La
biblioteca de las maravillas.
Todo
empezó un día de lluvia. Aquella tarde, a la gente no le apetecía salir a tomar
el sol; tampoco querían ir al cine, la cartelera era muy mala, no era época de
buenas películas. Así que algunas parejas de enamorados, que se encontraban
paseando tranquilamente por los parques, y se vieron sorprendidos por el
aguacero, decidieron refugiarse, y pasar la tarde, en una biblioteca.
Muchos de estos recién llegados no
habían visitado un edificio de este tipo desde hacía mucho tiempo. Algunos, se
dedicaron simplemente a pasar el rato, disfrutando de juegos tontos,
garabateando corazones en las mesas de lectura. En cambio, una de las parejas
–se llamaban Alexander y Ana-, se dedicó a contemplar los títulos de los libros,
como paseando por una calle donde pudieran espiar en los buzones el nombre de
los habitantes de esas casas. Algunos los conocían; otros, en cambio no.
-El Aleph-encontró Alexander-.
¿Qué demonios querrá decir eso?
-Suena como a nombre de
detergente-le respondió Ana-. ¡Eh, fíjate, El Hombre Invisible!¡Éste me
lo leí yo!
Luego se rió al encontrar otro
volumen:
-El hombre que perdió su
esterilla. Vaya título.
-¡Eh, no te rías!-le respondió su
novio-. Yo me lo leí.
-¿Y eso?
-Una vez entré en una librería de ocasión
cuya publicidad era que tenían todos los libros posibles. Les dije el primer
nombre que se me pasó por la cabeza, completamente inventado, para que no
pudieran encontrarlo. Pues van y me lo sacan.
-¿Y qué hiciste?
-¡Qué remedio, no tuve más remedio
que comprarlo! Y, puñetas, si me gasto el dinero, supongo que tendré que
leerlo.
Ana se rió. Pero en ese momento, el
lomo de un libro –suave y erizado, como la espalda de los animales, alguien
tuvo razón al ponerle el mismo nombre a las dos cosas- le llamó la atención.
Para sorpresa de Alexander, la chica
se quedó quieta, su rostro se volvió lívido, pétreo, su garganta enmudeció, la
sorpresa petrificaba su alma.
Alexander se acercó entonces, para
ver qué era lo que había cautivado la atención de su chica. Y entonces él
también lo leyó:
-La vida de Ana Swzeig.
No
había nombre del autor.
Ana sonrió con alegría.
-¡Que casualidad, ¿no?!¡La
protagonista de este libro se llama igual que yo!
Alexander se rascó la cabeza.
-Bueno, no es tan raro; son nombres
relativamente comunes.
Ana dio un par de saltitos.
-¡Venga, vamos a leerlo, a ver de
que va!
Y Alexander:
-Bueno, si insistes...
Y se sentaron a leerlo. Tampoco
estaba dentro del libro el nombre del autor. No había editorial. Las cubiertas
eran de un color marrón anodino, hubiera sido muy fácil que les hubiera pasado
desapercibido. Le echaron una hojeada general.
Comenzaron a turbarse sus miradas.
>>Ana tiene veinte años. Le
gustan las manualidades y los paseos por el parque. Es alérgica a los ácaros
del polvo y a las picaduras de avispa.
Ana contempló a su novio, con una
expresión incómoda. Todo coincidía. Alexander tragó saliva. Buscó un par de
páginas más adelante.
>>Cuando conoció a Alexander,
parecían hechos a entenderse. A Alexander también le gustaba la música dance y
el mismo estilo de películas. Su primer beso fue en el cine, viendo La vida
es bella. La primera vez que hicieron el amor, fue en el coche de ella.
Los dos se contemplaron aterrados.
Ana siguió leyendo:
>>Pero todo cambió el día en
que Alexander conoció a Elena. Fue Ana quien les presentó. Ella, por supuesto,
no sospechaba lo que iba a ocurrir...
Alexander cerró entonces bruscamente
el libro.
Ana giró la cabeza, con mirada de
interrogación.
-¿Qué coño está diciendo este libro,
Alexander?¿Tú lo sabes?
Alexander negó con la cabeza.
-Esto es una estupidez-replicó-.
Éste es un libro, no puede saber nada de nuestra vida. Además, lo de que me presentases
a Elena fue hace sólo una semana. Es imposible que esto salga en un libro. No
es real; así que vamos a dejar de leerlo.
Ana enfrentó su mirada a la de su
novio.
-¿Y entonces por qué no quieres que
siga leyendo?
Alexander trató de apartarle el
libro.
-Porque no quiero que te obsesiones
por una tonterí...
Pero no le dio tiempo a terminar la
frase. Ana le había arrebatado el libro de las manos. Volvió a la misma página.
>>... y fue entonces cuando
ella averiguó, de las páginas de este libro, que la misma noche en que presentó
a su novio y a Elena, ellos dos hicieron el amor en su propio cuarto de baño...
Ana giró la cabeza. La mirada estaba
llena de furia.
-¿Es esto verdad, Alexander?
Él trató de negar con la cabeza.
<<¿A quién vas a creer, a mí o a un libro?>>, preguntaba, pero a
Ana ya no había quien la parara.
>>Después de dejar
definitivamente a Alexander, para siempre, Ana salió de la biblioteca... A la
salida, se encontró, por este orden, a un anciano ciego, a un perro cojo, y a
su antiguo profesor de música.
Ana salió de la biblioteca.
Alexander la intentó parar, pero su antigua novia le hizo un gesto con el dedo
corazón que le indicaba adónde podía irse.
Corrió entonces por donde le guiaba
su instinto, sin tomar dirección alguna; y a lo largo de camino, se encontró
tres cosas...
Un anciano ciego...
... un perro cojo...
... y a su antiguo profesor de
música...
De repente, ella lo supo. Aquel
libro le revelaba su futuro...
Fue algo extraño. Ana volvió a la
biblioteca al día siguiente El libro seguía allí; estaba alucinada; aquel libro
narraba todos los detalles de su vida, los que sólo ella conocía, y los que
nunca había advertido, su pasado... y también su futuro. ¡Qué arma más poderosa
había puesto el destino en sus manos, se dijo!¡Qué increíble suerte había
tenido!
No sacó el libro de la biblioteca
porque no quería despertar sospechas. Tampoco quiso leerlo de principio a fin;
no se atrevía aún del todo hacerlo. Simplemente iba, le echaba una miradita, se
conformaba con ver lo que iba a pasar al día siguiente. Al principio, mantuvo
un silencio riguroso sobre la cuestión. Sin embargo, el ser humano acaba
contando todos los secretos en cuanto le dan una oportunidad. Se lo confesó a
una amiga, la cual, ante su incredulidad, tuvo que ir personalmente a la
biblioteca para comprobar que, efectivamente, lo que le contaba Ana era cierto.
La amiga se quedó preocupada. Al día
siguiente, volvió a la biblioteca, esta vez sin Ana. Buscó por todas partes un
determinado volumen, pero no lo encontró. Esa tarde, se quedó visiblemente
desazonada, sin embargo, a la mañana siguiente, se le ocurrió una idea. Así que
fue visitando, una por una, todas las bibliotecas de la ciudad. Tardó varias
semanas, pero finalmente lo encontró: La vida de Audrie Cherguev.
Ella
también trató de mantenerlo en secreto: pero le pudo la ansiedad, no se puede
tener tanto tiempo oculto un suceso tan asombroso. Así que, poco a poco,
comenzó a extenderse el rumor; la gente comenzó a visitar las bibliotecas, a
buscar sus libros, a encontrar sus volúmenes. Poco a poco, fue confirmándose: los
libros estaban allí, esperando ser descubiertos. Cada cual era distinto, tenía
distinta textura, tamaño, color de la portada, o tamaño de la letra; pero en
todos ellos faltaba la editorial y el nombre del autor, en todos los casos, no
había registro escrito sobre cuándo o cómo había entrado a formar parte de la
colección de la biblioteca, y todos ellos narraban, de principio a fin, el
desarrollo de toda una vida de los habitantes de esa ciudad. Más tarde, se
descubriría que ello afectaba a todo el país. Y más adelante, los países
vecinos comenzaron a movilizarse.
Lo que tenían en sus manos,
descubrieron conforme los fueron encontrando, era un instrumento poderosísimo
que les permitía administrar de una manera nueva y distinta lo que iba a ser el
resto de sus vidas; la posibilidad de conocer, minuto a minuto, lo que les
había pasado, lo que les iba a pasar. Nos quejamos muy a menudo de que la vida
es compleja, de que nunca viene con un manual de instrucciones, pues bien, allí
estaba, presente e impreso, justo a su disposición. ¿Qué no hubieran pagado,
qué no hubieran entregado a cambio de ello? Nadie se atrevía tan siquiera a
proponer el precio.
Pronto, las bibliotecas se llenaron
de multitudes enfervorecidas buscando sus correspondientes libros. Jamás se
habían visto colas tan inmensas para acceder a las bibliotecas, los
responsables públicos se inquietaron –a pesar de que en un inicio se alegraron
de que a la gente le hubiera dado tan repentinamente este ansia de leer-, el
alcalde pensó en requisar estos libros, pero fue imposible, por dos motivos:
primero, porque la avalancha de seres humanos en busca (nunca mejor dicho) de
su destino, lo hubiera impedido a toda costa. Segundo, porque se descubrió que
cada libro sólo podía ser encontrado por su correspondiente dueño: ni uno solo
de los miles de policías que hubiera estado dispuesto a dirigir el alcalde en
busca de los libros malditos, hubiera hallado otro texto más que el suyo
propio.
Y entonces, la gente empezó a leer.
Nadie se atrevía a sacar los libros de su sitio, quién sabe por qué,
simplemente, no se atrevieron. Hubo uno que lo buscó, pero, cuando se acercaba
a la puerta, misteriosamente, fue arrepintiéndose, hasta volver de nuevo a su
asiento de la biblioteca. La gente les echaba al principio un vistazo, luego,
una hojeada mayor, alguno sólo quería contemplar algún pequeño detalle de algún
punto de su futuro que particularmente le atormentaba. Un detalle importante
era quién se atrevería a leer descrita su propia muerte; hubo alguno que lo hizo,
sin ningún miedo en el cuerpo. Otros, en cambio, quedaron traumatizados durante
días, en los cuales no fueron capaces de salir de la biblioteca, y se quedaron
lánguidos, en sus asientos, carentes de comida y de bebida, sin saber qué
decir, sin atreverse a respirar...
Se dieron circunstancias varias,
diversas, variantes; se dice, de hecho, que un día una chica leyó su propio
asesinato, y se encontró, frente a frente, con los ojos de su agresor, que
también leía su libro, quizás el mismo pasaje... Hubo quien se volvió loco al
comprobar que los sueños de su vida no se hacían realidad, arremetió contra los
libros de la biblioteca, dijo que nadie debería retomar la letra escrita, y
produjo una inmensa hoguera, que incluía títulos como El Quijote, La Divina
Comedia, El libro de las Maravillas de Marco Polo, o las obras
completas de Chejov. A nadie le importó, todos andaban demasiado ocupados con
sus propios relatos, incluyendo los mismos bibliotecarios, a nadie le interesó
que ese enajenado fuera biblioteca por biblioteca quemando todos los libros que
hallaba a su paso. La gente sólo pensaba en volver a sus casas para
planear qué es lo que harían de cara al día siguiente, en función las
predicciones (¡qué predicciones!, hechos contrastados!), que les habían otorgado
sus libros. Y entonces fue cuando se reveló el mayor de los misterios.
Y es que el futuro era variable: se
podía modificar, ligeramente, según las decisiones que tomáramos. Así pues, al
finalizar el día, uno podía volver a su libro, para comprobar qué había
cambiado en el resto de su vida por haber modificado sus actos con respecto a
los que originalmente planeaban realizar. O sea, que el futuro no estaba
escrito; era variable, incluso comprobable, podíamos dirigir para nuestro
beneficio nuestras propias vidas, con tan sólo leer qué modificaciones habíamos
provocado. ¿Qué más se podía pedir?
Sin embargo, ni siquiera las cosas
perfectas lo son como uno se lo esperan. Porque aquí llega la paradoja. Durante
todos los días de nuestra vida, tomamos miles de decisiones, minuto a minuto,
hora a hora. En la mayor parte de los casos, no somos conscientes de qué
repercusión tienen o no esas decisiones; no tenemos la posibilidad de volver
atrás, solemos decir, bueno, da igual, todo hubiera sido igual de la otra manera.
Pero ahora, no; ahora, todas las decisiones quedaban escritos en papel, y
tenían su reflejo en la evolución del libro: cambiaban, alteraban, incluso
agregaban o quitaban una o dos páginas. En esas circunstancias, cualquier
ligera modificación, pesaba como una losa de plomo en el libro de la vida. Y
fue en esos momentos, cuando la gente empezó a coger miedo.
Porque se dieron cuenta de la
cantidad de saltos sobre el precipicio, de opciones al filo de la navaja,
tomaban cada día. Porque comenzaron a darse cuenta de lo difícil que era vivir,
de lo complicado que era manejarse sin un manual de instrucciones. De hecho, se
preguntaron, cómo podían haber sobrevivido todo ese tiempo antes. Y de repente,
salir a la calle, sin el libro de las respuestas, sin la piedra filosofal del
control sobre nuestra propia vida, se convirtió en una empresa arriesgada; que
incluso podía ser mortal.
Y la gente comenzó a no salir; a
encerrarse en las bibliotecas, leyendo página tras página, contemplando
párrafos y letras. Los habitantes de la ciudad, de todo el país, de todo el
mundo, comenzaron a comer, a lavarse, a dormir en las bibliotecas... Algunos
dejaron de comer, simplemente, leían el libro, que, de alguna extraña manera,
les proporcionaba sustento vital suficiente como para no necesitar alimento...
Y de repente, se enlazó un extraño giro, personas leyendo un libro que narraban
la historia de esas propias personas leyendo un libro, que narraban la historia
de esas personas leyendo un libro, en un bucle cerrado, en un ciclo
interminable, que nunca pararía ni dejaría de parar. Pero la gente, lejos de
escapar de ese círculo vicioso, se sintió a gusto en él, se sintió temerosa de
la vida, prefirió esta existencia irreal y anodina al riesgo de enfrentarse al
mundo exterior... Y la civilización, tal y como la conocemos, comenzó a
derrumbarse de golpe.
Primero faltaron los servicios
urbanos de las ciudades; luego, se pararon las factorías, los gigantescos
motores industriales dejaron de funcionar. Finalmente, no llegaron los camiones
procedentes de las granjas con los alimentos necesarios para la subsistencia de
los individuos; todos se habían encerrado, los que no tenían biblioteca en su
propia localidad emigraron a la más cercana; sólo los analfabetos se pudieron
salvar, vagaron como almas en pena, por las calles vacías, por las esquinas
desiertas, preguntándose qué había pasado, qué había empujado a los poderosos,
a los poseedores de la palabra, a dejarles el camino a ellos, los seres
inferiores de la sociedad... Muchos sonrieron, de forma irónica, satisfechos
ante la reparación de la injusticia. Otros, que se enteraron del motivo que
encerraba a los “hombres del libro” dentro de sus bibliotecas, trataron también
de formar parte de la peligrosa, pero atrayente, ecuación suprema. Algunos
aprendieron a leer; otros no pudieron, porque quienes pudieron haberles
enseñado no querían desembarazarse de sus libros; incluso varios casos de
muerte de lectores que se negaron a prestarle ayuda a aquellos que se la
solicitaron, se la imploraron, -se la exigieron. Parecía que nada ni nadie iba
a escaparse de esa epidemia, de esa hecatombe.
Yo intenté salvarme. Me dije desde
el principio que no me interesaba lo que un libro tuviera que decirme sobre mi
vida. Luego, cuando me di cuenta del giro dramático que tomaban los hechos,
procuré huir con todas mis fuerzas. Me fui quedando solo, sin pareja, sin
amigos, las personas que yo conocía, mis padres, mis jefes, tenían en la cuenca
de sus ojos el aspecto vidrioso de la lectura continua, del cerebro
absorbido... Procuré aislarme, abstraerme, pero cuando me encontré solo, por
entre las calles vacías, con el traje medio raído y el nudo de la corbata
deshecho, con la basura repartida entre las calles, caminando por entre los
ayuntamientos y las oficinas vacías, me di cuenta del dramatismo de la
situación. Me di cuenta de mi absoluta soledad.
Todo, hasta que un día, no tuve más
remedio. Hasta que un día, me volví medio loco. Hasta que la soledad hizo mella
en mí y me obligó a salir desesperado, por entre las calles, mientras uno de
los pocos analfabetos que quedaban se bañaba entusiasmado en una estancada
fuente pública. Corrí a través de los caminos desérticos, hasta finalmente
penetrar en la primera biblioteca que encontré, hasta rebuscar uno por uno
entre los libros, en medio de los lectores, que se mostraban indiferentes ante
mi presencia frenética, ajado y encrespado como me encontraba. Así hasta que
finalmente, encontré mi libro... y comencé a escribir.
Y escribí y escribí y escribí,
mientras yo mismo me sumergía en un bucle continuo que se repetiría por
siempre; y escribí y escribí y escribí, sin ningún sentido, sin ningún por qué,
lo primero que se me pasaba por la mente; y escribí y escribí y escribí, sin
tener ni idea de qué quería decir en este escrito ni por qué... Escribí, como
el último hombre que quedaba en el mundo con algo de cordura y los pies en la
tierra... Escribí, mientras me zambullía, en un mar más plácido, más sincero,
donde la vida es más fácil, más sencilla, pero es gris...
Y todo hasta que finalmente este
libro viajó por todo el mundo hasta llegar hasta aquí...
... para que a partir de ahora,
amigo mío, tú empezaras, como nosotros, a leer...
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