Un mensaje en una botella
Paca es una
mujer de costumbres. En cuanto su marido Luis sale por la puerta para trabajar
(dos de besos despedida, mua, mua), practica una rutina invariable, algunos la
tacharían de monótona. Ejercitan una serie de rituales de limpieza de cutis y
adecentamiento del rostro que, si hubieran estado bajo el conocimiento de
Channel o Paco Rabanne, estos últimos habrían pagado millones por examinar sus
secretos; pero como Paca es una simple ama de casa del distrito de San Blas, no
creemos que vaya a llegar ningún alto ejecutivo con una maleta cargada de
billetes para entregársela y sacarla de pobre. Más bien al contrario, Paca es
bien consciente de su destino, aunque también es feliz con él. Le vale con
adecentarse, realizar unas pocas tareas domésticas -las mínimas e
imprescindibles para que su casa se mantenga en pie-, y luego sentarse el resto
del día a devorar una serie tras otra. No puede evitarlo: le encantan, le
apasionan, las ama, las adora. Se las traga todas: comedias, románticas, de
ciencia ficción, de autor, aunque la cautivan especialmente los más
desconsolados y perturbadores dramas. Paca no se autoengaña: dice que ella es
adicta a las series como su madre lo era a los culebrones venezolanos. No es
una diferencia de filosofía, confiesa; si acaso, argumenta, hemos mejorado en
calidad. Por eso, esa mañana, mientras espera que hagan efecto los rulos sobre
sus cabellos, se enfunda la bata de boatiné, tan vieja como cómoda, y se sienta
en su mullido sofá, delante del televisor, para disfrutar de la maratón que su
cadena favorita le ha prometido de uno de sus programas favoritos. La primera
media hora es maravillosa; el capítulo, espectacular, como casi todos. El
problema viene cuando llega el siguiente. La mujer parpadea, patidifusa, aunque
no debería estarlo: lo han vuelto a hacer. Lo han vuelto a hacer, una vez más.
A pesar de sus quejas reiteradas. A pesar de que les mandó un e-mail a los de
la cadena (bueno, su sobrino les mandó un mail; menos mal que el chaval le echa
una mano con las cuestiones informáticas). Pese a que llamó por teléfono y una
amable señorita le aseguró personalmente que no iba a volver a ocurrir. Pues
allí estaba: los peinados cambiados de sitio, las tramas desarboladas. "Ya
está bien", se dice a sí misma, levantándose en un arranque de ira.
"Esto es ya es pasarse de castaño oscuro. Pero de hoy no pasa. Se van a
enterar", farfulla para sus adentros mientras se dirige al cuarto para
vestirse. Se pone sus mejores prendas, las de ir elegante, las de acudir para
pedir favores. Pero esta vez no va a solicitar: va a ordenar. Va a exigir. Se
van a enterar de quién es Paca.
Coge el metro (Dios
mío, ¿hacía cuánto que no se subía a uno?¿La gente olía antes así? Qué asco, le
dan ganas de echar un poco de ambientador para clarificar el ambiente). Se
dirige al centro de la ciudad, a la dirección adonde remitió las cartas que
envió originariamente. Una vez sale del subterráneo, tarda un rato en
orientarse hasta llegar al edificio, pero, una vez lo hace, reconoce de manera
inconfundible la silueta que muestran al inicio de todos los programas. Entrar,
en circunstancias normales, no hubiera resultado fácil, pero resulta que hoy
acude un grupo de individuos anónimos como público invitado para la grabación
de un programa de telerrealidad, así que, en medio de la confusión, consigue
acceder a la recepción. Una vez allí, se dirige a un mostrador, donde una bella
señorita de ésas que parece que fabrican por lotes en un laboratorio la
atiende:
-¿Sí?¿En qué
podemos ayudarla?
Paca toma aire
antes de soltar parrafada.
-Mire, yo me pongo
a ver todos los capítulos que echan de "Darwin se acuesta con
Copérnico". Ya sabe, la serie ésa de los científicos tan simpáticos que se
acuestan todos con todos. Es una serie estupenda...
-Ah, sí, es uno de nuestros productos estrella. Gracias por
el cumplido.
-De nada. Pero
vengo a quejarme. No puede ser que, cada vez que ponen varios capítulos
seguidos, los coloquen en un orden completamente aleatorio y absurdo. De
repente, los personajes que están juntos se separan y es como si nunca se
hubieran arrejuntado; los peinados y cambios de estilo se alteran de una manera
caótica; no hay ningún control, pasamos de la temporada 4 a la 8, y luego a la
1, sin la menor transición. Quiero hablar con quien hace eso. ¡Es una falta de
respeto a los telespectadores!
La mujer de
recepción se queda sorprendida. Es la primera vez que le realizan una petición
como ésta. Normalmente, es cierto, la gente se queja; de hecho, hasta sus
propios familiares le reprochan que parece que la programación la organiza un
mono borracho. Pero eso de dirigirse personalmente a la sede de la cadena a
quejarse... bueno, es otro nivel. A lo mejor su novio anarquista tiene razón y
la revolución se está aproximando.
-Creo que debería
formular usted su sugerencia al Área de Programación. Está en la segunda
planta, a la izquierda. Pregunte por el Señor Carvajal.
Paca da la gracias
-educación ante todo- y se dirige, con el bolso agarrado al pecho, hacia el
lugar indicado por la amable recepcionista. Sin embargo, hay algo que la
recepcionista no le ha advertido y que le va a resultar enormemente ventajoso:
resulta que, a consecuencia de la última crisis a raíz de los ratios de
audiencia, varios departamentos se encuentran congregados en una de las salas
más recónditas, en una reunión de ésas en la que ruedan cabezas y de las que
suelen salir becarios envueltos en lágrimas, así como profesionales de muchos
años cargando con cajas en las que guardan plantitas y fotos personales. Quizá
por eso, cuando llega, en el departamento de Programación no hay casi nadie.
Paca es consciente de que lo suyo es abordar a uno de los pocos trabajadores
que se hallan pululando por allí y preguntarles. Pero entre que les ve cara de
angustiados (normal: su único pensamiento ahora mismo es si van a perder su
trabajo), y que tiene cierta curiosidad malsana por ver cómo es un edificio de
la televisión por dentro, decide que es mejor husmear por todos los rincones, a
ver qué encuentra. Lo cierto es que, lejos del glamour que
cabría esperar, aquello es como una oficina cutre con el personal
particularmente ansioso. En puridad, se respiran malas vibraciones. La
sensación se acrecienta cuando encuentra una puerta de metal cerrada con un
candado oxidado, al lado de uno de esos viejos montacargas que dan la impresión
de que sirven para desplazar bolsas de lavandería al fondo de un túnel mugroso
en medio de un apocalipsis zombi. Paca le echa un vistazo distraído al candado.
Y, como es una mujer de mundo, a pesar de que por su profesión no lo aparente,
coge una horquilla de entre sus cabellos, juguetea un poco en la cerradura y
consigue que el desvencijado candado se abra. Paca pasa a través de la puerta,
desde donde se abren unas escaleras. Desciende muy lentamente hacia una especie
de húmedo sótano.
El lugar con el que
se topa parece sacado de una pesadilla de alguien que se ha pasado con su
ración de películas expresionistas alemanas. Faltan tan sólo los tubos de
ensayo con líquidos de un verde fluorescente, y los derrames de líquido
radiactivo por las esquinas. Aunque, para compensar, ciertas secciones del
suelo se muestran pegajosas a cada paso. Hacia ambos lados se abren monitores,
pantallas de ordenador y de televisor, tablones con gráficas de audiencias,
teletipos. La luz parpadea en las bombillas, que titilan temblorosas, cual
sobrecogidas por su propio fulgor. Todo aquello da sensación de irrealidad, de
film de ciencia ficción de sobremesa... hasta que, de repente, lo que surge
parece salido de las peores fantasías de la Edad Media.
Hay varias mesas,
sobre las cuales se asientan ordenadores, teclados, reproductores de CD y de
DVD, viejas máquinas de vídeo doméstico, y por supuesto pantallas planas.
También se acumulan, desordenados, diagramas y esquemas de parrillas
televisivas. En el centro, un muchacho: joven, de unos treinta años, con
grandes gafas redondas, con cara de "apamplao", como diría Paca;
pero, sobre todo, con un color de la tez macilento, como la gente que lleva
mucho tiempo sin ver el sol, y del pálido ya han pasado directamente al verde.
Y lo más extravagante de todo: se encuentra atado a la pata de una sólida y
pesada mediante una gruesa cadena de metal. Es difícil expresar cuál de los dos
se queda más ojiplático al contemplar al otro, si Paca al observar esta
aparición propia de una película de serie B, o el chico al observar a una
señora a la que sólo le falta el traje regional de su aldea para desentonar más
en los sótanos de una importante cadena de televisión.
Sin embargo, la
cara del chico, unos segundos después, muta en una expresión de alegría
extraordinaria:
-¡Por fin!¡Alguien
ha venido!¡Por fin han venido a buscarme!
Paca parpadea un
par de veces.
-¿Qué os ha dado la
pista?-la verborrea del chico se acelera hasta tal punto que cuesta
entenderle-. ¿Ha sido la serie de "Darwin se acuesta con Copérnico",
verdad?¿O la de “Todos están con Lola”?¡Habéis entendido el mensaje!
-¿Qué mensaje? -las
facciones de Paca se tornan en un grito de indignación-. ¡Si la programación es
un caos!¡De eso venía a quejarme!¡El orden de los capítulos de la serie de los
científicos no tiene ni pies ni cabeza!
-¡Por supuesto que
sí!-el chico, a pesar de las dificultades de movilidad debidas a la cadena, es
capaz de deslizarse hasta unos papeles que acercó a Paca, y que hasta ahora se
encontraban desparramados sobre la mesa que hace las veces de los presidios-.
¿Lo ves?¡El orden de los capítulos contiene un código oculto a través del cual
podíais encontrarme!¡Si uno sigue los indicios, puede averiguar mi situación y
cómo llegar hasta aquí! Lo inserté de manera diferente en otras diez series,
pero éste -dijo apuntando a un esquema referido a “Darwin se acuesta con
Copérnico”- fue el que me salió más diáfano, y por tanto más fácil de
descifrar...
De repente, un par
de neuronas conectan en su interior:
-Tú no has venido a
sacarme de aquí, ¿verdad?
Pero entonces, en
tan sólo unos pocos segundos, del rictus de sorpresa pasa a uno de terror
absoluto:
-¡No!¡Por favor!¡Por
favor, no os la llevéis!¡Tenéis que liberarme!¡Necesito salir de este sitio!
El guardia de
seguridad que acaba de aparecer toma a Paca (delicada, pero firmemente) por el
brazo, y la desplaza con suavidad:
-Vamos, señora.
Usted no debe estar aquí.
Paca protesta
débilmente, dándose la vuelta para contemplar al pobre chico, que aúlla enfermo
de llanto e ira, tratando de desplazarse y enredándose con la cadena mientras
lo intenta. Sin embargo, el guardia de seguridad no atiende a sus protestas: la
saca de vuelta a la puerta del candado, el cual cierra con economía de
movimientos para a continuación plantarse delante de la entrada.
-Puede usted
marcharse -indica con una solidez que no dejaba lugar a dudas. Paca alza un
dedo, como si fuera a reprenderle o a decir algo, pero la actitud del segurata
la convence de que aquello no serviría de nada. Lenta, muy lentamente, se da la
vuelta y se dirige con pasos cortos de vuelta a la recepción.
Una vez allí,
todavía traumatizada por lo que acababa de contemplar, camina a pasos muy
cortos en dirección al mostrador de entrada, donde divisa a la misma chica con
la que había hablado antes:
-Creo... creo que
tienen a un hombre encerrado en el sótano -decide soltar así, de sopetón.
La chica le dedica
una amplia sonrisa de anuncio de dentífricos (está claro que la han
seleccionado por su buena presencia), aunque no puede evitar enarcar de manera
demasiado evidente una ceja:
-¿Cómo dice?
-Sí, un chiquito,
joven. Lo tienen allí... atrapado con una cadena.
La muchacha, sin
desarmar del todo su sonrisa (aunque esta vez parece más forzada), niega sutilmente
con la cabeza:
-No es política
habitual de la empresa tener empleados encadenados en su sótano.
Paca ve que por
allí no hay nada más que rascar. De todas maneras, mientras se aleja a su ritmo
pausado habitual, la recepcionista alza el teléfono situado sobre el mostrador.
Paca puede escuchar, mientras se aleja, cómo la bella Venus post-capitalista
solicita a través del auricular: "¿Seguridad?".
Paca vuelve a su
casa, entre aún estupefacta y mohína. Va a su casa. Se pone a hacer sus labores
domésticas. Su marido vuelve un rato más tarde. Paca sirve la mesa y le pone
unas cervezas. El esposo departe animadamente sobre lo que le ha ocurrido en el
trabajo. En uno de sus (breves) momentos de silencio, mientras bebe de su
cerveza, Paca espeta:
-Yo hoy he ido a la
sede de mi cadena preferida. Y allí... he visto a un pobre chico... lo tenían
encadenado en el sótano... Trabaja programando los capítulos de las series.
El marido se queda
un momento con la cerveza en la mano, perplejo. Luego, agitó la mano, despreocupado:
-¿Qué es eso que
has visto?¿Una película de esos telefilms cutres que ponen a media mañana? Por
un momento me has asustado. Un chico encadenado en un sótano... Ja, ja, qué
gracioso.
Paca sigue con la
comida, quita más tarde los platos, y no vuelve a mencionar el asunto.
Al día siguiente,
Paca se planta delante del televisor con un bolígrafo y un cuaderno de anillas.
Enciende la televisión, y maneja el mando hasta localizar la cadena que ha
visitado el día anterior. Con sus cinco sentidos clavados como dagas en la
pantalla, trata de dilucidar cada gesto, cada señal, cada posible mensaje;
pensando en quién puede hallarse al otro lado, se dispone a anotar todo aquello
que pueda encontrar...