Este relato surgió inspirado tras la visión de la película "Memento", de los hermanos Nolan. Como era de prever, alguien tarde o temprano tendría la misma idea, y varios años más tarde (desgraciadamente, sin que este relato hubiera visto la luz más que en círculos íntimos), ésta vio la luz en forma de película bajo el título de "50 primeras citas". Sin embargo, ya que el tono general de la historia es bastante distinto, creo que esta ya anciana narración puede aportar ciertas cosas. Aquí os lo dejo. Relato especialmente recomendado para los aficionados a las historias de amor.
No me dejes al alba.
-Dime...
Dudó
un poco antes de responder lo que no era sino una pregunta:
-¿Sí?
El
otro carraspeó ligeramente.
Tragó
saliva antes de continuar.
-Bueno...
en fin, ya sé que nos conocemos desde hace muy poco... y de hecho, me parece un
poco absurdo decir lo que estoy a punto de decirte, pero... Pero aún así, tengo
necesidad de hacerte esta pregunta.
Ella
sintió, mientras él hablaba, el calor de su aliento en el otro lado de la cama;
tan cercano, como para apreciarlo; tan lejano, cual profundo el abismo...
tembló, al pensar, como ya lo había hecho otras veces (¿o no lo había hecho
nunca?¿o tal vez tan sólo lo hubiera hecho en sueños?), que a sólo unos cuantos
centímetros de su cuerpo yacía tumbado otro ser semejante; otro cuerpo,
distinto al suyo pero, y al igual que éste, desnudo, al descubierto, cubierto
de un profuso sudor que empapaba el suave satén de la cama... y notó, como si
lo sintiera suyo, el corazón de él: un corazón palpitante, enérgico, que, en
cada explosión de júbilo, mandaba infinitos borbotones de roja sangre a cada
una de las más pequeñas e insignificantes partes de su cuerpo: a los dedos de
sus manos, hasta el extremo de ellos. Un corazón que, como en suyo, se aleteaba
incesante, como un ruiseñor que siente que el final del corto plazo que ha
tenido como vida está a punto de expirar, y que éstos son los últimos aleteos
que jamás habrá de dar, las últimas bocanadas de aire.
Ella
también se sentía sin aliento mientras aguardaba la pregunta. Le faltaba el
oxígeno. Casi lloró cuando escuchó la pregunta escapar de sus labios, como él
había hecho tantas otras veces... o tal vez, volvió a pensarlo, tan sólo lo
hubiera hecho en sueños.
-¿Me
quieres?
Apenas
reprimió el sollozo.
-¿Qué...?
Contuvo
el llanto.
-¿...qué
es lo que quieres que te conteste?
Replicó
ella. Él respondió:
-La
verdad.
Y
ella no supo qué hacer.
Apretó
muy fuerte las manos... casi... hasta brotar sangre incluso. Se mordió el labio
para calmar la angustia.
Se
dio media vuelta, de tal forma que él no pudiera ver sus lágrimas.
-Para
qué quieres que te lo cuente...
El
otro no respondió, esperando que prosiguiera.
-...
si mañana no te acordarás.
El
tono de voz cambió esta vez.
-Claro
que me acordaré.
Ella
negó con la cabeza.
-No,
no te preocupes. No lo harás.
-¿Cómo
lo sabes?-replicó él.
Y
ella sollozó de nuevo.
-Porque
ya lo has hecho otras veces-espetó-. Y lo volverás a hacer varias más.
Guardó
silencio.
El
otro titubeó. Respondió con aire escéptico y, sin embargo, sin ironía, exponiendo, con la
sinceridad de un niño, y con el temor de viejo, un hecho innegable y
cierto:
-Pero...
eso es imposible.
Ella
recapituló.
Se
dio cuenta de que se había equivocado.
Se
dio la vuelta. Volvió a mirarle a los ojos.
-Sí...
es verdad, perdona... Lo siento, cariño. Claro que es imposible.
Recuperó
la sonrisa.
-Por
supuesto que te quiero.
Y
le besó en los labios. Pero, mientras lo hacía, ella lloraba para sus adentros. Porque él SÍ
le había hecho esa pregunta otras veces.
Pero
ÉL, por supuesto, no podía saberlo.
* * *
No
sé cómo seré juzgada bajo el criterio, tal vez frío e implacable, que manejen
aquellos que lleguen a conocer esta historia. Pero no me importa. No necesito
su apoyo. Ni su consejo. No necesito que me entiendan. No lo hace nadie, de
todas maneras; al menos hasta ahora, y no pienso guardar falsas expectativas
con respecto a este asunto. No quiero su desprecio ni su compasión. Ni tan
siquiera pretendo que me escuchen.
Solo
quiero contarle esto alguien. Decírselo a quien sea. Descargar un peso de
encima.
Si
no lo hiciera, moriría aquí mismo.
Probablemente,
juzguen, cuanto menos, mi comportamiento como extravagante. O que, como muchos
han llegado a insinuar (ninguno se ha atrevido a decírmelo cara a cara), mi
estado mental no es precisamente el más adecuado. Algunos de ustedes, incluso,
si han oído mi historia, se la contarán a los amigos como quien relata un
cuento de terror... o un chiste con poca gracia. Si me reconocen por la calle,
tal vez traten, con un gesto mal disimulado, de señalarme a los que les
acompañan para mostrarles al monstruo que muy probablemente albergo dentro.
Como les he dicho antes, a mí me dará igual. Ese tipo de cosas ya no me
importan.
O
tal vez sí que me importan, si pienso, como creo que estoy haciendo, que, tal
vez, quizás, esta es mi única oportunidad para convencerles de lo contrario.
Pero,
¿qué es lo que puedo decir yo? Si ni yo misma, que sigo aquí, luchando contra
viento y marea, contra todos, y contra mí misma, lo entiendo lo suficiente; si,
a pesar de todo, dudo demasiadas veces, ¿cómo, en dicho caso, voy a convencer a
alguien ajeno a mis circunstancias?¿Qué es lo que puedo argüir?¿Con qué
argumentos me defiendo? ¿Cómo puedo explicar que esta escena, la que acaban
ustedes de leer hace un momento, antes de las famosas tres estrellitas que los
que escriben usan para pasar de un tema a otro, como cambia la noche al día,
como se pasa de la vida la muerte, repito, esa escena, es una parte habitual de
mi vida diaria?¿Cómo explicarles, reitero, que la siento en mis carnes, como
toca el látigo del verdugo al reo, bastante más a menudo de lo que jamás
hubiera imaginado?
Y,
si yo quisiera, incluso, hasta una vez por día.
La
historia, en esencia, es muy simple. Estoy saliendo con una persona. No
mencionaré su nombre. Tampoco nombraré el mío. Nos conocimos hace tres años.
Desde entonces, he conocido muy a fondo su personalidad. He llegado a
investigar los más intrincados rincones de su alma. Me ha entregado todos los
secretos que no ha sido capaz de revelarle a hombre o mujer alguna
anteriormente; me ha relatado las oscuras tormentas que, de vez en cuando, como
una trágica nube, recorren con preocupante presencia su cotidiana existencia;
me ha confesado, entre tinieblas, y en algunas ocasiones, sus más ocultos
temores. Y, sin embargo, y a pesar de todo lo que él me ha contado, la parte
más importante de su vida, la que realmente interesa para esta historia, él no
tiene constancia de ella, por no tener, no tiene ni tan siquiera la sospecha...
Porque sólo la conozco yo.
Y
lo más gracioso de todo es que esa... esa persona... A la que he acariciado por
todos los rincones de su cuerpo. Que me ha abrazado una y mil veces bajo una
noche de estrellas... A quien dedico mi tiempo, por quien programo mis días...
La persona a la que amo... El hombre al que quiero...
...
no recuerda, ni tan siquiera, mi nombre cuando despierta.
...
He
tardado en volver a escribir. Tal vez unos veinte minutos. Eso no se puede
apreciar en una confesión escrita, como es ésta. Sin embargo, tenía la
necesidad de dejar constancia de ello. No quiero ocultarles nada. No quiero
ofrecer excusas. Ya invento demasiadas, a demasiada gente... cada uno de mis
días.
Sí,
no recuerda mi nombre. De hecho, para Enrique (no quería mencionarlo: ahora me
veo obligada a ello), cada vez que me ve, cuando baja a la calle todas las
mañanas...
..es
la primera vez...
...o
casi la primera.
Y
así llevamos tres años.
Les
dije que salía con él. Bueno, tal vez sea un término inexacto. Que dos personas
salgan, implica, y valga la redundancia, eso mismo, dos personas. Pero, ¿qué
decir cuando sólo una de ellas está al tanto del asunto? Extraordinario,
¿verdad? No es ningún artificio matemático. No es ningún juego de palabras. Más
bien, la explicación es muy simple.
Enrique
está enfermo. Y de hecho, está enfermo por mi culpa.
Enrique
ha perdido la posesión más fundamental del hombre: aquella que nos hace dueños
de nuestra propia identidad: la que hace que podamos observar con perspectiva
el pasado, para afrontar el futuro; la que reconsidera nuestras acciones
remotas, para realizar otras nuevas; la que te dice quién eres, y de dónde
vienes: para ponerte en ruta, allá donde vas. Una facultad, cuya pérdida, se
considera la pérdida de la vida. Esa facultad, es la memoria.
No
tienen sino que ver a un paciente de Alzheimer para comprobar que es verdad lo
que les digo. Esos ancianos que no entienden por qué sus hijos lloran cuando no
les reconocen, cuándo les preguntan (otra vez, una vez más) su nombre. Que marchan
a dar un paseo, y no pueden volver a casa. Que no saben quiénes son. Que se
sienten perdidos, como en medio de un desierto... en su propio dormitorio. Al
fin y al cabo, todos (y esto, aunque sea tan cotidiano que no nos demos nunca
cuenta, valdría la pena apreciarlo), tenemos un campamento base desde el cual
salimos, cada mañana, a lo largo de toda nuestra vida, a enfrentarnos al
iracundo y a veces cruel mundo exterior. Ese campamento base son: nuestros
recuerdos; nuestro pasado; las imágenes, en definitiva, que hacen de nosotros
lo que somos... y lo que alguna vez seremos. Porque nuestra vida no es el
número de DNI ni el nombre de bautizo que nos dieron nuestros padres... Son, y
al fin y al cabo, las decisiones que tomamos, que nos forjaron a nosotros
mismos a partir de la nada... y los hechos que nos recuerdan nuestra
trayectoria.
Nuestro
pasado es, en última esencia, nuestro futuro. Y el nexo de unión es, en
definitiva, nuestra memoria.
Enrique
no tiene Alzheimer. Es demasiado joven como para eso. Él, al menos, sí tiene
ese campamento base. Sabe quién es. Conoce, efectivamente, su pasado, o, mejor
dicho, una parte del pasado, la del período antes de conocerme.
Pero
nada más.
Encontrarle
fue una de esas extrañas casualidades que te brinda la existencia y que, en un
principio, no sabes cómo tomar, si para bien, o para mal, hasta que las
analizas bastante después de que hubiera sucedido. No sé si lo extraordinario
fue su aparición, los gestos, la sonrisa, o, simplemente, la frase:
-Perdone
que le moleste; pero ayer le robé un segundo de su vida, y hoy me gustaría
devolvérselo.
A
Dios gracias, era domingo.
Aquello
resolvió muchas complicaciones posteriores.
Yo
le recorrí con la mirada, y le hice una interrogación sin palabras:
-Ayer-respondió
él a la pregunta que nunca sería formulada-. En el edificio donde usted
trabaja.
Y
entonces me acordé. Yo salía de una reunión y, en la planta baja, se
encontraban los de marketing organizando la famosa campaña de promoción que
llevaban anunciando a bombo y platillo durante semanas.
Chicas
muy monas (anoréxicas) en trajes exuberantes (se les veía todo) luciendo una
brillante sonrisa (más falsa que Judas), directivos sonrientes (al pensar en
los beneficios) de inmaculadas corbatas (ojalá un día se ahorcaran al
anudársela), y, sobre todo, flashes, muchos flashes, arriba, abajo, a la
izquierda, al otro lado, continua y repetidamente, como una ametralladora de
destellos. Y, en medio de todos ellos, un rostro. Un rostro que apenas hubiera
pasado desapercibido de no ser porque, entre foto y foto, y en un instante
impreciso, me miró directamente a los ojos. Y entonces, sonreí.
-No
pude evitarlo. Al verlo, pensé que no podía apropiarme impunemente de ese
momento sin, al menos, mostrarle a la dueña lo que no era sino una obra
realizada por ella misma. Así que recorté, amplié: y aquí está.
Mi
sonrisa. Una sonrisa de oreja a oreja. Me sentí halagada. Hacía mucho tiempo
que ninguna foto me había mostrado de aquella forma. De hecho, había ya
desistido de todos los métodos habidos y por haber de salir favorecida ante una
cámara, incluyendo aquello de “cheese”, “whisky”, o cualquier otra clase de
comida o bebida pronunciada en anglosajón. Pero aquello...
-¿Cómo...
cómo ha sabido dónde encontrarme?
-Bueno,
ha sido relativamente fácil. Pregunté su nombre nada más usted se marchó, y
busqué su dirección en la guía. Temí no poder encontrarla, pero tuve suerte, y
fui a su casa esta mañana. El portero me contó que usted solía hacer footing
por esta parte del parque y... bueno, aquí estoy.
Vestía
de ropa informal.
-No
es que traiga una vestimenta muy adecuada para la ocasión... pero, si usted no
va muy deprisa, me arriesgaré a seguirla.
Leve
sonrisa otra vez por mi parte.
-¿Lo
ve? No es tan difícil conseguirla; desde que la contemplé a usted por primera
vez, dos cuerpos por detrás de los dos hombres que eran el centro de la foto
que estaba realizando, supe que aquélla era una sonrisa “posible”. No una de
ésas que se salen de nuestras posibilidades y que aparecen sólo una vez, de
forma casual en nuestras vidas, y no vuelven a presentarse jamás; sino que
podía ser repetible y, yo diría más, incluso que puede lograrse que llegue a
ser un acontecimiento frecuente.
Comenzaba
a ruborizarme.
-¿Andamos
un poco?-le invité, y comenzamos a caminar por el parque.
Menos
mal que era domingo.
Aquello
resolvió muchas complicaciones posteriores.
* * *
Fue
maravilloso. Por donde quiera que lo contemplase.
A
lo largo del paseo, íbamos desgranando cada uno el fino hilo que llevaba a la
consecución del tapiz de cada una de nuestras vidas: él me lo preguntó todo.
Yo, le insté a no ocultarme nada. Poco a poco, una maravillosa conexión, casi
mágica, fue hilvanándose entre nosotros... la parte de cada uno que, por aquel
entonces, y en aquel momento de nuestras xistencias, se sentía vacía, insípida,
hueca, fue rellenada con la dulce materia que el otro, suavemente, como si
fuera un cálido y acogedor fuego, dejaba deslizar con sus palabras...
Éramos
lo que cada uno necesitaba, lo que otro había estado buscando y no había podido
encontrar... Él, una mujer sin máscara, sin egoísmos, leal y, al mismo tiempo,
sin miedos que la arrinconasen... Yo, una persona sensible, un ser sin
prejuicios, un hombre con principios... alguien que, en definitiva, supiera
escuchar.
Se
nos acabó el parque, y seguimos por las calles: visitamos monumentos, que los
dos ya habíamos contemplado muchas veces, pero que ambos queríamos volver a
contemplar bajo la luz atronadora del otro. Una distancia de seguridad al
principio... unos gestos amistosos después... las manos entrelazadas, antes de
caer la tarde...
Admiramos
escaparates... observamos espectáculos callejeros... entramos en el cine y en
el teatro, pero nos salimos porque no podíamos dejar de hablarnos... Comimos,
merendamos, cenamos, sin apartar la mirada el uno del otro.
Hablamos
de historia;
de
política;
de
literatura, arte, poesía...
hablamos
de hombres, hablamos de almas...
de
rosas, de espinas, de intensas zarzas...
Nos
confesamos secretos... nos revelamos verdades.
Yo
rocé su frente con mi mano...
Él,
un suave beso, casi inadvertido, en la mejilla... pero sus labios erraron el
camino y acabaron en un lugar más adecuado.
Yo
le susurré, con mi silencio, que no se habían equivocado.
* * *
La
luna nos descubrió devorándonos a besos y a caricias.
Abrazándonos,
como dos condenados a muerte que saben que no habrá más mañana.
Estábamos
hambrientos cada uno del otro... y ninguno quería pararse a respirar.
Seguimos
paseando. Esta vez, más pausados, más tranquilos... más felices. Cogidos de la
mano, y con una sonrisa en los labios. Leves miradas de complicidad... algunos
guiños (casi) imperceptibles. Yo había alcanzado el Nirvana.
Pensamos
en ir a tomar algo, pero prácticamente todo el dinero que llevábamos encima
había volado entre el cine, el teatro, o un donativo al pobre mimo que tú y yo
compartimos en Madrid. Sin ningún otra salida, más que la compañía del
otro (y si alguna otra puerta se abriese, nosotros la cerraríamos), vagamos
erráticos mientras el mundo, por una vez, dejando de lado su afición al
intrusismo, había decidido dejarnos tranquilos.
Pero
el destino, desgraciadamente, no era de la misma opinión.
Normalmente,
y a posteriori, siempre te dices a ti misma que se veía venir. Que nuestros
pasos resonaban más en la acera, que el vaho que despedían nuestras
respiraciones al contactar con la gélida atmósfera que nos envolvía era cada
vez más inquietante... que el leve escalofrío que noté en mi espalda no era sino
una premonición de lo que habría de acontecer. Sin embargo, tú en aquel momento
no lo sabes. No puedes estar pensando constantemente que algo te va a pasar. Si
no, no podríamos vivir tranquilos. No podía ni mucho menos sospechar, y
menos... y menos después de aquella embriagadora borrachera de amor en la que
Enrique y yo nos habíamos embarcado desde hacía poco menos de 24 horas... que
iba a pasar lo que, de hecho, acabó sucediendo.
Pero
ocurrió. Tan sencillo, y tan difícil. Unos pasos detrás.
Enrique,
apercibiéndose, agarrándome del brazo y diciéndome que avanzara más deprisa.
Pasos
más fuertes. Aceleramos al principio. Corrimos al final.
Enrique
llevándome casi en volandas:
-¡Corre,
corre!-gritó él.
Yo
le hice caso. Estaba muy nerviosa. Muy confundida. No pensaba con claridad. No
me apercibí de que él, que yo suponía detrás de mí, se había dado la vuelta y
plantado cara a los agresores.
Para
cuando me di cuenta de ello, para cuando volví al punto de partida, Enrique ya
no estaba.
Me
quedé sola.
* * *
Enrique
apareció en una posición tétrica y absurda cuando lo encontré tirado al final
de las escaleras que conducían a una estación de metro clausurada.
A
duras penas conseguí ayuda: está herido, le han atacado, imploraba yo a los
transeúntes. Pero aquellos a quienes suplicaba me investigaban los ojos y los
brazos para saber qué oscuras sustancias había introducido en mi cuerpo aquella
noche, sustancias que, sin duda, habían llevado a mi amigo a aquel estado.
Finalmente, alguien se dio cuenta que, aunque nos parezca mentira, un extraño
por la calle puede estar diciendo la verdad, y ese hombre tirado en la esquina
puede no ser un yonqui, sino la persona más maravillosa del mundo, atropellada
por la falta de misericordia de la autopista de la vida. El hombre (bajito,
gordito, un poco calvo, un don nadie, pero, como supe a partir de entonces, un
héroe de carne y hueso, de ésos que pasan por la calle y ni te das cuenta de
ello), demostró una fuerza de la cual no le creí capaz al levantar a Enrique
encima de sus hombros y llevarle hasta su coche. Nos dirigimos al hospital.
Tubos
fluorescentes, batas blancas, paredes de un horrible y repugnante color verde.
Tú hablas de miedo, de angustia, de soledad... Los médicos hablan de
radiografías y de números que para mí no tienen sentido alguno. Ellos hacen su
trabajo, se aferran a su ciencia para salvarle la vida, como si esa misma
ciencia fuera lo único que existiera en el mundo. Yo simplemente no entiendo...
probablemente, algo falle en todo esto; y me niego a creer que pueda ser yo.
Paso la noche
sentada, la mirada en el vacío, las manos en mis sienes, a punto de reventarme
la cabeza del dolor; gotas, de lluvia, de lágrimas, no lo sé, empapaban el
sucio suelo del hospital. Las otras personas de la sala de espera se hacían un
ovillo en cada uno de sus asientos, cada uno sumergido en sus propias
cavilaciones. Ninguno contemplaba a los demás; tal vez por respeto, tal vez por
egoísmo. No lo sé. Ningún puente se tendió entre ninguno de nosotros aquella
noche. Probablemente, en esta enorme ciudad, me habré cruzado con ellos miles
de veces, sin saber de dónde vienen ni adónde van, y me cruzaré con ellos
muchísimas más. Y nunca me importará un comino lo que les pase a ellos.
Igual
que a ellos tampoco les preocupa lo que me pasa a mí.
Finalmente,
Dios sea loado, alguien me habla; una anciana señora de pelo
blanco farfulla algo entre
dientes.
-¿Sí?¿Oiga?¿Qué
es lo que quiere decirme?¿Qué quiere que yo le cuente?
Pero
no habla conmigo. Habla con una niña, que murió hace veinte años.
Habla
con fantasmas que, aún muertos, le persiguen en sus sueños. Habla del barrio en
el que sus hijos perdieron la vida. Habla conmigo, y con nadie... no se habla
consigo misma.
Llega
una doctora embutida en su pijama verde. Me estremezco sólo de
mirarla. Se acerca a mí y yo me
levanto.
-La
operación durará varias horas. Lo digo por...
Interrumpió
su discurso. No sabía por qué lo decía.
Interpelé
con mi mirada a sus ojos.
-¿Se
salvará?
Ella
lanzó un largo suspiro.
-Tiene
una lesión muy complicada en el cerebro. Necesita toda la ayuda posible...
Calló
antes de continuar.
-Y
toda la suerte del mundo, también.
Al
ver que mis ojos se cerraban, y que agachaba la cabeza, ella apoyó su mano
sobre mi hombro, y apretó levemente, en un gesto que trataba de ser consolador.
Sin embargo, ella misma se dio cuenta de que no funcionaba de nada.
La
doctora se marchó. Yo seguía estando de pie. Volvía a estar sola.
No
fue hasta el día siguiente hasta que recibí nuevas noticias. Me llevaron al
despacho del principal responsable del caso de Enrique. La habitación se
asemejaba, a mis ojos, inhóspita y antinatural. Las personas que me rodeaban,
no ya por sus intenciones, sino por la situación en la que me encontraba, me lo
parecían también.
-¿Qué
relación guarda usted con el paciente?
La
pregunta me pareció abrupta e hiriente; y, no obstante, lógica a pesar
de todo. Tragué saliva y
respondí, aún de pie:
-Soy
su prometida.
El
médico se ajustó las gafas.
-Entonces
podrá respondernos a algunas preguntas. ¿Su prometido tiene familia?
“Mis
padres han muerto hace poco, con espacio de muy pocos meses. Mi hermana
desapareció cuando hacía un reportaje en Colombia sobre la guerrilla del país.
Ya han pasado casi nueve meses, y aún no sabemos nada”.
-No.
-¿Qué
clase de profesión desempeñaba su marido?
-Es
fotógrafo. Trabaja por su cuenta, a quien quiera contratarle.
-¿Tiene
algún asalariado trabajando para él?
-No,
ninguno.
-¿Suele
realizar grandes desplazamientos por su trabajo?
-Depende
exclusivamente del trabajo, nunca de él.
-¿Hace
cuánto que se conocen?
-Tres
años.
-¿Tiene
usted algún pariente al que deba atender?
-No.
-¿Viven
sus padres?
-No.
-¿Algún
tío?
-¡No!¡Basta,
basta, basta!, ¿qué es lo que le pasa, me lo van a contar, o no?
Un
silencio ensordecedor acabó de enrarecer el ambiente en el que se cruzaban
nuestras miradas por encima de la mesa del facultativo. Éste, con rictus de
consternación, giró la cabeza hacia la enfermera, e hizo un ligero gesto de
cabeza. Ella asintió, y alargó una carpeta que, aunque yo no me hubiera dado
cuenta, había permanecido durante todo ese tiempo en sus manos.
-Ésta-el
médico desplegó las radiografías y demás documentos sobre la mesa y señaló una
de ellas-es la realidad. Cayó desde una cierta altura. Por unas escaleras. Se
golpeó la cabeza varias veces. Eso ya lo sabemos. Lo que desconocíamos era...
si quiere que lo definamos así... el hecho de la simetría de la lesión.
Permanecí
imperturbable, instigándole, con mi mirada, a continuar explicando.
-Su
prometido, señora...-calló al observar mi gesto fruncido-... su prometido, en
fin, debería presentar lesiones difusas por todas partes de su cerebro y, por
tanto, afectación de múltiples sistemas. Sin embargo, el azar, como en todas
las cosas, juega un factor importante en este tipo de accidentes, y, en este
caso, y si me permite afirmarlo sin ninguna ironía, ha actuado... de forma un
poco juguetona.
Me
senté entonces. Sin pedir permiso, alargué la mano hasta el paquete de
cigarrillos del doctor, cogí uno de ellos, e hice un gesto pidiéndole fuego a
este último, que hizo concesión a mi petición. Sabía repugnante. Hacía varios
años que había conseguido dejarlo. Y encenderlo no me había, ni mucho menos,
calmado.
-¿Qué
quiere decir eso?
El
médico suspiró hondamente.
-El
daño ha sido casi exclusivo de los lóbulos temporales. Y, aunque no podemos
saber a ciencia cierta hasta qué punto han llegado los daños, lo más probable
es que sólo le haya sido afectada... la memoria.
Me
tembló el labio inferior tras aspirar el humo del cigarrillo:
-¿Eso
quiere decir... que tendrá amnesia?
El
médico se encogió de hombros.
-No
necesariamente. Pueden ocurrir muchas cosas. Habrá que observar la evolución en
los próximos días para descubrir cuál es el auténtico resultado de esta lesión.
-Pero,
dígame, ¿se puede recuperar?¿llegará a recordar quién es?
Apretó
los dientes el hombre de la bata blanca.
-No
se trata tanto del pasado remoto... como del más reciente. No... no puedo
asegurarlo a ciencia cierta, pero lo más probable sea que su prometido sí que
recuerde todo lo anterior a un determinado punto de la línea temporal...
Le
temblaban las manos. Él también cogió un cigarrillo.
-El
problema, sin embargo, es que, muy probablemente... no pueda volver a almacenar
nuevos recuerdos...
Cerré
los ojos.
La
cabeza me daba vueltas.
-Y...
ese efecto... ¿es irreversible?
El
médico agachó la cabeza.
-Con
casi total seguridad.
Aplasté
el cigarrillo con fuerza contra el cenicero, como si estuviera estrangulando a
un ser humano. Me pasé las manos por la cara.
Quedé
pensativa. Los ojos en blanco, la mirada perdida, mi rostro, pálido como la
nieve del frío invierno que se cernía delante del futuro de Enrique... y el mío
propio.
Me
levanté con violencia. Me di la vuelta. Avancé unos pasos. Llegué hasta la
puerta. La abrí con determinación.
Y,
justo antes de salir, una duda.
-Ha
dicho usted un punto.
El
médico, abstraído ya en sus propias cavilaciones, levantó la cabeza.
-¿Perdón?
-Ha
dicho usted un punto de la línea temporal. ¿Cuál es ese punto?
El
otro movió la cabeza de un lado a otro.
-No
estoy seguro. Puede ser el momento del accidente... o tal vez hasta un punto en
que los recuerdos no estén excesivamente consolidados, por ejemplo, por la
fuerte acción que ejerce el sueño para mantener nuestra memoria. Éste
día-afirmó-puede haber sido...
Supo
que tenía que continuar ante mi mirada expectante.
-...
el primero, y el último, del resto de su vida.
* * *
Los
siguientes amaneceres los pasé meditabunda al lado de una cama de hospital.
Allí, cubierto de vendas que ocultaban la mayor parte de su cráneo, y de su
rostro, y de algunas más que protegían las zonas dañadas del resto del cuerpo,
nadie hubiera podido decir que, en otro tiempos, las facciones de Enrique hubieran
sido hermosas e, incluso inspirasen, al ser contempladas, una especie de paz
interior. Nadie, excepto yo.
Su
recuperación fue lenta, pero constante. Tal y como sospechaban los médicos,
ninguna de sus otras funciones había quedado afectada. Pudo, al cabo del
tiempo, andar, vestirse por sí solo, alimentarse e, incluso, comenzó a
pronunciar algunas palabras. Yo asistía, como todos los demás, pero incluso más
que los demás, atenta y muda al espectáculo de ver cómo una vida, que ha estado
a punto de ser cercenada desde sus raíces, vuelve a brotar con la misma fuerza
con que lo hizo, otrora, en momentos más felices... o casi. Porque, con el
tiempo, y aunque los empleados del hospital no supiesen apreciarlo, había un
hecho que era cada vez más evidente.
Enrique
no me conocía.
Los
médicos habían acertado casi de pleno. Aunque no se acordaba de nada de
aquellas últimas 24 maravillosas y, al mismo tiempo, trágicas horas, Enrique
era capaz, en efecto, de rememorar su pasado antes de aquella mañana en la que
decidió levantarse para buscar a aquella persona la cual, en aquellos momentos,
lloraba amargamente, al lado de su cama, al observar desesperada los ojos
confusos de (sí, confiésalo por fin, sí) su amado. Pero sin embargo, y como
todos habían temido, Enrique no podía, en su memoria, volver a almacenar nada
más... y aún peor. Porque tampoco
recordaba completamente todos los aspectos de su pasado antes de aquel día de
tan trascendente despertar. Porque, como consecuencia del trauma, también había
olvidado un recuerdo que iba íntimamente ligado al hecho de la agresión de
aquella noche y que, sin duda alguna, había sido el causante último de la
tragedia, y que por tanto, su mente, agarrotada por las circunstancias, se veía
obligada a eliminar.
Y
ese recuerdo era yo.
Con
el tiempo, las connotaciones se hicieron más dramáticas, a semejanza de un
folletín francés del siglo XIX de Dumas o Víctor Hugo: y es que Enrique, a
pesar de todo, no había perdido completamente su memoria anterógrada o, si
prefieren un término menos académico, la capacidad de almacenar nuevos
recuerdos; podía, en efecto, capturar, atrapar, unos cuantos instantes de vida
al presente, y mantenerlos guardados, tan pocos eran, poco más que en el cuenco
de sus manos... Pero, al mismo tiempo, esos recuerdos, los iba perdiendo y,
todo ello, con una cierta periodicidad. Cada vez que el sueño intentaba, en
vano, organizar algunos de los hechos acontecidos a lo largo la jornada
precedente -el hospital, las enfermeras, mi propia presencia-, su cerebro se declaraba
incompetente; no era posible: no era capaz. Quiere decir eso que bastaría,
entonces, con que sus párpados se cerrasen, y su conciencia se nublase, para
volver a olvidar y, al día siguiente...
..
se despertaría, exactamente, con los mismos recuerdos que ayer. Y que el día
anterior. Y el anterior. Y así sucesivamente.
Cada
día sería el mismo día, así, hasta el final de su vida, por los siglos de los
siglos, amén. Cada día, volvería a ser domingo, y se volvería a levantar
pensando que ayer fue sábado, del mismo mes, y del mismo año, con tan sólo,
únicamente, una notable diferencia...
Que,
en esta ocasión, él no iba a salir a buscarme.
De
hecho, ni tan siquiera sabría por qué habría de encontrarme.
No
es fácil asimilar la tragedia. No es fácil asimilar que la persona a quien aún
ayudas a lavarse y peinarse te mire con expresión de estupor mientras lo haces;
no es POSIBLE, aguantar la presión de una mentira, saber que, aunque nadie se
atreverá a decir nada, muchos sospechan de que un enamorado no reconozca, ni en
el más mínimo detalle, a su prometida...
Se
lo expliqué. Se lo expliqué una y mil veces. En público, mintiéndole a él y a
mí misma, y en privado, revelándole la triste y cruda realidad. La forma de
conocernos. Nuestro paseo por el parque. Los abrazos, los besos, el ataque...
la huida... Lo escuchó, lo comprendió y lo aprendió: pero volvió a olvidarlo
otra vez.
Poco
a poco, fue recuperándose. Y, al mismo tiempo, fue haciéndose evidente que no
podía permanecer en el hospital por más tiempo. Ahora se trataba de iniciar de
nuevo su vida... de la mejor forma que pudiera.
La
entrevista última que mantuve con el médico a su cargo fue dolorosa y
significativa.
-Será
difícil-argumentó-. Lo que suele hacer la gente es llenarlo todo de post-it por
todas partes. Uno en la mesita de noche: “hace tantos años sufriste una serie
de golpes por la cual perdiste la capacidad de almacenar nuevos recuerdos, de
tal forma que ahora sólo puedes guardarlos en tu memoria durante
aproximadamente un día”. Otro en la nevera “hoy estamos a tantos de tantos del
no-sé-cuántos. Ayer acordaste con Jorge que ibas a realizar tal o cual
encargo”. Etc, etc.
La
escrutó con expresión adusta.
-Incluyendo,
claro, los aspectos emocionales del asunto.
Sonreí
tétricamente. Yo sabía que él se había dado cuenta de que yo no era
su prometida. Sin embargo, al
médico le convenía obviar ese pequeño detalle. Al fin y al cabo, y sin
parientes, Enrique iba a necesitar a alguien que le ayudara a valerse por sí
mismo. Y la persona más adecuada, sin obligaciones familiares de ningún tipo, y
con una profesión liberal que permitía una cierta libertad de movimientos, era
yo. Así pues, la mentira, de alguna manera, dejaba tranquilo al doctor... y, de
alguna manera, pensaría él, me servía a mí.
-Tendrá
que mandarnos una especie de... informe periódico de progresos... si algo ha
cambiado, si él recuerda más cosas... o si se le olvidan más... En fin, ese
tipo de cosas.
Asentí
levemente. A punto ya de marcharme, el médico asió, firme, mi brazo izquierdo
y, sin variar el más mínimo gesto de su expresión, preguntó:
-¿Está
segura de lo que hace?
A
lo cual respondí:
-¿Lo
estaría usted?
Lo
llevé a su casa ya de noche. Se mostraba confuso. Preocupado. Sin asimilar muy
bien todas las informaciones que le habían sido reveladas esa misma mañana.
Durante esas semanas (¿o fueron meses?) de hospitalización, se pareció muy poco
al Enrique que yo había conocido a lo largo de tan sólo unas cuantas horas. Y,
sin embargo, sospechaba (o quería sospechar, tal vez) que, si se le dejaba
suficiente tiempo, ese Enrique podría aflorar otra vez.
No
me equivocaba.
A
los pocos días de su recuperación, llamaron varios clientes habituales, y
algunos nuevos. Yo, que me había hecho una copia de las llaves de su piso, al
cual llegaba todas las mañanas, me encargué de informarles a todos ellos que,
al menos por un tiempo, Enrique no estaría disponible para ningún servicio que
le requiriesen. Llegaba poco después de las ocho, cuando calculase que Enrique
hubiera despertado (sus hábitos, perennes, seguían siendo los mismos, una y
otra vez, como siempre, hasta el juicio final), me sentaba en el sillón, me
presentaba (nunca, jamás, en aquel piso, le conté la auténtica historia; me inventé
miles, al cabo del tiempo, sobre la forma en que nos conocimos, todas
distintas, pero todas, sin embargo, con un nexo común: no mencionaba los besos;
tampoco mencionaba que fue un poco a causa de ellos por los que él caminaba
aquella noche por un lugar en el que pudieran asaltarle, ni por qué, ni por
quién, sacrificó sus recuerdos aquella noche fatídica; sí que lo hice, por
inercia, aquellas primeras veces, en el hospital, anonadada por las
circunstancias, cuando los médicos y enfermeras no estaban presentes; ahora,
sin embargo, con algo más de iniciativa, y mucho, mucho miedo a mis espaldas,
no me atrevía, como si con ello lo evitara, a contar la verdad sobre el asunto:
esperaba, supongo, que, a fuerza de contarme mentiras, yo misma, un día de
éstos, me las acabara creyendo); y tras presentarme, y tras la mentira (el pan
nuestro de cada día, dánosle hoy), un largo silencio. Le costaba hacerse a la
idea. Hoy, como ayer, y como mañana. Siempre los mismos gestos, con el valor de
la autenticidad y, sin embargo, tan repetidos, día a día, que podría jurar que
en cada ensayo iba adquiriendo con mayor veracidad la identidad del personaje
que le había tocado representar en aquella cómica tragedia (tal vez, macabra
comedia). Luego, después de ese intenso, sepulcral silencio, me levantaba, muy
buenos días, dos besos, y marchaba a mis obligaciones. Y así, hasta el día
siguiente.
No
sabía lo que hacer.
Me
imaginaba, a lo largo del día, cómo debían ser sus pensamientos. Atormentados,
suponía. Suicidas, me imaginaba. ¿Contemplaría, tal vez, una imagen desconocida
en el espejo, a pesar de ser la misma? Nunca lo llegué a saber a ciencia
cierta. Más de una vez quise averiguarlo. Más de una vez quise acompañarle en
aquellos momentos de angustia. Más de una vez, tuve ganas de insultarme a mí
misma por no ser lo suficientemente valiente como para estar con él en esos
terribles instantes... Pero no podía.
No
podía porque, pensaba, no puedo revelarle la verdad. No puedo decirle que he
sido yo. Que lo hizo por mí. Que su vida ha sido arruinada porque... porque...
porque, un maldito día, fue a fijarse en una foto que, si él la hubiera dejado
pasar, hubiese sido, tan sólo, una estúpida imagen más. Yo no tenía ningún
valor, mi vida no tenía ningún sentido; y, sin embargo, y por ella, por
protegerme, él había destrozado la suya, y arrojado su futuro por la ventana.
No era justo. Y puesto que no era justo, yo no hubiera podido soportar, al
mirarle, su mudo y silente juicio. Aunque él nunca descubriera la verdad.
Aunque él, todas las mañanas, se creyera, sin rechistar, muchas y muy distintas
mentiras; a pesar de que, pensaba yo, si se lo contara todo, al día siguiente,
como el menos rencoroso de los amigos, lo hubiera olvidado todo.
Sin
embargo, no fueron, incluso aunque así lo desearan mis miedos, nuestros únicos
contactos. A pesar de vigilar cuidadosamente sus necesidades personales, de tal
forma que incluso traía por la mañana la comida necesaria para que en el
frigorífico no faltara de nada, a pesar de haber hablado con sus amigos (fue
ligeramente excitante, confieso, investigar en su agenda para buscarles;
aunque, también, confieso, sentí, tal vez con razón, que era su intimidad más
profunda la que estaba violando con ese gesto) para que fueran a visitarle
periódicamente (para ellos fui siempre, sin dudarlo, la asistente social que
cuidaba de Enrique); a pesar de todo, él me llamó varias veces al trabajo. Me
pedía que comiéramos juntos. Quería que le explicase más a fondo lo que le
había ocurrido, quería hablar con alguien que supiera de qué iba el tema,
quería, simplemente, revelar a alguien sus temores, satisfacer su necesidad,
imperiosa, de hablar, de sentir... De llorar... Las primeras veces me excusé
torpemente, replicando que otros asuntos me requerían. Sin embargo, avergonzada
de mis actos, y al poco tiempo, comencé a aceptar sus invitaciones. A Dios
gracias, él perdonó todos mis desplantes. En su situación, podía –o más bien,
era incapaz de no hacerlo- conceder muchas segundas oportunidades.
Así
pasaron un mes, y dos meses. Y a pesar de que yo ya había aprendido a aceptar
las cosas con algo más de naturalidad, y a pesar de que los silencios eran cada
menos incómodos, no podía seguir así. Por varias razones. Primera, la
monetaria. En aquel momento, yo mantenía a Enrique; y eso era posible,
relativamente, debido a mis ingresos... pero sólo hasta cierto punto. Y
segunda, la más importante, la emocional. Era un capítulo de mi vida que, tan
triste y doloroso era, se tenía que cerrar. Y, a pesar de todo lo que costara,
tenía que hacerse ya.
Así
pues, lo decidí un día. Acompañé a Enrique hasta su casa, escuché cómo se
acostaba, y puse los famosos post-it por todas partes. Había avisado a sus
clientes habituales, a lo largo de todo el día, de que podría comenzar de nuevo
a trabajar. Se lo expliqué todo a Enrique acerca de su nuevo modo de vida, a
través de las pequeñas, diminutas, misivas de papel amarillo, y conseguí que
una voluntaria de la Cruz Roja aceptara el que, periódicamente, fuera a casa de
Enrique a cambiar los post-it para irlos actualizando. Con ello, el capítulo de
obligaciones quedaba cerrado. Y, sin embargo...
Rompí
todos los post-it. Los intenté rajar de arriba abajo con mis manos... pero eran
demasiado cortos para satisfacer mis violentos arrebatos. Los arrugué, les
escupí, los tiré por la ventana; marché a mi casa, abrí la puerta, y la
emprendí con los cristales de las ventanas. Cuando estuvieron deshechas,
intenté llorar sin lágrimas, aunque éstas acudieron, aún sin haber sido
invitadas. No podía parar de sollozar.
No
podía imaginar, el no volver a ver a Enrique jamás.
Al
día siguiente, me desperté. La resaca del día anterior aún duraba. Muchos
litros de alcohol, y muchos más de lamentos. Daba tumbos a lo largo del pasillo
mientras me reprochaba la estupidez de mis actos.
Sin
saber muy bien qué lógica me movía, me vestí de chándal, salí a la calle, y
comencé a correr.
La
carrera me llevó hasta el parque. Hasta el mismo lugar que lo inició todo.
Hasta el fatídico día, en que todo aconteció.
Me
senté en el mismo banco. Oteé al horizonte.
Y
entonces le vi.
Como
si no hubiera pasado el tiempo. Como si fuera la primera vez.
Y
entonces lo entendí. Lo entendí antes de que pronunciara las palabras.
Palabras
que yo ya sabía que iba a pronunciar.
-Perdone
que le moleste; pero ayer le robé un segundo de su vida... y, hoy, me gustaría
devolvérselo.
* * *
Por
fin. Mi corazón latía enfervorecido a cada paso que dábamos. Y recordaba, los
labios silenciosos, mi garganta ansiosa de gritar, las palabras que, alguna que
otra vez, había tímidamente susurrado aquel médico:“Sí, en efecto, señorita. Es
posible que su prometido haya perdido algún recuerdo que en teoría sí debería
encontrarse en el interior de su mente, pero que fue tan doloroso, debido al
trauma al que iba asociado, que su subconsciente lo haya relegado hasta lo más
profundo de su memoria. Sin embargo, hay una enorme diferencia entre este hecho
y el problema que, en general, afecta a su prometido; y es que, mientras el
resto de su vida no es recuperable, este recuerdo, que vaga allí, por alguna
parte, y pugna por salir, lo hará nada más su mente haya podido, al menos en
parte, recuperarse del trauma. Y, cuando lo haga, emergerá tan fresco y
límpido, como si nunca, jamás, hubiera sido olvidado”.
Así
pues, había ocurrido. Se acordaba de mí. Y salía a buscarme. Un día más. Era
domingo. Era una mañana fresca y lozana de primavera en la que se había dicho a
sí mismo que tenía que buscar a su amada. Era el día, en que me encontraría.
Era el día, en el que yo estaría allí. El día, en que por fin nos conoceríamos.
Y
así empezó todo. Un día, tras otro y tras otro. No podía contener una felicidad
que, en cada minuto, salía precipitadamente a través de una estentórea
carcajada. Ya no tenía que explicar nada; no tenía que presentarme: Enrique YA
sabía desde un principio quién era yo. Y venía directamente a buscarme.
Y
yo le esperaba, todas las mañanas, en aquel banco del parque, deseando,
expectante, que él llegase.
Menos
mal que era domingo. Si hubiera ocurrido un lunes, tal vez (y sólo tal vez),
las obligaciones laborales de Enrique le hubieran conducido -entonces y ahora-
a ignorar, pesaroso, la búsqueda de la mujer de la fotografía, y nunca nos
hubiéramos conocido, ni en aquella primera oportunidad, ni en ninguna. En aquel
instante, en que divisé, por segunda (y casi la mejor vez) la figura de
Enrique, caminando pausadamente hacia mí, lo supe... Supe que ése, aquél, era
el día, el que iba a revivir, una vez más, y para siempre... durante el resto
de mi vida. Como una soñadora colegiala, fantaseaba, elucubraba, sobre una vida
entera al lado de Enrique, con ese encanto, esa dulzura, ese aroma, ese mágico
y especial candor con que se viven, en toda pareja, los inicios... Nada de
rutina, nada de dos personas desencantadas durante años de una convivencia
vacía, nada de ¿cariño, dónde dejaste la pasta de dientes? Sino siempre, y por
toda la eternidad, los principios... los emocionantes tanteos... los deshojares
de margaritas... la seducción, los cumplidos, el romance... noches de rosas
rojas y de corazones ardientes... de suaves gestos, y aún más dulces
palabras...
La
noche en que uno pone el mayor esfuerzo por conquistar a la mujer que ama...
sin saber que, desde un principio, ella está ya más que conquistada.
Y
al atardecer, un beso, que es el que sabe mejor... porque siempre fue el
primero.
Tomé
una decisión. Mis negocios andaban ya lo suficientemente bien como para que yo
no tuviera que estar constantemente al tanto de ellos; tan sólo necesitaba
alguien que lo hiciera por mí. Así pues, designé un cargo de confianza, le
insté a mantener conversaciones periódicas a las seis de la mañana para
mantenerme informada y autorizarle futuras actuaciones... y me dediqué a vivir
mi propia vida. Una maravillosa existencia, que quería compartir junto a él.
Éste,
es mi sino. Mi destino. Mi bendición y, al mismo tiempo, mi maldición más
nefasta. Porque, como ya saben ustedes, no todo es perfecto. Algunas cosas, de
hecho, ni siquiera se acercan de lejos.
Procuramos
escoger, en días laborales, y en horas de apertura de tiendas, lugares en los
que no resulte demasiado evidente que hoy ya no es domingo. No podemos leer
periódicos, los cuales reflejarían la fecha que el resto del mundo, sin nuestro
permiso, ha decidido vivir (o, mejor dicho, fechas en desacuerdo con la que
decidimos vivir nosotros). También he de medir mis palabras cuando me vienen a
la mente algunos de los temas más recientes: de hecho, Enrique debe ser la
única persona de todo Occidente que no conoce nada acerca del 11 de septiembre.
Además, de un tiempo a esta parte, Enrique no se reconoce. Se encuentra, por la
mañana, ligeros cortes en la cara que ayer no estaban... o le sale una cana, de
improviso, que no advirtió en el espejo la noche anterior... Y, por supuesto,
está siempre el inefable problema del futuro.
-Hoy
no nos ha dado tiempo a ir al cine.
-No
te preocupes, cariño. Iremos mañana.
-Tengo
ganas de ver el nuevo espectáculo en el Coloso.
-Mañana.
-¿Por
qué no hacemos un viaje a...?
-Mañana,
mañana, mañana...
Al
final, sí, desde luego, acabamos yendo a todos esos sitios... Pero esa no es la
cuestión. La cuestión es que no hay planes a largo plazo, ni a corto siquiera.
La cuestión es, que aunque él lo quiera, nunca llegará a cumplir sus promesas.
También
está la cuestión del... pasado. Día a día, yo voy conociendo cada vez más
acerca de Enrique. Sus detalles más íntimos y personales. Sus gestos más
cómicos. Sus pequeñas manías. Y eso tiene sus ventajas; pero también sus
inconvenientes. Como el rostro de Enrique cada vez que demuestro saber algo
que, en teoría, debería desconocer. No es un rostro acusador, ni de reproche...
pero sí, molestamente comprometedor. Sí, de ligera sospecha. Tal vez, con
cierta capacidad de delatarme, y de demostrar mi culpa.
Sin
embargo, y en contraste, él no sabe casi nada de mí. No aprende. No puede
aprender. No me conoce. No es posible tratar un tema a lo largo de varios días
seguidos porque ese tema, en realidad, será completamente nuevo para él. Y una
se cansa de repetir ciertas cosas. Intenta darle nuevos enfoques: cambiar el
tono de la conversación; insistir en otros aspectos de tu propia vida. La
verdad es que no nos aburrimos: eso sería, pienso encantada, completamente
imposible... Pero a veces, y sólo algunas veces, me gustaría observar más a
menudo aquellas miradas cómplices que cruzan los miembros de una pareja entre
sí; aquellos recuerdos mutuos, aquello que los dos han vivido juntos, en
definitiva, aquellas pequeñas rutinas...
de las que tanto me he quejado, y a las que, demasiadas veces, he
llegado a despreciar.
Y,
volviendo a los planes a largo plazo... efectivamente, haberlo, haylo, existe
un plazo... pero éste es tan sólo de veinticuatro horas. ¿Adónde ir entonces?¿A
Barcelona?¿A Galicia?¿A París, Londres?¿Por cuánto tiempo?¿Dos, tres días?¿Cómo
hacerlo?¿Cómo superar ese inexorable límite, esa complicada trampa que nos
tiende el reloj por cada hora que pasa?¿Cómo salvar esa barrera insalvable, no
impuesta por ninguna ley humana, la mayor de las cuales es siempre revocable,
sino por el implacable peso de la biología?¿Cómo, en definitiva, despistar al
dios Cronos... si éste se empeña constantemente en seguirnos como si fuera
nuestras sombras?
Una
vez lo intenté. Corrimos. Intentamos escaparnos. Anduvimos toda la noche, de
bar en bar, de local en local, de esquina en esquina. Yo saltaba, brincaba,
gritaba, convencida de que, de esta forma, y cuanto más fuerte gritásemos, más
difíciles serían de sofocar nuestros gritos... que, cuanto más viviésemos, más
arduo sería quitarnos la vida... Fue una noche de excesos, una noche que
vivimos... como si fuera la última que fuéramos a compartir, vivir juntos.
Al
principio todo fue bien. A las cinco de la mañana, seguíamos en pie... y seguía
acordándose de mí.
A
las seis, empezó a tambalearse.
Le
daba vueltas la cabeza. Se sentó para recuperar el equilibrio.
No
fue progresivo. No fue gradual. Fue rápido. Fue confuso.
Fue
terrible.
Mágico...
y, al mismo tiempo, estremecedor. Agachó aún más la cabeza, la movió a un lado
y a otro, la levantó y preguntó:
-¿Dónde
estoy?
Y
sus ojos, vidriosos, pedían un descanso.
Su
mente no era capaz de concederle más.
Le
llevé a su casa. Le acosté en su cama.
Se
despertaría, sin duda alguna, muy tarde. Esa mañana, la tuve entera para
reflexionar conmigo misma... Comprendí que me lo había jugado todo a una
derrota segura... y que no había habido milagro.
La
esperanza empezó a resquebrajarse. El ánimo comenzó a desfallecer.
También
está otro tema; al cabo de un tiempo, y aunque sus besos fueron tan puros, y
tan hermosos, y con la misma sinceridad y fuerza que el primer día,
necesitábamos dar un paso más, y por ello, ha habido días, unos cuantos... en
que me he acostado con Enrique. No es fácil hacerlo. Tampoco es del todo
agradable. Tengo que forzar mucho las cosas. Al fin y al cabo, es nuestra
primera cita, y no es el momento más propio para intentarlo... Y, sin embargo,
no me queda otro remedio. Me gustaría que fuera de otra manera. Me gustaría que
ocurriera, así, simplemente, sin más, de un modo natural, como lo llevan
haciendo hombres y mujeres durante siglos... Pero para avanzar en una relación,
y llegar hasta ese punto, hay que ir lentamente, dar varios pasos... y la vida,
en este triste tablero de ajedrez que nos ha tocado jugar a Enrique y a mí,
sólo nos permite hacer, cada vez, un movimiento. Y luego, volver atrás... Un
solo movimiento. Ahora o nunca; todo o nada. Aquí nada es gradual. Nada,
después de todo, en nuestra vida, es demasiado normal.
Y
después de una noche de caricias y besos, de abrazos, de te quieros, de pasión,
de romance, de manos que se deslizan, de labios que se escapan, de pieles que
sienten... después del júbilo, la alegría, después del amor... llega el
después:
-Pero
aún así... tengo necesidad de hacerte esta pregunta.
Oh,
no.
Otra
vez no.
-Mañana.
No.
-Mañana.
Sí.
-Mañana.
Jamás.
Amor
de un día. Sueño, de una noche de verano. Excepto, tal vez, para mí.
Pero
mientras que Enrique, aunque no las tenga, aunque no las disfrute jamás, puede
siempre imaginar segundas partes, y, al no ser consciente de que nunca las
llegará a probar, no tiene sobre su mente esa pesada carga, yo sí que la he de
soportar.
Porque,
tal vez, esta relación sea de algo más de un día. Tal vez, mucho más larga de
lo que Enrique pueda haber jamás imaginado. El problema es...
...
de qué sirve tener algo con alguien... si no eres capaz de compartirlo con esa
persona. Si no puedes decirle lo que te gusta lo vuestro. Si no puedes
demostrarle lo encantada que estás con esa relación. Lo sólida que ha llegado a
ser. Lo comprometida que ha llegado a estar... tan íntima, que, cuando hablas
con él, sientes que son sus palabras las que te desabrochan lentamente los
botones hasta quedarte desnuda... y rezas porque él siga hablando...
De
qué sirve quererle... si no puedes decirle, de verdad, para que él se despierte
con ese sagrado recuerdo al día siguiente, que le amas.
Suelo
marcharme a las cinco de la mañana, en esos casos en que nos acostamos. Ya he
cogido práctica. Consigo que su sueño ni tan siquiera se altere. Es como si no
hubiera estado allí jamás. Quizás, porque, para él, realmente, nunca he llegado
a estarlo.
Pero
una vez, casi me quedé.
Casi
me venció el orgullo. Casi luché contra mí misma, sin ningún aspaviento, sin
ninguna violencia, simplemente, quedándome allí. Entre las sábanas, a su lado,
despertarme, una vez, tan sólo una vez, los dos abrazados, algo que, a pesar de
tanto tiempo, no he llegado a hacer jamás. Mi lucha era la pasividad, la falta
de movimiento. Se trataba, simplemente, de esperar. Hasta que el sol penetrara,
y su luz nos invadiera más allá de las cortinas. Aguardar el día. Quedarme... y
no marcharme jamás.
Y
contárselo todo. Contarle nuestra vida. La vida que es suya y mía, la que
estamos compartiendo, día a día, aunque él no sea consciente de ello. Decirle
que mi presencia allí no es nueva, que ya viene de largo. Que me despierto
todas las mañanas a su lado. Que hemos paseado kilómetros; que nos hemos
cruzado con millones de personas; que nuestras manos, se han rozado, miles y
miles de veces, a pesar de que él no lo recuerde... Y decirle que no importa
que mañana olvide lo que le he dicho, porque yo se lo repetiré; una y otra vez;
todos, y cada uno de los días de su vida... y que nunca le olvidaré... aunque
él sí que lo haga. Que nunca me separaré de él... aunque su mente haga trampas.
Que
le quiero. Que le adoro.
Que
no quiero despedirme de su abrazo.
Lo
creí. Por unos instantes creí que iba a poder hacerlo.
Hubiera
sido posible. Al fin y al cabo, si hacía el ridículo, daría igual. Al día
siguiente, Enrique no se acordaría. Podría volver a afrontarlo. Podría,
reflexioné yo, podría volver a intentarlo.
Me
pudieron los nervios. Los nervios, y el miedo. Mi incapacidad por explicarle
todo aquello. La dificultad de asumir que una desconocida es ahora la que está
a cargo de tu vida. O peor aún.
Confesar
que, quieras o no, estás jugando con él. Que le estás haciendo vivir una
mentira, aunque él no sea consciente de ello. Que, para olvidarte de que tu
eres la causante de sus males, para perdonarte a ti misma, para hacerte
feliz...
...
le estás manipulando como un títere... el cual, inanimado, no sólo no puede
defenderse... sino que tan siquiera puede quejarse. E, incluso, cree que le
estás haciendo algún bien.
Cuando,
en realidad, sólo te lo haces a ti misma.
Me
marché a las seis.
El
sol todavía no había salido.
Me
pasé todo el día siguiente llorando. No salí al parque.
Así
pues, renuncié; no me atreví, tan siquiera, a intentarlo. Lo que hiciera, o
dejara de hacer, de ahí en adelante, partía de una premisa básica: sólo duraría
un día. Me condenaba a esta vida, a este estilo de vida, por siempre jamás...
hasta que la muerte nos separe.
Escuchada
mi historia, tal vez sea la que ironía la recorra sus mentes. O, tal vez, la
compasión, la misericordia. El reproche. O la extrañeza. No lo sé. No puedo
leer los pensamientos a través del papel sobre el cual escribo. Sólo sé, al fin
y al cabo, que ésta es la historia la cual, sin falsedades ni mentiras, salvo
las que yo misma he construido, forma ya parte de mi destino.
Han
pasado tres años. Tres años de gozo continuo, y, al mismo tiempo, de tristeza
eterna... De melancolía, y de fiesta. De agradecimiento... y de remordimientos
de conciencia. De pesadumbre, y de risa. Días de vino y rosas; pero también de
hiel y de flores marchitas.
Tres
años. Y las cosas siguen siendo como lo eran entonces. Y como seguirán
siéndolo. Al menos, por el momento. ¿Hasta cuándo? Tal vez hasta que mi cartera
decida que el hecho de mantener a Enrique (sí, ya sé que se lo estaban
preguntando ustedes desde hace tiempo; pero a Adán y a Eva en el Paraíso
tampoco les sobra tiempo para que Adán trabaje, y continúo, aún a hurtadillas,
teniendo que ocuparme de llenar ese frigorífico que, sin mí, tarde o temprano,
se hubiera quedado perennemente vacío), repito, el hecho de mantener a Enrique
no me obligue definitivamente a declararme uno de estos días en bancarrota. O
tal vez hasta que alguna autoridad judicial se percate del asunto y decida
detener unas actividades las cuales -seguro que ésa será mi defensa en el
juicio-, no están prohibidas en artículo alguno de la legislación vigente, por
muy retorcidas que se demuestren. O hasta que finalmente, harta de mentiras y
absurdos, me tire por uno de los agradables rinconcitos que nos dispone el
ayuntamiento de Madrid para los suicidios, y con ello acabe por fin mi
sufrimiento y mis dudas. Por Enrique no temo; lo único que sufrirá, si Dios lo
quiere, es la decepción de, al día siguiente, no encontrarme en el parque, una
vez más.
He comentado
mi caso a algunas amigas. Las más íntimas. También las más sinceras. Y todas me
han replicado lo mismo... Hasta cuándo vas a seguir así. En algún momento
determinado, no podrás más. Explotarás. Cómo te sometes a esta tortura, a este
tormento. ¿Lo haces porque te sientes culpable por lo que le pasó? Si es por
eso, Irene, no fue tu culpa, hija, no fue tu culpa. No pudiste hacer nada por
evitarlo. Y has hecho, a cambio, mucho más de lo que se esperaba de ti. Mucho
más, incluso, de lo que podías llegar a ofrecer.
Él
no se da cuenta, me reiteran. No aprecia el gesto. Sí, vive, ríe, habla, razona
con claridad incluso... pero sigue siendo un enfermo mental después de todo...
nunca se acordará de nada. No aprecia tu esfuerzo. Le das, eso sí, una alegría
pasajera, el brillo reluciente del momento, pero... ¿qué más le ofreces? No vas
a cambiarle. No vas a modificar su estado. No, Irene, NO le curarás de su
enfermedad. Y si no te ve, al día siguiente, no se enamorará de ti. Porque no
te verá por segunda vez. Serás como un transeúnte más, como un viandante
cualquiera que te cruzas en una boca de metro, o en un semáforo. Para él será,
simplemente, un día normal... Y, en cambio, a ti, todos estos actos, el
mantenerte de forma continua a su lado, este hecho... te va a acabar matando.
Eso, si en realidad está enamorado de ti. Porque, al fin y al cabo, te conoce
de poco más que de un día y una noche. Una estrella fugaz en el cielo. Un día
inolvidable. Poco más.
Pero
en eso se equivocan.
Y,
aunque no puedo demostrarlo, lo sé. A pesar de que sólo tengamos un contacto
inicial, el cual, sin embargo, puede llegar a ser tan profundo como veinte años
de convivencia, hemos llegado a conocernos. Yo, a través de los días, de la
experiencia continua. Él, a través de la frescura, del empeño que ponemos cada
día. Yo, como si fuera la primera vez. Él... porque, realmente, para él, sigue
siendo la primera vez.
Salimos
juntos. Nos queremos. Tan fácil... y tan difícil. Porque, aún así, es duro. Muy
duro. Porque sé, que, al día siguiente, él no se acordará de mí...
..o
casi...
Porque,
mirándolo desde otro punto de vista, y al fin y al cabo, sí que me conoce.
Tiene mi foto. Me recuerda. Sólo de una décima de segundo pero, al fin y al
cabo, sí que se acuerda. Y lo maravilloso, lo fantástico, lo grandioso, es que
sale cada día a buscarme, en dirección a ese parque. Llueve o truene, caiga granizo
o las siete plagas de Egipto, él sale siempre a buscarme... y siempre me
encuentra allí...
Comprendo
cuán surrealista parece esta situación. Soy consciente de mi tragedia. Mido con
rigor matemático mis angustias. Sé, en efecto, que hay cosas a las que nunca
podré aspirar. Después de todo, me confieso a mí misma mientras rezo, no podré
casarme jamás. No es que me hiciera una especial ilusión, pero a mi madre
siempre le hubiera gustado que me casase por la Iglesia, toda vestida de
blanco, ante el altar, junto a mi príncipe azul, mientras ella derramaba,
completamente henchida de orgullo, una lágrima de maternal alborozo... Pero
claro, resulta difícil proponerle matrimonio a alguien que sólo te conoce de un
día, por muy entusiasmado que se muestre él. Y también presentárselo a tus
padres (“hola, papá, éste es Enrique, él me ha conocido hoy, pero me voy a
casar con él, ¿nos das tu bendición?”), padres a los que, por cierto, no veo
desde hace mucho. Este trabajo, por desgracia, o por suerte, tal vez, no
permite visitas ocasionales a tus allegados. Ni vacaciones. Ni siquiera, viajes
de un fin de semana. Un regional a Salamanca, ida y vuelta ese mismo día,
quizás. O a Segovia. Creo que, definitivamente, me quedaré sin visitar París.
Pero,
al fin y al cabo, tiene sus compensaciones, medito, cuando veo a algunas de mis
amigas entrando y saliendo aparatosa, e infructuosamente, de más o menos
cortas, e inhóspitas relaciones. Y es que, después de todo, lo nuestro, al
menos por el momento, parece funcionar. Enrique sigue conservando esa deliciosa
ingenuidad, esa exquisita amabilidad del primer día. Eso hace que, a pesar de
todo, nunca me canse de oírle contar diez mil veces el mismo chiste; y me sigo
riendo igual que la primera vez. No es que me haga mucha gracia; es,
simplemente, que me gusta oírle reír. Y, si lo miramos desde el otro punto de
vista, no he de temer, en absoluto, a uno de los mayores fantasmas de todas las
mujeres con pareja... ¿Se aburrirá de mí?¿Le pareceré, al cabo del tiempo, una
pesada? Mucho tendría que esforzarme para hartarle sólo en un día. Porque, al
fin y al cabo, y cada día, vuelvo a presentarme a él, y valga la modestia, y en
sus propias palabras “tan reluciente, tan brillante, tan espléndida, como la
primera vez que nos vimos”. Lo cual cuesta, en cierto modo, un cierto esfuerzo:
no sea que la imagen de su fotografía (que ya empieza a hacerse vieja), y la
mía propia, lleguen a diferir demasiado: acudo a la peluquería demasiado de vez
en cuando.
Pero
existe una ventaja mayor. Y ésa es la que todos, todas las demás, me digo a mí
misma con firmeza, no han sabido, no han querido captar. En este mundo, el que
es conocido por todos, cruel, mezquino, cobarde, ambicioso, nos pisoteamos los
unos a los otros. El amigo es ahora enemigo, el honrado ladrón, el bien, se ha
convertido en el mal; las parejas se divorcian, cambian, se preguntan, ¿cómo puedo
llevar treinta años con este tipo?. Y, sin embargo, en nuestro caso, el de
Enrique y mío, todo, y a pesar de lo absurdo que pueda parecer desde fuera, es
completamente distinto a todo eso. En nuestro caso, el amor, por ilógico que
éste sea, es el único sentimiento. En nuestro caso, yo sé qué es lo que me voy
a encontrar al día siguiente. Tengo la constancia de que sus brazos, una vez
más, volverán a estar allí. Que sus abrazos, sus caricias, serán tan
auténticas, tan reales, como las primeras caricias. Y que él, expectante,
nervioso, por dirigirse a buscar a su casi desconocida mujer de la gabardina
gris, estará a la altura de las circunstancias. Que será un caballero; un
amigo; y un alma gemela. Y eso, por mucho que algunos se atrevan a negarlo, es
lo que tiene más valor que todo; porque al fin y al cabo, pienso con
satisfacción, y una ligera revancha, pocas mujeres -si existe alguna- tienen la
seguridad absoluta, de que, al día siguiente, van a tener la ocasión, por
primera y penúltima vez, y, como en un cuento de hadas, de conocer, una vez
más, al hombre en quien sueñan sus sueños.
Dicen algunos darwinistas que los seres vivos son sólo el vehículo
entre sus padres y sus descendencia, un molesto, pero inevitable camino, para
producir un nuevo ser; es decir, que nuestra misión básica, incluso la de los
seres humanos, por muy superiores que nos creamos, es la de la reproducción. En
ningún ser vivo se cumple este axioma de forma tan categórica como en el caso
de la mosca de mayo, o ephimeróptera (cuya traducción al castellano significa
efímera): que, tras salir de su estado larvario, que ha durado tres largos
años, tiene un único, y breve día, para conseguir el amor: un solo día de
plazo. No puede durar más, no tiene órganos de alimentación que se lo permitan,
el amor (o el apareamiento) es incluso superior en importancia a la necesidad
de sobrevivir para la madre naturaleza. Una vez conseguido, morirá, y el ciclo
se repetirá, en el futuro, y para siempre, un día más. Es como si no hubiera ocurrido nada, como si
nada hubiera pasado: cada generación, que nunca llegó a ver a la siguiente, o a
la anterior (huérfana y sola en este triste mundo), tiene que volver a
lograrlo.
Dice una leyenda de origen desconocido que la ephimeróptera se rebeló
contra la mecanicista diosa Natura, y le pidió que le concediera un tiempo más
largo; ésta última, atareada como se encontraba en conservar la organización
del cosmos, impidiendo que los planetas se salieran de su órbita, le contestó
en un arrebato: Débil, holgazana y caprichosa ephimeróptera, quizá en un millón
de años. Y cuánto tiempo me darás, preguntó la mosca de mayo. Y Natura, que no
entiende ese concepto, pues sólo maneja hechos que abarcan períodos largos, le
replicó furibunda: Sólo te concederé mil años. La ephimeróptera, paciente,
todavía sigue esperando.