lunes, 25 de noviembre de 2013

La historia corta de noviembre. Microrrelato: Islandia.

                El hombre paseaba por una playa de lslandia, tierra de volcanes y de hielo. A un lado, observó la dirección donde, allí a lo lejos, se erguían las columnas de basalto que parecían haber surgido como pilares desde el suelo, tras el acto calculado de un gigante pulsando un botón. Tras girar la vista noventa grados, el individuo arrojó despreocupado una piedrecita hacia las formaciones rocosas que salían a intervalos regulares del agua a lo largo de la niebla que cubría la línea de costa, y que asemejaban los mástiles de drakars, o la parte de arriba de periscopios. Y siguió manteniendo el aire feliz y relajado, así hasta que las formaciones rocosas empezaron a salir del agua.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El libro y la historia real de noviembre: "Carta a un rehén", de Antoine de Saint-Exupéry

En 1943, Antoine de Saint-Exupéry, posteriormente más conocido como el autor de "El Principito", estaba muy preocupado tanto por la suerte de su país de origen -Francia- ante la ocupación alemana, como por el destino de un amigo concreto de etnia judía para quien había incluso redactado el prólogo de un libro escrito por éste, y cuya vida corría peligro ante la circunstancia de la ocupación. Esta carta, tachada, modificada y reconstruida varias veces según el hipotético lector destinatario y la coyuntura del momento (por ejemplo, se abstiene cuidadosamente de nombrar al compañero concreto para no delatarle, y pretende -junto con la cuestión personal- ensalzar el valor de todos aquellos quienes, encerrados en su propia patria bajo la invasión extranjera, se han convertido de pronto en rehenes) se erige al mismo tiempo en una llamada desesperada al amigo, un alegato a favor de la tolerancia, y también una reflexión sobre qué es lo que somos y cómo lo somos a partir de los lugares en los que hemos vivido, y cómo el amor a un lugar sólo surge a través de la nostalgia de aquello a lo que tal vez no haya posibilidad de vuelta. Quizás el mejor elogio que pueda yo hacer de este brevísimo pero contudente mensaje en una botella (el cual, por cierto, me localizó a mí en contreto flotando sobre una mesa, mientras yo me hallaba en Fuentetaja, una de las librerías y centros literarios más reconocidos de Madrid), es mostraros alguna de sus líneas, que tanto me impactaron a mí. No tienen ningún desperdicio, y pueden ser aplicadas a muy diversas situaciones, incluidas algunas actuales. Os dejo con ellas en espera de que a vosotros también os atraigan y vayáis a por más:

Pero los emigrantes sacaban del bolsillo su pequeña agenda de direcciones, sus migajas de identidad. Seguían jugando a ser alguien (...) Lo sabían muy bien. Así como Lisboa jugaba a la felicidad, ellos jugaban a que volverían pronto.

Nunca hubo novios más próximos a sus novia que los marineros bretones del siglo XVI, cuando doblaban el cabo de Hornos y envejecían contra el muro de los vientos contrarios. Desde que salían emprendían la vuelta (...) El camino más corto desde el puerto de Bretaña a la casa de su novia pasaba por el cabo de Hornos. Pero mis emigrantes me parecían marineros bretones a quienes les hubieran quitado su novia bretona. Ninguna novia bretona encendía en la ventana para ellos su humilde lámpara. No eran hijos pródigos. Eran hijos pródigos sin casa a la que volver.

¡Qué maravilla ese telegrama que te sacude, te levanta en mitad de la noche, te lleva hasta la estación: "¡Ven!¡Te necesito!"

La persona que esta noche ocupa mi memoria es un hombre de 50 años. Está enfermo. Es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginar que aún respira necesito creerlo ignorado por el invasor, protegido en secreto por el hermoso muro de silencio de los campesinos de su pueblo.

Los cuidados que se dan al enfermo, la acogida que se ofrece al proscrito, incluso el perdón, sólo valen por la sonrisa que ilumina la fiesta. Todos nos reunimos en la sonrisa, por encima de las lenguas, de las castas y de los partidos. Aquél con sus construmbres, yo con las mías, todos somos fieles de una misma Iglesia.

Si la que alquila las sillas en una catedral se preocupa con demasiada crudeza del alquiler de sus sillas, puede olvidar que está sirviendo a un dios.

¡Respeto por el Hombre!¡Respeto por el Hombre!... Si el respeto por el hombre se funda en el corazón de los hombres, los hombres acabarán por fundar, a cambio, el sistema social, político o económico que consagrará ese respeto. Una civilización se funda primero en la sustancia. Empieza siendo en el hombre deseo ciego de cierto calor. Después el hombre, de error en error, encuentra el camino que conduce al fuego.

Te veo tan débil, tan amenazado, arrastrando tus cincuenta años durante horas para subsistir un día más, en la acera de cualquier pobre tienda de ultramarinos, tiritando bajo el precario refugio de un abrigo raído. A ti, tan francés, te siento doblemente en peligro de muerte, por francés y por judío. Siento todo el precio de una comunidad que ya no autoriza las discrepancias. Todos somos de Francia como se es de un árbol, y serviré a tu verdad como tú huiberas servido a la mía (...) Sois cuarenta millones de rehenes (...) No hay comparación posible entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Vosotros sois los santos.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El relato de noviembre: No me dejes al alba.

Este relato surgió inspirado tras la visión de la película "Memento", de los hermanos Nolan. Como era de prever, alguien tarde o temprano tendría la misma idea, y varios años más tarde (desgraciadamente, sin que este relato hubiera visto la luz más que en círculos íntimos), ésta vio la luz en forma de película bajo el título de "50 primeras citas". Sin embargo, ya que el tono general de la historia es bastante distinto, creo que esta ya anciana narración puede aportar ciertas cosas. Aquí os lo dejo. Relato especialmente recomendado para los aficionados a las historias de amor.

No me dejes al alba.

               -Dime...
               Dudó un poco antes de responder lo que no era sino una pregunta:
               -¿Sí?
               El otro carraspeó ligeramente.
               Tragó saliva antes de continuar.
               -Bueno... en fin, ya sé que nos conocemos desde hace muy poco... y de hecho, me parece un poco absurdo decir lo que estoy a punto de decirte, pero... Pero aún así, tengo necesidad de hacerte esta pregunta.
               Ella sintió, mientras él hablaba, el calor de su aliento en el otro lado de la cama; tan cercano, como para apreciarlo; tan lejano, cual profundo el abismo... tembló, al pensar, como ya lo había hecho otras veces (¿o no lo había hecho nunca?¿o tal vez tan sólo lo hubiera hecho en sueños?), que a sólo unos cuantos centímetros de su cuerpo yacía tumbado otro ser semejante; otro cuerpo, distinto al suyo pero, y al igual que éste, desnudo, al descubierto, cubierto de un profuso sudor que empapaba el suave satén de la cama... y notó, como si lo sintiera suyo, el corazón de él: un corazón palpitante, enérgico, que, en cada explosión de júbilo, mandaba infinitos borbotones de roja sangre a cada una de las más pequeñas e insignificantes partes de su cuerpo: a los dedos de sus manos, hasta el extremo de ellos. Un corazón que, como en suyo, se aleteaba incesante, como un ruiseñor que siente que el final del corto plazo que ha tenido como vida está a punto de expirar, y que éstos son los últimos aleteos que jamás habrá de dar, las últimas bocanadas de aire.
               Ella también se sentía sin aliento mientras aguardaba la pregunta. Le faltaba el oxígeno. Casi lloró cuando escuchó la pregunta escapar de sus labios, como él había hecho tantas otras veces... o tal vez, volvió a pensarlo, tan sólo lo hubiera hecho en sueños.
               -¿Me quieres?
               Apenas reprimió el sollozo.
               -¿Qué...?
               Contuvo el llanto.
               -¿...qué es lo que quieres que te conteste?
               Replicó ella. Él respondió:           
               -La verdad.
               Y ella no supo qué hacer.
               Apretó muy fuerte las manos... casi... hasta brotar sangre incluso. Se mordió el labio para calmar la angustia.
               Se dio media vuelta, de tal forma que él no pudiera ver sus lágrimas.
               -Para qué quieres que te lo cuente...
               El otro no respondió, esperando que prosiguiera.
               -... si mañana no te acordarás.
               El tono de voz cambió esta vez.
               -Claro que me acordaré.
               Ella negó con la cabeza.
               -No, no te preocupes. No lo harás.
               -¿Cómo lo sabes?-replicó él.
               Y ella sollozó de nuevo.
               -Porque ya lo has hecho otras veces-espetó-. Y lo volverás a hacer varias más.
               Guardó silencio.
           El otro titubeó. Respondió con aire escéptico y, sin embargo, sin ironía, exponiendo, con la sinceridad de un niño, y con el temor de viejo, un hecho innegable y cierto:
               -Pero... eso es imposible.
               Ella recapituló.
               Se dio cuenta de que se había equivocado.
               Se dio la vuelta. Volvió a mirarle a los ojos.
               -Sí... es verdad, perdona... Lo siento, cariño. Claro que es imposible.
               Recuperó la sonrisa.      
               -Por supuesto que te quiero.
             Y le besó en los labios. Pero, mientras lo hacía, ella lloraba para sus adentros. Porque él SÍ le había hecho esa pregunta otras veces.
               Pero ÉL, por supuesto, no podía saberlo.
                              *                                          *                                          *
               No sé cómo seré juzgada bajo el criterio, tal vez frío e implacable, que manejen aquellos que lleguen a conocer esta historia. Pero no me importa. No necesito su apoyo. Ni su consejo. No necesito que me entiendan. No lo hace nadie, de todas maneras; al menos hasta ahora, y no pienso guardar falsas expectativas con respecto a este asunto. No quiero su desprecio ni su compasión. Ni tan siquiera pretendo que me escuchen.
               Solo quiero contarle esto alguien. Decírselo a quien sea. Descargar un peso de encima.
               Si no lo hiciera, moriría aquí mismo.
               Probablemente, juzguen, cuanto menos, mi comportamiento como extravagante. O que, como muchos han llegado a insinuar (ninguno se ha atrevido a decírmelo cara a cara), mi estado mental no es precisamente el más adecuado. Algunos de ustedes, incluso, si han oído mi historia, se la contarán a los amigos como quien relata un cuento de terror... o un chiste con poca gracia. Si me reconocen por la calle, tal vez traten, con un gesto mal disimulado, de señalarme a los que les acompañan para mostrarles al monstruo que muy probablemente albergo dentro. Como les he dicho antes, a mí me dará igual. Ese tipo de cosas ya no me importan.
               O tal vez sí que me importan, si pienso, como creo que estoy haciendo, que, tal vez, quizás, esta es mi única oportunidad para convencerles de lo contrario.
               Pero, ¿qué es lo que puedo decir yo? Si ni yo misma, que sigo aquí, luchando contra viento y marea, contra todos, y contra mí misma, lo entiendo lo suficiente; si, a pesar de todo, dudo demasiadas veces, ¿cómo, en dicho caso, voy a convencer a alguien ajeno a mis circunstancias?¿Qué es lo que puedo argüir?¿Con qué argumentos me defiendo? ¿Cómo puedo explicar que esta escena, la que acaban ustedes de leer hace un momento, antes de las famosas tres estrellitas que los que escriben usan para pasar de un tema a otro, como cambia la noche al día, como se pasa de la vida la muerte, repito, esa escena, es una parte habitual de mi vida diaria?¿Cómo explicarles, reitero, que la siento en mis carnes, como toca el látigo del verdugo al reo, bastante más a menudo de lo que jamás hubiera imaginado?
               Y, si yo quisiera, incluso, hasta una vez por día.
              La historia, en esencia, es muy simple. Estoy saliendo con una persona. No mencionaré su nombre. Tampoco nombraré el mío. Nos conocimos hace tres años. Desde entonces, he conocido muy a fondo su personalidad. He llegado a investigar los más intrincados rincones de su alma. Me ha entregado todos los secretos que no ha sido capaz de revelarle a hombre o mujer alguna anteriormente; me ha relatado las oscuras tormentas que, de vez en cuando, como una trágica nube, recorren con preocupante presencia su cotidiana existencia; me ha confesado, entre tinieblas, y en algunas ocasiones, sus más ocultos temores. Y, sin embargo, y a pesar de todo lo que él me ha contado, la parte más importante de su vida, la que realmente interesa para esta historia, él no tiene constancia de ella, por no tener, no tiene ni tan siquiera la sospecha... Porque sólo la conozco yo.
               Y lo más gracioso de todo es que esa... esa persona... A la que he acariciado por todos los rincones de su cuerpo. Que me ha abrazado una y mil veces bajo una noche de estrellas... A quien dedico mi tiempo, por quien programo mis días... La persona a la que amo... El hombre al que quiero...
               ... no recuerda, ni tan siquiera, mi nombre cuando despierta.
               ...
               He tardado en volver a escribir. Tal vez unos veinte minutos. Eso no se puede apreciar en una confesión escrita, como es ésta. Sin embargo, tenía la necesidad de dejar constancia de ello. No quiero ocultarles nada. No quiero ofrecer excusas. Ya invento demasiadas, a demasiada gente... cada uno de mis días.
               Sí, no recuerda mi nombre. De hecho, para Enrique (no quería mencionarlo: ahora me veo obligada a ello), cada vez que me ve, cuando baja a la calle todas las mañanas...
               ..es la primera vez...
               ...o casi la primera.
               Y así llevamos tres años.
              Les dije que salía con él. Bueno, tal vez sea un término inexacto. Que dos personas salgan, implica, y valga la redundancia, eso mismo, dos personas. Pero, ¿qué decir cuando sólo una de ellas está al tanto del asunto? Extraordinario, ¿verdad? No es ningún artificio matemático. No es ningún juego de palabras. Más bien, la explicación es muy simple.
               Enrique está enfermo. Y de hecho, está enfermo por mi culpa.
            Enrique ha perdido la posesión más fundamental del hombre: aquella que nos hace dueños de nuestra propia identidad: la que hace que podamos observar con perspectiva el pasado, para afrontar el futuro; la que reconsidera nuestras acciones remotas, para realizar otras nuevas; la que te dice quién eres, y de dónde vienes: para ponerte en ruta, allá donde vas. Una facultad, cuya pérdida, se considera la pérdida de la vida. Esa facultad, es la memoria.
               No tienen sino que ver a un paciente de Alzheimer para comprobar que es verdad lo que les digo. Esos ancianos que no entienden por qué sus hijos lloran cuando no les reconocen, cuándo les preguntan (otra vez, una vez más) su nombre. Que marchan a dar un paseo, y no pueden volver a casa. Que no saben quiénes son. Que se sienten perdidos, como en medio de un desierto... en su propio dormitorio. Al fin y al cabo, todos (y esto, aunque sea tan cotidiano que no nos demos nunca cuenta, valdría la pena apreciarlo), tenemos un campamento base desde el cual salimos, cada mañana, a lo largo de toda nuestra vida, a enfrentarnos al iracundo y a veces cruel mundo exterior. Ese campamento base son: nuestros recuerdos; nuestro pasado; las imágenes, en definitiva, que hacen de nosotros lo que somos... y lo que alguna vez seremos. Porque nuestra vida no es el número de DNI ni el nombre de bautizo que nos dieron nuestros padres... Son, y al fin y al cabo, las decisiones que tomamos, que nos forjaron a nosotros mismos a partir de la nada... y los hechos que nos recuerdan nuestra trayectoria.
          Nuestro pasado es, en última esencia, nuestro futuro. Y el nexo de unión es, en definitiva, nuestra memoria.           
        Enrique no tiene Alzheimer. Es demasiado joven como para eso. Él, al menos, sí tiene ese campamento base. Sabe quién es. Conoce, efectivamente, su pasado, o, mejor dicho, una parte del pasado, la del período antes de conocerme.
               Pero nada más.
              Encontrarle fue una de esas extrañas casualidades que te brinda la existencia y que, en un principio, no sabes cómo tomar, si para bien, o para mal, hasta que las analizas bastante después de que hubiera sucedido. No sé si lo extraordinario fue su aparición, los gestos, la sonrisa, o, simplemente, la frase:
               -Perdone que le moleste; pero ayer le robé un segundo de su vida, y hoy me gustaría devolvérselo.
               A Dios gracias, era domingo.
               Aquello resolvió muchas complicaciones posteriores.
               Yo le recorrí con la mirada, y le hice una interrogación sin palabras:
               -Ayer-respondió él a la pregunta que nunca sería formulada-. En el edificio donde usted trabaja.
               Y entonces me acordé. Yo salía de una reunión y, en la planta baja, se encontraban los de marketing organizando la famosa campaña de promoción que llevaban anunciando a bombo y platillo durante semanas.
               Chicas muy monas (anoréxicas) en trajes exuberantes (se les veía todo) luciendo una brillante sonrisa (más falsa que Judas), directivos sonrientes (al pensar en los beneficios) de inmaculadas corbatas (ojalá un día se ahorcaran al anudársela), y, sobre todo, flashes, muchos flashes, arriba, abajo, a la izquierda, al otro lado, continua y repetidamente, como una ametralladora de destellos. Y, en medio de todos ellos, un rostro. Un rostro que apenas hubiera pasado desapercibido de no ser porque, entre foto y foto, y en un instante impreciso, me miró directamente a los ojos. Y entonces, sonreí.
               -No pude evitarlo. Al verlo, pensé que no podía apropiarme impunemente de ese momento sin, al menos, mostrarle a la dueña lo que no era sino una obra realizada por ella misma. Así que recorté, amplié: y aquí está.
               Mi sonrisa. Una sonrisa de oreja a oreja. Me sentí halagada. Hacía mucho tiempo que ninguna foto me había mostrado de aquella forma. De hecho, había ya desistido de todos los métodos habidos y por haber de salir favorecida ante una cámara, incluyendo aquello de “cheese”, “whisky”, o cualquier otra clase de comida o bebida pronunciada en anglosajón. Pero aquello...
               -¿Cómo... cómo ha sabido dónde encontrarme?
               -Bueno, ha sido relativamente fácil. Pregunté su nombre nada más usted se marchó, y busqué su dirección en la guía. Temí no poder encontrarla, pero tuve suerte, y fui a su casa esta mañana. El portero me contó que usted solía hacer footing por esta parte del parque y... bueno, aquí estoy.
               Vestía de ropa informal.
               -No es que traiga una vestimenta muy adecuada para la ocasión... pero, si usted no va muy deprisa, me arriesgaré a seguirla.
               Leve sonrisa otra vez por mi parte.
               -¿Lo ve? No es tan difícil conseguirla; desde que la contemplé a usted por primera vez, dos cuerpos por detrás de los dos hombres que eran el centro de la foto que estaba realizando, supe que aquélla era una sonrisa “posible”. No una de ésas que se salen de nuestras posibilidades y que aparecen sólo una vez, de forma casual en nuestras vidas, y no vuelven a presentarse jamás; sino que podía ser repetible y, yo diría más, incluso que puede lograrse que llegue a ser un acontecimiento frecuente.          
               Comenzaba a ruborizarme.
               -¿Andamos un poco?-le invité, y comenzamos a caminar por el parque.
               Menos mal que era domingo.
               Aquello resolvió muchas complicaciones posteriores.
                        *                                          *                                          *                          
               Fue maravilloso. Por donde quiera que lo contemplase.
               A lo largo del paseo, íbamos desgranando cada uno el fino hilo que llevaba a la consecución del tapiz de cada una de nuestras vidas: él me lo preguntó todo. Yo, le insté a no ocultarme nada. Poco a poco, una maravillosa conexión, casi mágica, fue hilvanándose entre nosotros... la parte de cada uno que, por aquel entonces, y en aquel momento de nuestras xistencias, se sentía vacía, insípida, hueca, fue rellenada con la dulce materia que el otro, suavemente, como si fuera un cálido y acogedor fuego, dejaba deslizar con sus palabras...
               Éramos lo que cada uno necesitaba, lo que otro había estado buscando y no había podido encontrar... Él, una mujer sin máscara, sin egoísmos, leal y, al mismo tiempo, sin miedos que la arrinconasen... Yo, una persona sensible, un ser sin prejuicios, un hombre con principios... alguien que, en definitiva, supiera escuchar.
               Se nos acabó el parque, y seguimos por las calles: visitamos monumentos, que los dos ya habíamos contemplado muchas veces, pero que ambos queríamos volver a contemplar bajo la luz atronadora del otro. Una distancia de seguridad al principio... unos gestos amistosos después... las manos entrelazadas, antes de caer la tarde...
               Admiramos escaparates... observamos espectáculos callejeros... entramos en el cine y en el teatro, pero nos salimos porque no podíamos dejar de hablarnos... Comimos, merendamos, cenamos, sin apartar la mirada el uno del otro.
               Hablamos de historia;
               de política;
               de literatura, arte, poesía...
               hablamos de hombres, hablamos de almas...
               de rosas, de espinas, de intensas zarzas...
               Nos confesamos secretos... nos revelamos verdades.
               Yo rocé su frente con mi mano...
               Él, un suave beso, casi inadvertido, en la mejilla... pero sus labios erraron el camino y acabaron en un lugar más adecuado.
               Yo le susurré, con mi silencio, que no se habían equivocado.
                              *                                          *                                          *
               La luna nos descubrió devorándonos a besos y a caricias.
               Abrazándonos, como dos condenados a muerte que saben que no habrá más mañana.
               Estábamos hambrientos cada uno del otro... y ninguno quería pararse a respirar.
               Seguimos paseando. Esta vez, más pausados, más tranquilos... más felices. Cogidos de la mano, y con una sonrisa en los labios. Leves miradas de complicidad... algunos guiños (casi) imperceptibles. Yo había alcanzado el Nirvana.
               Pensamos en ir a tomar algo, pero prácticamente todo el dinero que llevábamos encima había volado entre el cine, el teatro, o un donativo al pobre mimo que tú y yo compartimos en Madrid. Sin ningún otra salida, más que la compañía del otro (y si alguna otra puerta se abriese, nosotros la cerraríamos), vagamos erráticos mientras el mundo, por una vez, dejando de lado su afición al intrusismo, había decidido dejarnos tranquilos.
               Pero el destino, desgraciadamente, no era de la misma opinión.
               Normalmente, y a posteriori, siempre te dices a ti misma que se veía venir. Que nuestros pasos resonaban más en la acera, que el vaho que despedían nuestras respiraciones al contactar con la gélida atmósfera que nos envolvía era cada vez más inquietante... que el leve escalofrío que noté en mi espalda no era sino una premonición de lo que habría de acontecer. Sin embargo, tú en aquel momento no lo sabes. No puedes estar pensando constantemente que algo te va a pasar. Si no, no podríamos vivir tranquilos. No podía ni mucho menos sospechar, y menos... y menos después de aquella embriagadora borrachera de amor en la que Enrique y yo nos habíamos embarcado desde hacía poco menos de 24 horas... que iba a pasar lo que, de hecho, acabó sucediendo.
               Pero ocurrió. Tan sencillo, y tan difícil. Unos pasos detrás.
               Enrique, apercibiéndose, agarrándome del brazo y diciéndome que avanzara más deprisa.
               Pasos más fuertes. Aceleramos al principio. Corrimos al final.
               Enrique llevándome casi en volandas:
               -¡Corre, corre!-gritó él.
               Yo le hice caso. Estaba muy nerviosa. Muy confundida. No pensaba con claridad. No me apercibí de que él, que yo suponía detrás de mí, se había dado la vuelta y plantado cara a los agresores.
       Para cuando me di cuenta de ello, para cuando volví al punto de partida, Enrique ya no estaba.                                                                                        
               Me quedé sola.
                              *                                          *                           *
             Enrique apareció en una posición tétrica y absurda cuando lo encontré tirado al final de las escaleras que conducían a una estación de metro clausurada.
             A duras penas conseguí ayuda: está herido, le han atacado, imploraba yo a los transeúntes. Pero aquellos a quienes suplicaba me investigaban los ojos y los brazos para saber qué oscuras sustancias había introducido en mi cuerpo aquella noche, sustancias que, sin duda, habían llevado a mi amigo a aquel estado. Finalmente, alguien se dio cuenta que, aunque nos parezca mentira, un extraño por la calle puede estar diciendo la verdad, y ese hombre tirado en la esquina puede no ser un yonqui, sino la persona más maravillosa del mundo, atropellada por la falta de misericordia de la autopista de la vida. El hombre (bajito, gordito, un poco calvo, un don nadie, pero, como supe a partir de entonces, un héroe de carne y hueso, de ésos que pasan por la calle y ni te das cuenta de ello), demostró una fuerza de la cual no le creí capaz al levantar a Enrique encima de sus hombros y llevarle hasta su coche. Nos dirigimos al hospital.
               Tubos fluorescentes, batas blancas, paredes de un horrible y repugnante color verde. Tú hablas de miedo, de angustia, de soledad... Los médicos hablan de radiografías y de números que para mí no tienen sentido alguno. Ellos hacen su trabajo, se aferran a su ciencia para salvarle la vida, como si esa misma ciencia fuera lo único que existiera en el mundo. Yo simplemente no entiendo... probablemente, algo falle en todo esto; y me niego a creer que pueda ser yo.
Paso la noche sentada, la mirada en el vacío, las manos en mis sienes, a punto de reventarme la cabeza del dolor; gotas, de lluvia, de lágrimas, no lo sé, empapaban el sucio suelo del hospital. Las otras personas de la sala de espera se hacían un ovillo en cada uno de sus asientos, cada uno sumergido en sus propias cavilaciones. Ninguno contemplaba a los demás; tal vez por respeto, tal vez por egoísmo. No lo sé. Ningún puente se tendió entre ninguno de nosotros aquella noche. Probablemente, en esta enorme ciudad, me habré cruzado con ellos miles de veces, sin saber de dónde vienen ni adónde van, y me cruzaré con ellos muchísimas más. Y nunca me importará un comino lo que les pase a ellos.
               Igual que a ellos tampoco les preocupa lo que me pasa a mí.
               Finalmente, Dios sea loado, alguien me habla; una anciana señora de pelo
blanco farfulla algo entre dientes.
               -¿Sí?¿Oiga?¿Qué es lo que quiere decirme?¿Qué quiere que yo le cuente?
               Pero no habla conmigo. Habla con una niña, que murió hace veinte años.
               Habla con fantasmas que, aún muertos, le persiguen en sus sueños. Habla del barrio en el que sus hijos perdieron la vida. Habla conmigo, y con nadie... no se habla consigo misma.
               Llega una doctora embutida en su pijama verde. Me estremezco sólo de
mirarla. Se acerca a mí y yo me levanto.
               -La operación durará varias horas. Lo digo por...
               Interrumpió su discurso. No sabía por qué lo decía.
               Interpelé con mi mirada a sus ojos.
               -¿Se salvará?
               Ella lanzó un largo suspiro.
               -Tiene una lesión muy complicada en el cerebro. Necesita toda la ayuda posible...
               Calló antes de continuar.
               -Y toda la suerte del mundo, también.
               Al ver que mis ojos se cerraban, y que agachaba la cabeza, ella apoyó su mano sobre mi hombro, y apretó levemente, en un gesto que trataba de ser consolador. Sin embargo, ella misma se dio cuenta de que no funcionaba de nada.
               La doctora se marchó. Yo seguía estando de pie. Volvía a estar sola.
               No fue hasta el día siguiente hasta que recibí nuevas noticias. Me llevaron al despacho del principal responsable del caso de Enrique. La habitación se asemejaba, a mis ojos, inhóspita y antinatural. Las personas que me rodeaban, no ya por sus intenciones, sino por la situación en la que me encontraba, me lo parecían también.
               -¿Qué relación guarda usted con el paciente?
               La pregunta me pareció abrupta e hiriente; y, no obstante, lógica a pesar
de todo. Tragué saliva y respondí, aún de pie:
               -Soy su prometida.
               El médico se ajustó las gafas.
               -Entonces podrá respondernos a algunas preguntas. ¿Su prometido tiene familia?
               “Mis padres han muerto hace poco, con espacio de muy pocos meses. Mi hermana desapareció cuando hacía un reportaje en Colombia sobre la guerrilla del país. Ya han pasado casi nueve meses, y aún no sabemos nada”.
               -No.
               -¿Qué clase de profesión desempeñaba su marido?
               -Es fotógrafo. Trabaja por su cuenta, a quien quiera contratarle.
               -¿Tiene algún asalariado trabajando para él?
               -No, ninguno.
               -¿Suele realizar grandes desplazamientos por su trabajo?
               -Depende exclusivamente del trabajo, nunca de él.
               -¿Hace cuánto que se conocen?
               -Tres años.
               -¿Tiene usted algún pariente al que deba atender?
               -No.
               -¿Viven sus padres?
               -No.
               -¿Algún tío?
               -¡No!¡Basta, basta, basta!, ¿qué es lo que le pasa, me lo van a contar, o no?
               Un silencio ensordecedor acabó de enrarecer el ambiente en el que se cruzaban nuestras miradas por encima de la mesa del facultativo. Éste, con rictus de consternación, giró la cabeza hacia la enfermera, e hizo un ligero gesto de cabeza. Ella asintió, y alargó una carpeta que, aunque yo no me hubiera dado cuenta, había permanecido durante todo ese tiempo en sus manos.
               -Ésta-el médico desplegó las radiografías y demás documentos sobre la mesa y señaló una de ellas-es la realidad. Cayó desde una cierta altura. Por unas escaleras. Se golpeó la cabeza varias veces. Eso ya lo sabemos. Lo que desconocíamos era... si quiere que lo definamos así... el hecho de la simetría de la lesión.
               Permanecí imperturbable, instigándole, con mi mirada, a continuar explicando.
               -Su prometido, señora...-calló al observar mi gesto fruncido-... su prometido, en fin, debería presentar lesiones difusas por todas partes de su cerebro y, por tanto, afectación de múltiples sistemas. Sin embargo, el azar, como en todas las cosas, juega un factor importante en este tipo de accidentes, y, en este caso, y si me permite afirmarlo sin ninguna ironía, ha actuado... de forma un poco juguetona.
               Me senté entonces. Sin pedir permiso, alargué la mano hasta el paquete de cigarrillos del doctor, cogí uno de ellos, e hice un gesto pidiéndole fuego a este último, que hizo concesión a mi petición. Sabía repugnante. Hacía varios años que había conseguido dejarlo. Y encenderlo no me había, ni mucho menos, calmado.
               -¿Qué quiere decir eso?
               El médico suspiró hondamente.
               -El daño ha sido casi exclusivo de los lóbulos temporales. Y, aunque no podemos saber a ciencia cierta hasta qué punto han llegado los daños, lo más probable es que sólo le haya sido afectada... la memoria.
               Me tembló el labio inferior tras aspirar el humo del cigarrillo:
               -¿Eso quiere decir... que tendrá amnesia?
               El médico se encogió de hombros.
               -No necesariamente. Pueden ocurrir muchas cosas. Habrá que observar la evolución en los próximos días para descubrir cuál es el auténtico resultado de esta lesión.
               -Pero, dígame, ¿se puede recuperar?¿llegará a recordar quién es?
               Apretó los dientes el hombre de la bata blanca.
               -No se trata tanto del pasado remoto... como del más reciente. No... no puedo asegurarlo a ciencia cierta, pero lo más probable sea que su prometido sí que recuerde todo lo anterior a un determinado punto de la línea temporal...
               Le temblaban las manos. Él también cogió un cigarrillo.
               -El problema, sin embargo, es que, muy probablemente... no pueda volver a almacenar nuevos recuerdos...
               Cerré los ojos.
               La cabeza me daba vueltas.
               -Y... ese efecto... ¿es irreversible?           
               El médico agachó la cabeza.
               -Con casi total seguridad.
               Aplasté el cigarrillo con fuerza contra el cenicero, como si estuviera estrangulando a un ser humano. Me pasé las manos por la cara.
               Quedé pensativa. Los ojos en blanco, la mirada perdida, mi rostro, pálido como la nieve del frío invierno que se cernía delante del futuro de Enrique... y el mío propio.
               Me levanté con violencia. Me di la vuelta. Avancé unos pasos. Llegué hasta la puerta. La abrí con determinación.
               Y, justo antes de salir, una duda.
               -Ha dicho usted un punto.
               El médico, abstraído ya en sus propias cavilaciones, levantó la cabeza.
               -¿Perdón?
               -Ha dicho usted un punto de la línea temporal. ¿Cuál es ese punto?
               El otro movió la cabeza de un lado a otro.
               -No estoy seguro. Puede ser el momento del accidente... o tal vez hasta un punto en que los recuerdos no estén excesivamente consolidados, por ejemplo, por la fuerte acción que ejerce el sueño para mantener nuestra memoria. Éste día-afirmó-puede haber sido...
               Supo que tenía que continuar ante mi mirada expectante.
               -... el primero, y el último, del resto de su vida.
                              *                                          *                           *
               Los siguientes amaneceres los pasé meditabunda al lado de una cama de hospital. Allí, cubierto de vendas que ocultaban la mayor parte de su cráneo, y de su rostro, y de algunas más que protegían las zonas dañadas del resto del cuerpo, nadie hubiera podido decir que, en otro tiempos, las facciones de Enrique hubieran sido hermosas e, incluso inspirasen, al ser contempladas, una especie de paz interior. Nadie, excepto yo.
               Su recuperación fue lenta, pero constante. Tal y como sospechaban los médicos, ninguna de sus otras funciones había quedado afectada. Pudo, al cabo del tiempo, andar, vestirse por sí solo, alimentarse e, incluso, comenzó a pronunciar algunas palabras. Yo asistía, como todos los demás, pero incluso más que los demás, atenta y muda al espectáculo de ver cómo una vida, que ha estado a punto de ser cercenada desde sus raíces, vuelve a brotar con la misma fuerza con que lo hizo, otrora, en momentos más felices... o casi. Porque, con el tiempo, y aunque los empleados del hospital no supiesen apreciarlo, había un hecho que era cada vez más evidente.
               Enrique no me conocía.
               Los médicos habían acertado casi de pleno. Aunque no se acordaba de nada de aquellas últimas 24 maravillosas y, al mismo tiempo, trágicas horas, Enrique era capaz, en efecto, de rememorar su pasado antes de aquella mañana en la que decidió levantarse para buscar a aquella persona la cual, en aquellos momentos, lloraba amargamente, al lado de su cama, al observar desesperada los ojos confusos de (sí, confiésalo por fin, sí) su amado. Pero sin embargo, y como todos habían temido, Enrique no podía, en su memoria, volver a almacenar nada más... y aún peor.  Porque tampoco recordaba completamente todos los aspectos de su pasado antes de aquel día de tan trascendente despertar. Porque, como consecuencia del trauma, también había olvidado un recuerdo que iba íntimamente ligado al hecho de la agresión de aquella noche y que, sin duda alguna, había sido el causante último de la tragedia, y que por tanto, su mente, agarrotada por las circunstancias, se veía obligada a eliminar.
               Y ese recuerdo era yo.
               Con el tiempo, las connotaciones se hicieron más dramáticas, a semejanza de un folletín francés del siglo XIX de Dumas o Víctor Hugo: y es que Enrique, a pesar de todo, no había perdido completamente su memoria anterógrada o, si prefieren un término menos académico, la capacidad de almacenar nuevos recuerdos; podía, en efecto, capturar, atrapar, unos cuantos instantes de vida al presente, y mantenerlos guardados, tan pocos eran, poco más que en el cuenco de sus manos... Pero, al mismo tiempo, esos recuerdos, los iba perdiendo y, todo ello, con una cierta periodicidad. Cada vez que el sueño intentaba, en vano, organizar algunos de los hechos acontecidos a lo largo la jornada precedente -el hospital, las enfermeras, mi propia presencia-, su cerebro se declaraba incompetente; no era posible: no era capaz. Quiere decir eso que bastaría, entonces, con que sus párpados se cerrasen, y su conciencia se nublase, para volver a olvidar y, al día siguiente...
               .. se despertaría, exactamente, con los mismos recuerdos que ayer. Y que el día anterior. Y el anterior. Y así sucesivamente.
               Cada día sería el mismo día, así, hasta el final de su vida, por los siglos de los siglos, amén. Cada día, volvería a ser domingo, y se volvería a levantar pensando que ayer fue sábado, del mismo mes, y del mismo año, con tan sólo, únicamente, una notable diferencia...
               Que, en esta ocasión, él no iba a salir a buscarme.
               De hecho, ni tan siquiera sabría por qué habría de encontrarme.
               No es fácil asimilar la tragedia. No es fácil asimilar que la persona a quien aún ayudas a lavarse y peinarse te mire con expresión de estupor mientras lo haces; no es POSIBLE, aguantar la presión de una mentira, saber que, aunque nadie se atreverá a decir nada, muchos sospechan de que un enamorado no reconozca, ni en el más mínimo detalle, a su prometida...
               Se lo expliqué. Se lo expliqué una y mil veces. En público, mintiéndole a él y a mí misma, y en privado, revelándole la triste y cruda realidad. La forma de conocernos. Nuestro paseo por el parque. Los abrazos, los besos, el ataque... la huida... Lo escuchó, lo comprendió y lo aprendió: pero volvió a olvidarlo otra vez.
               Poco a poco, fue recuperándose. Y, al mismo tiempo, fue haciéndose evidente que no podía permanecer en el hospital por más tiempo. Ahora se trataba de iniciar de nuevo su vida... de la mejor forma que pudiera.
               La entrevista última que mantuve con el médico a su cargo fue dolorosa y significativa.
               -Será difícil-argumentó-. Lo que suele hacer la gente es llenarlo todo de post-it por todas partes. Uno en la mesita de noche: “hace tantos años sufriste una serie de golpes por la cual perdiste la capacidad de almacenar nuevos recuerdos, de tal forma que ahora sólo puedes guardarlos en tu memoria durante aproximadamente un día”. Otro en la nevera “hoy estamos a tantos de tantos del no-sé-cuántos. Ayer acordaste con Jorge que ibas a realizar tal o cual encargo”. Etc, etc.
               La escrutó con expresión adusta.
               -Incluyendo, claro, los aspectos emocionales del asunto.
               Sonreí tétricamente. Yo sabía que él se había dado cuenta de que yo no era
su prometida. Sin embargo, al médico le convenía obviar ese pequeño detalle. Al fin y al cabo, y sin parientes, Enrique iba a necesitar a alguien que le ayudara a valerse por sí mismo. Y la persona más adecuada, sin obligaciones familiares de ningún tipo, y con una profesión liberal que permitía una cierta libertad de movimientos, era yo. Así pues, la mentira, de alguna manera, dejaba tranquilo al doctor... y, de alguna manera, pensaría él, me servía a mí.
               -Tendrá que mandarnos una especie de... informe periódico de progresos... si algo ha cambiado, si él recuerda más cosas... o si se le olvidan más... En fin, ese tipo de cosas.
               Asentí levemente. A punto ya de marcharme, el médico asió, firme, mi brazo izquierdo y, sin variar el más mínimo gesto de su expresión, preguntó:
               -¿Está segura de lo que hace?
               A lo cual respondí:
               -¿Lo estaría usted?
               Lo llevé a su casa ya de noche. Se mostraba confuso. Preocupado. Sin asimilar muy bien todas las informaciones que le habían sido reveladas esa misma mañana. Durante esas semanas (¿o fueron meses?) de hospitalización, se pareció muy poco al Enrique que yo había conocido a lo largo de tan sólo unas cuantas horas. Y, sin embargo, sospechaba (o quería sospechar, tal vez) que, si se le dejaba suficiente tiempo, ese Enrique podría aflorar otra vez.
               No me equivocaba.
               A los pocos días de su recuperación, llamaron varios clientes habituales, y algunos nuevos. Yo, que me había hecho una copia de las llaves de su piso, al cual llegaba todas las mañanas, me encargué de informarles a todos ellos que, al menos por un tiempo, Enrique no estaría disponible para ningún servicio que le requiriesen. Llegaba poco después de las ocho, cuando calculase que Enrique hubiera despertado (sus hábitos, perennes, seguían siendo los mismos, una y otra vez, como siempre, hasta el juicio final), me sentaba en el sillón, me presentaba (nunca, jamás, en aquel piso, le conté la auténtica historia; me inventé miles, al cabo del tiempo, sobre la forma en que nos conocimos, todas distintas, pero todas, sin embargo, con un nexo común: no mencionaba los besos; tampoco mencionaba que fue un poco a causa de ellos por los que él caminaba aquella noche por un lugar en el que pudieran asaltarle, ni por qué, ni por quién, sacrificó sus recuerdos aquella noche fatídica; sí que lo hice, por inercia, aquellas primeras veces, en el hospital, anonadada por las circunstancias, cuando los médicos y enfermeras no estaban presentes; ahora, sin embargo, con algo más de iniciativa, y mucho, mucho miedo a mis espaldas, no me atrevía, como si con ello lo evitara, a contar la verdad sobre el asunto: esperaba, supongo, que, a fuerza de contarme mentiras, yo misma, un día de éstos, me las acabara creyendo); y tras presentarme, y tras la mentira (el pan nuestro de cada día, dánosle hoy), un largo silencio. Le costaba hacerse a la idea. Hoy, como ayer, y como mañana. Siempre los mismos gestos, con el valor de la autenticidad y, sin embargo, tan repetidos, día a día, que podría jurar que en cada ensayo iba adquiriendo con mayor veracidad la identidad del personaje que le había tocado representar en aquella cómica tragedia (tal vez, macabra comedia). Luego, después de ese intenso, sepulcral silencio, me levantaba, muy buenos días, dos besos, y marchaba a mis obligaciones. Y así, hasta el día siguiente.
               No sabía lo que hacer.
               Me imaginaba, a lo largo del día, cómo debían ser sus pensamientos. Atormentados, suponía. Suicidas, me imaginaba. ¿Contemplaría, tal vez, una imagen desconocida en el espejo, a pesar de ser la misma? Nunca lo llegué a saber a ciencia cierta. Más de una vez quise averiguarlo. Más de una vez quise acompañarle en aquellos momentos de angustia. Más de una vez, tuve ganas de insultarme a mí misma por no ser lo suficientemente valiente como para estar con él en esos terribles instantes... Pero no podía.
               No podía porque, pensaba, no puedo revelarle la verdad. No puedo decirle que he sido yo. Que lo hizo por mí. Que su vida ha sido arruinada porque... porque... porque, un maldito día, fue a fijarse en una foto que, si él la hubiera dejado pasar, hubiese sido, tan sólo, una estúpida imagen más. Yo no tenía ningún valor, mi vida no tenía ningún sentido; y, sin embargo, y por ella, por protegerme, él había destrozado la suya, y arrojado su futuro por la ventana. No era justo. Y puesto que no era justo, yo no hubiera podido soportar, al mirarle, su mudo y silente juicio. Aunque él nunca descubriera la verdad. Aunque él, todas las mañanas, se creyera, sin rechistar, muchas y muy distintas mentiras; a pesar de que, pensaba yo, si se lo contara todo, al día siguiente, como el menos rencoroso de los amigos, lo hubiera olvidado todo.
               Sin embargo, no fueron, incluso aunque así lo desearan mis miedos, nuestros únicos contactos. A pesar de vigilar cuidadosamente sus necesidades personales, de tal forma que incluso traía por la mañana la comida necesaria para que en el frigorífico no faltara de nada, a pesar de haber hablado con sus amigos (fue ligeramente excitante, confieso, investigar en su agenda para buscarles; aunque, también, confieso, sentí, tal vez con razón, que era su intimidad más profunda la que estaba violando con ese gesto) para que fueran a visitarle periódicamente (para ellos fui siempre, sin dudarlo, la asistente social que cuidaba de Enrique); a pesar de todo, él me llamó varias veces al trabajo. Me pedía que comiéramos juntos. Quería que le explicase más a fondo lo que le había ocurrido, quería hablar con alguien que supiera de qué iba el tema, quería, simplemente, revelar a alguien sus temores, satisfacer su necesidad, imperiosa, de hablar, de sentir... De llorar... Las primeras veces me excusé torpemente, replicando que otros asuntos me requerían. Sin embargo, avergonzada de mis actos, y al poco tiempo, comencé a aceptar sus invitaciones. A Dios gracias, él perdonó todos mis desplantes. En su situación, podía –o más bien, era incapaz de no hacerlo- conceder muchas segundas oportunidades.
               Así pasaron un mes, y dos meses. Y a pesar de que yo ya había aprendido a aceptar las cosas con algo más de naturalidad, y a pesar de que los silencios eran cada menos incómodos, no podía seguir así. Por varias razones. Primera, la monetaria. En aquel momento, yo mantenía a Enrique; y eso era posible, relativamente, debido a mis ingresos... pero sólo hasta cierto punto. Y segunda, la más importante, la emocional. Era un capítulo de mi vida que, tan triste y doloroso era, se tenía que cerrar. Y, a pesar de todo lo que costara, tenía que hacerse ya.
               Así pues, lo decidí un día. Acompañé a Enrique hasta su casa, escuché cómo se acostaba, y puse los famosos post-it por todas partes. Había avisado a sus clientes habituales, a lo largo de todo el día, de que podría comenzar de nuevo a trabajar. Se lo expliqué todo a Enrique acerca de su nuevo modo de vida, a través de las pequeñas, diminutas, misivas de papel amarillo, y conseguí que una voluntaria de la Cruz Roja aceptara el que, periódicamente, fuera a casa de Enrique a cambiar los post-it para irlos actualizando. Con ello, el capítulo de obligaciones quedaba cerrado. Y, sin embargo...
               Rompí todos los post-it. Los intenté rajar de arriba abajo con mis manos... pero eran demasiado cortos para satisfacer mis violentos arrebatos. Los arrugué, les escupí, los tiré por la ventana; marché a mi casa, abrí la puerta, y la emprendí con los cristales de las ventanas. Cuando estuvieron deshechas, intenté llorar sin lágrimas, aunque éstas acudieron, aún sin haber sido invitadas. No podía parar de sollozar.
               No podía imaginar, el no volver a ver a Enrique jamás.
               Al día siguiente, me desperté. La resaca del día anterior aún duraba. Muchos litros de alcohol, y muchos más de lamentos. Daba tumbos a lo largo del pasillo mientras me reprochaba la estupidez de mis actos.
               Sin saber muy bien qué lógica me movía, me vestí de chándal, salí a la calle, y comencé a correr.
               La carrera me llevó hasta el parque. Hasta el mismo lugar que lo inició todo. Hasta el fatídico día, en que todo aconteció.
               Me senté en el mismo banco. Oteé al horizonte.
               Y entonces le vi.
               Como si no hubiera pasado el tiempo. Como si fuera la primera vez.
               Y entonces lo entendí. Lo entendí antes de que pronunciara las palabras.
               Palabras que yo ya sabía que iba a pronunciar.
           -Perdone que le moleste; pero ayer le robé un segundo de su vida... y, hoy, me gustaría devolvérselo.
                                             *                                          *                           *
               Por fin. Mi corazón latía enfervorecido a cada paso que dábamos. Y recordaba, los labios silenciosos, mi garganta ansiosa de gritar, las palabras que, alguna que otra vez, había tímidamente susurrado aquel médico:“Sí, en efecto, señorita. Es posible que su prometido haya perdido algún recuerdo que en teoría sí debería encontrarse en el interior de su mente, pero que fue tan doloroso, debido al trauma al que iba asociado, que su subconsciente lo haya relegado hasta lo más profundo de su memoria. Sin embargo, hay una enorme diferencia entre este hecho y el problema que, en general, afecta a su prometido; y es que, mientras el resto de su vida no es recuperable, este recuerdo, que vaga allí, por alguna parte, y pugna por salir, lo hará nada más su mente haya podido, al menos en parte, recuperarse del trauma. Y, cuando lo haga, emergerá tan fresco y límpido, como si nunca, jamás, hubiera sido olvidado”.
               Así pues, había ocurrido. Se acordaba de mí. Y salía a buscarme. Un día más. Era domingo. Era una mañana fresca y lozana de primavera en la que se había dicho a sí mismo que tenía que buscar a su amada. Era el día, en que me encontraría. Era el día, en el que yo estaría allí. El día, en que por fin nos conoceríamos.
               Y así empezó todo. Un día, tras otro y tras otro. No podía contener una felicidad que, en cada minuto, salía precipitadamente a través de una estentórea carcajada. Ya no tenía que explicar nada; no tenía que presentarme: Enrique YA sabía desde un principio quién era yo. Y venía directamente a buscarme.
               Y yo le esperaba, todas las mañanas, en aquel banco del parque, deseando, expectante, que él llegase.
               Menos mal que era domingo. Si hubiera ocurrido un lunes, tal vez (y sólo tal vez), las obligaciones laborales de Enrique le hubieran conducido -entonces y ahora- a ignorar, pesaroso, la búsqueda de la mujer de la fotografía, y nunca nos hubiéramos conocido, ni en aquella primera oportunidad, ni en ninguna. En aquel instante, en que divisé, por segunda (y casi la mejor vez) la figura de Enrique, caminando pausadamente hacia mí, lo supe... Supe que ése, aquél, era el día, el que iba a revivir, una vez más, y para siempre... durante el resto de mi vida. Como una soñadora colegiala, fantaseaba, elucubraba, sobre una vida entera al lado de Enrique, con ese encanto, esa dulzura, ese aroma, ese mágico y especial candor con que se viven, en toda pareja, los inicios... Nada de rutina, nada de dos personas desencantadas durante años de una convivencia vacía, nada de ¿cariño, dónde dejaste la pasta de dientes? Sino siempre, y por toda la eternidad, los principios... los emocionantes tanteos... los deshojares de margaritas... la seducción, los cumplidos, el romance... noches de rosas rojas y de corazones ardientes... de suaves gestos, y aún más dulces palabras...
               La noche en que uno pone el mayor esfuerzo por conquistar a la mujer que ama... sin saber que, desde un principio, ella está ya más que conquistada.
               Y al atardecer, un beso, que es el que sabe mejor... porque siempre fue el primero.
               Tomé una decisión. Mis negocios andaban ya lo suficientemente bien como para que yo no tuviera que estar constantemente al tanto de ellos; tan sólo necesitaba alguien que lo hiciera por mí. Así pues, designé un cargo de confianza, le insté a mantener conversaciones periódicas a las seis de la mañana para mantenerme informada y autorizarle futuras actuaciones... y me dediqué a vivir mi propia vida. Una maravillosa existencia, que quería compartir junto a él.
               Éste, es mi sino. Mi destino. Mi bendición y, al mismo tiempo, mi maldición más nefasta. Porque, como ya saben ustedes, no todo es perfecto. Algunas cosas, de hecho, ni siquiera se acercan de lejos.
               Procuramos escoger, en días laborales, y en horas de apertura de tiendas, lugares en los que no resulte demasiado evidente que hoy ya no es domingo. No podemos leer periódicos, los cuales reflejarían la fecha que el resto del mundo, sin nuestro permiso, ha decidido vivir (o, mejor dicho, fechas en desacuerdo con la que decidimos vivir nosotros). También he de medir mis palabras cuando me vienen a la mente algunos de los temas más recientes: de hecho, Enrique debe ser la única persona de todo Occidente que no conoce nada acerca del 11 de septiembre. Además, de un tiempo a esta parte, Enrique no se reconoce. Se encuentra, por la mañana, ligeros cortes en la cara que ayer no estaban... o le sale una cana, de improviso, que no advirtió en el espejo la noche anterior... Y, por supuesto, está siempre el inefable problema del futuro.
               -Hoy no nos ha dado tiempo a ir al cine.
               -No te preocupes, cariño. Iremos mañana.
               -Tengo ganas de ver el nuevo espectáculo en el Coloso.
               -Mañana.
               -¿Por qué no hacemos un viaje a...?
               -Mañana, mañana, mañana...
               Al final, sí, desde luego, acabamos yendo a todos esos sitios... Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que no hay planes a largo plazo, ni a corto siquiera. La cuestión es, que aunque él lo quiera, nunca llegará a cumplir sus promesas.
               También está la cuestión del... pasado. Día a día, yo voy conociendo cada vez más acerca de Enrique. Sus detalles más íntimos y personales. Sus gestos más cómicos. Sus pequeñas manías. Y eso tiene sus ventajas; pero también sus inconvenientes. Como el rostro de Enrique cada vez que demuestro saber algo que, en teoría, debería desconocer. No es un rostro acusador, ni de reproche... pero sí, molestamente comprometedor. Sí, de ligera sospecha. Tal vez, con cierta capacidad de delatarme, y de demostrar mi culpa.
               Sin embargo, y en contraste, él no sabe casi nada de mí. No aprende. No puede aprender. No me conoce. No es posible tratar un tema a lo largo de varios días seguidos porque ese tema, en realidad, será completamente nuevo para él. Y una se cansa de repetir ciertas cosas. Intenta darle nuevos enfoques: cambiar el tono de la conversación; insistir en otros aspectos de tu propia vida. La verdad es que no nos aburrimos: eso sería, pienso encantada, completamente imposible... Pero a veces, y sólo algunas veces, me gustaría observar más a menudo aquellas miradas cómplices que cruzan los miembros de una pareja entre sí; aquellos recuerdos mutuos, aquello que los dos han vivido juntos, en definitiva, aquellas pequeñas rutinas...  de las que tanto me he quejado, y a las que, demasiadas veces, he llegado a despreciar.
               Y, volviendo a los planes a largo plazo... efectivamente, haberlo, haylo, existe un plazo... pero éste es tan sólo de veinticuatro horas. ¿Adónde ir entonces?¿A Barcelona?¿A Galicia?¿A París, Londres?¿Por cuánto tiempo?¿Dos, tres días?¿Cómo hacerlo?¿Cómo superar ese inexorable límite, esa complicada trampa que nos tiende el reloj por cada hora que pasa?¿Cómo salvar esa barrera insalvable, no impuesta por ninguna ley humana, la mayor de las cuales es siempre revocable, sino por el implacable peso de la biología?¿Cómo, en definitiva, despistar al dios Cronos... si éste se empeña constantemente en seguirnos como si fuera nuestras sombras?
               Una vez lo intenté. Corrimos. Intentamos escaparnos. Anduvimos toda la noche, de bar en bar, de local en local, de esquina en esquina. Yo saltaba, brincaba, gritaba, convencida de que, de esta forma, y cuanto más fuerte gritásemos, más difíciles serían de sofocar nuestros gritos... que, cuanto más viviésemos, más arduo sería quitarnos la vida... Fue una noche de excesos, una noche que vivimos... como si fuera la última que fuéramos a compartir, vivir juntos.
               Al principio todo fue bien. A las cinco de la mañana, seguíamos en pie... y seguía acordándose de mí.
               A las seis, empezó a tambalearse.
               Le daba vueltas la cabeza. Se sentó para recuperar el equilibrio.
               No fue progresivo. No fue gradual. Fue rápido. Fue confuso.
               Fue terrible.
               Mágico... y, al mismo tiempo, estremecedor. Agachó aún más la cabeza, la movió a un lado y a otro, la levantó y preguntó:
               -¿Dónde estoy?
               Y sus ojos, vidriosos, pedían un descanso.
               Su mente no era capaz de concederle más.
               Le llevé a su casa. Le acosté en su cama.
               Se despertaría, sin duda alguna, muy tarde. Esa mañana, la tuve entera para reflexionar conmigo misma... Comprendí que me lo había jugado todo a una derrota segura... y que no había habido milagro.
               La esperanza empezó a resquebrajarse. El ánimo comenzó a desfallecer.
            También está otro tema; al cabo de un tiempo, y aunque sus besos fueron tan puros, y tan hermosos, y con la misma sinceridad y fuerza que el primer día, necesitábamos dar un paso más, y por ello, ha habido días, unos cuantos... en que me he acostado con Enrique. No es fácil hacerlo. Tampoco es del todo agradable. Tengo que forzar mucho las cosas. Al fin y al cabo, es nuestra primera cita, y no es el momento más propio para intentarlo... Y, sin embargo, no me queda otro remedio. Me gustaría que fuera de otra manera. Me gustaría que ocurriera, así, simplemente, sin más, de un modo natural, como lo llevan haciendo hombres y mujeres durante siglos... Pero para avanzar en una relación, y llegar hasta ese punto, hay que ir lentamente, dar varios pasos... y la vida, en este triste tablero de ajedrez que nos ha tocado jugar a Enrique y a mí, sólo nos permite hacer, cada vez, un movimiento. Y luego, volver atrás... Un solo movimiento. Ahora o nunca; todo o nada. Aquí nada es gradual. Nada, después de todo, en nuestra vida, es demasiado normal.
               Y después de una noche de caricias y besos, de abrazos, de te quieros, de pasión, de romance, de manos que se deslizan, de labios que se escapan, de pieles que sienten... después del júbilo, la alegría, después del amor... llega el después:
               -Pero aún así... tengo necesidad de hacerte esta pregunta.
               Oh, no.
               Otra vez no.
               -Mañana.
               No.
               -Mañana.
               Sí.
               -Mañana.
               Jamás.
               Amor de un día. Sueño, de una noche de verano. Excepto, tal vez, para mí.
               Pero mientras que Enrique, aunque no las tenga, aunque no las disfrute jamás, puede siempre imaginar segundas partes, y, al no ser consciente de que nunca las llegará a probar, no tiene sobre su mente esa pesada carga, yo sí que la he de soportar.
               Porque, tal vez, esta relación sea de algo más de un día. Tal vez, mucho más larga de lo que Enrique pueda haber jamás imaginado. El problema es...
               ... de qué sirve tener algo con alguien... si no eres capaz de compartirlo con esa persona. Si no puedes decirle lo que te gusta lo vuestro. Si no puedes demostrarle lo encantada que estás con esa relación. Lo sólida que ha llegado a ser. Lo comprometida que ha llegado a estar... tan íntima, que, cuando hablas con él, sientes que son sus palabras las que te desabrochan lentamente los botones hasta quedarte desnuda... y rezas porque él siga hablando...
               De qué sirve quererle... si no puedes decirle, de verdad, para que él se despierte con ese sagrado recuerdo al día siguiente, que le amas.
               Suelo marcharme a las cinco de la mañana, en esos casos en que nos acostamos. Ya he cogido práctica. Consigo que su sueño ni tan siquiera se altere. Es como si no hubiera estado allí jamás. Quizás, porque, para él, realmente, nunca he llegado a estarlo.
               Pero una vez, casi me quedé.
               Casi me venció el orgullo. Casi luché contra mí misma, sin ningún aspaviento, sin ninguna violencia, simplemente, quedándome allí. Entre las sábanas, a su lado, despertarme, una vez, tan sólo una vez, los dos abrazados, algo que, a pesar de tanto tiempo, no he llegado a hacer jamás. Mi lucha era la pasividad, la falta de movimiento. Se trataba, simplemente, de esperar. Hasta que el sol penetrara, y su luz nos invadiera más allá de las cortinas. Aguardar el día. Quedarme... y no marcharme jamás.
              Y contárselo todo. Contarle nuestra vida. La vida que es suya y mía, la que estamos compartiendo, día a día, aunque él no sea consciente de ello. Decirle que mi presencia allí no es nueva, que ya viene de largo. Que me despierto todas las mañanas a su lado. Que hemos paseado kilómetros; que nos hemos cruzado con millones de personas; que nuestras manos, se han rozado, miles y miles de veces, a pesar de que él no lo recuerde... Y decirle que no importa que mañana olvide lo que le he dicho, porque yo se lo repetiré; una y otra vez; todos, y cada uno de los días de su vida... y que nunca le olvidaré... aunque él sí que lo haga. Que nunca me separaré de él... aunque su mente haga trampas.
               Que le quiero. Que le adoro.
               Que no quiero despedirme de su abrazo.
               Lo creí. Por unos instantes creí que iba a poder hacerlo.
               Hubiera sido posible. Al fin y al cabo, si hacía el ridículo, daría igual. Al día siguiente, Enrique no se acordaría. Podría volver a afrontarlo. Podría, reflexioné yo, podría volver a intentarlo.
               Me pudieron los nervios. Los nervios, y el miedo. Mi incapacidad por explicarle todo aquello. La dificultad de asumir que una desconocida es ahora la que está a cargo de tu vida. O peor aún.
               Confesar que, quieras o no, estás jugando con él. Que le estás haciendo vivir una mentira, aunque él no sea consciente de ello. Que, para olvidarte de que tu eres la causante de sus males, para perdonarte a ti misma, para hacerte feliz...
               ... le estás manipulando como un títere... el cual, inanimado, no sólo no puede defenderse... sino que tan siquiera puede quejarse. E, incluso, cree que le estás haciendo algún bien.
               Cuando, en realidad, sólo te lo haces a ti misma.
               Me marché a las seis.
               El sol todavía no había salido.
               Me pasé todo el día siguiente llorando. No salí al parque.
               Así pues, renuncié; no me atreví, tan siquiera, a intentarlo. Lo que hiciera, o dejara de hacer, de ahí en adelante, partía de una premisa básica: sólo duraría un día. Me condenaba a esta vida, a este estilo de vida, por siempre jamás... hasta que la muerte nos separe.
               Escuchada mi historia, tal vez sea la que ironía la recorra sus mentes. O, tal vez, la compasión, la misericordia. El reproche. O la extrañeza. No lo sé. No puedo leer los pensamientos a través del papel sobre el cual escribo. Sólo sé, al fin y al cabo, que ésta es la historia la cual, sin falsedades ni mentiras, salvo las que yo misma he construido, forma ya parte de mi destino.
               Han pasado tres años. Tres años de gozo continuo, y, al mismo tiempo, de tristeza eterna... De melancolía, y de fiesta. De agradecimiento... y de remordimientos de conciencia. De pesadumbre, y de risa. Días de vino y rosas; pero también de hiel y de flores marchitas.
               Tres años. Y las cosas siguen siendo como lo eran entonces. Y como seguirán siéndolo. Al menos, por el momento. ¿Hasta cuándo? Tal vez hasta que mi cartera decida que el hecho de mantener a Enrique (sí, ya sé que se lo estaban preguntando ustedes desde hace tiempo; pero a Adán y a Eva en el Paraíso tampoco les sobra tiempo para que Adán trabaje, y continúo, aún a hurtadillas, teniendo que ocuparme de llenar ese frigorífico que, sin mí, tarde o temprano, se hubiera quedado perennemente vacío), repito, el hecho de mantener a Enrique no me obligue definitivamente a declararme uno de estos días en bancarrota. O tal vez hasta que alguna autoridad judicial se percate del asunto y decida detener unas actividades las cuales -seguro que ésa será mi defensa en el juicio-, no están prohibidas en artículo alguno de la legislación vigente, por muy retorcidas que se demuestren. O hasta que finalmente, harta de mentiras y absurdos, me tire por uno de los agradables rinconcitos que nos dispone el ayuntamiento de Madrid para los suicidios, y con ello acabe por fin mi sufrimiento y mis dudas. Por Enrique no temo; lo único que sufrirá, si Dios lo quiere, es la decepción de, al día siguiente, no encontrarme en el parque, una vez más.
He comentado mi caso a algunas amigas. Las más íntimas. También las más sinceras. Y todas me han replicado lo mismo... Hasta cuándo vas a seguir así. En algún momento determinado, no podrás más. Explotarás. Cómo te sometes a esta tortura, a este tormento. ¿Lo haces porque te sientes culpable por lo que le pasó? Si es por eso, Irene, no fue tu culpa, hija, no fue tu culpa. No pudiste hacer nada por evitarlo. Y has hecho, a cambio, mucho más de lo que se esperaba de ti. Mucho más, incluso, de lo que podías llegar a ofrecer.
               Él no se da cuenta, me reiteran. No aprecia el gesto. Sí, vive, ríe, habla, razona con claridad incluso... pero sigue siendo un enfermo mental después de todo... nunca se acordará de nada. No aprecia tu esfuerzo. Le das, eso sí, una alegría pasajera, el brillo reluciente del momento, pero... ¿qué más le ofreces? No vas a cambiarle. No vas a modificar su estado. No, Irene, NO le curarás de su enfermedad. Y si no te ve, al día siguiente, no se enamorará de ti. Porque no te verá por segunda vez. Serás como un transeúnte más, como un viandante cualquiera que te cruzas en una boca de metro, o en un semáforo. Para él será, simplemente, un día normal... Y, en cambio, a ti, todos estos actos, el mantenerte de forma continua a su lado, este hecho... te va a acabar matando. Eso, si en realidad está enamorado de ti. Porque, al fin y al cabo, te conoce de poco más que de un día y una noche. Una estrella fugaz en el cielo. Un día inolvidable. Poco más.
               Pero en eso se equivocan.
               Y, aunque no puedo demostrarlo, lo sé. A pesar de que sólo tengamos un contacto inicial, el cual, sin embargo, puede llegar a ser tan profundo como veinte años de convivencia, hemos llegado a conocernos. Yo, a través de los días, de la experiencia continua. Él, a través de la frescura, del empeño que ponemos cada día. Yo, como si fuera la primera vez. Él... porque, realmente, para él, sigue siendo la primera vez.
               Salimos juntos. Nos queremos. Tan fácil... y tan difícil. Porque, aún así, es duro. Muy duro. Porque sé, que, al día siguiente, él no se acordará de mí...
               ..o casi...
               Porque, mirándolo desde otro punto de vista, y al fin y al cabo, sí que me conoce. Tiene mi foto. Me recuerda. Sólo de una décima de segundo pero, al fin y al cabo, sí que se acuerda. Y lo maravilloso, lo fantástico, lo grandioso, es que sale cada día a buscarme, en dirección a ese parque. Llueve o truene, caiga granizo o las siete plagas de Egipto, él sale siempre a buscarme... y siempre me encuentra allí...
               Comprendo cuán surrealista parece esta situación. Soy consciente de mi tragedia. Mido con rigor matemático mis angustias. Sé, en efecto, que hay cosas a las que nunca podré aspirar. Después de todo, me confieso a mí misma mientras rezo, no podré casarme jamás. No es que me hiciera una especial ilusión, pero a mi madre siempre le hubiera gustado que me casase por la Iglesia, toda vestida de blanco, ante el altar, junto a mi príncipe azul, mientras ella derramaba, completamente henchida de orgullo, una lágrima de maternal alborozo... Pero claro, resulta difícil proponerle matrimonio a alguien que sólo te conoce de un día, por muy entusiasmado que se muestre él. Y también presentárselo a tus padres (“hola, papá, éste es Enrique, él me ha conocido hoy, pero me voy a casar con él, ¿nos das tu bendición?”), padres a los que, por cierto, no veo desde hace mucho. Este trabajo, por desgracia, o por suerte, tal vez, no permite visitas ocasionales a tus allegados. Ni vacaciones. Ni siquiera, viajes de un fin de semana. Un regional a Salamanca, ida y vuelta ese mismo día, quizás. O a Segovia. Creo que, definitivamente, me quedaré sin visitar París.
               Pero, al fin y al cabo, tiene sus compensaciones, medito, cuando veo a algunas de mis amigas entrando y saliendo aparatosa, e infructuosamente, de más o menos cortas, e inhóspitas relaciones. Y es que, después de todo, lo nuestro, al menos por el momento, parece funcionar. Enrique sigue conservando esa deliciosa ingenuidad, esa exquisita amabilidad del primer día. Eso hace que, a pesar de todo, nunca me canse de oírle contar diez mil veces el mismo chiste; y me sigo riendo igual que la primera vez. No es que me haga mucha gracia; es, simplemente, que me gusta oírle reír. Y, si lo miramos desde el otro punto de vista, no he de temer, en absoluto, a uno de los mayores fantasmas de todas las mujeres con pareja... ¿Se aburrirá de mí?¿Le pareceré, al cabo del tiempo, una pesada? Mucho tendría que esforzarme para hartarle sólo en un día. Porque, al fin y al cabo, y cada día, vuelvo a presentarme a él, y valga la modestia, y en sus propias palabras “tan reluciente, tan brillante, tan espléndida, como la primera vez que nos vimos”. Lo cual cuesta, en cierto modo, un cierto esfuerzo: no sea que la imagen de su fotografía (que ya empieza a hacerse vieja), y la mía propia, lleguen a diferir demasiado: acudo a la peluquería demasiado de vez en cuando.
               Pero existe una ventaja mayor. Y ésa es la que todos, todas las demás, me digo a mí misma con firmeza, no han sabido, no han querido captar. En este mundo, el que es conocido por todos, cruel, mezquino, cobarde, ambicioso, nos pisoteamos los unos a los otros. El amigo es ahora enemigo, el honrado ladrón, el bien, se ha convertido en el mal; las parejas se divorcian, cambian, se preguntan, ¿cómo puedo llevar treinta años con este tipo?. Y, sin embargo, en nuestro caso, el de Enrique y mío, todo, y a pesar de lo absurdo que pueda parecer desde fuera, es completamente distinto a todo eso. En nuestro caso, el amor, por ilógico que éste sea, es el único sentimiento. En nuestro caso, yo sé qué es lo que me voy a encontrar al día siguiente. Tengo la constancia de que sus brazos, una vez más, volverán a estar allí. Que sus abrazos, sus caricias, serán tan auténticas, tan reales, como las primeras caricias. Y que él, expectante, nervioso, por dirigirse a buscar a su casi desconocida mujer de la gabardina gris, estará a la altura de las circunstancias. Que será un caballero; un amigo; y un alma gemela. Y eso, por mucho que algunos se atrevan a negarlo, es lo que tiene más valor que todo; porque al fin y al cabo, pienso con satisfacción, y una ligera revancha, pocas mujeres -si existe alguna- tienen la seguridad absoluta, de que, al día siguiente, van a tener la ocasión, por primera y penúltima vez, y, como en un cuento de hadas, de conocer, una vez más, al hombre en quien sueñan sus sueños.

Dicen algunos darwinistas que los seres vivos son sólo el vehículo entre sus padres y sus descendencia, un molesto, pero inevitable camino, para producir un nuevo ser; es decir, que nuestra misión básica, incluso la de los seres humanos, por muy superiores que nos creamos, es la de la reproducción. En ningún ser vivo se cumple este axioma de forma tan categórica como en el caso de la mosca de mayo, o ephimeróptera (cuya traducción al castellano significa efímera): que, tras salir de su estado larvario, que ha durado tres largos años, tiene un único, y breve día, para conseguir el amor: un solo día de plazo. No puede durar más, no tiene órganos de alimentación que se lo permitan, el amor (o el apareamiento) es incluso superior en importancia a la necesidad de sobrevivir para la madre naturaleza. Una vez conseguido, morirá, y el ciclo se repetirá, en el futuro, y para siempre, un día más.  Es como si no hubiera ocurrido nada, como si nada hubiera pasado: cada generación, que nunca llegó a ver a la siguiente, o a la anterior (huérfana y sola en este triste mundo), tiene que volver a lograrlo.

Dice una leyenda de origen desconocido que la ephimeróptera se rebeló contra la mecanicista diosa Natura, y le pidió que le concediera un tiempo más largo; ésta última, atareada como se encontraba en conservar la organización del cosmos, impidiendo que los planetas se salieran de su órbita, le contestó en un arrebato: Débil, holgazana y caprichosa ephimeróptera, quizá en un millón de años. Y cuánto tiempo me darás, preguntó la mosca de mayo. Y Natura, que no entiende ese concepto, pues sólo maneja hechos que abarcan períodos largos, le replicó furibunda: Sólo te concederé mil años. La ephimeróptera, paciente, todavía sigue esperando.