Este relato corresponde a una apuesta, o a una petición, que se refería a escribir una historia de "X" (y aquí oculto el tema para no destriparos el final) que fuera "típica atípica", y que creemos que ha cumplido suficientemente su propósito, y ahora pretendemos mostrar en sociedad. Vosotros diréis si hemos logrado este propósito en este relato, el cual se ha metido -un poco sin quererlo-, en el terreno de la historia y de la política-ficción, aunque trata muy lejanamente estos temas. Un asunto al que sí que se refiere es al del olimpismo, el cual, como seguramente sabéis, ha estado últimamente en el candelero y aparecerá con frecuencia en los medios de comunicación en los próximos días. Un saludo.
Que comiencen los Juegos
En el verano de 1936, yo
nunca había escuchado a nadie hablar en un idioma que no fuera el mío. Ya me
costaba entender a un neoyorquino, mucho más a un alemán. Pero aquel verano
pasaron muchas cosas. Fue la primera vez que salía del país. También la primera
vez que podía correr en una pista de verdad y no simplemente entre los
maizales. Y, sobre todo, fue la primera vez en que me dijeron que podía hacer
algo representando a un país que según aquella gente era el mío, aunque no
parecía que éste se hubiera ocupado mucho de mí durante los últimos dieciocho
años. Eso sí, había algo común: a un negro le seguían mirando con mala cara.
Según los jefes de nuestro equipo, los alemanes eran lo peor del mundo: eran
nuestros adversarios; nos detestaban por ser diferentes; y por eso les debíamos
vencer. En realidad yo no encontraba demasiada diferencia, de acuerdo con eso,
entre un alemán o los vecinos de mi pueblo en el condado de Riversprings,
Alabama, pero, ¡qué demonios!, si querían guerra, la iban a tener. ¿Había que
odiar a los alemanes? Pues yo lo tenía claro: les odiaría, todavía más. Les
odiaba tanto, que quería matarles con sólo mirarles. Y era consciente de que
ellos también a mí…
El mayordomo se acercó con parsimonia hacia la silla donde se encontraba el
Canciller. En realidad se desplazaba con este paso por una mezcla de costumbre
adquirida, y también por falta de entusiasmo por dirigirse a cumplir su
cometido. El mayordomo ya había visto pasar varios cancilleres por delante de
él, y eran todos iguales. Bisoños y entusiastas al principio, orgullosos en
medio, decadentes al final. Siempre llegaban a pensar que durarían en el cargo
siempre, pero el único que duraba, paradójicamente, era su servidor, el
mayordomo. Este último canciller que había llegado parecía distinto, o
pretendía parecerlo, pero al mayordomo no se la daban con queso: era un tipo
igual, como todos, por mucho que ese bigotito ridículo pretendiera aparentar lo
contrario. Por ello, disfrutaba de sus pequeñas maldades cotidianas: por
ejemplo, caminar lentamente a recoger el té que le servía todas las mañanas al
Canciller, lo quisiera o no, era una de sus satisfacciones rutinarias cada día.
El Canciller, mientras tanto,
observaba aterrorizado al mayordomo. Si sus enemigos supieran que aquel pequeño
tipo esmirriado era lo que más temía en el mundo, más que a toda la Fuerza
Aérea Británica, no lo entenderían. Pero tenía una forma extraña de moverse,
desplazando los pies casi sin tocar el suelo, que no era normal. Se empeñaba
continuamente en traerle el té, que no soportaba, y con los modales tan
elegantes que gastaba, parecía una descortesía rechazárselo: ¡pero es que
incluso cuando pretendía mantenerse firme, el tipo hacía como si hubiera oído y
se lo seguía trayendo igual! Verle avanzar hacia la terraza donde el Canciller
sostenía su inacabado té en las manos (nunca conseguía terminarlo) era una
tortura. ¿Tenía que marchar siempre tan lento? Y encima, con esos extraños
andares. ¿Venían de serie con el trabajo, igual que a los que trabajaban en las
barberías se les ponía cara de franceses?¿Era necesario que el jefe del
servicio del dominante de la gran y poderosa Alemania tuviera un aspecto tan
descaradamente… británico?
Cuando el mayordomo llegó a su
lado, el Canciller pegó un respingo. Maldita sea, a pesar de verle venir,
siempre acababa por sorprenderle cuando aparecía como de improviso a su
espalda. Tenía los nervios destrozados.
-Señor Canciller, ha llegado la
delegación
-¿Ah, sí? Bien, bien.
-Quieren saber si ha pensado
usted algo acerca de su propuesta en la ceremonia de inauguración.
-Su propues… -aquel tipejo con
la levita le ponía tan histérico, que se le olvidaba todo lo que tenía
almacenado en su cabeza.
-Acerca de la celebración
conjunta entre países de la ceremonia de inauguración –le recordó
condescendiente el mayordomo.
-¿Conjunta?-dudó el canciller.
-Sí. Una idea por lo visto de la
delegación austríaca. Dicen que están pensando en desplegar un gran mosaico en
la cual los distintos participantes enarbolarían cada uno una porción del mismo.
El resultado final, que se vería desde el cielo, sería la efigie… de, bueno, de
su excelencia.
-¿De mí?-sonrió sorprendido el
Canciller-. Ah, pues sí, eso sí estaría bien. Atletas arios mostrando mi
rostro…
-Me temo, ejem, señor –se
permitió aclarar el mayordomo-, que no serían sólo arios. Habría también
atletas mediterráneos, anglosajones, negros… incluso, quizás, algún judío.
-¿QUÉ?-bramó encolerizado el
Fürher, en un gesto que casi le hizo derramar la taza-. ¡ESO JAMÁS!
-Pero, mi estimado Canciller
–indicó el mayordomo como una madre que tratara de disculpar a la vez que
ordenar que limpiase a un niño particularmente sucio el borrón que había
ocasionado por un descuido-, la delegación austríaca dice que así se destacarán
más todavía las superiores cualidades de los atletas arios, al ser poder
comparados, directamente, con sus homólogos de otras razas.
El Fürher, desarmado entonces en
sus argumentos, se deshinchó y hasta pareció disminuir de altura unos
centímetros al hundirse en su silla.
-Ah, bien… Si lo dice la
delegación austríaca…
-Excelente, señor. Iré a
comunicarles su clarividente decisión.
Mientras el sirviente se alejaba
con la bandeja, el Canciller se preguntó… ¿de verdad acababa de discutir sobre
algo que podía considerarse política internacional con un simple criado?¿Y
había conseguido que en su ideal desfile de inauguración hubiera ne…?
-¡Oh, mierda!-maldijo el
gobernante, cuando se dio cuenta de que había partido en dos el asa de la taza
y que el té se le derramaba por la camisa.
El mayordomo apenas alteró el
semblante mientras escuchaba este improperio, pero se podría decir que, de una
manera muy sutil, sonrió.
* * *
Los problemas empezaron desde el
primer día de los ensayos. El problema fue que los organizadores del evento
habían tenido en cuenta el número de representantes por países a la hora de
colocarlos para la disposición del mosaico gigante, y no necesariamente la
afinidad de los componentes de cada equipo. De modo que, cuando aquel día, el
velocista negro de Alabama y el rubicundo campeón de halterofilia bávaro se
encontraron justo al lado, teniendo que compartir un metro cuadrado de espacio,
los choques no tardaron en comenzar.
-¡Negro de mierda!
-¡Blancucho asqueroso!
-¡Raza inferior!
-¡Saco de carne sin cerebro!
-¡Tus abuelos eran esclavos!
-¡Cuando mis antepasados ya
cazaban, los tuyos todavía eran monos!
Los insultos se transformaron en
ofensas, las ofensas en gritos, y los gritos en blasfemias, en una escalada sin
parangón que estuvo a punto de llegar a las manos. Era para ver a esos dos
hombretones, el uno fuerte como un toro, el otro delgado pero fibroso como si
se tratara de una pura flecha, lanzarse todo su odio a la cara, como si
llevaran acumulándolo durante siglos, cuando en realidad no se habían llegado a
conocer más que apenas unas horas. Los organizadores del desfile estaban muy
preocupados, pero los entrenadores de los respectivos equipos, que se habían
pasado buena parte de la preparación exhortando a sus componentes la
importancia de la competición para los respectivos honores nacionales, ahora no
iban precisamente a echarse atrás, y en lugar de llamar a capítulo a las dos
fuerzas de la naturaleza que tenían bajo su cargo, sus charlas correctivas
acababan en diatribas contra el enemigo e incrementaban más todavía la tensión.
Con lo cual, aquello tuvo que llegar a las más altas instancias.
-¿Señor?
El Canciller pegó un respingo
por detrás. ¿Es que tenía el mayordomo que aparecer siempre de esa manera tan
sibilina, como si se hubiera materializado de la nada? Ya había derramado dos
veces el té hoy.
-¿Sí?¿Qué ocurre ahora?
El mayordomo suspiró. No le
agradaba este trabajo. Principalmente, a causa de que su amo era una mala
persona. El mayordomo no pensaba esto por su forma de llegar al poder, sus
discursos incendiarios, su odio xenófobo o la existencia de campos de concentración.
Las inquietudes políticas del mayordomo eran muy escasas e, incluso en el caso
de haber tenido conocimiento de todas esas cosas, tampoco hubiera sabido que
pensar. No. Sabía que su amo era una mala persona, porque siempre que tenía que
elegir, escogía la porción más dorada del pastel de strüdel que le ofrecían.
Aquello, realmente, revelaba
mucho sobre las personas.
Y por eso el mayordomo tenía que
contenerse para que no le hirviera la sangre.
-Parece que… hay ciertos
problemas entre dos componentes del equipo olímpico alemán y estadounidense,
señor. Por lo visto está poniendo en peligro el desarrollo del desfile. Es por
una cuestión acerca de raza, señor, porque uno es blanco y el otro es negro.
-¡Que expulsen al atleta
americano!-bramó furibundo el Canciller.
-Verá, señor –dijo juntando
ambas manos el mayordomo-, el equipo americano amenaza con abandonar la
concentración si esto continúa. Y si los americanos abandonaran la competición,
ésta quedaría muy devaluada y Alemania no podría demostrar su superioridad al
resto del mundo…
El Fürher frunció el ceño. Pero
en realidad… Si lo pensaba bien… Maldita sea, no era posible que tuviera razón.
-De acuerdo. Hablaré con nuestro
atleta entonces.
El mayordomo asintió. Al retirar
la bandeja, un ligero error provocó que el cuchillo lleno de la nata que el
Führer había cuidadosamente apartado de su plato le rozara los dedos. El
Canciller apartó la mano con gesto de dolor: aquello le daba una grima
horrorosa.
El mayordomo se marchó,
disfrutando de sus pequeños placeres cotidianos.
* * *
El Führer le lanzó un largo
discurso al componente del equipo alemán acerca de la diplomacia, lo delicado
de los equilibrios políticos, las decisiones necesarias y todo lo que se
encontraba el juego. Le habló del destino último de la nación y que, para
preparar el camino, había que hacer sacrificios y no expresarse a veces
directamente, sino de manera sutil. El hercúleo atleta teutón escuchó todo este
chaparrón con la cabeza gacha y aspecto sumiso. Y, finalmemnte, cuando el
Canciller apeló a la gran contribución que haría al bien de su país, tuvo que
claudicar. Sí, hablaría con el competidor ne…, afroamericano, y pediría
disculpas. El Canciller se marchó satisfecho, y sonriente con el éxito que
había logrado.
Por ello, aquella tarde, ambos,
el alemán y el corredor de Alabama, se encontraron en los túneles de vestuarios
y hablaron muy seriamente. Había un gran contraste entre el ambiente de tensión
que se respiraba en sus anteriores encuentros y éste de ahora. Ahora, ambos
parecían una cerilla (el atleta afroamericano, delgado pero con una prominente
cabeza) frente a una masa informe de algodón, pero sin que ardiera nada, porque
nadie había provocado un fuego.
-Mira, quería disculparme por
las cosas que te dije… No las decía en serio, de verdad…
-Sí que las decías en serio.
-Bueno, sí… Pero realmente no sabía del todo por qué lo
hacía. A ver, los insultos los digo, sí, pero ni siquiera sé muy bien del todo
lo que quieren decir. Pero es porque, ya sabes, todo el rato diciéndote que los
negros son malos, que los negros son malos… Claro, estás todo el rato con eso
en la cabeza, ¿y qué vas a hacer? Pues seguirles la corriente, claro. Aunque,
para ser sincero, en realidad yo en mi vida no he visto un negro.
-¿Ah, sí? Bueno, yo sí que había
visto rubios –respondió el atleta afroamericano-, aunque no tanto como tú. En
mi pueblo todo el mundo tiene la piel más o menos morena porque trabajan en el
campo. Hasta los blancos.
-¿De verdad?
Pues a mí, si he de confesarte, a veces me hubiera gustado tener un tono más
bronceado. Así, tan blanquito, no sé, me da hasta un poco de asco. Aquí se
lleva mucho, pero en realidad…
-Pues yo siempre me he
preguntado cómo sería ser blanco. Que te cambiaran la forma de verte todos los
que tienes alrededor. Claro que a ti te debe de mirar todo el mundo, allá por
donde pases, con lo grande que eres. ¿No se te quedan las puertas pequeñas?
-Ja,
ja, ja, ja –se rió el
alemán sonoramente-. Bueno, siempre he sido más grande de lo normal, hasta de
pequeñito. Mi madre se quejaba de que reventaba los antiguos trajes de mi
hermano.
-¿Pero de dónde sacas esos músculos, por Dios?
-Pues mucho entrenamiento, claro. Y además, un secreto especial.
-¿Secreto?
-Sí: es una vieja receta que me enseñó mi abuela. Un ungüento que te lo untas por el cuerpo y
te tonifica no sólo los músculos después del esfuerzo, sino que te deja la piel
hidratada y flexible…
-¿Ah, sí?-preguntó el atleta americano, con un tono entre confidente y
entretenido.
-Pues sí, verás: te explico…
Y ambos continuaron hablando, con un tono cada vez de mayor complicidad y
una creciente (quizás excesiva para lo que debiera) mutua comprensión…
El día de la inauguración, todo
estaba preparado. Las miradas de medio mundo estaban presentes. Las cámaras de
televisión apuntaban, la música ponía el escenario de fondo, el dorado de los
emblemas y los símbolos resplandecía bajo el sol… y entonces apareció la
gigantesca imagen del Führer como colofón final a todo.
Pero, de repente, se produjo el
silencio. Un perplejo y atónito grito de silencio. La gente abrió al boca y
muchos se quedaron blancos. No podían comprender.
Y es que a la fotografía del
insigne líder de Alemania le faltaban… dos dientes, en concreto los que
correspondían a las dos paletas, donde se abría un pequeño, pero imposible de
obviar, hueco.
¿Qué había pasado con esos dos
dientes?, se preguntaban todos, y especialmente el Canciller, desde su palco de
autoridades.
Y entonces, una vez les
señalaron los primeros, los vieron casi al unísono todos los demás. Los dos
dientes andaban sueltos, muy por detrás del resto de la fotografía, juntitos… y
debajo, los atletas germano y afroamericano, demostrando que habían firmado la
paz entre ellos. Completamente. Del todo, más incluso.
-Papá, ¿qué es lo que están
haciendo esos dos señores?-preguntó inocente un niño situado en las gradas.
El padre comenzó a fijarse más
atentamente a raíz de esta pregunta. Y cuando él se dio cuenta, alarmado, se lo
señaló a la madre, que tapó los ojos del
niño.
-Pues… que son muy buenos
amigos, ¿verdad?
El escándalo del estadio era
mayúsculo. El Führer se levantó, dispuesto a tomar medidas.
-¡Dejadme salir!-empujaba frente
a las estáticas autoridades, que se habían quedado paralizados contemplando el
espectáculo. El Canciller pegó un par de empellones para subir por las
escaleras. Pero en cuanto se abrió paso, se encontró con una bandeja que se le
cruzó a la altura la mandíbula, la cual se le cayó completamente encima y le
hizo resbalar escaleras abajo.
-Uy, cuánto lo siento… -se
lamentó el mayordomo, juntando las manos, aunque con un tonito tan afligido
como calmado, mientras las miradas de toda la concurrencia se volvían hacia el
Führer caído-. Espere que le ayude –indicó en el éxtasis de la felicidad.
Y mientras esto ocurría, en
pleno éxtasis también, los dos atletas, cada uno procedente de un lejano rincón
del mundo separado del otro por un océano, proclamaban su amor bajo los focos
y, sin pegar una sola zancada, conseguían, para los suyos, el máximo trofeo de
la competición.
Que comiencen los Juegos
Una historia de amor típica atípica.
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