perdieron el miedo al lugar.
Compartieron
espacio de manera espontánea. A los pocos días, ella ya estaba empezando a
plantar semillas…
¿Sabéis eso que dicen, en estética como en el
arte, que “menos es más”? En la India, eso no se considera así. Más es más.
Siempre. El vestido que engalana a uno cualquiera de los invitados supera en
barroquismo y exuberancia al que pueda llevar la novia en la mayor parte de las
celebraciones del mundo. Colorido, mística, ambientación. Ahora imagínense eso
mismo aplicado a un espectáculo de supuesto origen milenario. Y, sin embargo,
para mí lo más fascinante es visualizar a la multitud. Allí da igual ricos que
pobres, castas de guerreros o parias, todos asisten hipnotizados para observar
el humo tornasolado y el filo cortante de las espadas. Mi amo ha preparado una
gran exhibición y, mientras tanto, yo, aun lado, con vistas sólo a lo que un
espacio entre los mimbres de mi cesta permite intuir de manera parcial. Tanta
expectación, parece mentira, por un encantador de serpientes. Todavía me sigo
quedando alelada al comprobar la magnificación con la que tratan los seres
humanos a nuestra especie, tanto para el
amor como para el odio. Lo cierto es que llevamos tiempo formando parte de sus
tradiciones y leyendas. De hecho, no siempre como peligrosas –como si la mayor
parte de mis compañeras no fueran por completo inofensivas-. Lo que es más, a
las serpientes, debido a nuestra capacidad de localizar con facilidad el agua,
y también a las propiedades medicinales de algunos de nuestros (las que lo
poseemos) venenos, se nos ha asociado siempre con la salud, con la vida, con el
eterno retorno y los ciclos naturales, simbolizados por el círculo que somos
capaces de formar. En el Sudeste Asiático, nuestra efigie engalana palacios
reales, así como templos hindúes y budistas; una silueta de ofidio domina los
grabados que representan la leyenda del Batido del Océano de Leche, a partir
del cual se generaron alguno de los componentes más fundamentales del cosmos. En
Egipto, una serpiente retrasa la barca solar para permitir que llegue la noche,
pues la pérdida de luz es tan necesaria como el día, igual que, para el
equilibrio del universo, la creación debe venir acompañada de una destrucción
proporcional; por eso quizás también acompañemos de tantas maneras distintas al
dios Siva, tercer componente de la sagrada tríada del hinduismo, garante de la
muerte y del cataclismo reestructurador. De hecho, los hindúes consideran
sacrílego acabar con una serpiente, y se alejan de aquellos que osan hacerlo,
mientras que los musulmanes, en cambio, lo que ocurre es que no se atreven,
pues dicen que nosotras siempre vivimos en pareja y que, si una de nosotras
muere, su compañera (no importa lo lejos que esté el asesino), le buscará y
perseguirá hasta matarle. Quizás por eso se celebre en tantas ciudades un
festival dedicado a nosotras donde, a pesar de conmemorar la muerte por parte
del héroe Kirsah de una pitón, se nos proporciona de beber leche hasta
hartarnos, para luego liberarnos sin mayor negociación. Y luego, otras muchas
historias: de hombres-serpientes, de niños perdidos en la jungla, de
reencarnaciones anteriores en las cuales se aprecian pequeños detalles que
indican a qué clase de reptil nos vamos a transfigurar. Pero la gente sólo se
queda con lo malo: sangre y dolor, Satán y ponzoña, tragar polvo y arrastrarse
por la tierra. En Delhi, se cuenta la historia de Anang-Pal, un gobernante que
construyó un gran clavo de hierro que ensartó en las entrañas de la tierra para
atrapar a la gigantesca Sechnaga, la cual porta el mundo sobre sus hombros,
pero cuando lo extrajo temporalmente para enseñarle a sus incrédulos consejeros
la sangre al final del clavo, el pérfido monstruo se escapó y desde entonces
anda por ahí, bajo tierra, esparciendo el pecado por el mundo. “Serpiente” se
emplea como insulto, como resumen de las peores cualidades, como forma de culminar
una maldición o de incitar a una pelea. Y un enfrentamiento es lo que esta
muchedumbre -que incluye a desheredados, de extremidades afectadas por la polio,
que casi no son capaces de transportarse a ellos mismos- ha venido a disfrutar.
El retumbar de sus pasos agitados, mientras mi amo despliega las fanfarrias,
vibra en cada milímetro de mis escamas.
Atiendo a la cesta, la
otra, donde se asienta mi rival. Ahora mis narices, en un inicio despistadas,
son capaces de discernir ese ovillo de misterio que antes no desenmarañaba; el
espécimen que ha arribado es otra serpiente, pero una distinta, cuya fragancia
no habían aspirado mis fosas nasales aún. Espero que no sea una de esas
especies malditas que vienen del corazón de África y a la que denominan mamba,
con una velocidad endiablada a la que nadie puede superar; o la poderosa Bitis,
con uno de los venenos más letales del mundo. Ansío que no se trate de una de
las estranguladoras, cuya actitud por lo general no aguanto. Pero entonces, el
rugido estrepitoso de la multitud, reflejado en su traqueteo de pies, me indica
justamente aquello de lo que no me he podido percatar. Pego el ojo al agujero
de la cesta, y siento un temblor. Casi puedo oírlo a pesar de faltarme las orejas.
Y me pregunto qué descerebrado le ha quitado el cascabel al gato.
Debí de habérmelo
imaginado. Algo tan exótico, tan desconocido como para sorprender al gran
público, tan artefactuado, sólo podía provenir del Nuevo Mundo. Observo sus
deslizar sinuoso, su cadencia y, sobre todo, escucho el estremecimiento silente
de la multitud nada más enmudece para admirar esos dos maravillosos colmillos
que, como agujas hipodérmicas, la serpiente de cascabel tiene carácter
suficiente para clavar. Ésa es la hija de mil lunas con la que me toca convivir
a partir de ahora, con la que habré de disputarme el amor de mi amo.
Y el caso es que no
será la primera vez en que otra serpiente me complica de manera retorcida la
vida.
Él lo miraba furioso. Al árbol donde se ocultaba algo. Y la chica sabía
que no consistía en un pájaro. Pero no tenía una idea muy clara de qué era.
Aunque no tuvo que esperar mucho tiempo, porque él estaba deseando
confesárselo.
-Ahí
hay una colmena. Me gustaría hacer algo con ella. No sólo quitarle la miel a
las abejas. Si consiguiéramos, de alguna manera, que trabajaran para nosotros,
sería fantástico. Podríamos tener suministro de miel durante todo el año. Pero
hay algo que me lo impide.
Señaló
hacia la rama más alta del árbol.
-Ella
–apuntó.
La
muchacha escudriñó entre la espesura. Era casi indistinguible merced a su poder
de camuflaje; aun con todo, divisó dos brillantes e intensos ojos dorados.
-Me
da que piensa que es su árbol –expuso la joven aquellas palabras que estaban
escribiéndose en el aire.
El
chico negó con la cabeza.
-Eso
es lo que ella cree. Pero lo creerá por poco tiempo.
La
mujer levantó una ceja.
¿Por
qué tenía –su voz interior se expresó con ironía- la persistente sensación de
que aquello iba a concluir fatal?
Mi amo se ha vuelto loco. He estado escuchando
cómo le comentaba a un compañero que quería ponernos a la nueva serpiente y a
mí a aparearnos. Dice, ¡insensato de él!, que sería genial obtener una
serpiente o, mejor, un grupo de ellas, que fueran una combinación entre cobra y
cascabel. Aparte de que no estoy segura de si la biología lo permite, creo que
no tiene ni idea de que las relaciones entre animales pueden ser tan
intrincadas e indescifrables (por no decir más) como entre los humanos. A las
serpientes se nos dice frías, insensibles, incapaces de amar: nos reprochan
nuestro escaso instinto maternal, sin tener en cuenta que varias de las mías
protegen a sus crías durante las dos primeras semanas, cuando son demasiado
débiles para sobrevivir por sí mismas. No comprenden el enorme sacrificio que
supone, para nosotras (tan indefensas, a pesar de nuestros mecanismos de
protección; tan fácilmente pisoteables; tan maltratadas por humanos y otros
poderosos animales), el invertir nuestros escasos recursos en procrear,
engendrar, y encima salvaguardar a unos pequeños seres que han que aprender,
cuanto antes, que si no sabes valerte por ti mismo no tendrás ningún futuro en
este oscuro mundo. Ésa es la gran lección de la vida y, cuanto antes la
aprendan, mucho mejor. Sin embargo, las reacciones entre nosotras, y también
con otros animales son, como entre dos entes cualesquiera, impredecibles. Un
libro comentaba la historia de un ratoncillo –por lo normal, deliciosa y
nutritiva cena- que se coló entre un grupo de serpientes en un zoo, y que éstas
adoptaron como una especie de mascota. No sé si esa historia será fiable, pues
nosotras no poseemos esa estúpida propensión de los mamíferos a proteger (al
menos de vez en cuando) a las crías de otras especies. Pero, como digo, las consecuencias
de ciertas interacciones no son matemáticamente calculables. Sólo así se
explica la de niños que duermen plácidamente con serpientes durante años y cómo
éstas, un día, los deciden estrangular. Hay cosas que ni nosotras mismas
entendemos, pues no le ha sido concedido a nuestra naturaleza asimilarlas. A
los humanos también les pasa, otra cosa es que no deseen aceptarlo. Se explica
igual de mal el insensato y cautivo amor de las personas por los gatos, el
hecho de que una gata hembra en celo pueda sentirse atraída por un macho
humano, o la idolatría que manifiesto por mi amo a pesar de esta bárbara idea
que se le ha ocurrido alumbrar. Si tuviera voz y lenguaje, como las serpientes
de los cuentos, si pudiera hechizarle con mis pupilas verticales, le recordaría
aquella historia sobre un califa que murió y dejó dos herederos, ambos de la
edad de un cachorro. El previsor visir, visionario, visualizó una serie de
batallas interminables para decidir el poder, y decidió que sólo uno de los
bebés debería sobrevivir. Para ello, colocó a cada infante en un extremo de una
habitación, y a una serpiente en el centro. Dejarían al animal libre diez minutos,
y el niño que saliera indemne sería el vencedor (si a la serpiente no le daba
tiempo a atacar en tan escueto rato, lo echarían a suertes y entregarían al
verdugo al bebé desafortunado). Cuando abrieron la puerta, se encontraron con
que ambos herederos estaban muertos: como consecuencia, se perdió el reino. Es
lo que supone jugar a aprendiz de brujo.
Además, incluso aunque
se alineara la mejor de las circunstancias, dudo mucho que yo fuera capaz de
dejar que me follara esa serpiente, por llamarla de alguna forma. Hasta ahora
no ha ocurrido nada grave entre nosotras, pero es verdad que hemos mantenido
una respetable distancia prudencial. Tenemos claro que nuestro oponente se
encuentra como el número uno en nuestra lista de enemigos, y por eso intentamos
evitar las circunstancias –a pesar del empeño de nuestro amo- en las que nos
podamos cruzar. No se trata sólo del amor por nuestro dueño, qué va. Ojalá
fuera eso: al menos significaría que la otra serpiente es capaz de amar. Pero
dudo que tenga capacidad de ello, esa… víbora sería la palabra humana, pero no
es la apropiada. Yo la definiría de otra manera: esa criatura antinatural. Hay
seres que no constituyen lo que les tocaba ser porque les impulsa, desde detrás,
el eco de oscuras reencarnaciones. Los occidentales se equivocan cuando creen
menos que preconizan aquello de que, en el ciclo de la muerte y la vida
hinduista, ascendemos a un nivel superior cuando nos <<portamos
bien>>, como si de los mandamientos cristianos se tratase. ¿Qué significa
“portarse bien” para una serpiente?¿Dejar de comer ratones?¿Ser piadosa con los
pobres? Una buena serpiente es aquella que se comporta como lo hacen las
serpientes. Pero en el caso de ésta que acaba de llegar, no lo hace porque
carga consigo el alma de una existencia previa que le ha dejado cicatrices
marcadas. Por tanto, su comportamiento será errático, cuanto menos. En contra
de la esencia de su raza, con certeza. Nunca ha pertenecido a mi clan.
Sólo espero que mi amo
se dé cuenta antes de que sea demasiado tarde.
Hace un día ventoso, desapacible. Las nubes grises invaden lo que hasta
hace unos segundos era el firmamento estrellado, y ahora no dejan entrar al sol
al lugar. El aire está cargado de electricidad estática. Pero la mujer sabe que
el aroma que se respira no es de tormenta meteorológica, sino una de personalidades.
De esás donde los rayos más destructivos se tienden a descargar.
-Vamos
–le instó la mujer-. Ni siquiera sabes cómo te conseguirías manejar con la
colmena, incluso aunque la tuvieras a mano. Lo más seguro es que las abejas te
picaran desde la cabeza hasta los tobillos y terminaras tan hinchado como…
No se le
ocurría ninguna analogía.
-En
definitiva, que no lo hagas.
Pero
para el hombre no había razones, ni precauciones, ni cálculos previos. Sólo
sabe que existe un obstáculo entre él y lo que anda convencido, en su cabeza, que
va a suponer su gran éxito, y por tanto ese estorbo ha de ser eliminado. Así
que hoy ha decidido erradicar a la serpiente.
En
medio de la humedad del ambiente, del viento que ulula, arroja unas flechas. No
sirve de nada. Va a tener que acercarse más.
Es
el momento de agarrar su lanza.
Mi amo ha decidido que, dado que la “nueva” no ha
mostrado el más mínimo interés en procrear conmigo, la única manera de ponernos
en contacto va a ser organizar directamente un espectáculo conjunto. En el
fondo, lo está deseando hacer, porque sabe que a la gente le entusiasmará, pero
no está muy seguro de cómo vamos a reaccionar ambas. Sin embargo, se siente tan
seguro de sí mismo, después de lo bien que le ha ido conmigo, que ni siquiera
adopta la precaución, como practican otros encantadores, como ha hecho él en
ocasiones anteriores, de quitarle los colmillos a la cascabel. Sabe que, sin
ellos, el espectáculo perdería la mitad de su fuerza, a pesar de que la mayor
parte del tiempo esos dientes provistos de veneno se hallen combados hacia
adentro para evitar que la propia serpiente se haga daño a sí misma. Aún así,
con las cámaras fotográficas que hay hoy en día, la gente es capaz de tomar
imágenes muy buenas, y podrían captar que los colmillos no están, restándole
buena parte del morbo; y, por tanto, protestarán, la diversión. La otra opción
sería entrenar a la recién llegada para que le mordiera su brazo, engastado en
un protector de plata, que le rompiera repetidamente los colmillos, hasta que
ésta se convenciera de que la estrategia es inútil (tarea que requeriría un
plazo de tiempo muy largo del que ahora no disponemos) o como, como último
recurso, emplear un método alternativo para quitarle el veneno, pero éstas
salen muy caras y, en los países muy pobres, lo de “seguridad garantizada” es
motivo de risión.
Mi amo prepara el
espectáculo con esmero. Sabe que el secreto está en los detalles. Que los
gestos y movimientos se combinen con los sonidos y sucesos en el momento
adecuado. Dispone las alfombras y los cojines de manera primorosa. A mí, como
me ve inquieta, me acaricia a lo largo de la espalda y luego me encierra dentro
de “la caja” con delicadeza, plantando una piedra encima que me impide escapar.
Por tanto, lo único
que puedo hacer es golpear repetidamente con la cabeza contra la tapa de la
cesta cuando observo que la serpiente de cascabel ha encontrado un modo de
salir de su receptáculo y se dirige hacia mi amo, que no ve nada, por detrás…
El hombre se dirige con ímpetu al árbol. La mujer trata de detenerlo,
pero su resolución es firme. Se acerca hasta la rama más baja, donde se ha aposentado
la serpiente, y hace esfuerzos para lancearla. El ofidio responde sisando y
abriendo la boca, dispuesta para defenderse, que en su caso significa atacar.
Su mirada refleja pánico, pero la única forma que tiene de demostrarlo, en su
rostro, es mediante un gesto que para el hombre (que presenta en su cara una expresión
parecida) se traduce en un rictus de odio y maldad.
La
serpiente arquea su lomo. El hombre aprieta la mano en torno a la lanza. Esta
última se cierne amenazadora sobre la cabeza de la serpiente, pero yerra el
golpe. El animal coge impulso para saltar.
El
vuelo (porque así cabe calificarse la forma que ha tenido de precipitarse de la
rama) se ha producido medio segundo antes de lo que ha previsto el hombre, pero
es más que suficiente. Sin embargo, ha tenido lugar en el momento justo en que
la mujer, temerosa del peligro, ha adivinado lo que iba a pasar.
Por
eso ella se ha entrometido en el lugar físico perfecto para interponerse entre
ambas trayectorias, y la serpiente ha aterrizado con la boca sobre el cuello de
la fémina, clavando ambos arpones en la yugular.
La
mujer siente que el tiempo se ralentiza, pues tiene la impresión de durar una
eternidad el efímero instante que el veneno se tarda en inocular…
Me agito histérica,
golpeando la tapa de la cesta con todas las secciones de mi cuerpo, mientras
observo a la cascabel, la mirada vacía, la trayectoria fija, como un zombie,
desplazarse a la par que mantiene el cascabel inerme a un lado para que no haga
ningún ruido que pueda traicionarla. Trato de hacer toda clase de sonidos para
advertir a mi amo, pero para cuando empieza a dar cierto resultado, ya es
demasiado tarde; la asesina se ha abalanzado sobre mi amor y ha clavado sus
colmillos en la nuca. Mi dueño, incrédulo, cae sobre las rodillas y se lleva
las manos al cuello. A pesar del calor que siento, y lo rápido y fuerte que
rebota mi corazón, creo que la sangre se me está congelando tan rápido dentro
de las venas que me voy a romper como el cristal.
Mi amo agoniza por el
suelo, de rodillas, mientras la cascabel se aleja de manera desacompasada y
nerviosa. Debido a mi escasa visión, no puedo vislumbrar del todo lo que sucede.
No sé si mi amo se ha chocado con la caja a propósito o por accidente, pero en
todo caso, noto cómo la piedra que hay encima de mi cesta se desequilibra y eso
me permite, gracias a un golpe que me cuesta un gran dolor de cabeza, escapar
de mi prisión. Me arrojo con celeridad histérica sobre el cuello de mi amo, que
ya se ha desmayado. Tengo que chupar el veneno antes de que el daño sea
irreparable.
La gente, alertada por
el ajetreo, ha acudido para averiguar lo que ha pasado. Al verme sobre el
cuello de mi amo, comienzan a pegarme golpes con mantas, palos, piedras, lo que
encuentran. Estoy seguro que los que ahora mismo se alejan, acelerados, lo
hacen para buscar agua caliente, un cuchillo o un hacha con la que decapitar.
Yo, mientras tanto, me
agito y contorsiono mi cuerpo mientras permanezco con los dientes pegados al
cuello de mi amo, rezando porque aún le pueda salvar…
Hay algo que los occidentales nunca han entendido de la rueda de la
vida, de la reencarnación hinduista. Cuando se trata de ascender a un nivel
superior, no implica que el más alto de la escala sea necesariamente un humano.
Tampoco, en el bucle infinito del tiempo, que la dirección de las
reencarnaciones haya de ser forzosamente hacia adelante; también puede hacerse
hacia atrás.
El
hombre, en un principio, fue barro. Tras atacar a la serpiente para conseguir
algo (nada más común en su naturaleza de hombre) se transformó de manera lógico
en serpiente a su vez. Sus comportamientos agresivos persistieron, y atacó a mi
amo. Su forma tan violenta de encarar la vida le conducirá en cada reencarnación
al sufrimiento, sea cual sea la apariencia que le hayan asignado, o que haya
decidido adoptar.
Yo,
en cambio, rescaté a mi amo. Le dejé al límite de la muerte, pero a salvo. A mí,
ensangrentada y dolida, bajo el influjo de bastones, barras de hierro,
utensilios de cocina, me molieron a palos, pero no por ello dejé de considerar
mi fallecimiento un final dichoso. Inane en el suelo, cubierta de líquidos
fundamentales, constatando por el rabillo del ojo cómo mi amo se levantaba,
mientras el veneno de la cascabel descendía quemante hasta mis heridas desde mis entrañas, me embargó un destello de felicidad. Las
consecuencias vinieron antes, en una vida pasada. Como desobedecí las normas
que deben regir el comportamiento de las serpientes, sometiéndome sin
condiciones a un humano, fui degradada a mujer: condenada a sufrir, en condena continua,
el permanente dominio que sobre mí los hombres pretendan manifestar. Pero entonces
hice algo que me convirtió en un ser mejor que yo misma: fui más humana que
nunca, contraviniendo incluso el orden natural. Por ello sé que, en la
siguiente etapa, tendré un destino feliz: quizás salga del ciclo de las reencarnaciones.
Tal vez, incluso, me convierta en un ser superior. Puede que construya un
Paraíso.
El
pobre de mi amo: tras su muerte, muchos años más tarde de aquella atroz
mordedura, metamorfoseó en serpiente, especie con la que tanto había llegado a
contactar. La segunda vez que le atacaron, supo estar preparado. No sé qué
pasará con él. Allá donde acabe, espero que le vaya bien. Supongo que en una
vida futura, en algún momento, nos llegaremos a enamorar. Me figuro que, en ese
estado, nuestros cuerpos encajarán en una mejor manera, y no seremos
desdichados nunca más.
Somos
lo que somos, o en lo que nos convertimos. Avanzamos en línea recta, o tal vez
formamos un círculo por donde fluye de manera perene nuestra esencia vital.
Siempre
que no estemos conformes, tenemos la opción de, nuestra piel, mudar…