Nuestro querido amigo Ludkubo (cuya identidad secreta es Juan Miguel Cano Castell, o Iron Man) ha vuelto a proponer uno de esos retos literarios que ya más que desafíos parecen duelos del siglo XVIII en los que batirase, y en los que las condiciones, más que aleatorias, parecen dictadas por un dios griego al que has despertado en mitad de la siesta, o por un mono que agita enloquecido por toda la habitación unos dados. Y como precisamente por eso nos encantan, y a pesar de la falta de tiempo, ha dado tiempo a pergeñar este desvarío, el cual no es que esté recién horneado, es que directamente quema, así que disculpad todas las erratas. Recordamos las tres condiciones que tenían que cumplir los relatos. Vale cualquier estilo, cualquier longitud, pero:
-La historia debe situarse en una ciudad perdida
-El desafío a la autoridad es una parte crucial de la historia-Un arquero solitario debe ser un personaje principal en ella
Ya me contaréis lo que os ha parecido. Y que el dios griego (o el mono) me disculpe.
En la noche, dispararle al sol
No muy a menudo, pero
de vez en cuando, demasiado raramente, el roedor tiene la oportunidad de hacerle
daño a la serpiente. Tienen que concurrir una serie de circunstancias: el
ofidio en cuestión debe hallarse medio adormilado, probablemente a consecuencia
de una opípara comida cuya silueta aún se vislumbra a la altura de su dilatado
estómago; el roedor debe hallarse protegido por una vegetación que lo oculte el
tiempo suficiente hasta que pueda llegar a la altura del cuello de la serpiente.
Y, una vez allí, ha de tener la fortuna de abalanzarse sobre el cuello del
animal antes de que la serpiente se dé cuenta y lo devore al vuelo, y con la
suficiente fuerza para crujirle la primera vértebra con el aterrizaje del
primer salto: no es probable que haya una segunda oportunidad. En este caso, el
roedor se encontraba en la fase de calibrar sus propias fuerzas en sus patitas
para ver si podía interrumpir el orden natural de la Creación. Ya se encontraba
a punto de saltar, cuando el halcón lo elevó por los aires.
Siempre hay alguien
dispuesto a interrumpirte tus mejores planes, meditó el hombre moreno mientras
el halcón volvía con su botín a su brazo y le colocaba la capucha para
interrumpir la sesión por aquel día. El cazador diurno había cumplido con su
misión.
Ahora, pensó un par de
horas más tarde mientras ajustaba la mirilla telescópica, le toca actuar al
nocturno.
La ciudad tintineaba
con miles de luces, que intentaban sustituir pálidamente a las estrellas. Pero
el hombre moreno no la reconoció. Y eso que la veía todas las noches. Pero ésa
ya no era la ciudad. Ya no era su ciudad. No la reconocía. La habían hundido, la
habían destruido, había quedado enterrada no por el paso del tiempo ni las
dunas del desierto, como una Samarkanda o un olvidado Shangri-La, sino por el
trabajo de las apisonadoras y el cotidiano pasotismo de los ciudadanos de a
pie. Para tener una ciudad perdida, no hacen falta miles de años ni una leyenda
mítica, lo único que hay que hacer es colocar encima otra y esperar que las
urgencias habituales de todos los días lo oculten al mundo. La Atlántida nunca
quedó borrada del mapa por un tsunami, simplemente se encuentra invertida bajo
los cimientos de Nueva York. Lo mismo le pasa al lugar que yo conocí, se dijo
el hombre. Ahora, cualquier sustituto que pretenda encontrar, en los clubs de
jazz o en los paseos nocturnos, será tan solo un vulgar farsante. Pero hay
cosas tan antiguas como el tiempo que se tienen que seguir haciendo. Y el
hombre, ajustando el rifle en el agujero diminuto practicado en los amplios
ventanales, oscurecidos para poder conseguir el apropiado efecto, se recostó
mientras apuntaba sobre el sofá, aguardando el momento oportuno para hacer una
de ellas.
Y, al poco, apareció
su víctima. Ahí estaba. Para ser alguien que se había ganado enemigos
suficientes para ser liquidado, no parecía llevar un tren de vida muy llevado
al límite, que es lo mínimo que se exige en esta clase de ocasiones. De hecho,
estaba abriendo el frigorífico para sacar un maldito complejo multivitamínico.
Joder, tío, estírate un poco, pensó el otro, es tu última cena, cómete algo
como Dios manda, ¿o no pensabas que pudiera ser la última?, pues ya sabes para
la próxima, capullo, dijo casi en voz alta mientras amartillaba el rifle. Y
entonces se fijó.
Joder. Una bufanda
enmarcada. Un par de guantes sobre un corcho. El trofeo a un lado. Y las
fotografías en el corcho. Joder, joder, joder. Joder, coño.
Un portero. Un puto
portero. Y además de balonmano. No podía ser de fútbol, no, como todo en este
puñetero país. Tenía que ser de balonmano, el único deporte que había en su
colegio donde refugiarse del omnipresente fútbol, la única actividad física que
llegó realmente a amar. ¿Y se tenía que cargar a un portero de balonmano?¿Quién
querría cargárselo? Seguramente alguien que peleaba por algún premio o la
presidencia de una institución deportiva en Lausana. Antes se mataba por
conseguir un reino o la inmortalidad y la gloria. Ahora, nos peleamos por salir
en los cromos que vienen en las bolsas de patatas de Matutano. Esto en la Atlántida
no pasaba, se repitió.
Un portero… El hombre
recordó –no supo por qué- que a los porteros, al menos a los del fútbol, se les
llama arqueros en Sudamérica. Pero en realidad, si a algo se parece un arquero
en la actualidad, un hombre que ha conseguido que su brazo y su instrumento de
matar sean todo uno, es a las personas que ejercen la misma profesión en la que
trabaja nuestro hombre. Herederos de una tradición tan añeja como el hombre, y
es la de matar cuando alguien se interpone en nuestros propósitos, el del
eliminador de obstáculos. Hombres en ambos casos que se encargan de resolver
los problemas y hacer que no nos tengamos que preocupar. Arquero frente a
arquero. Pero sólo uno puede cumplir su cometido sin fallar. El problema es que
las consecuencias del fallo son bastante estruendosas.
El hombre ya había
pasado hace mucho la fase de “yo podría conocer a ese tipo, podríamos haber
sido amigos, compartir aficiones comunes, ¿por qué tengo que matarlo?”. Pero
aún así, una punzada especial se hizo presente entre las costillas en esta
ocasión. Quizá fuera porque el apartamento que había alquilado para hacer el
trabajo estaba tan a tiro del que había ordenado la ejecución como de la
víctima. La disposición especial de aquel agujero hacía que sólo tuviera que
desplazar el sofá y su propia postura un poco para modificar completamente el
ángulo de tiro. De manera casi inconsciente, como por inercia, ya estaba. Ya
había completado el giro. Ahora sólo le tocaba disparar. Pero, ¿por qué? Está
claro que la única diferencia entre el asesino a sueldo y cualquier otro es que
puede ejercer sus encargos por voluntad propia, y no porque le obligan, pero
eso no implica que tengas demostrarlo. Entonces, ¿qué?¿Por qué iba a hacerlo?
Porque de vez en
cuando conviene ir contracorriente. Porque si hubiera querido seguir las normas
no hubiera escogido este oficio. Porque a estas alturas, se dijo, estoy demasiado
harto de tipos que se creen que lo pueden hacer todo en el mundo porque tienen
mucho dinero, y dejan que los mismos capullos de siempre, los de a pie, se
maten entre ellos. Porque siempre triunfan porque hay un tipo que carece de los
escrúpulos suficientes como para pensar en lo que es justo o razonable y apoya
siempre al bando que pretende mantener sus privilegios. Alguien que viene a
preservar el orden natural de las cosas. Ya sea un arquero hitita, un asesino a
sueldo, o un portero que para balones para que luego sea el delantero o el presidente
del club de turno quien se lleve los millones y los méritos. Ejecutores.
Mercenarios. Durante un tiempo quizás pueden vivir en la opulencia, pero saben
en todo momento que siguen siendo parte de la escoria, y que el lujo por esa
vida de ensueño –si alguna vez llegan a tenerla- es que su destino será más
pronto que tarde que la mano que les manda presas más tarde o temprano les
ordene también morir. Y al menos, antes de que le sacrifiquen, el perro fiel
prefiere largar un buen mordisco. Aunque sea en mitad de la noche, a veces
toca, por una vez, mear contra el viento, destruir el cielo, pretender
dispararle, incluso a ciegas, entre los ojos al sol.
Así pues, se aposentó.
Aunque una última reflexión le vino antes de apretar el gatillo. Hubiera podido
pensar… aunque no llegó a hacerlo. El disparo llegó desde el apartamento del
portero de balonmano, que ni siquiera se inquietó y siguió tomando su complejo
multivitamínico. El otro asesino pudo ejercer su labor de manera profesinal sin
que el otro pestañeara siquiera. Como cuando realizaba una parada decisiva en
la final del campeonato sin alterar su manera de respirar.
Mientras tanto, el
otro asesino iba perdiendo la conciencia mientras sus neuronas se
interconectaban en una última danza maldita. Y pensó que, efectivamente, siempre
hay alguien dispuesto a interrumpir tus mejores planes.
Efectivamente, siempre
hay alguien dispuesto a preservar el orden natural de las cosas. Algún idiota
que cree que no puede vivir si el sol no sale al día siguiente.
Efectivamente, siempre
hay un arquero, que se encarga de proteger a la ciudad de los extraños.
Otros relatos escritos por otros participantes podéis encontrarlos aquí:
http://vidacubica.wordpress.com/relatos-al-azar/ex-nihilo/
http://vidacubica.wordpress.com/relatos-al-azar/ex-nihilo/
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