Me entró
hambre en mitad de la noche. Me levanté y me dirigí al veinticuatro horas de al
lado de mi colegio mayor.
De camino, me encontré a un mendigo
que tenía una gabardina larga y raída. Le faltaba una pierna, en lugar de la cual
llevaba muleta, y agarraba de una cadena a un acojonante bulldog. El semblante
era de una severidad terrible, como la de un predicador amenazándote con
llevarte al infierno:
-Ésta no es hora para que anden
solas por ahí las chicas jóvenes. ¿No tienes miedo de que te violen, o
cualquier cosa?
No, estuve a punto de decirle, de lo
que tengo miedo es de encontrarme con gente como usted.
-Te acompaño –dijo el mendigo-, para
que no te pase nada.
Yo estaba aterrorizada. Lo curioso es
que el hombre, a paso cojeante según su muleta, me acompañó a la ida, y me
acompañó a la vuelta, sin decirme nada, ni una sola palabra. Justamente como me
prometió.
A veces hay que confiar en la gente,
incluso en quien menos te lo esperas.
Hay veces en que te sorprenden.
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