Grand Slam
La
verdad es que nadie sabía de dónde habían sacado el dinero. Pero bueno. Quiero
decir, que no todo el mundo puede permitirse contratar a los tres mejores
tenistas del mundo para un anuncio. A ver, que uno lee esto y lo primero que
tiende a elucubrar son toda clase de teorías sobre maquiavélicas
conspiraciones. Que si de dónde han sacado esa pasta… que si fraude fiscal…
¡Pero ése no es el caso! Aquí hemos venido a contar otra historia distinta; una
que afecta al corazón humano. Una que habla sobre nuestras motivaciones y el
significado mismo del concepto de deporte. Pero no adelantemos acontecimientos.
Decíamos que la empresa había reunido a los tres para un anuncio… que a saber
si les pagaban con un cheque o con dinero negro… ¡Maldita sea, hemos dicho que
ése no era el tema!
El asunto es que ya sabéis cómo es esto de
rodar un anuncio. Todo se prepara para no perder ni un segundo y, al final, los
sucesivos retrasos implican que tienes a unas cuantas figuras estelares (para
las que cada cinco minutos de tiempo perdido suponen, con el ruidito de máquina
registradora, unos cuantos millones a deber) mano sobre mano, esperando y
cazando moscas, delante de un catering que no pueden ni degustar, no sea que el
entrenador les eche una bronca por saltarse la dieta. Lo cierto es que, si nos
remontamos atrás en el tiempo, estos tres dioses del tenis, cada uno con su
capacho de Grand Slams a la espalda, no habían podido cruzarse mucho
últimamente. Para empezar, por las exigencias del calendario, que les llevaban
de un lado para otro, de acá para allá, sin posibilidad de detenerse ni un
segundo para permanecer con familia y amigos, menos aún con los adversarios,
con los que se mantenía una educada rivalidad. Para seguir, por las lesiones. Helvetio,
el más mayor de los tres, se había visto crucificado a lo largo de los últimos
años por las mismas. Ya no es que llegara tocado a los campeonatos: es que prácticamente
no tenía oportunidad de participar en ninguno de ellos. Una historia similar le
ocurría a Íbero. Aunque, en su caso, una estudiada planificación le permitía
llegar a su campeonato fetiche, el Trofeo del Elíseo, en las condiciones
óptimas para disputarlo con garantías. Así, a Grand Slam por año, en una fase
de decadencia física después de desgastarse a fondo durante la primera parte de
su carrera, esperaba prorrogar su racha un poco más en esa dura pugna que
mantenía a los tres en vilo por ver quién se coronaría como el mejor tenista de
todos los tiempos. Y, en fin, estaba Slavan, el más joven y el que se hallaba
más en forma, el gran favorito en las quinielas para auparse vencedor por
encima de todos ellos y marcar una diferencia que ninguno de los otros dos
podía superar. Sin embargo, se le había visto impreciso en los últimos torneos,
justo cuando estaba a un solo Grand Slam (uno solo) de compartir la marca que
los tres poseían. Más que impreciso, nervioso. Los pequeños fallos dieron lugar
a otros más grandes, lo cual le llevó a caer en partidos que no hubiera
esperado perder. A consecuencia de estas derrotas, en su rostro por lo normal
impenetrable aparecieron la tensión, los gestos de rabia, los malos modos. El
público, tan soberano y tan volátil en sus preferencias y sus manifestaciones,
empezó a encabritarse con él y a increparle de manera primero puntual y luego
sistemática a lo largo de los siguientes partidos, lo cual provocó que Slavan
fuera aún más lejos en sus manifestaciones de cólera, generando un círculo
vicioso imposible de sofocar. La cuestión es que los tres se hallaban
atravesando, a lo largo de la presente temporada, tiempos difíciles. Se notaba,
en la fase de espera del anuncio, el agarrotamiento de músculos y nervios en la
manera en que masticaban con precaución (histéricos al reflexionar sobre qué
dirían la báscula y el nutricionista) una minúscula galletita. El que más
abatido asemejaba de todos era Helvetio, el cual ni siquiera comía: los dedos
entrecruzados, los codos rígidos sobre el reposabrazos. Y, entonces, como si
fuera el aliento de un dios olímpico que hubiera pasado por allí, sonó una tos,
aunque ninguno de los tres se hubiera atrevido a decir que había sido él quien
la había provocado. Y, quizás espoleado por aquel sonido furtivo que había
encendido la mecha, Helvetio se atrevió a hablar.
<<Quería
comentaros una cosa>>, anunció con aire solemne, y se recolocó para
proseguir. <<Luego lo anunciaré en rueda de prensa y eso, pero, si me
prometéis discreción, y aprovechando que estamos aquí, prefería revelároslo en petit
comité antes>>. Tragó saliva antes de continuar. Les comentó
brevemente el asunto ya conocido de sus lesiones, y cómo llevaba sufriéndolas/viviéndolas/arrastrándolas
a lo largo de los últimos años. <<Al final, se nos está haciendo a todos
muy cuesta arriba. A mí, a mi familia, a mi entorno… Mi entrenador y mi
fisioterapeuta siempre se muestran, cada vez que hablan conmigo, muy confiados,
pero por sus expresiones intuyo...>>. Fue allí cuando se derrumbó. Como
si una presa se hubiera roto por una pequeña grieta y, entonces, sus ciclópeas
piedras (tan descomunales como los hombros de Helvetio) se rajaran por completo
de arriba abajo. Dijo que la rehabilitación se le estaba haciendo imposible.
Que tenía dolores insoportables. Que veía cómo, a pesar de todos los
sacrificios y privaciones, ya no era capaz no de aspirar a una competición,
sino ni siquiera de empezar el torneo. Helvetio confesó que esa sensación le
frustraba cada vez más, y que ya no estaba dispuesto a soportarlo. Era muy duro
decir que iba a dejar para siempre el tenis profesional, aquella actividad que
tanto amaba, pero… había de confesar que, en realidad, era el deporte de élite
el que le había abandonado a él. Aquella declaración sorprendió a los otros dos
tenistas como un torrente desbocado y desbordante, cual si un tótem sagrado se
hubiera derrumbado y a continuación hecho añicos. Para ellos incluso, para sus
competidores, aquel hombre constituía una leyenda: era el espejo en el que se
habían contemplado, aquel enemigo que aspiraban a ser. En un primer momento habían
de confesar que se sintieron aliviados, sí, de que renunciara a la carrera por
constituirse en el mejor de todos los tiempos; pero al mismo tiempo les invadía
una subterránea desazón, e incluso miedo: ¿no estarían cometiendo una
profanación al intentar superarle a él, al adorado, al elegante, a quizás el
hombre que más clase había despegado en la pista desde que a alguien se le
ocurrió trazar unas rayas sobre la arena y pegarle a una pelota con una raqueta?
Aquella exhibición íntima de sentimientos, además, tan impropia en la gente de
su profesión, les había desarmado. Quizás fue por ello por lo que Íbero tomó la
palabra, sin casi reflexionar. <<A mí también me gustaría decir
algo>>, confesó. <<La última temporada me ha resultado muy
problemática. Como sabéis, todo lo organizo alrededor del Trofeo del Elíseo,
pero eso supone que, 364 días al año, vivo centrado en una única jornada que,
si va bien, es maravillosa, pero, si sale mal… Hace dos años gané, y al día
siguiente era un volver a empezar, otra vez lo mismo, como ese personaje griego
al que le hacen subir de manera cíclica una piedra por una montaña para que
luego se caiga nada más alcanzar la cima, y tenga la obligación de volverla a
ascender. Y el año pasado, me eliminaste>>, dijo dirigiéndose a Slavan,
<<y me pasé hundido las siguientes semanas. No sé si quiero pasar otro
año igual, sacrificándolo todo en función de una recompensa que durará apenas
veinticuatro horas, en el mejor de los casos. No sé si soportaría otra
decepción como la del año pasado. Me paso con dolores perpetuos de la mañana a
la noche, quizás no tanto como tú, Helvetio>>, se volvió hacia el otro
lado, <<pero se incrementa conforme avanzan los partidos y la temporada.
Los días antes de los encuentros trascendentales, el estómago se me retuerce de
la tensión y lo paso fatal. Lo dicho, lo he estado pensando mucho tiempo… y
creo que lo que nos has contado hoy me ha incitado a dar el paso. Ya está, ya
lo he dicho. Mañana me echarán la bronca mi entrenador, mi manager, mi equipo…
Pero, lo que es hoy, me siento aliviado. Enhorabuena, Slavan. Tienes campo
libre para superarnos>>. Y, cuando dijo esto, no lo hizo con acritud, ni
tampoco cargado de amargura. Al contrario: en verdad, su aura emanaba
relajación, y daba la sensación de que le deseaba al más joven de los tres
tenistas una sincera enhorabuena. Se hizo en aquel momento un silencio plúmbeo
entre los tres. Daba la sensación de que llevaban demasiado tiempo abandonados,
para ser el tipo de personas de las que todos los habitantes de la humanidad
desean un trocito que atrapar, el cual solicitan cada cinco minutos. Sin
embargo, a pesar de esa sensación de apremio, o precisamente a causa de ello,
Slavan –cuya cara hasta entonces había sido una máscara- habló de modo
atropellado, como una espita que se suelta aunque el resto de las válvulas del
mecanismo intentan mantenerla cerrada, porque la presión desde el interior es
más fuerte: <<Yo también lo dejo>>, explotó. Y, ante la
estupefacción de sus colegas, prosiguió. Dijo que la tensión le estaba matando.
Que esa presión por llegar a ser el mejor, día a día, le estaba amargando los
partidos. Que ya no disfrutaba del tenis. Que había llegado a odiar el deporte
al que había dedicado su vida desde que tenía siete años. Y le había hecho
convertirse en un tipo amargado, irascible, cosa que empezaba a repercutir en
sus relaciones personales. <<No admiro a ninguna persona más que a
vosotros dos, chicos>>, expresó a tumba abierta. <<Y prefiero ser
uno más al lado de vuestros nombres que un individuo aislado sin relación con
vosotros>>. Entonces, de manera extraña, como un resorte, se levantó. A
continuación, con movimientos muy lentos, se aproximó hacia donde se hallaban
ambos, quienes se sintieron primero impelidos a actuar por pura
correspondencia, pero más tarde por propia voluntad, sin remilgos, y los tres
se abrazaron, de una manera silente pero sentida, durante unos cuantos minutos
en que los músculos descansaron, los ligamentos dejaron de mantenerse
atenazados y las almas se sintieron, al fin, liberadas. Luego, se incorporaron
y se dieron varias palmaditas cómplices en el hombro, y fue más o menos en ese
momento cuando aparecieron los responsables del anuncio para llevarles al set,
y ninguno sabía explicarse del todo por qué las zonas de la piel alrededor de
los ojos de las tres estrellas mundiales se hallaban enrojecidas, ni por qué el
ambiente del rodaje fue tan jovial. En un pequeño receso, uno de los tres alzó
la vista e inquirió a los demás: <<¿Cuándo lo anunciamos?>>, a lo
cual otro cualquiera contestó: <<Mañana nos conectamos por videollamada y
lo hablamos>>. Y, en efecto, eso hicieron. Al principio, los tres estaban
nerviosos. A pesar de haber conversado con su entorno y haber llegado a un
acuerdo con las diversas partes implicadas, a pesar de la rotundidad y la
seguridad de su decisión, en aquel momento a los tres asaltaron dudas. ¿Y si
uno de ellos se desligaba del acuerdo que habían firmado?¿Y si lo hacían ellos
mismos, para así adelantarse a la hipotética traición de demás?¿Y si fingían coordinarse
para, en el último minuto, en rueda de prensa, desdecirse, y así dejar el
camino expedito para alzarse con el trofeo no oficial de mejor tenista de todos
los tiempos, en solitario? Pero nada más se conectaron a la videollamada y se
miraron a los ojos, se rieron y supieron que ninguna de estas fatalistas
opciones iba a convertirse en realidad. Desplegaron la buena nueva los tres
juntos en rueda de prensa, y lo más chocante del asunto era lo serenos que se
encontraban frente a las miradas atónitas de los periodistas, que se mostraban
traumatizados. El buen humor les acompañó incluso al bajar del estrado, donde
seguían intercambiando chanzas y chistes. Aunque la mejor coda a esta historia
tuvo lugar al día siguiente. Helvetio, trastornado por el jet lag
horario (la declaración pública la habían hecho en una ciudad neutral) y por la
alteración de sus rutinas, se levantó pronto y accedió a la pista de tenis del
hotel, donde practicó unas bolas. Poco después pasó por allí Íbero, y empezaron
a pelotear juntos. El tercero en aparecer fue Slatan, que se incorporó a un
improvisado rey de la pista. Al día siguiente, comenzaron la preparación del
Torneo de los Tres Campeones, una competición extraoficial y fuera de temporada
donde el único requisito era no contar los puntos, y jugar por el puro gusto de
correr y darle a la pelota. Su existencia se prolongó durante muchos años y
dicen que, durante todo aquel tiempo, lo más sorprendente de la actitud de los
tres reyes del tenis era que éstos exhibían, de manera perenne e imborrable,
una victoriosa mirada de felicidad.
Este relato no se haya inspirado en ningún hecho real, sino en la
imaginación calenturienta del autor. Las personalidades de los caracteres
desplegados son completamente inventadas, ya que, por suerte o por desgracia,
el creador de este cuento no tiene acceso a la mente de ningún deportista de
élite. Si existe alguna coincidencia con la imagen de alguna figura conocida
del deporte, el lector pude atribuírselo a la influencia que tiene la realidad
en nuestra capacidad de para elaborar mitos, los cuales suelen acontecer de un
modo siempre mucho más ordenado y redondo que la caótica realidad que nos
gobierna. A quien quiera que algún día se alce con el título de tenista con más
Grand Slams de la historia, de todo corazón, mi más honesta enhorabuena.