lunes, 26 de agosto de 2024

El relato y la historia real del mes: "Apuntes para una novela sobre Carolina Coronado"



Victoria Carolina Coronado y Romero de Tejada, nos dicen las diversas biografías que podemos encontrar por la web -algunas de las cuales nombraremos a lo largo de este esbozo-, nació en 1820 en una familia pudiente de Almendralejo (provincia de Badajoz) de alto nivel cultural  y corte progresista. Tanto, que Carolina llega a bordar de niña una bandera en defensa de Isabel II durante una de las guerras civiles que se desatan entre liberales y carlistas. A pesar de que a Carolina se la educa de manera tradicional para su época, con las restricciones habituales para su sexo, ella sostiene profundas preocupaciones intelectuales y, al mismo tiempo, influida por el movimiento romántico de su tiempo, muestra una honda sensibilidad (hasta tal punto que, si queremos ser un poco malévolos, y teniendo en cuenta anomalías posteriores de su comportamiento, podríamos calificar su personalidad de “intensita”; una definición que también podría ser adscrita a Bécquer, Byron y otros poetas pertenecientes al mismo estilo). En ese sentido, es fácil burlarse de cómo, de pequeña, Carolina defendía que era capaz de hablar con los muertos –este detalle lo comentaremos más adelante-. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de alabársele su compromiso social en favor de la defensa de la mujer (así como  en contra de la esclavitud en las colonias) y su extraordinaria actividad política: por ejemplo, ya de adulta, organizando tertulias literarias en las que participan personalidades como Emilio Castelar −a quien, según se dice, llegó a ocultar en una ocasión de la policía. Pero en esta novela esquemática queremos centrarnos en su actividad literaria: cuentan que el primer poema, de los muchos que escribió, está dedicado a la muerte de una tórtola, pero que no podemos conocer su contenido porque la obra fue enterrada con la propia ave. Así se la gastaban los románticos. No debía de ser mala poetisa –por cierto, hay quien dice que el término se crea al tratar de distinguirla de sus homólogos masculinos-, a juzgar de sus contemporáneos, pues tras unos versos publicados a la tierna edad de diecinueve años, su paisano Espronceda le dedica unas líneas, elogiando la composición. Algunos destacan, de sus versos, su extrema belleza. Me llama la atención cómo varias biografías subrayan que sus primeros poemas, en buena medida, están dedicadas a los amores imposibles, en concreto de una figura literaria llamada Alberto que no se sabe si existió. Pero me impacta más todavía que la Wikipedia dice que, supuestamente, ese Alberto imaginario murió en el mar. Así que yo me quiero imaginar cierta escena…

                La superficie del lago, en mitad de Extremadura, se muestra tranquila. Alberto y Carolina (ninguno de los dos llega a los doce años), con esa felicidad en la mirada que sólo se puede detentar cuando se contempla reiteradamente –hasta beberse el alma– a tu primer amor, se acercan con serenidad al velero que les espera en la orilla. Alberto, caballeroso él, se adentra primero en el barco, y le ofrece su mano. Ella, con delicadeza, se apoya en el brazo de su paladín para subir al bote, mientras desplaza con delicadeza los pliegues de su vestido, impidiendo que éstos toquen la superficie de lo que, si hoy no es océano, mañana mismo lo será. El futuro que se abre delante de sus ojos depara, únicamente, felicidad y hermosura.

                No saben que, dentro de sólo un par de horas, ambos estarán muertos, o algo muy similar.

                En la siguiente escena, vemos cómo la tormenta ha invadido por completo el lago. Alberto intenta gobernar el velero, mas le resulta imposible. Carolina trata de ayudarle, pero se siente impotente, pues la fuerza del viento le impide apenas asir los cabos, o siquiera mantener el equilibrio sobre la superficie del esquife. De hecho, cuando va a atrapar una cuerda, se escurre, se suelta de su agarre, y se desliza sobre la superficie del frágil navío. Carolina cae al agua de espaldas. El rugido atronador de la tormenta cesa, y sólo se escucha, bajo el agua en la que se hunde, un silencioso eco letal…

                En ese momento, es cuando se aparece la Muerte. Carolina hubiera creído que, bajo dichas circunstancias, y dadas sus creencias y trayectoria, se le habría manifestado con la tradicional forma de esqueleto caracterizado en hábito oscuro, pertrechado con capucha y una guadaña; pero no. Quizá por ser ella mujer, aficionada a los mundos exóticos, es invocada como una diosa india de múltiples brazos y rostro cual máscara impenetrable, que acompaña cada frase con millones de extremidades desplazándose de manera sincronizada a la vez. Su voz es también cavernosa –a pesar de la seducción que emite-, como si las múltiples gargantas de su interior compitieran por discernir cuál es el tono adecuado en el que deben formular:

                -Te diré cómo va a acabar esto –pronuncia con seguridad absoluta la criatura-: Alberto muere. Tú vives, al depositarte las olas, con suavidad, desmayada en la orilla. Tú llorarás su muerte durante meses, pero te recuperarás y podrás tener, tras el duelo, una aburrida vida normal.

                -Me niego a eso –se opuso ella, quien, mágicamente, no tenía ningún impedimento al respirar, ni tampoco con hundirse. Como si flotara, en completa ingravidez, sobre un espacio etéreo, en lugar de ahogarse-: sálvale a él, mátame a mí.

                -Eso no es posible –replicó la Muerte, tajante-; pero te propongo un pacto. Alberto sobrevivirá: pero tendrá que ser en otro lugar, en otro mundo, sin memoria, sin recordar nada de ti o de la vida que habéis compartido. Y tú saldrás adelante, pero cada vez que Yo vuelva a ti, resucitarás. Eso sí, tendrá un precio: un coste terrible, que habrás que pagar.

                -Acepto, sea lo que sea –no hubo duda en ella-: tengo que salvar a Alberto.

Bajo este prisma, escuchar a Carolina decir que habla con su padre fallecido adquiere una dimensión distinta. Lo mismo ocurre respecto a sus ataques de catalepsia. El primero ocurre en 1844, con veintipocos años, y a la familia de la joven (a quien casi todo el mundo cree muerta) le mandan cartas de condolencia y coronas de flores; por supuesto, a la fallecida en la flor de la vida le dedican poemas que alternan entre la exaltación de la belleza y el dolor. Sin embargo, el médico a cargo se niega a confirmar la defunción: él cree que se halla en una especie de letargo, e incita a los allegados a esperar. La razón confía en este hombre de ciencia. Así hasta que, finalmente, el cadáver despertó.

Con la piel pálida, los tirabuzones negros colocados perfectamente y un vestido blanco impoluto quedó Carolina tendida durante varios días, hasta que una mañana, de repente, volvió a la vida.

Eugenio M. Fernández Aguilar, en Muy Interesante

El estupendo artículo de Fernández Aguilar dedica una larga introducción precisamente a ese temor decimonónico a ser enterrado vivo (ése que llevó a Alfred Nobel a pedir que le vaciaran las venas, por si acaso, antes de introducirle en el ataúd), y los artefactos especiales –por ejemplo, las campanitas atadas al dedo gordo del pie del supuesto finado- destinados a evitar una muerte trágica que, por otro lado, haría las delicias del romanticismo. En todo caso, Carolina despertó, y pudo agradecer personalmente los tributos que le habían rendido sus contemporáneos con un poema. Más adelante, escribiría Dos muertes en una vida, que no se publicaría hasta después de la muerte de la artista. Pero, por supuesto, le quedaba mucho por sacrificar.

Carolina se despierta. No sabe bien dónde está. Se encuentra enterrada, como si fuera dentro de un ataúd, vestida de negro, como la retrató ese famoso cuadro legado para el mundo por Madrazo, y hoy exhibido en el Prado. Pero se halla tranquila: ya ha sufrido esta falsa muerte otras veces, en que fenece por completo, pero retorna después -sin ningún aparente percance- para reincorporarse al mundo de los vivos de verdad. Hasta que, de repente, se aparece de frente la misma Muerte a la que desafió un día en el agua: pero, esta vez, la Dama del Lago se digna sonreír.

-¿Sabes que, en esta ocasión, estabas embarazada?

Carolina siente un hondo pozo negro abrirse de golpe en su interior.

Carolina se casó con Justo Horacio Perry, diplomático norteamericano. Por lo visto, él vivió uno de sus ataques de catalepsia en directo, y aquello fue lo que le incitó a desposarse con ella: dos veces, por el rito católico y por el protestante. Pero las cosas se complicaron con la muerte, antes del año después de nacer, de su hijo varón. El hecho de predecir más tarde el fallecimiento de su hija Carolina, acaecido cuando la chica tenía dieciséis años (y su hermana Matilde, la hija menor del matrimonio, unos doce), no parece haber servido para aliviar la pena causada por el pavoroso trance. Escribe Fernández Aguilar:

Su propia hija menor contempló a su madre correr de un lado a otro cortándose los tirabuzones y gritando desesperada. Carolina parecía negar la evidencia y ordenó embalsamar a su hija con la esperanza de conservarla incólume, la cubrió de joyas e hizo un trato con las monjas clarisas del convento San Pascual, en el Paseo de Recoletos de Madrid, para que dejaran el cuerpo de su hija en un armario de la sacristía. “No abrir, propiedad de Carolina Coronado”.

(…)

Carolina se enfadó con la muerte que parecía negarse a sus deseos, ella quería morir en vez de sus seres queridos, creía que sus episodios de catalepsia habían sido un desafío para la Parca, quien como castigo a su insolencia le había permitido vivir hasta ver fallecidos a casi todos los suyos”.

                El resto de la novela puede encajar fácilmente en el formato de la historia de terror. Pasamos de la época feliz con la familia (en que su palacete en la calle Lagasca en Madrid servía de centro de reunión de la intelectualidad del momento) a un período distinto, durante el cual el matrimonio decide emigrar a Lisboa. Allí, el carácter atormentado de Carolina, consecuencia lógica de los reveses familiares -además de, por si no fuera bastante, una parálisis que la había dejado con escasa movilidad desde antes de su matrimonio-, se recrudeció más todavía. Cuando su marido muere, manda embalsamarle, y hace como si siguiera estando vivo. Habla y discute con él, se acerca para que recen juntos. Hasta le apodaba “el silencioso” o “el hombre de arriba”. De igual modo, se opone a que su hija Matilde se case con el que acabará siendo su futuro marido y, cuando el matrimonio finalmente se produce, le prohíbe que abandone el dormitorio común que madre e hija compartían, incluso en lo que tendría que ser su noche de bodas.

                Carolina fallece a muy avanzada edad. La última etapa de su vida no será fácil, porque además la familia no posee grandes riquezas, después de que su esposo se arruine tras invertir en el cable de comunicaciones submarino que une Europa con América (en un nuevo duelo entre la fantasía y el raciocinio que se disputa, de manera continua, en este siglo XIX. Se puede hablar, en esta novela, de este audaz proyecto, el cual tuvo múltiples fracasos e intentonas; demostrando que la ciencia tarda en funcionar, pero que, cuando lo hace, transforma de manera irreversible el mundo, y hace desaparecer la magia, aunque nunca será para siempre). Carolina, además, rechaza un homenaje que pretenden rendirle sus contemporáneos: lo expresa, como en otras declaraciones públicas a lo largo de la vida –incluyendo una ocasión en la que anunció, de forma a la postre falsa, que iba a dejar de escribir- mediante un poema. ¿Por qué el mundo no recuerda más la labor literaria de Carolina Coronado, a pesar de que hoy sigue estando disponible? En parte sin duda porque era mujer; también, con bastante probabilidad, por su rechazo a estos homenajes, o porque su vida pública fue absorbida por el drama insuperable de su vivencia privada;  dicen que también contribuyeron tantos años de relación con políticos que propugnaban la revolución, lo cual provocó que desde el poder la censuraran.

                En todo caso, en la fase final de la novela, hay que imaginarse a Carolina con más de noventa años, vestida como casi siempre de luto, delante de ese ataúd que, merced a los avanzados medios técnicos de la época (¿sistemas de introducción de aire?; ¿o que permitían abrir el féretro desde dentro?), garantizará que no sea enterrada viva. Entonces, por última vez, en absoluta placidez, se le aparece la Muerte, que conversa serenamente con ella. ¿Qué le dice la Dama Última, para que Carolina acceda a rendirse, y deje de resistirse al fin? No sabemos cuál es la amenaza: pero la anciana se mete en el ultramoderno sarcófago, y cierra ella misma la tapa. Puede que aún siga despierta, bajo tierra, junto a la tumba de su marido, pensando, aguzando el oído para escuchar, de ese mundo de allí afuera, aunque sea algo. Preguntándose, casi seguro, cómo la recuerda la posteridad…

lunes, 19 de agosto de 2024

Las historias cortas de agosto: "Cosas raras que te pasan en la vida, III y IV"

 Cosas raras que te pasan en la vida (III):

Una chica en una zapatería, no hace más que pedirle a la dependienta asesoramiento. Esta última, finalmente, le pregunta extrañada:

            -¿Por qué me pides consejo?

            Y ella, con un cierto mohín de vergüenza y tristeza a la vez, le responde:

            -Porque mi madre no está aquí...

*

Cosas raras que te pasan en la vida (IV):

            Un niño pequeño que se tapa las orejas con las manos.

            -Mira, mira, estoy hablando, y tú no me oyes...


lunes, 12 de agosto de 2024

La cultura es para el verano: tres películas y cómic

-El jugador (Rupert Wyatt, 2014), una película que recuerda al libro homónimo de Dovstoievski sobre la adicción al juego, aunque en muchos sentidos lo supera. El protagonista (interpretado por Mark Wahlberg) es un profesor universitario que cree que las cosas son blancas o negras: o se tiene éxito de manera arrolladora o se fracasa. Esto, por supuesto, cuando se trata de los casinos, le lleva a situaciones límite en las que se esfuerza en enredarse cada vez más. Atrapado por varias deudas que ponen en peligro su vida, este antihéroe tensará las relaciones con sus deudores (entre ellos, los que representan John Goodman y Michael K. Williams), su madre (Jessica Lange) y varios alumnos (incluyendo una brillante pupila a la que caracteriza Brie Larson). Los diálogos están muy bien trabajados (sobre todo las escenas en las que participa Goodman, especialmente conforme se acerca el final) y delineados con mucha inteligencia, mientras que todos los actores (hasta Wahlberg) están muy bien. Quizá sólo se eche un poco de menos que la subtrama con Brie Larson quede mejor resuelta.

-Callejón sin salida (John Cromwell, 1947; no confundir con la de Roman Polanski de 1966) parece, de inicio y por los carteles promocionales, la típica peli de cine negro que en que Bogart ejercía de matón de medio pelo. Pero no: como si fuera un teatro, te plantea un escenario muy especial (la época en que surgían edificios lujosos en el Upper East Side de Nueva York que lindaban con barrios miserables y casas de pobres; por supuesto, ese lugar ya no existe, pues todo se ha gentrificado), y te relata, de una manera costumbrista, las dramas y miserias de un contexto social muy complicado, como si con una fotografía del momento pudieras diseccionar la evolución de los personajes hacia el pasado y el futuro. Con un uso estupendo de la escenografía y del cruce de las tramas, aunque la película sea predecible en algunos aspectos, resulta sorprendente en otros. En ese sentido, un descubrimiento muy especial.

-Quiero tener una ferretería en Andalucía (Carles Pratts, 2011). Ya en este blog hemos tratado el tema (a través del libro "Entre limones") de esa extraña fascinación que tienen algunos británicos por el sudeste de España, que les lleva a cambiar de lugar de residencia y de vida. El documental "Science Fiction", que habla de las andanzas de Laurence Burton (alias "el indio") en el desierto de Tabernas incide en este aspecto, aunque más por el lado sórdido (a veces parece que el aludido huye de su propia existencia, más que buscar otra nueva). Pero el documental de precioso título que nos ocupa explora el lado luminoso: cómo Joe Strummer, el líder de la banda de punk británica The Clash (conocida por éxitos como London Calling) cambia el Londres urbano por el sol infinito y la vida tranquila de Almería, estableciendo su cuartel general entre San José y Granada. El film ofrece varios aspectos interesantes: la personalidad amable de Strummer (en contraste con el aire agresivo que, por sistema, parecía que debía ofrecer un artista punk), su búsqueda del anonimato, su carácter sencillo, y sus extravagancias con un punto poético, así como las variopintas reacciones y perspectivas de los que le rodean, incluyendo habitantes locales que no se pueden creer que delante de ellos esté el cantante de The Clash. Muy original y sorprendente.

-Marvel, 1602. Neil Gaiman (como comentaremos más adelante en un podcast que estamos deseando mostraros) le ha dado a todos los palos. En la novela gráfica, se sacó de la manga (o le encargaron: no le tengo muy claro) esta historia que básicamente coloca a los personajes de Marvel en la Inglaterra isabelina. Lo más interesante es intentar descubrir bajo qué efigie se representa cada uno de los personajes míticos de la franquicia de superhéroes, gracias a lo cual le perdonamos que ciertos recursos se los saque un poco de la manga. A nivel visual, estupendo. La trama, muy bien hilada -parece mentira que Marvel no se ambiente de normal en esta era-.

jueves, 1 de agosto de 2024

El relato de agosto: "Repetición de la jugada"

Todo comenzó cuando, una agradable tarde de septiembre, en pleno síndrome de depresión postvacacional, Mariano García Gual, de 42 años, quiso volver a ver el partido en el que España derrotaba a Alemania en cuartos de final de la Eurocopa. Se había perdido algunos compases del choque, en su momento, por culpa de la cena familiar organizada por su cuñada, y sabía que en todo caso le tranquilizaría de cara al retorno al trabajo, sobre todo porque, como en una buena película, era conocedor de que iba a terminar bien, y aquello le sosegaba.

Por eso, su sorpresa fue mayúscula cuando, al volver a ver la grabación del partido, algo ocurrió en el minuto 28 de la prórroga: o mejor dicho, no ocurrió. Dani Olmo centró al área, Merino remató... y el tiro salió a un lado de la portería. El centrocampista español había fallado, al contrario de lo que ocurrió la primera vez, en la que aquella jugada supuso un gol que había derivado en la victoria de España durante aquel duelo. Mariano contempló atónito el resto del partido para comprobar cómo el equipo hispánico caía en penaltis contra Alemania.

Además del disgusto tremendo que se pilló (y de la perplejidad en que su cerebro se hallaba sumido), a Mariano no se le pasó la obvia paradoja temporal que se estaba generando, y por ello, y ya que era a la sazón el Responsable Científico del CERN (un cargo que le había obligado, para su disgusto, a renunciar a su anterior puesto como presidente de su comunidad de vecinos), redactó un mail a sus superiores, que rápidamente movilizaron a los físicos que formaban parte de su plantilla para cerciorarse de que aquello no se trataba de un incidente aislado. Pero no, estaba claro: en todas las grabaciones del partido, en los registros oficiales de la UEFA, en el libro oficial de la Eurocopa, era Alemania la que había pasado, aunque todo el mundo recordaba que no había sido así.

Las discusiones que tuvieron lugar en aquellos días, en foros oficiales y cotidianos a lo largo y ancho del globo, fueron muchas: se habló de una alucinación colectiva, de dimensiones alternativas... Al final, la explicación que cuajó fue la de un experto en física de partículas que teorizó que, en un abanico de posibilidades tan amplias como las que se abren en un partido de fútbol, se había producido un desfase temporal a nivel cuántico y, aunque la realidad había sido una concreta -inalterable y específica- durante los primeros instantes después del encuentro, a partir de cierto momento (que el físico calculaba que rondaba las 6 de la tarde del 3 de agosto, a la altura de Murcia, bajo un temperatura de 42 grados), se había producido una ruptura en el tejido espacio-temporal en la que había salido victoriosa otra deriva de la corriente temporal, y que ahora era esta nueva versión la que dominaba nuestras vidas.

No obstante, aquello generó un maremágnum entre los responsables futbolísticos: la final se había celebrado en su día, con España entre los equipos presentes. Habían entregado un trofeo, el equipo vencedor se lo había llevado a casa, se había festejado la victoria por las calles de la capital del país... ¿y ahora, todo aquello no se había producido? La UEFA insistió en que, al menos, se tendría que organizar una nueva final en la que jugarían Alemania contra Inglaterra, tal y como se manifestaba en esta nueva realidad.

No obstante, cuando se trató de organizar el partido, sucedieron varios hechos bastante anómalos. Los jugadores se sintieron incómodos en el túnel de vestuarios, como si, en sus propias palabras, se sintieran disconformes con su situación espacio-temporal, y aquello les provocara temblores estomacales, alternados con breves ataques de paradoja. Neuer citó a Kant y a Hume para tratar de describir los síntomas clínicos, pero el más afectado fue Harry Kane, quien tuvo una epifanía en el baño de los vestuarios del estadio en Berlín en la que se le apareció, en el fondo de la taza del váter, Julio Iglesias, y le comunicó que aquel partido era un error de consecuencias cósmicas, para a continuación revelarle que él era su auténtico padre. Kane declaró que, a continuación, vomitó sobre la cara del cantante español, y que tuvo que ponerse a leer varias páginas de las obras completas de Lovecraft para tranquilizarse.

Al final, el asunto se resolvió porque, en los primeros compases del partido, cuando Mittelstaädt estaba a punto de cometer una desintegración molecular sobre Jude Bellingham, apareció un espontáneo desnudo en el campo. En un principio, los responsables de la seguridad creyeron que buscaba un autógrafo de Pickford, pero luego hablaron con el susodicho y les reveló que era un mensajero del futuro que venía a advertirles de que este nuevo partido estaba alterando la línea de sucesos previstos y que, por tanto, debían optar por la solución opuesta: celebrar de nuevo el partido entre España y Alemania para que transcurriera tal y como debía ocurrir, y de esa manera recuperar el flujo cuántico estándar. Los árbitros no tenían muy claro cuál era la decisión correcta, pero al observar cómo Müller se desvanecía de manera intermitente ante sus ojos, decidieron hacer caso al recién llegado, eso sí, después de ponerle encima una rebequita para no escandalizar al público (por lo visto, explicó el mensajero del futuro, el viaje a través del tiempo requería ir cargado del menor peso posible, y por eso había tenido que quitarse toda la ropa, después de que su jefa se negara a desplazarse ella misma y aparecer desnuda delante de un campo con 60.000 espectadores; a continuación, el viajero del futuro pidió, para recuperarse del trayecto, un caldito de pollo y un estóndalo. "¿Ah, que no sabéis lo que es un estóndalo?", preguntó. "Pues ya lo descubriréis, ya. No sabéis lo que os estáis perdiendo. Pero chssst, creo que ya he hablado demasiado").

Así pues, volvió a celebrarse el partido entre España y Alemania. No fue un reto carente de problemas: para empezar, los jugadores tuvieron que echarse cremas regenerativas contra la edad, a base de pepino, para hacer retroceder los estragos que el tiempo había efectuado sobre su piel en los últimos meses, para así encontrarse en la disposición más parecida a la que los jugadores poseían al inicio del choque (alguno de ellos, en un arranque de celo, rompió con su pareja en aquel momento para volver a salir con las personas con las que lo hacían durante el período de la Eurocopa. Aquello dio más de un quebradero de cabeza en el Registro Civil, incluso aunque se garantizase que la unión era sólo eventual y por razones meramente futbolísticas. Sobre los inconvenientes domésticos que aquello causó, y cómo un futbolista recibió un sartenazo en la cabeza al proponer una solución en forma de trío, cubriremos un tupido velo). Lo más difícil fue restablecer, uno por uno, los hitos principales del partido: Kroos volvió a partirle la pierna a Pedri (lo cual, teniendo en cuenta que estaba ya dolorido, le sentó fatal), y Olmo hubo de repetir el centro a Merino hasta que ambos lograron repetir de manera fidedigna la jugada a la trigresimo cuarta ocasión (marcando en una de cada dos ocasiones), demostrando que, en palabras de Douglas Adams, sólo existe una forma segura de ejecutar una maniobra concreta, y es cuando ésta tiene, como probabilidad para producirse, sólo una entre un millón de oportunidades.

Al final, la normalidad se restauró, España volvió a jugar la final contra Inglaterra, y el orden se restableció en el mundo. Eso sí, aquello conllevó, más adelante, la invasión de los extraterrestres del planeta Junito, y el motivo por el cual nos vimos obligados a escribir este relato. Pero como suele decirse, ésa es otra historia, y merece ser contada en otra ocasión.