Continuación de un relato que empezamos por aquí y proseguimos por acá, llega la tercera parte de esta saga sobre la prehistoria. Espero que os guste también.
3.
FORTALEZA
(Localización
espacial: sudeste de la península Ibérica. No muy lejos de la zona geográfica
del relato anterior. Área de expansión de la civilización
conocida como “El Argar”.
Localización
temporal: alrededor del 1500 a.C.)
Lo
primero que le llama la atención, conforme lo divisa en el horizonte, son las
murallas. Sí, en otros lugares había muros que delimitaban el perímetro de las
ciudades. De hecho, seguramente (lo confirmó cuando se acercó a las mismas)
eran similares en su composición, construidas a base de piedras de tamaño medio,
apiladas, sin apenas espacios entre ellas, con un sólido cemento que las
mantendrá unidas (durante más tiempo de lo que durará su vida, y la de sus
hijos, y la de sus hijos de sus hijos) sólidamente entre sí. Pero ninguna de
las fortificaciones en los alrededores llegaba a alcanzar esa dimensión, aquella
monumentalidad. De hecho, la mayor parte de las murallas externas de las
localidades más pequeñas se encontraban derruidas y casi abandonadas desde que
ya no importaba tanto a qué poblado pertenecías, sino tu conexión con la
metrópoli central. Una relación que algunos se encargaban de recordar, día a
día, en parte a través de obligaciones como este viaje, y en parte también a la
primera visión que los integrantes de esta comitiva han de contemplar cuando
traspasan estas paredes y penetran en la gran ciudad. Para que no se les olvide
esa impresión a ninguno de ellos; para que se lo transmitan a todo el mundo,
cuando cada uno vuelva a su lugar.
Se
abren las puertas, de un tamaño hecho para acongojar. Notas cómo arriba te avistan
los guardias, los cuales te ojean despectivos, como si observaran a hormiguitas
entrando en fila a la entrada del matadero. Darmon mira hacia las almenas, y allí
les encuentra, enfundados en sus yelmos, sus cascos, sus carcaj cargados de
flechas, luciendo espaldas que sobresalen a la altura de los costados y en las
que relumbra, hasta cegar, el dorado fulgor del bronce… Bronce, bronce por
todos lados, bronce tan abundante como la piedra, bronce hasta donde abarca la
vista, en los torreones, en los bastiones y en las almenas. Bronce y piedra,
armas y pilares, poder y ausencias de misericordia, dos mensajes contundentes y
diáfanos que se pretenden –y se consiguen- recalcar. Que me aspen si lo logran,
profiere para sus adentros Darmon, quien reflexiona sobre que, si sus
anfitriones quisieran, éste sería el lugar ideal para una emboscada. Un
pensamiento que induce de todo menos alguna clase de tranquilidad.
Una
vez dentro, sin embargo, la ciudad a lo
que más se asemeja es a un inmenso mercado. Gentes con extravagantes sombreros
y sofisticadas modas en las barbas van arrastrando animales de todo tipo, ora
hacia el carnicero, ora hacia un comprador, ora directamente hacia el bien
situado templo, en donde aguardan los dioses (y los sacerdotes) una pequeña
parte de todas las ventas. El grupo de recién llegados entre los que se
encuentra Darmon se ve obligado a avanzar entre esta mezcla heterogénea, donde los
habitantes locales se alternan con numerosos inmigrantes apenas aterrizados,
los cuales se sienten tan perdidos como una de las gallinas que en el día de
hoy van a sacrificar. Quizás, porque eso es lo que los dirigentes de la urbe
prefieren que sientan nada más echar el primer vistazo, o tal vez porque a
ellos, de un modo u otro, también les van a sangrar por orden de las
autoridades.
El
palacio se eleva ante ellos, tan sólido como suntuoso. Tan estrictamente
vigilado por guardias como ocurría con las murallas, tal vez incluso más. En
cuanto accedieron, entendieron por qué. El interior era todo lujo y magnificencia,
diseñado para impresionar a los visitantes, que no dejaban de preguntarse en
qué cámara guardarían el resto de los tesoros. A Darmon le entró la duda, e
interrogó a un compañero de la comitiva a quien había conocido unos pocos días
atrás:
-¿De
dónde sacan toda esta riqueza?
El
otro se rio, menos entretenido que descarnado:
-¿Pues
de dónde va a ser? De nosotros.
Darmon
comprendió mucho mejor esa frase después, ante la amplia mesa de negociación.
No hubo piedad. El gobernante supremo ni tan siquiera se dignó aparecer. Delegó
el trabajo en delegados y subalternos, los cuales se mostraron inflexibles
acerca del tributo que habían de pagar tras la recogida de la cosecha. Darmon
bufaba de cara al exterior, pero se le comían aún más los demonios de tripas
para adentro. ¿Qué querían?¿Matar a su poblado de hambre? De manera educada
pero firme, quiso hacerlo constar frente a todos. La respuesta del poder
central fue clara:
-Si
no te gustan las condiciones, comunícaselo a los soldados cuando vayan a
recoger el tributo.
Lo
cual era más o menos como decir: “Enfréntate a nuestras armas y discúteselo”.
La rabia dio paso a la desazón. Su cara debía de reflejar la de un campesino
recién llegado a la ciudad al que hubieran primero timado, y después se le
hubieran caído las murallas encima. La metáfora, en cierto modo, era muy
ajustada a la realidad.
Comprobó
que entre sus compañeros de comitiva -gente que había llegado desde distintas
localidades para negociar lo mismo-, la expresión no era demasiado distinta,
salvo entre unos cuantos que pertenecían a los pueblos más grandes, y a quienes
habían esquilmado igual, pero cuyos representantes eran más orondos, bebieron a
lo largo del viaje de ida mejor vino, y mostraban en el vestir un aspecto más
ostentoso. Resignados en conjunto a la suerte que les había tocado, llegaba el
momento en que sus anfitriones les conducirían a sus alojamientos, los cuales
estaban repartidos en toda la ciudad porque en estos días la urbe no daba
abasto para tantos visitantes. Un representante de la autoridad les guiaba en
grupos hasta sus respectivos destinos. El que guiaba a Darmon y compañía, en un
cruce concreto, acordó con Darmon:
-Tengo
que llevar a estas personas hasta el establecimiento que les corresponde. Tu
fonda está aquí al lado, sólo tienes que girar en esa esquina a la izquierda y
a la siguiente a la derecha. Diles quién eres, ellos ya saben que vas a dormir
allí. ¿No te perderás, verdad?
Era
el típico aire condescendiente que conceden los urbanitas a los paletos que
acaban de llegar a la gran ciudad. Darmon dio a entender que podía valérselas
solo, ajustó su zurrón para pegárselo al cuerpo y protegerlo de posibles ladrones,
y se adentró en las callejuelas. Para lo que no estaba prevenido era para los
secuestros, así que cuando alguien le agarró desde detrás, le tapó la boca y le
condujo a una puerta oscura, durante el primer segundo no supo cómo reaccionar.
Y para más adelante, los segundos habían dejado de pertenecerle.
* * *
Tuvo suerte, cuando lo pensó a
posteriori, porque si hubieran querido, le podrían haber apuñalado y sacado los
intestinos en diez segundos pero, por fortuna, no era ése el propósito de sus
secuestradores, que al final consistían en el hombre que le había atrapado
(grande como un árbol centenario, de cráneo y cejas rasuradas, y aspecto de no
saber hacer otra cosa que dar golpes) junto a otro individuo, de barba cuidada
y aproximadamente la misma edad de Darmon. Unos cuantos minutos después, se
encontraban en un establecimiento, distinto adonde se supone que Darmon había
de dirigirse, donde una desabrida dueña les servía algo de cerveza en cuencos,
en una habitación donde sólo se hallaban ellos tres. La actitud de cara al
exterior de Darmon sólo cabía definirse como erizada pues, aunque las formas
habían resultado exquisitas después del secuestro, el encuentro inicial había
sido –para ser delicados- un poco violento, y aparte de tranquilizarle y
decirle que su vida no corría ningún peligro, todavía no le habían aclarado qué
oscuros demonios del inframundo estaban haciendo allí:
-Supongo
que este lugar tan apartado tiene como propósito que nadie nos vea, ¿no es así?
-entró Darmon de lleno en la cuestión.
El
hombre de la barba asintió.
-No
te equivocas.
-¿Te
fías de la posadera?¿No temes que diga algo a quien no debe?
La
mujer pasó, con cara de acabar de pelearse con un gato, para traerles algo de
comer. Luego se marchó, dejándoles solos.
-No
creo que pudiera decir nada, ni aunque quisiera –rio el hombre de la barba
entre dientes-. Es muda. Aparte del dinero que le pago, claro, que garantiza su
silencio más incluso.
Darmon
utilizó la cuchara como herramienta para señalar al otro hombre.
-¿Y
él, también es mudo?
El
aludido no dio ninguna señal de que el comentario le hubiera molestado. De
hecho, fue su acompañante el que respondió por él:
-No,
pero es de aún menos palabras. Y ha servido a mi familia durante años, así que
puedo confiar en su lealtad. Y en su discreción.
Dicho
esto, apoyo los codos sobre la mesa:
-Ahora
vamos a hablar del motivo por el que te he…
-¿…
raptado…?
-Llamémosle
así. Aunque no es el primer atraco que has sentido hoy, ¿verdad? De hecho,
apuesto al que de esta mañana ha sido bastante peor.
-En
ese caso, no me han robado a mí. Le han estafado a todo mi pueblo. Nos han
quitado el pan de la boca.
-Bien.
¿Y estás dispuesto a hacer algo para modificar eso?
Darmon
se quedó a medias en la cucharada que iba a tomar.
-¿Es
que hay algo que pueda hacer? Aparte de acatar las normas y pagar el tributo
que hemos acordado.
-¿No
estás harto de la sumisión?¿De que tu pueblo aporte tanto, siendo tan pobres,
mientras que aquí en la metrópoli nadan en la riqueza?
-Son
las reglas que hemos establecido. Hay que vivir con ellas. Sobre todo, porque
hay que vivir.
Su
interlocutor negó con la cabeza.
-Las
leyes no las hicisteis vosotros, sino que os las impusieron. Hubo un tiempo en
que las cosas no eran de esa manera.
-¿Y
tú cómo sabes eso?
El
otro entornó los párpados.
-Porque
mi familia participó en crear esas reglas, hace generaciones. Hasta hace
relativamente poco, era un motivo de orgullo.
Bebió
un trago más profundo, directamente del cuenco de bebida fermentada.
-Lo
que tú llamas normas es tan sólo producto de que, en aquella época, ellos
tenían armas y vosotros no. Cuestión que continúa hasta ahora. Por eso no os
permiten tener hornos de cierto tamaño. Por eso han derruido vuestras murallas.
Por eso tenéis que importarlo todo de la metrópoli. Por eso os someten a
impuestos tan abusivos. Por eso recogerán la mayor parte de vuestro trabajo
cuando llegue el Día de la Cosecha, esa parte que habéis negociado, si es que
negociar es la forma de decirlo, porque no teníais otra. Y lo mismo que te pasa
a ti, le ocurre a mucha más gente de la comitiva de negociación. Excepto a los
representantes de los pueblos más ricos, a quienes tienen comprados a base de sobornos
y regalos caros. Pero a los de tu pueblo les consideran tan pobres que no ven
siquiera la necesidad de hacerlo. Porque, al fin y al cabo, ¿cómo ibais a
resistir?
Dejó
el cuenco sobre la mesa, y le miró muy fijamente:
-A
no ser, claro, que os resistáis. A no ser que intentéis rebelaros.
Darmon
sintió un escalofrío. Se le atragantó la bebida en la garganta.
-¿Rebelarnos?¿Yo?¿Quién?¿Mi
pueblo?
El
otro negó con la cabeza.
-No.
Todos los pueblos. Ahora mismo, a cada uno de una forma distinta, les están
sondeando a tus compañeros de esta mañana en la negociación. Interrogándoles de
manera cautelosa. Viendo si participan en el juego. Si estarían dispuestos a
colaborar.
-¿Les
están sondeando quiénes?
-Compañeros
míos. Vamos a nombrarlos bien: cómplices. Gente que, si ven que están
predispuestos a la idea y que no van a traicionarnos, les emplazarán a que se encuentren
más tarde con el resto. Y entonces les detallaré el plan.
-Pero
tú has venido directamente a hablar conmigo.
El
aludido se rio.
-No
te creas tan especial. No es por ti. Es por tu pueblo.
Allí,
Darmon creyó captar un brillo especial en su mirada.
-Sois
muchos. Sois muy pobres. Si no os rebeláis vosotros, no lo hará nadie. Sois la
base para que esto pueda triunfar. Si sois vosotros los que nos dais la
puñalada, el plan dará lo mismo: acabaremos todos en las mazmorras, torturados
y finalmente muertos. Pero es que si no intervenís vosotros, esto nunca será
posible. ¿No te has preguntado por qué eras tú el representante de tu gente? Un
tipo novato, que no ha intervenido nunca en negociaciones políticas.
-Hemos
tenido problemas con nuestros representantes.
-Lo
sé. ¿Quién te crees que se ha encargado de que tengáis problemas? De que a uno
le acusen de un crimen, de que otro aparezca misteriosamente asesinado. ¿Nunca
te has preguntado qué hubiera pasado si hubierais tenido un representante fuerte?¿Si
las negociaciones hubieran sido distintas, y hubierais estado menos dispuestos
a transigir?
Darmon
le contempló de manera dubitativa. Como si no estuviera seguro de si estaba
hablando con amigo o enemigo, partícipe de un gran secreto o un extraño.
-Dime,
y si tan metido has andado en hacernos la vida imposible, si tu familia forma
parte del liderazgo… Si lo que me has contado es cierto, ¿por qué eres
precisamente tú el que está organizando todo esto?¿Qué ganas tú, como individuo?
El
otro colocó una sonrisa mordaz en su rostro.
-¿Qué
te importa a ti la razón por la que puedo estar haciéndolo?¿El añejo debate
sobre el altruismo? Esa historia ya es muy vieja.
-Desconfío
de quien no tiene motivos sólidos; podrían volverse volátiles. Y, además, en mi
tierra somos muy tendentes a desconfiar.
El
aristócrata asintió con la cabeza.
-Entiendo
tus reticencias. Ahora, te voy a contar una historia.
Y
le contó. Le narró un relato de una familia pudiente, pegada al poder,
privilegiada, favorecida. Le habló de arbitrariedades, antojos, caprichos
absurdos. Los cuales no les atañían, o de los que participaban, pues se sentían
impunes. Pero incluso entre los grupos más allegados surgen conflictos. Un día,
por un quítame allá esas pajas, el líder decide que el aspecto de uno de sus
hombres de armas, del padre de Taur (pues Taur se llamaba aquel que le había
abordado), era mucho más hermoso sin cabeza.
-¿Y
qué hizo la familia?
-¿Que
qué hizo?-replicó Taur-. Pues lo que todos. Transigir y callar. Agachar la
cabeza.
-El
momento de una rebelión, ¿no hubiera sido ése?
-¿Contando
con quién?¿Con una caterva de paniaguados como eran sus compañeros señoriales?
Cada uno tiene sus tierras, sus dominios. La nobleza de la metrópoli nunca os
va a echar una mano: tienen demasiado poder como para arriesgarse a perderlo.
Nunca se atreverían a un cambio de sistema.
-Pero
tú sí. ¿Por qué tú?¿Por qué ahora?
Taur
le miró firme, determinado:
-Cuando
ocurrió aquello, yo era un niño. No habría podido hacer nada. Fingí que no me
importaba, como a todos. Pero ahora soy adulto. Ahora sé cómo funcionan los
resortes del poder. He aprendido cómo destruirlos desde dentro. Pero necesito
ayuda. No puedo hacerlo solo. Os necesito. Y tiene que ser este año.
Darmon
sintió un estremecimiento que le hizo encogerse de hombros.
-¿Por
qué?¿Hay algún motivo por el que no se puede retrasar?
Entonces,
Taur le volvió a relatar historias. Sobre un caudillo despótico pero
calculador, que sabía cómo manipular para tener a los súbditos exprimidos pero
no ahogados, manteniendo como garantía del orden la paz social. Sobre cómo la
enfermedad se estaba cebando con su cuerpo, y le estaba comiendo poco a poco
las extremidades y la piel, gangrenándole los miembros en dirección a un
cerebro que contra todo pronóstico resistía, a duras penas. Y le habló del hijo
del tirano, que desde pequeño había crecido arrancándole la cabeza a insectos y
desmembrando pájaros. Que tenía un sótano especial que denominó su “cuarto de
juegos”. Le habló de campesinos que desaparecían de vez en cuando de
determinadas comunidades, sobre todo niños pequeños, y que no volvían a
aparecer. Le habló de rastros de sangre y de descubrimientos que desataban el
pánico. De cómo el grueso de los acontecimientos oscuros que habían ocurrido en
ese cuarto habían sido ocultados por el tirano, y también por el miedo a las
consecuencias. Le habló del temor que existía a lo que ocurriría cuando el hijo
heredara el poder. Y que, ante esto, Taur había hablado con algunos militares,
gente con más cabeza que estómago, y que estaban dispuestos a que se produjera
un cambio de algún tipo para que su vida pudiera mantenerse más o menos igual.
-Pero
con el resto de la casta guerrera, no podéis contar. Sólo somos unos pocos. Y,
además, no todos se atreven abiertamente a dar su nombre. Colaborarán, pero
exigen que el plan se realice de forma muy compartimentada, para que nadie
conozca su identidad y, si la cosa se tuerce, puedan mantenerse en las sombras
sin necesidad de correr acogotados atrás. Unos cuantos además son gente muy
joven, herederos, una nueva generación, que no está de acuerdo con muchas de
las cosas que han hecho sus padres. Tienen libertad para entrar y salir, pero
ni mucho menos el control de lo que sucede… y demasiado que perder si sale mal.
-¿Y
nosotros?¿Qué tenemos que perder?
El
interpelado sonrió.
-La
vida. Todo. O algo peor. ¿Has escuchado lo del cuarto de juegos?
Darmon
se rio.
-O
sea, que me prometes un suicidio. Que puede acabar en un baño de sangre. Y
pretendes que deposite mi confianza ciega en ti. Sin ni siquiera conocer todos
los planes.
-Exacto.
-Perfecto.
¿Cuándo empezamos?
El
otro colocó en su rostro una expresión de sorpresa.
-Vaya,
pensaba que me ibas a decir que no. Tal y como has valorado los peligros…
Darmon
apuró su bebida fermentada.
-No
empiezas algo que vaya a cambiar hasta la profundidad nada, si no corres el
riesgo de que te corten en dos.
Dio
un golpe sobre la mesa.
-Y,
demonios, para enterrarme en el pueblo a que nos quiten poco a poco la vida,
prefiero el riesgo. ¿Qué es lo máximo que puedo llegar a vivir, sesenta años?
Se pueden hacer muy largos si veo a mis hijos morir porque les falta alimento.
Lo dicho, ¿cuándo empezamos?
* * *
Sin
embargo, decirlo era más fácil que hacerlo. Cuanto más ahondaban en los
detalles de los planes, más cerca les parecía el la amenaza de ejecución, o
quizás la más tormentoso del cadalso.
-El
momento adecuado sería el mismo día del pago del tributo –inició Taur, reunido
con Darmon y sólo algunos de los seleccionados entre los conspiradores, en un
lugar donde se hallaban prevenidos de miradas ajenas-. La fuerza militar de la
capital reside en la concentración de recursos en un solo lugar. Pero cuando
marchan a los distintos poblados a recolectar el grano, una gran parte de la
guarnición se ve obligada a dividirse, y este lugar se queda menos protegido.
Es entonces cuando actuaremos.
-Pero
un ejército de menor cuantía sigue siendo más que ningún ejército –apuntó uno de
los allí congregados.
-Contaremos
con cierta ayuda de algunos que están dispuestos a rebelarse –confesó Taur-.
Pero necesitaremos de algo más importante: vuestros compañeros. Deben llegar de
los poblados poco a poco, a lo largo de los días previos, en pequeños grupos.
Lo suficientemente pequeños para no llamar la atención, no con tan poca
antelación para provocar la sospecha, pero tampoco con tanta que les permita
intuir la jugada con mucho tiempo. Luego hablaremos un poco de fechas
aproximadas. La cuestión es que, una vez estalle el conflicto, haya suficiente
gente dentro de las murallas como para iniciar una revuelta. Con eso y la ayuda
de algunos militares, conseguiremos abrir una entrada. Eso bastará como para
que otro grupo, proveniente del exterior, pueda acceder y rematar la faena.
Recordad que somos mucho más: si, además, buena parte del ejército se encuentra
fuera, habrá muy pocos protegiendo el fuerte.
-Pero
eso implica –apuntó otro de los reunidos- que habrá pocos hombres el día de la
recolección del tributo para proteger a nuestros pueblos de posibles reacciones
de represalia.
-Esos
temores son infundados –rebatió Taur de raíz las incertidumbres-: seguirá habiendo
suficientes hombres en vuestros lugares de origen. La presencia de unos cuantos
brazos menos se notará poco en cada uno de los poblados, pero mucho en la gran
ciudad, donde los pequeños grupos se integrarán en un cúmulo mucho mayor.
Además, el ejército de la capital que estará recolectando los tributos en el
exterior no sabrá nada de lo que está pasando, con suerte, hasta que el golpe
haya terminado por completo. Para entonces, se encontrarán con una política de
hechos consumados, y entonces la aceptarán y se pondrán al servicio de los
nuevos amos. Creedme, conozco cómo son, he comandado a esos hombres, y mientras
les sigáis asegurando un trabajo bien pagado, no habrá protestas.
-¿Y
si no están de acuerdo con el cambio?¿Y si deciden asaltar la ciudad?
-No
lo intentarán; ellos saben lo inexpugnable que son las murallas, la ventaja que
poseen aquellos que han de defenderlas. Además, en los almacenes siempre hay
comida y agua de sobra con la que protegerse de un largo asedio. Los soldados
preferirán unirse a nosotros antes que arriesgarse a una incierta lucha que les
haga perder sus empleos. Además, dudo que intenten que la ciudad pase hambre:
sus familias continuarán viviendo aquí.
-¿Cómo
avisaremos a nuestros compañeros de que han de venir a la ciudad?-preguntó otro
conspirador.
-Cada
uno volverá a su hogar a lo largo de los próximos días. Eso es lo que teníais
previsto, ¿no?, así que todo aparentará discurrir dentro de la normalidad. Una
vez en vuestros pueblos, a través de los cauces más secretos posibles, deberéis
ir reclutando hombres que se encaminarán hacia la capital antes de que llegue
el día del tributo. Como aquí sólo estamos unos cuantos, y faltan poblados cuyos
representantes no nos han parecido de confianza, debemos organizarnos para que,
desde una localidad vecina a los lugares que nos faltan, el enlace en dicha
zona encargue a un hombre de confianza que se dirija al sitio en cuestión y,
también con mucha discreción, plantee el proyecto entre sus habitantes.
Recordad: todo esto se basa en una cadena de confianza. Cada uno debe abordar a
cada persona individualmente, realizar aproximaciones muy sutiles, valorar si
esa persona es proclive a nuestro movimiento, y entonces, sólo entonces,
planteárselo. Sólo podéis revelar el secreto a personas de las que estéis
absolutamente seguros de que no os van a delatar, incluso aunque luego no se
atrevan a formar parte del movimiento, porque, como se vayan de la lengua,
vuestra vida valdrá menos que una migaja de pan. El silencio, para esta
operación, es vital. Si no, todo nuestro plan morirá antes de empezar -Taur
tragó saliva mientras lo decía-. De todos modos, tenemos un contacto en la red
de espías en la ciudad y, si hay alguna filtración, trataremos de abortarla a
tiempo. Aun así, nuestra seguridad se basa en que hay tantas personas
descontentas con la situación actual que, con un poco de suerte, no contaremos
con ningún renegado dentro de nuestras filas. Y dependemos también de vosotros.
De la ascendencia que tengáis sobre vuestros allegados. Sólo una adhesión firme
e inquebrantable entre el grupo que formamos ahora mismo puede garantizar que
esto salga adelante. Vosotros sois la parte principal del movimiento.
Taur
calló para que todos asumieran sus palabras. Por el silencio que las recibió,
daba la impresión de que lo habían entendido.
-Vale
-volvió a los detalles uno de los representantes de los poblados-, y una vez
dentro, el día que las tropas marchen a recolectar el tributo, ¿qué hacemos?¿Cuál
es el primer paso?
Taur
sonrió. Les tenía donde a él (a todos, en realidad) les interesaba.
-Ante
todo, la clave con la que contará nuestro pequeño ejército es, en especial, la
coordinación. Y aquí es donde se encuentra la parte más delicada del asunto.
Otra más –Taur extrajo de alguna parte un dibujo que representaba la ciudad,
con especial atención a los enclaves defensivos-. Cada día, por la mañana, se
disponen los cambios en la guarnición para el resto del día. En la noche, el
orden es distinto, lo impone personalmente el jefe de la guardia, y es mucho
más errático; de hecho, puede haber cambios sobre la marcha, pero durante el
día, se suele mantener constante.
-¿Incluso
en ese día, en que la guarnición es menor?
-Más
todavía en ese día, que cualquier cambio puede dejar un área militar bajo
mínimos. Los problemas son dos: lo primero, que no conocemos qué disposición habrá
ese día, que se decide a primera hora y se envía a las unidades que se han
quedado de guardia la noche anterior. Esa información sería muy útil, no sólo
por averiguar a cuántos nos enfrentamos en cada sitio sino, en particular,
porque sabremos cuántos soldados se desplazan de un lado a otro a primera hora
de la mañana, que es cuando habrá más confusión y es posible que, mientras
llegan los hombres asignados, las torres contengan menos hombres que
defenderlas.
-¿Y
el segundo problema?
-Una
vez empiecen el ataque, mandarán hombres a por nosotros. Lo ideal sería saber a
qué puntos concretos se dirigen. Lo ideal sería conocer también cuál es el plan
de ataque que tramen desde dentro de palacio, pero es algo tan difícil de
prever como la disposición de soldados el día de marras. Sin embargo, lo que
también nos vendría muy bien sería una forma rápida de comunicar ese
conocimiento entre nosotros. De esa manera, podríamos mandar más combatientes
adonde hiciera más falta. Mi idea es que muchos de los nuestros permanecerían
camuflados como ciudadanos corrientes en la multitud, y sólo les emplearíamos
para enviarlos a cada zona conforme fueran necesarios. Pero para eso tenemos
que saber hacia dónde dirigirles.
-Creo
que yo tengo una solución –sugirió uno, alzando la mano para hacerse notar.
Taur
le indicó que sus aportaciones no estaban de más en ningún caso.
-En
mi tierra, cuando queremos mandar un mensaje a cierta distancia, realizamos
señales mediante luces, cuando es de noche… O, de día, mediante un tambor.
Taur
se rascó la cabeza.
-Son
alternativas en las que hemos pensado, pero… Habrá demasiado ruido, y
demasiadas antorchas, tanto si es de noche como de día, como para emitir
señales coherentes.
-Algunas
luces pueden producirse mediante brillos de determinados metales. Bronce, por
ejemplo.
-La
idea no es mala, pero no me convence… Habrá demasiado bronce sobre el cuerpo de
los soldados como para no obtener mensajes contradictorios. No te digo que lo
descartemos completamente, pero me resisto a con ellas como único recurso…
-Tengo
una idea –apuntó alguien.
Todos
se volvieron para escucharle.
-En mi
poblado, tenemos otra manera de enviar señales. Hacemos un fuego, lo tapamos a
intervalos con una manta y… mandamos señales de humo. Conociendo un código
establecido, podemos avisar a cierta distancia a nuestros compañeros de hacia
adónde deben orientarse.
-Sí
–asintió, y a continuación casi rebatió Taur-, ¿pero cómo sabremos adónde se
dirigen las tropas? El problema de inicio, vamos.
-Las
señales de humo se hacen mejor desde un punto alto. Desde allí, además, habrá
una buena visibilidad… Veremos a las tropas enemigas encaminarse en una
dirección: no es mucho, pero quizás podamos adivinar a qué área militar tienen
planeado marchar.
Taur
frunció los labios. A continuación, pegó un pequeño respingo.
-Es
lo mejor que tenemos. Quizás pueda funcionar. Al menos al principio, antes de
que acudan soldados para contrarrestar ese fuego. Después, tal vez podemos usar
señales de sonido -convino con el que había propuesto originalmente la idea-,
si son lo suficientemente potentes como para no distinguirse con otras fuentes
de ruido. Unas trompetas o tambores podrían servir quizás.
Darmon
levantó el brazo.
.¿Sí?-inquirió
Taur.
-¿Quiénes
están dentro del palacio, cuando se decide el reparto de las tropas?¿Quién está
alrededor?
Taur
vaciló un poco.
-Pues…
por supuesto el jefe militar. Sus correligionarios más próximos, también una
pequeña guardia de confianza…
-No,
no. Doy por supuesto que ninguno de ésos nos va a ayudar. Estoy hablando de
gente que no tenga nada que ver con la cúpula militar. Por supuesto, ni
mencionar al líder y su familia. Pero, ¿quién trabaja allí?¿Quién podría
escuchar algo?
Taur
sonrió.
-Oficialmente
nadie les ve ni les escucha, pero… es verdad que el palacio posee un abundante
servicio doméstico…
* * *
A
la orilla del río -más riachuelo o arroyo; dicen que realmente ha llegado a ver
grandes corrientes, pero sólo de vez en cuando, coincidiendo con las lluvias
torrenciales- van a lavar exclusivamente las mujeres, al menos en teoría. Pero
nadie se fija demasiado en una estampa tan habitual y, por eso, cuando dos entidades
cubiertas hasta arriba de telas blancas que podrían pasar por figuras femeninas
(o por osos, o por cualquier otra cosa, pues el contorno no se les distingue en
absoluto) se acercan hacia la orilla, protegidas por unos árboles que les ocultan,
para contactar con una mujer (esta sí de verdad, de tez morena y el pelo
recogido que se pelea con unas sábanas en la orilla del río), nadie se vuelve
hacia ellas. La mujer se sorprende al principio, pero Taur, antes que nada, se
lleva una mano a los labios y le pide que le preste sus oídos y le conceda toda
su atención:
-Venimos
a hablar contigo. Sabes quién soy, ¿verdad?-preguntó Taur.
La
chica (Gonda, se llamaba, había informado su compañero a Darmon) asintió con
miedo. Con la mirada de quien suele contemplar a los dioses departiendo -momento
en el que está acostumbrada a alejarse, por si le cae por sorpresa una
maldición desde los cielos- y se percata de repente cómo una de las entidades
sobrenaturales se acerca hacia ella para solicitar su opinión.
-Te
llamas Gonda, ¿verdad? Éste es Darmon –señaló a su amigo, quien trataba de
ocultarse para que no se le avistara la barba desde fuera-. Venimos a hablar
contigo. Queremos montar una revuelta el día de la recogida del tributo.
Hacernos con el poder, y quitar de en medio al líder.
Al
principio, la chica se quedó parada, mirándoles muy fijamente. Sin quitarles la
vista de encima, respondió con mucha lentitud:
-Tal
y como lo decís, parece que quitar y poner reyes fuera algo que se hiciera
todos los días.
Taur
y Darmon intercambiaron miradas, dándose cuenta de la dimensión que aquello
estaba adquiriendo:
-Tienes
razón; no va a ser algo tan sencillo. Por eso, si lo intentamos, tiene que
salir bien. Y para garantizar que eso sea así, necesitamos tu colaboración.
Gonda
restregaba las manos contra las sábanas para intentar eliminar la porquería.
-¿Y
a mí en qué me va o me viene que el líder caiga o no?
Nueva
expresión de preocupación compartida entre dos hombres que, lo quisieran no, ya
habían asociado indisolublemente sus futuros.
-Vuestra
vida será mejor -recalcó Taur-. Podríais salir beneficiadas.
La
mujer enarboló un gesto hosco. Casi mostró los dientes, como si pensara en asestar
de golpe una dentellada. Darmon apreció en aquel momento, por primera vez, que
en frente tenían la cara de una mujer joven pero que, a estas alturas, ya había
sufrido mucho. Aristas tempranas asomaban, como productos de desoladores
terremotos, bajo la superficie de su piel.
-Quién
sea el líder principal es lo de menos. ¿En qué puedo distinguirle a él de todos
los que dan vueltas a su alrededor? De la gente como tú.
La
chica escupió hacia un lado.
-Más
o menos una vez al año, el gobernante permite a los soldados, durante alguna de
las fiestas señaladas, bajar adonde dormimos las esclavas. Ese día, cierran la
puerta, y a lo mejor en dos días nadie vuelve a saber nada de ese cuarto,
mientras sobre nosotras se cierne la oscuridad. Y sabemos que eso se repetirá
el año que viene, otra vez…
Darmon
se sintió sobrecogido. Conocía la sensación. Había escuchado testimonios
parecidos de parte de mujeres de su aldea, asaltadas por soldados en medio del
campo. Normalmente no se las escuchaba, no por falta de empatía (o, al menos,
no en todos los casos), sino también porque no había muchas formas de
reaccionar al respecto. Hijos, padres, hermanos de las mujeres afectadas,
también querrían hacer algo por arreglar la situación pero, salvo resignarse,
¿qué otra cosa era posible? De repente Darmon, que en el fondo, aunque no se
atreviera a confesarlo, se hubiera sentido aliviado al encontrar cualquier
problema que hubiera obstaculizado sus planes y los hubiera arrastrado al
terreno de la simple fantasía (donde las consecuencias, y los arrepentimientos
por tanto, eran sólo hipotéticos), se dio cuenta de por qué tenían que llevar a
cabo esta revolución, sí o sí. Por qué era tan ineludible. Por qué resultaba
imposible decir que no.
-Aboliremos
la esclavitud. Tuya y de tus compañeras. Nadie volverá a estar bajo el dominio
de esa clase de gente. No se permitirá que ocurran esas cosas y, de ser así,
serán castigados. Te lo prometo.
Taur
volvió la vista hacia Darmon. De ninguna de esas cosas habían hablado. Estaba
yendo más allá de lo que estaban convencidos de saber hacer. Pero Darmon le
hizo un gesto con la cabeza. No había remedio. Era la única forma posible. La
única que, además, merecía la pena.
Gonda
les contempló con escepticismo. No obstante, se atrevió.
-¿Qué
necesitáis?
Taur
suspiró. Había estado conteniendo el aliento. Pero ahora no había marcha atrás,
así que fue al grano.
-Necesitamos
que estés atenta a la organización de los soldados que se planifica por la
mañana. ¿Podrías pasarte por allí cerca y escucharlos?
-En
eso no hay problema. Las esclavas pasamos desapercibidas allá donde vamos.
Somos casi invisibles.
-Bien.
Se trata de que te enteres de los planes que tramen allí y que, de alguna
manera, nos transmitas la información al exterior. También, sería casi
imprescindible enterarnos sobre la marcha de los cambios que se hagan en la
disposición de las tropas. ¿Sería eso posible?
Gonda
pensó un poco.
-Se
me ocurre quizás una manera de avisaros. Nosotras no salimos nunca del palacio,
salvo para lavar en el río, y siempre nos tienen que dar permiso. Pero
utilizamos con frecuencia un sistema para que nos traigan determinados
suministros de los almacenes. Tenemos un camino por el que marchan asnos que circulan
solos, pues ya se conocen el camino. Les colocamos unas cestas u otras según los
productos que necesitamos. Yo estoy a cargo de ese sistema. Y os puedo dejar un
mensaje en función de lo que oiga.
-¿Un
mensaje, cómo?-preguntó Taur-. ¿De qué manera nos vas a indicar que se dirigen
a una atalaya concreta, a la puerta de entrada o a un arsenal?
La
chica se agachó hacia la ribera. Entonces, hizo algo que les resultó insólito:
alargó la mano, estiró uno de sus dedos y, con mucho cuidado, dibujó un signo
en la tierra.
-No
es fácil comunicarnos entre nosotras, sobre todo cuando hay militares cerca.
Por eso, hemos desarrollado una forma de hablarnos para que nadie nos entienda.
>>Un
lenguaje secreto.
-¿Pero,
tú crees que nos podemos fiar de esas esclavas? Al fin y al cabo, son mujeres
–planteó uno de sus compañeros un rato más tarde, cuando volvieron a reunirse
los conspiradores, con Taur y Darmon comentando las noticias de última hora.
Darmon,
situado en la cabecera de la mesa, se mostró más resuelto que nunca:
-Ellas
están sometidas al mismo sistema injusto, de manera tanto o más onerosa que
nosotros. Tienen lo mismo que perder, y de hecho muchísimo más que ganar.
Cuando los hombres que viajemos desde los poblados nos reunamos aquí, luchando
en la ciudad, ellas tendrán que mantener el control en los pueblos, y
asegurarse de ocultar nuestra ausencia si los soldados sospechan. Debemos
confiar en ellas porque, si no contamos con su ayuda, la revuelta será
imposible. La revolución será de todos, o no será de nadie. Y además, nos han proporcionado
algo importante. Un herramienta fundamental.
Gonda
les había dibujado un par de sencillas columnas, con una línea ondulada asentada,
como durmiente, en la parte superior.
-Ellos
–decía Darmon, mostrando un trozo de corteza de árbol donde habían copiado el
símbolo- tienen sus flechas, sus lanzas, sus bloques de piedra, sus fortalezas...
Sus pilares. Éstos, en cambio, serán nuestra arma más poderosa. Esta forma de
comunicarnos mediante signos, que no entenderá nadie salvo nosotros, y que
estarán representados en trozos de tela u otros soportes.
>>Éstos
–añadía señalando el par de columnas que formaban parte de la letra- serán
nuestros pilares. Gracias a este invento, podremos triunfar.
O
eso deseaba Darmon.
Porque
de no ser así, les matarían con seguridad.
* * *
El
día que debe modificarse todo, Darmon siente que, más que una revolución, lo
que se está desarrollando es una canción, una música. Y que ningún acorde debe
fallar.
A
primera hora, se elabora dentro del edificio central la estrategia en base a la
cual los soldados saldrán a recoger el tributo a los distintos poblados, y
también qué posiciones ocuparán sus reemplazos en las murallas a lo largo del
día. De lo que los militares que están diseñando el sistema no se aperciben es
que hay, cerca de ellos, una sombra imprevista en forma de mujer la cual,
mientras finge limpiar, está escuchando con los cinco sentidos. Y seis si los
tuviera a mano.
A
primera hora de la mañana, antes de que claree el alba, los soldados ya están
saliendo, en dirección cada uno hacia su destino, y en este caso no es una
frase hecha. Los soldados que han hecho la ronda nocturna permanecen aún de
guardia. Mientras tanto, varios burros, cargados con cestas en las cuales se
acumulan al fondo pequeños trozos de corteza de árbol, con enigmáticos símbolos
inscritos, salen del palacio en dirección a los almacenes.
Los
burros son interceptados por el camino. A pesar de ello, nadie altera su orientación.
Los recién llegados sólo secuestrarán los trozos de corteza para leer su
contenido, y dejan marcharse a los asnos en paz para, unos segundos más tarde,
volver a adentrarse en la oscuridad.
Un
rato después, llega la hora del cambio de turno entre los guardias. Es, en ese
momento, cuando algunos se han ausentado y otros todavía no llegan,
indisciplinados en sus órdenes ante la ausencia de peligro, cuando unos
atacantes surgen de la nada para atacar.
Empieza
a haber fuego, humo, choque de armas…
De
vez en cuando, alguien obliga a un burro a salir de palacio. Entre la
confusión, nadie lo nota. Alguien lo lee. Alguien sale corriendo para captar el
mensaje y transmitírselo rápidamente a otra persona. Desde un lugar de las
almenas, surge un fuego allá donde unas mantas se dedican a proporcionarle
forma a volutas de humo. Éstas se desplazan hacia arriba a la misma velocidad
en que un grupo de soldados cruzan la puerta principal del palacio en dirección
hacia el templo. Pero, para cuando llegan, alguien ya sabía que venían de
camino, y se monta un estropicio en el que sacerdotes y animales salen
corriendo, mientras que mesas, cortinas e ídolos con cabeza de animal caen y se
destruyen bajo el empuje de su propio peso. De los rebeldes, sin embargo, las
fuerzas militares al mando de la plaza no encontraron ningún rastro, porque
aparecerán más tarde en el lugar más inesperado e inoportuno. Así,
continuamente, a lo largo de enfrentamientos por toda la ciudad.
El
conflicto sigue. El caos se duplica. Alguien inhabilitó la formación de nubes
de humo, pero ahora se produce un intenso ruido de ¿tambores, bongos, timbales,
instrumentos de cocina?, lo primero que los rebeldes encuentran a mano. Un
sonido que para las unidades militares locales sólo significa desorden, pero
que otros conocen cómo interpretar.
Alguien,
desde dentro del palacio, se da cuenta de que los rebeldes están obteniendo
información privilegiada. Sin medios suficientes para llamar de vuelta a tiempo
a los soldados que se hallan ahora mismo cobrando el tributo en los poblados,
dada la lejanía de muchos de estos lugares, la única salida que se les ocurre
es cerrar el palacio a cal y canto, impidiendo, por cualquiera que sea el medio
por el que se está produciendo, toda salida de información. Entonces, se traza
una última contraofensiva, un plan maestro definitivo: los soldados del
gobernante supremo, ahora atrincherado en su palacio, marcharán a un punto
clave, donde se concentran, de manera secreta, buena parte de las armas, para
así retomar la iniciativa y, dándole un vuelco a la situación, doblegar a los
rebeldes y finalmente ganar. Después llegará la hora de la venganza, que será
larga, despiadada e indescriptible.
Gonda
escucha todo esto agazapada, encogida hasta convertirse en casi menos que un
bultito. Se da cuenta de que, si no hace algo, capturarán a sus compañeros. El
movimiento entero fracasará. Y además, en cuanto busquen culpables, la
encontrarán a ella en seguida, y no habrá ninguna clase de piedad.…
No
tiene otro remedio. Tiene que encontrar el modo de salir del edificio. Pero,
¿cómo? Sólo se le ocurre una manera. Sale corriendo hacia una zona menos
vigilada. Lo es porque a nadie le gusta quedarse por ese sitio. La causa es que
el olor en esa zona resulta nauseabundo, pues allí se concentran las aguas
fecales procedentes de todos los rincones del palacio. Aquella fetidez se debe
a que, al otro lado del muro, se sitúa un pozo negro. Hacia el que Gonda está
corriendo a toda velocidad.
Lo
que pasa es que lo hace desde un segundo piso.
Justo
antes de saltar por la ventana se le pasa por la cabeza que lo ideal sería
tomar una última y preciosa bocanada de aire del mundo exterior. Pero al verse
suspendida en el vacío, se le corta de golpe la respiración.
Una
vez cae en la masa de agua cenagosa, se sumerge tan profundamente que no está
segura de que le quede aliento vital suficiente para conseguir ascender a la
superficie y respirar. Gonda, no obstante, se niega a rendirse; lucha, patalea,
agita los brazos frenéticamente entre la masa de porquería con el único plan en
mente escapar. Y una vez sale al exterior, absorbe un amplísimo trago de
reparador oxígeno que se entremezcla con el hedor pestilente de la poza, el
cual le invade por completo la nariz y le roza las comisuras de los labios.
Pero
no tiene tiempo de quejarse. Sólo de, cubierta de mierda, de miedo y de
urgencia, apoyar las manos sobre la tierra, levantarse y huir.
Tiene
que darle toda la vuelta al palacio. Tiene que llegar a la plaza principal.
Hasta allí le llega en tromba el rumor de la lucha. La ciudad en su totalidad
debe de estar ocupada, empeñada en sobrevivir o simplemente peleándose con
alguien. No encuentra a nadie a quien entregar el mensaje. De repente, en una
de las atalayas más altas, localiza una tela roja, que a veces se emplea para decorar
la plaza central durante las fiestas.
Claro
que llegar a la atalaya no es sencillo. Los que acceden a su interior suelen
colocar un sistema que permite que sólo ellos puedan abrir la puerta cuando se
requiere, normalmente una roca de gran peso que retiran entre varios. Ella, en
cambio, sólo ve una manera: trepando, a fuerza de propulsarse con las manos,
apoyándose sobre la piedra de mampostería.
Y
por supuesto, se lanza. A puro pulso, Gonda asciende, perdiendo los puntos de
sostén varias veces, a punto de precipitarse en el vacío al menor error. En un
momento determinado se queda colgada de una sola mano, y no está segura de si
ése va a ser su último movimiento. Pero cuando se lo juega a un único gesto, se
agarra a la pieza de tela, y consigue darse un último impulso.
Una
vez arriba, se tumba para recuperar de nuevo el resuello. Su propio olor le
induce un amago de arcadas. Con el corazón bombeando a toda máquina, como si
estuviera relleno de tambores cuya vibración percutiera hasta su cabeza, recoge
el tejido de color encarnado. Agarra entonces un pequeño cuchillo, que suele
llevar siempre a mano -por si acaso-, y provoca varias roturas en la superficie
de la tela.
Luego,
arroja esta última por la ventana, para que quede suspendida, mirando al
exterior. Desde afuera, puede leerse el signo que Gonda les había dibujado
aquel día a Darmon y Taur en la ribera del río. Sus pilares, expuestos en la
atalaya.
Rápidamente,
los rebeldes -merced a un lenguaje acordado previamente- saben adónde
dirigirse. La batalla es corta pero cruenta. La revolución ha triunfado. La
noche acababa de llegar.
* * *
Al
día siguiente, tuvo lugar la primera reunión entre las grandes familias. Para
variar, por primera vez en mucho tiempo, estaban presentes los representantes
de la totalidad de los poblados. También los militares que antes ocupaban
cargos inferiores pero que, el día anterior, se habían puesto de parte del lado
vencedor. Taur, con restos de hollín y de sudor en el cuerpo, y arañazos en la
cara, preside la reunión. Deja los primeros puntos claros. Habla a continuación
un impoluto y atildado representante de la aristocracia.
-Todo
eso está muy bien. Estamos dispuestos a transigir en ciertas cosas. Pero en
cuanto a lo de los esclavos…
Darmon,
con la ropa empapada en sangre reseca, se harta. Le habían advertido sobre esto,
pero el cuerpo le pide hacerlo. Se dirige hacia la puerta de la sala y la abre.
Allí, se muestran un grupo de esclavas que habían estado en el exterior, como
la noche pasada, espiando, con Gonda al frente. Ésta, por mucho que se haya lavado,
todavía tiene olor a pozo negro impregnado varias capas bajo la piel. Taur se
revuelve incómodo. Sabe que el debate se va a poner bronco, arisco, y más que complicado. Pero ha de
reconocer que Darmon tiene razón.
-Esta
mujer –señala a Gonda- todavía presume en su piel de las heridas que ha
recibido como premio por haber luchado por nosotros. Es más de lo que pueden
decir muchos. ¿Les vais a negar una más que razonable petición?
Darmon,
por otra parte, tiene otro argumento que alegar:
-No
caigáis en el mismo error que vuestros antecesores. Estos esclavos conviven con
vosotros. Duermen cerca de vosotros. Seguramente, muchos de ellos seguirán trabajando
para vosotros. ¿De verdad queréis hacerles sentir que les traicionáis?
Poco
tiempo después, Darmon y Taur hablaban, mirando la ciudad desde una de sus (ahora
podían considerarlas suyas) más altas atalayas.
-No
podremos eliminar todas las injusticias –juzgó Taur-. Éste es un mundo duro y
agreste, lo sabes. Algunos no renunciarán tan fácilmente a sus privilegios.
Seguirán insistiendo para mantenerlos. Y aunque les retiremos algunos, nada más
les dejemos, harán todo lo posible para volverlos a recuperar.
Darmon
giró la cabeza.
-Bien.
Me parece algo útil. Eso nos obligará a no olvidar. Eso nos forzará a saber que
la lucha debe ser constante, continua. Que no basta con hacer algo ahora y luego
creer que puedes descansar y bajar los brazos. Se trata de mantenerse siempre
en la brecha. De no resignarse. La lucha se mantendrá en el futuro, siempre, a
lo largo de un período de tiempo que va mucho más allá de nuestras vidas.
Mientras
hablaba, Darmon contemplaba el símbolo dibujado por Gonda, que seguía dibujado
sobre la tela roja emplazada en la otra atalaya.
-Pero
a partir de ahora empieza una nueva etapa. Y, aparte de las antiguas, serán
otras las nuevas herramientas -ondeó sobre la tela roja el símbolo- que
habremos de manejar…
Post-scriptum: De El Argar, sabemos sobre todo que era una sociedad muy jerarquizada y
aristocrática, basada en el poderío militar. No hay constancia de que hubiera
ninguna clase de revolución social ni mucho menos que apareciera la palabra
escrita, pero tampoco es descartable que, como tantos hechos y descubrimientos,
estos posibles fenómenos fueran barridos por los vientos inclementes de la guerra,
la decadencia o el olvido.
Dicen que la
Historia no se repite, pero rima. Aunque en ciertas circunstancias, retrocede,
avanza y, por encima de todo, no para nunca de continuar…