lunes, 21 de agosto de 2023

Los libros no son sólo para el verano (II): más recomendaciones lectoras para sobrellevar el estío

Fotografía desde la Isla de los Museos en Berlín, una ciudad con historia (en opinión de algunos historiadores, quizá demasiada)

-"Berlín. Auge y caída de una ciudad en el centro del mundo", del británico Sinclair McKay, es un resumen un tanto atípico de la historia del siglo XX en Berlín, dado que parte de los momentos en que el régimen nazi estaba a punto de caer bajo la invasión aliada y se dedica (durante buena parte del texto) a hacer retrospectivas sobre los años del régimen nazi, para luego centrarse brevemente en las tensiones Este-Oeste que crearon el Muro, y luego repasar de manera somera los avatares de este último hasta su caída. Más allá de una u otra estructura, se nota que el libro está bien documentado, cuenta con una cantidad no pequeña de testimonios de personas corrientes que le dan profundidad al relato, y narra también unas cuantas historias personales muy interesantes: por ejemplo, la de Eric Kastner, escritor contrario a los nazis, pero que fue tolerado y que incluso escribió para ellos el guión de una película de entretenimiento, "Münchausen" (lo cual tiene mucha gracia, teniendo en cuenta que el personaje protagonista era un gran fabulador, y de hecho la película esconde alguna pullita escondida contra los nazis). O Hildegard Knef, que se disfrazó de soldado para evitar los peligros que podía sufrir una mujer en el Berlín nazi a punto de desmoronarse, y que acabó interpretando a una superviviente del Holocausto. En definitiva, un buen libro para saber un poco más acerca de Berlín, esa ciudad con "demasiada historia".

-"Los fracasados de la aventura", por Bruno Léandri. La exposición de motivos del escritor (un humorista francés de cierto renombre) es sencilla: por cada explorador que ha logrado una gran hazaña, hay un número mucho mayor de gente que se ha quedado en el camino. A veces, porque las gestas épicas son complicadas y lo más normal es fracasar -de hecho, es fácil reírse de ellos desde la comodidad del salón de tu casa-; y otras, porque no siempre los aventureros han hecho un cálculo bien mesurado de los riesgos, y abunda también la precipitación, la inconsciencia o, por qué no decirlo, la estupidez. Así que el libro se dedica a dar cuenta de algunos de esos más sonoros fracasos, sobre todo con mucho humor (de hecho, el rigor histórico pesa un poco menos: varias historias ya las conocía y puedo certificar que son ciertas, pero a alguno de los capítulos le he encontrado visos de falsedad). Ideal sobre todo para echar unas risas.

-"La uruguaya", de Pedro Mairal. No es tan estimulante como la estupenda "Salvatierra", del mismo autor; de hecho, buena parte del libro tenía la sensación de que esta novela sobre un argentino que viaja a Uruguay a solventar sus problemas financieros (y algo más) no me decía nada que no hubieran expresado otras. Sin embargo, a partir de la mitad del corto volumen ocurre algo que le da sentido a todo y hace que la cosa se ponga interesante. Así que de menos a más.

-"El pibe que arruinaba las fotos" es la autobiografía novelada de Hernán Casciari, que recoge algunos de los textos que este humorista, crítico de cine, bloguero y hombre-orquesta iba publicando en Internet (de alguno de los cuales seguro que os habéis enamorado a lo largo de los años) para concatenar una narración donde se combinan realidad y ficción en nombre del humor, y quizás un punto de poesía.

-"Hex". Este curioso título es una abreviatura de "historias extraordinarias", como son las que nos presenta Daniel López Valle. Algunas conocidas, pero detalladas a tal nivel que merece la pena echarles otro vistazo (como la de los Allahakbarries, un pésimo equipo de cricket conformado por algunas de las mejores cimas literarias de la Inglaterra victoriana; las extravagancias de la familia de Stalin; o el menú de un restaurante de lujo de la París asediada por los prusianos que tuvo que recurrir, como pitanza, a los animales del zoo); otras historias son famosas, pero están bien narradas y siempre nos entretetienen (César y Augusto, Hatsheput, mujeres piratas); algunas relaciones insospechadas (Roald Dahl y James Bond, el padre de Auguste Dumas y el conde de Montecristo); e historias insólitas, entre otras razones, por desconocidas (un señor que inventó el terrorismo para estafar al seguro; gente que se perdona la vida en los cielos durante la guerra; un hombre que buscó la venganza por tierra, mar y aire; los intentos de asesinato a la reina Victoria). En definitiva, con este libro no os vais a aburrir.

lunes, 14 de agosto de 2023

Nueva entrega de "El Gato de Hubble": Ramón y Cajal, el concurso

Bienvenidos a una nueva entrega de "El Gato de Hubble", donde hemos decidido en esta ocasión montar un concurso acerca de la figura del único premio Nobel de ciencias 100% español, el insigne Santiago Ramón y Cajal. Como veréis, a través de las preguntas y las respuestas aprenderemos un poco sobre de sus descubrimientos, pero también detalles anecdóticos (muy jugosos y divertidos) acerca de su vida, la cual ilustra de manera diáfana el panorama de la ciencia española e internacional en su tiempo, y también arroja luz sobre cómo está la situación en la época actual. Lo dicho, espero que con el programa descubráis cosas nuevas en relación a una biografía menos encorsetada de lo que parece y, sobre todo, os lo paséis bien. Un saludo.

Santiago Ramón y Cajal tuvo una vida agitada. A lo largo de su existencia fabricó un cañón (de niño), practicó la pintura, la fotografía y el culturismo (como podemos ver en la fotografía de arriba), casi le matan en la guerra (no sólo a tiros, y no sólo el enemigo), hubo de arrastrar a alguien del brazo para que la ciencia le hiciera caso, y tuvo un hermano con un periplo vital todavía más aventurero (hasta vivió una revolución). Si con esto no tenéis ganas de escuchar el programa, yo ya...

Posdata: como sé que alguno no tiene mucho tiempo para llegar al final de los podcast, pero pueden interesarle recomendaciones bibliográficas, aquí la biografía que recomendé de Ramón y Cajal (en la que escribe el mayor experto en el tema, Juan De Carlos Segovia, responsable del Legado Cajal), aquí la serie de televisión (que esperemos que ya se pueda ver sin problemas), y aquí algunos textos escritos por nuestro científico favorito que pueden encontrarse en librerías -en las bibliotecas, sin duda, habrá más-. Un saludo.


lunes, 7 de agosto de 2023

El relato de agosto: Una novela por fascículos. El cajero (2)

Continuación de la novela que empezamos en este post y cuya sinopsis podéis leer al final de esta entrada, siguiendo el asterisco*. Que disfrutéis esta entrega. 

Después de almorzar en un restaurante cercano –lejos, muy lejos del carrito de los kebabs–, nuestro protagonista retorna a la oficina. Allí, tiene que prepararse para poner en marcha el plan que lleva pergeñando durante tanto tiempo. No obstante, el modo de hacerlo es vital: si la fastidia ahora, nada de lo que ha preparado en las semanas previas habrá servido en absoluto. Por eso, tiene que andar con mucho tiento, poner los cinco sentidos y, sobre todo, salirse de los parámetros habituales. Algo que le provoca sudores fríos con sólo pensarlo.

Pero no puede detenerse en menudencias como su propio equilibrio interior. Lo primero de todo es levantarse. Acercarse hasta la mesa de uno de los encargados de contabilidad. No estamos hablando de un pez gordo, nada de eso: un empleado normalillo, imberbe, un mindundi de los que se tienen que pelear con la secretaria (que aún no se ha aprendido ni su nombre) porque no le han pasado de modo correcto la nómina. Llegar hasta la mesa, apoyar un brazo sobre ella y preguntar:

–Oye, perdona, ¿podrías pasarme los balances del último mes del área de seguros? Es que lo necesito para hacer la estadística anual.

No es mentira. Realmente los necesita.

–Sí, cómo no –contesta el hombre–. En media hora o cosa así te los envío.

–De acuerdo –sonríe nuestro individuo. Y se da la vuelta de nuevo hacia su asiento, no sin reprimir una leve expresión de satisfacción. “Allá va”, se dice a sí mismo. Da igual que a partir de ahora él no tenga nada que ver con esto ni colabore con los movimientos que se van a producir después: el oficinista ha accionado el resorte, como el que tira primero una ficha de dominó, y desde entonces el resto, cual autómatas, provocará la caída de todas las demás. A partir de este momento, tan sólo se trata de contemplar cómo la bola de nieve echa a rodar.

Y empieza. Desde su posición, en frente de la del tipo de contabilidad, nuestro hombre puede ver al jovencito, de pelo rubio y mirada tranquila, comenzar a mostrar un rictus de consternación conforme coteja los datos en la pantalla con los documentos que tiene impresos sobre la mesa. Algo le extraña. Se incorpora. “En marcha”, susurra casi en voz alta nuestro hombre. La bola coge impulso. El empleado se dirige hacia el jefe de contabilidad.

Ambos mantienen un tenso diálogo mientras revisan los datos y vuelven de manera repetida al ordenador, rascándose la cabeza. Nuestro hombre no sabe leer los labios, pero conoce la conversación: la ha repasado en su mente una y mil veces, <<no puede ser>>, <<seguro que es un error>>, <<esto hay que hablarlo con el jefe de ventas>>, <<sí, esto hay que hablarlo con el jefe de ventas>>.

Allí se encaminan los dos, hacia el jefe de ventas. Le explican, le cuentan: el jefe de contabilidad lleva la voz cantante; el empleado matiza los detalles concretos de cómo encontró el fallo, y qué medidas tomó a continuación. Pasan cinco minutos, y se mueven los tres, como un grupo de patitos, hacia el despacho del director. Otra pieza caída, reitera una de las metáforas mentales nuestro hombre. Todo está saliendo según el plan.

Lo siguiente que ocurre es que la terna de individuos penetra en el despacho: el directivo se encuentra hablando por teléfono, alza la mano pidiéndoles un minuto; termina la conferencia, cuelga, pregunta qué pasa, y entonces le explican la situación. Primero el jefe de ventas, al rato le interrumpe el de contabilidad, más adelante el empleado… El director engasta en su rostro expresión de perplejidad primero, y más tarde cara de angustia. Él también se inclina sobre el ordenador: en definitiva, algo pasa, y ante esta circunstancia, sólo pueden recurrir a…

–Perdone, ¿podría venir un momento, por favor?

Nuestro empleado modélico asiente obediente. Se levanta, caminando con un inocente fichero bajo el brazo. Llega hasta la oficina del director: <<¿para qué me requieren?>>, pregunta, y entonces le explican. El hombre exhibe una mueca de asombro, quizá algo sobreactuada, como si no supiera nada del asunto, <<qué raro>>, manifiesta, <<eso no debería ser así>>. Se sienta delante del ordenador del jefe ―por supuesto, antes ha perdido permiso—. Le dejan hacer; es ahora quien tiene el control, aunque se trate del subordinado. Nuestro hombre revisa a lo largo de las cuentas y los balances y finalmente declara, sólo a uno de los presentes:

–Señor, me gustaría, si es posible, hablar con usted en privado.

El director despliega un leve ademán, que indica que los encargados de contabilidad y el jefe de ventas deben marcharse. A buen entendedor pocas palabras bastan, y los tres se levantan, no sin antes devolver una respetuosa reverencia al director, a la cual éste no responde. Nuestro hombre se levanta, y mira de modo muy firme a su superior:

–Me temo, señor, que esto ha sido obra de un hacker.

–¿Un… un hacker, dice?–repite el director, con un amago de incredulidad–. ¿Está usted seguro?

–Eso me temo, señor.

            –¿Pero, por qué?¿Quién querría hacernos esto?

–Quién sabe. Puede haberlo llevado a cabo bajo la órdenes de una empresa rival, o por iniciativa propia. Creo, señor, que lo más probable, en este caso, es que se trate de esta última opción.

–¿Y para qué quiere un hacker meterse en nuestro sistema de transferencias bancarias?¿Qué pretende, apropiarse del dinero?¿Ha sido alguien desde dentro de la empresa?

–Lo veo poco factible, señor. Quiero decir, por lo que puedo ver aquí, echándole un vistazo a las cuentas, realmente no se ha llegado a sustraer efectivo de nuestros fondos. Simplemente se ha trasladado, de manera aleatoria, azarosa y, sobre todo, caótica de cara a los sistemas de registro y cálculo. Ha habido transferencias que deberían haberse dirigido a la sede central en Ginebra, y han ido a parar aquí, o en cambio traspasos que tendrían que haber hecho el camino inverso, y han terminado en Ginebra… Francamente, señor, si hubiera sido un miembro de la empresa, creo que habría tratado de sacar beneficio de un robo. Sin embargo, al no hacerlo, deduzco que probablemente ha sido un adolescente que ha querido divertirse a nuestra costa, y desmontar nuestro sistema informático.

–¿Entonces, los fondos no han desaparecido?¿Podemos estar tranquilos?

–Yo no diría tanto, señor. Primero, porque no estamos en condiciones de asegurar que el presunto hacker no se ha llevado una pequeña cantidad de dinero, la cual no seamos capaces de detectar en este somero análisis que estamos haciendo; y segundo, porque, independientemente de que no haya sido así, nuestros balances anuales se han convertido ahora mismo en un desastre. Unas cuentas así no pueden presentarse, no tienen orden ni sentido ni ninguna clase de lógica interna: si el Mercado de Valores o la Comisión Nacional vieran estos registros, nos cerrarían inmediatamente por falta de transparencia y por anarquía contable, al menos respecto al seguimiento de las normas establecidas por los organismos internacionales.

–¡Dios mío! ¿Y qué podemos hacer al respecto?

–Señor, le seré sincero –se puso muy serio el oficinista, si se podía estarlo más, elevando sus gafas con un solo dedo por encima del puente de su nariz–. Este asunto requiere de una urgencia inmediata. Además, necesitamos averiguar si el fenómeno se ha producido únicamente a este nivel, o ha ocurrido con varias de nuestras sedes en distintos lugares del mundo. Es necesario que uno de nuestros empleados se traslade de inmediato hacia la sede central en Ginebra para resolver el problema.

–¿Un empleado?¿De aquí, de esta oficina?

–En efecto, señor. Alguien que conozca esta empresa por dentro, y opere desde la sede central, para así desvelar los procedimientos y las técnicas que ha seguido el hacker, y el daño que haya podido causar a los cimientos informáticos del sistema.

–¿Y quién cree usted que habría de trasladarse hasta allí?

–No es mi tarea decidirlo, señor. Pero debería ser un hombre capaz, discreto, que lleve este asunto como mucho tacto y sigilo. Tenga usted en cuenta que el hacker ha sido muy cuidadoso borrando el rastro de sus delitos. Podría ser cualquiera; todavía no hemos de descartar que se trate de alguien de la propia empresa. No sabemos qué va a ocurrir; de hecho, ni siquiera considero prudente que los directivos de la compañía conozcan cuál será de veras el cometido del hombre encargado de arreglar este entuerto. Por tanto, ha de ser un individuo capaz, versado en el tema, que sepa llevar una investigación sistemática y exhaustiva… y, repito, que dosifique la información, porque si instancias superiores se enteraran de lo acontecido… Bien, señor, no quisiera preocuparle, pero al fin y al cabo, al primero al que le pedirían responsabilidades sería a usted.

–¿A mí?–se sorprendió el hombre con la bisoñez de quien, pese a acumular ascensos y sueldo año tras año, no se considera a cargo de nada.

–Sí, señor. Sé que es injusto, porque es usted un hombre de convicciones íntegras, pero me temo, señor, que aunque todos sus empleados nos pusiéramos de rodillas ante el Director General en Ginebra, por desgracia este gesto no serviría para conmover al consejo de administración. Al fin y al cabo, usted está a cargo de todo lo que suceda aquí, e incluso, dado el nivel de acceso al que ha tenido el hacker, podría ser considerado el primer sospe…

–¡Entonces, hay que mandar a alguien!¡Inmediatamente!

–No podría estar más de acuerdo, señor.

–¡Y esto tiene que restringirse a los que ya lo conocemos!

–Sería conveniente, señor.

–Entonces… ¡Ya está, ya lo tengo!¡Irá usted!

Nuestro hombre tuvo que reprimir unas fuerzas gigantescas dentro de su cuerpo para no carcajear.

–¿Yo, señor? En fin, me siento honrado ante tanto honor, pero… La verdad es que tengo mucho trabajo acumulado...

–¡No importa, no se preocupe, le pondremos un sustituto, seguro que sus obligaciones estarán bien cubiertas aquí!

–La investigación durará seguramente varios meses… Puede que incluso años.

–¡Le firmaremos un justificante, le subiré el sueldo, le perdonaremos cualquier balance que no le haya dado tiempo a hacer, pero marche nada más pueda, tome el primer avión hacia Ginebra!

–De acuerdo, señor; aunque, puesto que llega el fin de semana, no podré comenzar a trabajar allí hasta el lunes. De tal manera que compraré los billetes del aeropuerto nada más salir hoy viernes, y el sábado partiré para Ginebra.

–¡El sábado! Pero el sábado… ¡Oh, se me había olvidado!¿Y su…?

–Por eso no se inquiete, señor: estoy seguro de que mi… Bueno, en fin, que sabrá entender la extremada gravedad de la situación. Se lo explicaré razonada y calmadamente, y con eso será suficiente: ella lo comprenderá.

–¿Quiere que le escriba un justificante?¿O que se lo diga por teléfono, para así explicarle…?

–No, señor; perdón, señor, por mi brusquedad, quiero decir que no sería conveniente. Al fin y al cabo, todas ésas constituirían pruebas documentales, bien escritas o habladas, de que me marcho a Ginebra y, ya le digo, cuanto menos gente sepa de este asunto, mejor. De hecho, como el culpable puede hallarse aquí, es conveniente que nadie de la empresa sea consciente de que me desplazo a Suiza. En realidad, lo mejor que puede usted decirle a la gente es que me he ido de viaje de bodas; sin duda lo aceptarán, dadas las circunstancias. Y, le pregunten lo que le pregunten, sea quien sea, venga de donde venga, lo mejor es que no diga nada: incluso, señor, aunque se trate de miembros de mi familia.

–¿Miembros de su familia?-la reiteración sonó como un eco, pero a nuestro hombre le venía bien, porque era justo la respuesta que había ensayado en sus diálogos mentales.

–Ya le digo, señor, este asunto es tan delicado que, cuantos menos individuos estén al tanto, emjor, mejor. Las filtraciones son algo muy temible, sobre todo cuando interviene la familia; si le dice usted la verdad a cualquier persona, al instante toda la empresa sabrá que me he trasladado a Ginebra, y entonces, el presunto hacker se verá alertado, y borrará todavía más su rastro. Y al Consejo de Administración no le gustaría que usted…

–¡Sí, sí, lo capto, no decírselo a nadie!

–A nadie.

–A quien sea.

–Ni siquiera a mi novia.

–¿A su novia? -la cara del director indicaba que en este tema tenía que hilar fino-. ¿Pero no se lo va a decir usted?

–Yo sí, señor. Sin embargo, en ese tipo de ruines estrategias, ya sean urdidas por un particular, ya sea por una empresa rival, pueden emplearse un surtido de técnicas de espionaje y de tácticas simulativas. Fingir la voz, disfrazarse para hacerse pasar por alguien cercano a los implicados… En definitiva, todo tipo de siniestras y sofisticadas maniobras con tal de descubrir nuestros planes futuros. Y no queremos darle facilidades al enemigo.

–Efectivamente, no queremos darle facilidades al enemigo.

–Bien, entonces, creo que todos los puntos están aclarados. Ah, menos uno. Deberá usted avisar a Ginebra de que voy, pero inventarse un motivo falso.

–No se preocupe, eso corre de mi cuenta.

–Pues entonces, señor, no hay mucho más que añadir. Voy a ponerme con lo que le he dicho.

–Hágalo. Cuanto antes.

–Tendré que salir a comprar el billete –dijo palpándose el bolsillo de la chaqueta donde guardaba la cartera, y dentro de ella, un ticket de avión.

–Tiene usted el resto de la tarde libre. Pero váyase, por favor, cuanto antes mejor.

–Muy bien, señor. Si me permite expresarlo, y por si no nos volvemos a ver en mucho tiempo, he de decirle que ha sido un honor trabajar a su lado durante estos años.

–Yo también estoy orgulloso de usted. Y ahora, en marcha, en seguida, en seguida.

Mientras nuestro hombre, con paso firme, se dirigía hacia la puerta, el director le detuvo un momento para mostrarle un rostro de benevolencia, y una mirada de alivio.

–Muchas gracias. Es usted el empleado más leal que he tenido.

El oficinista agachó solícito la cabeza, agradeciendo el cumplido. Luego, terminó de recoger los discos duros de su mesa –ya no quedaba casi nada–, los metió en su maletín, y se despidió de sus compañeros diciendo que salía antes para preparar unas cosas. Sus colegas le dedicaron una beatífica sonrisa; últimamente lo hacían casi todo el rato, cada vez que empleaba la misma excusa, no importaba cuánto lo hiciera. Ellos no parecían cansarse: “lo que sea, si es a causa del amor”. Como decimos, el hombre terminó de vaciar las cosas, las metió en su maletín, y se fue.

En lo que nadie se fijó fue de que, entre los objetos que nuestro protagonista se había llevado consigo, uno de ellos había sido el limpiamuebles que instaló el primer día en un cajón de su mesita, y que en ningún momento, lloviera o nevara, se fuera o no de vacaciones, había salido de allí. Porque si alguien se hubiera percatado, y si hubieran conocido más profundamente la personalidad de su compañero, se habrían dado cuenta de que éste nunca lo hubiera sacado de su sitio, ni aunque se ausentara de su puesto diez años, si tuviera en mente regresar…


*
SINOPSIS DE EL CAJERO

Un hombre va a cambiar de vida. Pero, para hacerlo, antes tiene que pasar por un cajero automático para retirar todo su dinero. El problema es que, cuando lo está haciendo, hay un apagón. El problema es que afecta a toda la ciudad. El problema es que el hombre tiene que coger un avión, pero no se atreve a dejar el cajero solo. Así que, sin moverse del sitio, va a emprender un viaje que, en efecto, va a modificar su existencia... La ventaja es que no sabe adónde le conducirá.

martes, 1 de agosto de 2023

La historia corta de agosto. Dedicadas a Eduardo Galeano (XX): un concierto inesperado.

 Dedicadas a Eduardo Galeano (XX): un concierto inesperado.

            Fue muy curioso: cuando detuvimos el coche por una avería en mitad de la carretera, al lado de un claro del bosque, y mi padre (como era habitual en él) enchufaba la música clásica a todo volumen mientras reparaba el motor del coche, un grupo de ciervos se acercaron y quedaron parados, con mirada curiosa, aparentemente extasiados por la poderosa voz de Pavarotti haciendo sombra a los gorjeos de los pájaros. Permanecieron en esa guisa, hasta que finalmente nos marchamos.

            Mi padre se regocijó, orgulloso:

            -Por fin encuentro alguien que sabe apreciar la música que pongo –dijo orgulloso, y complacido, subió aún más la música, sin importarle los gritos que nosotros pudiéramos tronar...