En 1943, Antoine de Saint-Exupéry, posteriormente más conocido como el autor de "El Principito", estaba muy preocupado tanto por la suerte de su país de origen -Francia- ante la ocupación alemana, como por el destino de un amigo concreto de etnia judía para quien había incluso redactado el prólogo de un libro escrito por éste, y cuya vida corría peligro ante la circunstancia de la ocupación. Esta carta, tachada, modificada y reconstruida varias veces según el hipotético lector destinatario y la coyuntura del momento (por ejemplo, se abstiene cuidadosamente de nombrar al compañero concreto para no delatarle, y pretende -junto con la cuestión personal- ensalzar el valor de todos aquellos quienes, encerrados en su propia patria bajo la invasión extranjera, se han convertido de pronto en rehenes) se erige al mismo tiempo en una llamada desesperada al amigo, un alegato a favor de la tolerancia, y también una reflexión sobre qué es lo que somos y cómo lo somos a partir de los lugares en los que hemos vivido, y cómo el amor a un lugar sólo surge a través de la nostalgia de aquello a lo que tal vez no haya posibilidad de vuelta. Quizás el mejor elogio que pueda yo hacer de este brevísimo pero contudente mensaje en una botella (el cual, por cierto, me localizó a mí en contreto flotando sobre una mesa, mientras yo me hallaba en Fuentetaja, una de las librerías y centros literarios más reconocidos de Madrid), es mostraros alguna de sus líneas, que tanto me impactaron a mí. No tienen ningún desperdicio, y pueden ser aplicadas a muy diversas situaciones, incluidas algunas actuales. Os dejo con ellas en espera de que a vosotros también os atraigan y vayáis a por más:
Pero los emigrantes sacaban del bolsillo su pequeña agenda de direcciones, sus migajas de identidad. Seguían jugando a ser alguien (...) Lo sabían muy bien. Así como Lisboa jugaba a la felicidad, ellos jugaban a que volverían pronto.
Nunca hubo novios más próximos a sus novia que los marineros bretones del siglo XVI, cuando doblaban el cabo de Hornos y envejecían contra el muro de los vientos contrarios. Desde que salían emprendían la vuelta (...) El camino más corto desde el puerto de Bretaña a la casa de su novia pasaba por el cabo de Hornos. Pero mis emigrantes me parecían marineros bretones a quienes les hubieran quitado su novia bretona. Ninguna novia bretona encendía en la ventana para ellos su humilde lámpara. No eran hijos pródigos. Eran hijos pródigos sin casa a la que volver.
¡Qué maravilla ese telegrama que te sacude, te levanta en mitad de la noche, te lleva hasta la estación: "¡Ven!¡Te necesito!"
La persona que esta noche ocupa mi memoria es un hombre de 50 años. Está enfermo. Es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginar que aún respira necesito creerlo ignorado por el invasor, protegido en secreto por el hermoso muro de silencio de los campesinos de su pueblo.
Los cuidados que se dan al enfermo, la acogida que se ofrece al proscrito, incluso el perdón, sólo valen por la sonrisa que ilumina la fiesta. Todos nos reunimos en la sonrisa, por encima de las lenguas, de las castas y de los partidos. Aquél con sus construmbres, yo con las mías, todos somos fieles de una misma Iglesia.
Si la que alquila las sillas en una catedral se preocupa con demasiada crudeza del alquiler de sus sillas, puede olvidar que está sirviendo a un dios.
Si la que alquila las sillas en una catedral se preocupa con demasiada crudeza del alquiler de sus sillas, puede olvidar que está sirviendo a un dios.
¡Respeto por el Hombre!¡Respeto por el Hombre!... Si el respeto por el hombre se funda en el corazón de los hombres, los hombres acabarán por fundar, a cambio, el sistema social, político o económico que consagrará ese respeto. Una civilización se funda primero en la sustancia. Empieza siendo en el hombre deseo ciego de cierto calor. Después el hombre, de error en error, encuentra el camino que conduce al fuego.
Te veo tan débil, tan amenazado, arrastrando tus cincuenta años durante horas para subsistir un día más, en la acera de cualquier pobre tienda de ultramarinos, tiritando bajo el precario refugio de un abrigo raído. A ti, tan francés, te siento doblemente en peligro de muerte, por francés y por judío. Siento todo el precio de una comunidad que ya no autoriza las discrepancias. Todos somos de Francia como se es de un árbol, y serviré a tu verdad como tú huiberas servido a la mía (...) Sois cuarenta millones de rehenes (...) No hay comparación posible entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Vosotros sois los santos.
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