Vivimos en sociedad
Rodríguez
no las tenía todas consigo cuando aterrizó en el aeropuerto aquella mañana. No
sabía muy bien por qué. Quizá era la incomodidad en la vestimenta: no solía
llevar traje, y sentía como si portara una incómoda armadura que le picaba por
todas partes, le sentaba demasiado apretada por algunos sitios, y en cambio
excesivamente grande por otros. También se debía a la circunstancia: volver a
tu país después de años, para afrontar una entrevista de trabajo que
determinará si podrás volver allí o no, es sin duda alguna un reto. Sin
embargo, estaba claro que había algo más: una tétrica sensación flotando en el
ambiente, que no sabía identificar en ningún aspecto concreto que contemplaba, aunque
no era sólo plenamente consciente de que estaba allí, sino qué motivo subyacía
debajo. Aun así, quedó bastante impactado cuando, al subir al taxi e indicar la
dirección, le saludó con un asentimiento, a través del espejo retrovisor, el
rostro demacrado de un zombi. El coche arrancó.
Rodríguez
no paraba de mirar (¡pero no ahora, disimula!) de reojo al conductor de su
vehículo, sin estar muy seguro de si no estaba cometiendo una imprudencia
mortal. Sin embargo, allí afuera, todo el mundo parecía complacido con aquella
realidad. Las calles de Madrid estaban pobladas de zombis: los camareros en las
cafeterías, los conductores de autobús, los aparcacoches, algunos dependientes
de las tiendas… Mientras tanto, las personas (¿normales?¿humanas?¿personas, sin
más?) circulaban alegremente, comprando, tomando el aperitivo, o liderando a
esos colgajos de carne podrida y gris, los cuales, en apariencia, con un par de
sencillas órdenes, se daban por bien mandados, y atendían prestos sus
quehaceres. <<Dios mío>>, susurró Rodríguez para sí mismo: cuánto
había cambiado el país en su ausencia.
Mientras
el entrevistador -o su futuro jefe; no le había quedado claro- le guiaba por
los pasillos de su (quizá, a partir de la próxima semana) futura oficina, los
ecos de sus palabras resonaban en su cabeza, al tiempo que Rodríguez no paraba
de pensar en la expresión macilenta del zombi recepcionista que le había
permitido acceder al edificio:
-Notará
esto muy diferente. Claro, si se marchó de aquí hace tanto… ¿Sabe usted
exactamente cómo surgió esta historia de los zombis?
-Lo
cierto es que… -sí, iba a comentar Rodríguez; se hartó de devorarlo en las
noticias. Había seguido la evolución de los acontecimientos con una mezcla de
incredulidad y horror cósmico. Todavía le resultaba difícil de creer, a pesar
de divisarlo con sus propios ojos (y olerlo -porque olían bastante- a través de
sus fosas nasales). Pero su anfitrión no le permitió continuar.
-La
tecnología empezó a desarrollarse en Haiti, basándose en los viejos rituales de
vudú. Sin embargo, por lo visto un día, en lugar de dar como resultado
solamente pollos decapitados y cabras ahogadas en su propia sangre, funcionaba
hasta cierto punto. Inmediatamente, se metieron los americanos, aplicaron
ciencia, y aquello produjo unos resultados asombrosos. Por supuesto, se exportó
rápidamente: primero a Yankilandia, especialmente a los estados republicanos.
Luego, por las conexiones con Haití, claro, al poco tiempo a Francia. En ese
sentido, este país ha sido un privilegiado, porque ha cruzado hasta aquí casi
en seguida, a través de los Pirineos. ¿A que hemos tenido suerte?
-S…
sí -balbuceó Rodríguez, quien seguía sin asimilar que muchos de los
trabajadores que daban vueltas a su alrededor transmitieran la impresión de estar
a punto de perder en cualquier momento un ojo.
-¡Son
fantásticos!-se vanagloriaba el hombre-. No protestan, no piden condiciones
laborales abusivas… ¿Sabe lo difícil que era encontrar un buen camarero en esta
ciudad? Ahora, en cambio, por poco más que unos cuantos sesos de cerdo, les
tienes prácticamente comiendo de tu mano… Bueno, no lo digo en sentido literal…
aunque podría.
-¿Y…
y… no tienen miedo de que se les rebelen?
-No,
qué va… Son muy pacíficos… Sabe, en los tiempos originales del vudú, muchos
esclavos temían que les resucitaran después de muertos para que siguieran
trabajando. Una especie de miedo a perder la jubilación, según lo mires
-Rodríguez meditó acerca de si la muerte, para algunos, no aportaba siquiera el
confort del descanso-. Dicen que eso se ha heredado en parte. Pero yo creo que
es al contrario: ellos saben que están hechos para ocupar los oficios menos
agradecidos, y por eso se comportan de un modo tan diligente. Al final, son
pobres diablos. Les damos lo justo, y con eso se conforman. De esa manera queda
más para el resto, ¿no es cierto? Así, los demás cobramos sueldos más altos…
-¿Pero
de verdad que no tienen conciencia de lo que les pasa?¿Ni ganas de modificar su
situación?
-Pues…
un científico me lo estuvo explicando, y me habló de que les faltan niveles de
neurotransmisores suficientes y no sé qué mierdas… En fin, que no entendí casi nada.
Por lo visto, lo mejor es ponerles un partido de fútbol de vez en cuando: se
desahogan, se arrancan unas cuantas extremidades entre ellos, y con eso van
tirando un par de meses. De verdad, Rodríguez -enunció su apellido como si ya
llevara allí años-, puede usted estar tranquilo. Son tan inofensivos como un sumiso
ratón de campo. Ahora venga: le enseñaré lo que será su despacho.
El
candidato a la vacante libre hubiera quedado encantado (al entrar a esta
habitación) si no fuera porque, en lugar de estudiar las maderas nobles, la
amplia mesa, o el ordenador último modelo, tan sólo pensaba la obligación de
cruzarse, un día sí y otro también, con engendros de esa clase. Aquel
pensamiento repentino fue superior a sus fuerzas:
-¿Puedo
ir al baño? -se excusó. Debió de sonar con una pizca de exceso de premura, pues
el entrevistador le miró consternado. Cuando Rodríguez salió del despacho, se
dio cuenta de que incluso el acto de caminar la pequeña distancia que le
separaba de los aseos, solo, sin nadie que le acompañara durante aquel tránsito
en el noveno círculo del infierno, le resultaba un esfuerzo sobrehumano. Caminó
con la espalda pegada a la pared todo el rato, y se escabulló en los servicios,
donde se introdujo con vertiginosa velocidad dentro de uno de los cubículos que
albergaban los inodoros.
-A
ver, ¿quieres calmarte de una p… vez? -no vio otra opción más que hablarse a sí
mismo en voz alta. Le entraron hasta ganas de pegarse una bofetada. ¿No llevaba
años diciendo que tenía ganas de retornar a España, pero la falta de trabajo y
perspectivas económicas se lo impedían? Y ahora, iba a dejar que las
circunstancias externas condicionaran su regreso. “Pero es que esto está lleno
de zombis…”, suspiraba, angustiada, su vocecilla interior. ¿Y qué más le daba?,
volvió a zaherir a su alter ego mental, con extrema rudeza. El resto del país
estaba a gusto: parecía que podían convivir con ello. Las noticias no hacían
más que repetir que la cuestión de los zombis había salvado la crisis de la
natalidad, y liberado a los empresarios de la carga de los costes laborales. ¿Quién
era él para decir que aquello estaba mal, y renunciar por tanto a encontrarse
de nuevo con su familia y amigos, y al lujo de recuperar sus rutinas de siempre?.
Por eso, cuando salió del baño -casi sin mirar a los lados, para evitar
arrepentimientos- asió con fuerza el pomo del despacho donde había dejado a su
entrevistador, abrió la puerta y, con voz muy convencida, zanjó rotundo:
-Señor,
creo que voy a…
Pero
no llegó a terminar la frase. Delante de él, el hombre que le había guiado
aquella mañana se encontraba sobre la silla del despacho, con la tapa de los
sesos abierta, mientras un zombi, de pie, blandía una cuchara sobre la cual una
masa rosada y gelatinosa coincidía sospechosamente con un hueco en el cerebro
del ser humano. El zombi, al principio ajeno a la presencia de Rodríguez, se
llevó la cuchara a la boca, pero cuando la sacó, tras un ruidito de entusiasmo,
se dio cuenta de que alguien estaba mirando, así que, con los ojos muy
abiertos, y la voz queda, simplemente soltó un furtivo y agudo:
-Ups…
¿CONTINUARÁ?