El pulmón de acero
El sonido se repite, martilleante y
continuo, al compás incansable y maldito de una (menos de todo) sempiterna e
inagotable respiración. Pero ello no me hace sentir más tranquilo, ni evita que
cada vez que lo escuche, entre resuellos, me recorra por el cuerpo un
estremecimiento de duda, y un instante de desasoseigo. Y cuanto más lo escucho,
más le temo. Ese maldito ruido me está matando.
Percibo
al otro lado de la pared metálica, como si en aquella frontera se cerrara el
infierno, el sonido terrible e infausto del incesante movimiento de la máquina.
El aparato asemeja una especie de barco oxidado, un inmenso ataúd metálico, el
cual permanece incólume a cada pulsación de ese fuelle cuya impresión más
favorable es que va a quedarse detenido de un momento a otro, para no volver a
ponerse en marcha jamás. La impresión que me da es de permanecer terriblemente
macizo, aunque en realidad por dentro esté hueco, como el acorazado que se
hunde cuando aún aloja aire en su interior. Por fuera de la máquina sobresale
la cabeza de la persona, mientras el resto de su cuerpo (y sobre todo su pecho)
permanece en el interior del sarcófago de hierro, temblequeando al mismo ritmo
en que resuella la máquina. Pero casi sería más lógico, medito yo algo
descarnado, que la cabeza estuviera dentro, para que pudiera contemplar su cara
y sus ojos a través de una máscara transparente, de cristal y metálica. Y que
yo pudiera contemplar sus ojos cerrados, sin temer que ninguno de mis
movimientos provocara que se fuera a despertar...
Siempre
que llegamos, ya están dormidos. El coordinador nos da las instrucciones en la
sala de enfermería, las imparte cada vez menos frecuentemente, tan sólo cuando
se incopora algún asistente nuevo a la ronda de noche. Luego de esta charla,
cada cual nos dirigimos a nuestro sitio, cada uno, a guardar la posición como
si estos pacientes inmovilizados fueran si acaso a escaparse. Soldados vigilando
estatuas. Son paradojas inherentes al oficio. Pequeñas contradicciones, que le
proporcionan sentido a todo.
El
día que me explicaron el funcionamiento del pulmón de acero me hizo contemplar
ese armatoste con otros ojos, tal vez de ingeniero, y llegar incluso a
reconciliarme –aunque fuera desde el punto de vista mecánico- con el mismo. La
verdad es que es sorprendente un aparato que es capaz de regular la presión que
se ejerce en el exterior de ti, de tal manera que tus pulmones se desinflen y
se expandan al ritmo del aparato, porque tus músculos, faltos de fuerza a causa
del mal de la polio, no son capaces de hacerlo por ellos mismos. “De no ser por
este aparato”, nos recalcaba muchísimo el coordinador, “morirían. Cada tornillo
de esta máquina infernal es la vida. Rogad a los santos que todavía no os hayan
proscrito por no tener que usarlo en la vida”. Y al decirlo, se persignaba, y
tocaba supersiticioso el metal del aparato. Cualquiera le recordaba que lo que
proporciona suerte es tocar madera.
Pero
como también nos recordaba el coordinador -“Dios creó la electricidad; fue el
hombre el que inventó los fusibles”-, estos aparatos presentaban tan sólo un
pequeño defecto: ejercer su función en la España de Franco. Los apagones,
continuos, en mitad de la noche, en una Iberia que aún se estaba acostumbrando
a dejar de temblar con la luz de una vela, provocaban el detenimiento inmediato
del aparato, y con ello, de toda función respiratoria del paciente. Era
entonces el momento en que a nosotros nos tocaba ejercer nuestra tarea: saltar,
con automático rigor, de nuestros asientos, asir, como espadas de héroes, las
palas mecánicas, desplazar, con gesto de autómata, la posición de las mismas,
para que el pulmón de acero continuase funcionando, esta vez de manera
inducida, así hasta que finalmente recuperáramos el flujo energético y el
aparato pudiera actuar por sí solo de nuevo. El tiempo de esta situación podía
variar desde unos pocos segundos, hasta las más de ocho horas que estuvo
Amparito la noche que -después de robarle un sorbito al coñac que el cura del
hospital guardaba en la alacena- se convirtió a posteriori en la cual (bajo
juramento) bebió por última vez. Ahí dependía de la suerte, de la buena o de la
mala. Nunca se sabe de cual de las dos hace más falta en la vida.
Dentro
de ese organigrama, por supuesto, cada uno teníamos nuestra función asignada.
Lourdes traía los bollos y la leche. Salvador, el cura, se dedicaba dispuesto a
rociar agua bendita sobre los sarcófagos (“no lo haga que lo oxida, padre”).
Los pacientes arrastran el gotero con suero mientras van a llenar su frasco de
orina. Y yo, por encima de todos, soy el ángel de la guardia. Yo era el trébol
de cuatro hojas. Seguramente se dirán por qué digo esto: y es que todo tiene siempre
sus razones.
Nunca se me ha muerto ningún enfermo que
tuviera que vigilar yo.
Mis
compañeros me contemplan con una especie de envidia malsana y admiración. Los
pacientes que se han enterado me lo han agradecido a veces enviándome bombones
o lo que podían sacar (o no se podían permitir) de su huerta. Creo que hasta en
el turno de día se han establecido leyendas acerca de dónde proviene mi
excelente buena suerte, e incluso alguna mala lengua ha llegado a rumorear que
ésta es producto en realidad de un pacto con el diablo. Otras almas más
benévolas, empero, han llegado a hablar de milagro.
Por
supuesto que no tenía nada que ver con la suerte ni con los manoseados
milagros, por mucho que el Pancracio se empeñara en pasarme el billete de
lotería entre los omóplatos. El éxito, como en todo, está en saber abandonar a
tiempo. Nunca he escogido un paciente que creyera que esa noche iba a morir.
Tengo un buen ojo clínico, y a la hora de repartirnos las camas, sé determinar -con
una cierta seguridad-, cuál se va a quedar pajarito esta noche, y cuál no. Por
supuesto, están los casos evidentes, pero también los que no lo son tanto: una
respiración entrecortada, un rumor mal apagado, indicios inadvertidos que apuntan
cuál de estos angelitos no va a llegar hasta el alba. Consigo librarme de
ellos, y luego dejo que los demás escojan para mí el que prefieran –de entre
los sanos. Eso, y saber hacer trampas a la hora de jugar a los chinos. Esto
siempre ha resuelto más de un problema.
Ser
un talismán me proporciona buenos beneficios. El coordinador, hombre escéptico
pero precavido (ya se sabe lo que dicen de las meigas), me llama mucho más a
menudo desde que conoce mi fama de pata de conejo. Eso me garantiza la
continuidad en un trabajo en el que hay demasiados voluntarios, y el cual
necesito imperiosamente para seguir pagando el alquiler. Por tanto, pienso
mantenerme en esta situación de “hombre-estrella” todo lo que pueda, y
alimentar la leyenda negra o tal vez blanca, al menos mientras siga requiriendo
el dinero. Además, después de todo, no es mal oficio; se trata solamente de
quedarse sentado, vigilante, y esperar. La mayor parte de las noches no ocurre
nada. Otras, en cambio, son mucho más duras. La de esta noche lo iba a ser,
medito con cierta nostalgia de lo que nunca ha sido, mientras contemplo en mi
soledad el rostro de la persona a la que me ha tocado vigilar. Pero hoy sin
embargo, y afortunadamente, ha habido algo de suerte.
Siempre
que llegamos ya están dormidos. El coordinador nos lleva, nos reúne, y nos
asigna los enfermos. Lo hace repartiendo papelitos en los cuales está apuntado
el número de la cama. El mío me lo entrega con una especie de dudoso
presentimiento y desesperanza. Cuando me pasa el papel, me contempla firmemente
a los ojos.
-No está muy bien –suspira, y me lanza
una mirada resignada.
-A ver si esta vez le salva tu buena
estrella.
Recojo con una hierática mirada el número
que me entrega. Éste es el tipo de encerronas del que nunca puedes escapar.
Acepto sin pronunciar una palabra, y me dirijo hacia la habitación que me ha
correspondido.
A veces, sin embargo, me digo nada más
llego a los pies de la cama del el paciente que me toca, que incluso en este
clase de situaciones uno puede afirmar que le guiñado un ojo la muerte.
-Hola, Luisa –la saludo.
Ella abre mucho los ojos, sorprendida,
mientras termina de hacer las camas. En ese mismo momento, justo detrás de mí,
aparece Antonio, un estudiante de medicina que se presenta voluntario para la causa
de vez en cuando, nada más las ojeras producidas por la falta de sueño a causa
de las múltiples noches de guardia le permiten volver otra vez. Tiene apenas
diecinueve años, y todavía espinillas en el rostro.
-Hola a los dos –nos devuelve el saludo
ella, de nuevo con una acogedora mirada. En ese momento, yo me doy la vuelta,
arrastro a Antonio conmigo de un brazo, le saco de la habitación, y le abordo
con sincera crudeza.
-Te cambio la cama –le propongo
firmemente. Al principio el otro duda, no considera que esté bien hacerlo, sin
embargo, luego vuelve la mirada hacia la enfermera que sigue concentrada en su
tarea, y finalmente asiente.
-De acuerdo –me jura. Volvemos a entrar
en la habitación, sin que parezca que Luisa se haya dado cuenta, entre sus muchas
ocupaciones, de nuestra brevísima ausencia.
Quizá por eso nos pregunta:
-¿Quién de mis dos héroes es el que se va
a encargar de mi jovencito de ochenta años?
Antonio
da un virtual paso hacia adelante y afirma, con un cierto tono de timidez en la
voz (que recuerda a gorgorito ingenuo de Serrat), el cual trata de disimular
con seguridad aparente:
-Yo.
Y
Luisa, siempre con una acogedora mirada en el rostro, se inclina hacia él, le
estampa un cálido beso en la mejilla y le susurra al oído:
-Espero
que las cosas te vayan muy bien esta noche.
Termina
en ese momento de colocar por fin las sábanas –lo hace muy bien, se toma mucho
tiempo, le dedica mucho esfuerzo y mucho afán a los cuidados de cada paciente-,
y se aleja por la puerta.
-Buena
suerte –nos desea, y se despide con un breve gesto.
Antonio
se desploma en la silla, todavía algo descolocado a causa del shock.
-Creo
que le gusto –me afirma, visiblemente excitado.
También
sentado, no llego a negar del todo con la cabeza, con un tono demasiado neutro
(no quiero dibujar escepticismo, ni tampoco un desdén amargo, simplemente una
advertencia amistosa) en la voz.
-Yo
si fuera tú no me haría demasiadas ilusiones. Te saca demasiados años. Quizás
esté pensando en alguien más mayor.
Porque mientras Luisa concentraba sus
pupilas en Antonio, en realidad, con el rabillo del ojo, y sin que nadie lo advirtiera,
a quien estaba evitando mirar a los ojos era a mí.
Permanezco aún unos minutos con Antonio,
en espera a dirigirme hacia quien es desde ahora mi “bello durmiente”. Antonio
es un muchacho voluntarioso, simpático, buena gente, algo apocado, necesita
todavía una cierta experiencia en la vida, le falta un hervor, dirían los más
viejos. Lleva varias semanas colgado de la sonrisa de Luisa, se le nota en cada
tartamudeo con que responde a sus palabras, en cada restregar de manos nervioso
cuando ella siquiera le roza, o le pasa la mano por el pelo en un gesto
cariñoso. A Antonio no le he dicho nada de lo mío con Luisa: no es por nada
personal (aunque a él qué le importa), no se lo hemos dicho a nadie durante
todo este rato. Aunque tal vez no tengamos que hacerlo por mucho más tiempo.
-Me
voy con el mío –le comunico a Antonio-. Que se te dé bien la noche.
Antonio,
consciente de que se va a quedar solo, pero todavía en una nube, se despide (y
al hacerlo, es casi como si se persignara) con una sonrisa tonta.
-Igualmente
–me desea.
Camino
entonces en soledad hacia la habitación que me toca. Cuando llego, la enfermera
todavía se encuentra terminando de hacer la habitación. En realidad, en el caso
de los pacientes con pulmón de acero éste acto es casi testimonial; se cambian
las sábanas por si llega algún compañero (pero procuramos que estén solos, si
el ruido de una máquina ya es un tormento, el de dos desacompasadas puede
llegar a ser infernal), se deja preparada algo de agua en una jofaina, y se
asegura de que las campanillas funcionan correctamente –como si fueran a
estropearse- en caso de tener que pedir auxilio. Al avistar la cara de la
enfemera, me quedo apoyado en la puerta, y siseo ligeramente hacia su espalda. Iria
gira la cabeza.
-No
hace falta que te des la vuelta –le sugiero, deslizando el punto de enfoque de
mis ojos hacia abajo-. Desde aquí tengo muy buena vista...
Iria
planta una sonrisa pícara en su rostro, y un falso mohín de ofensa. Pero no
puede molestarse en absoluto. Las minifaldas que se planta están allí
específicamente colocadas para provocar este tipo de reacciones. En la España
de Franco, por menos de eso, ya han convocado consejos de guerra.
-Tú
siempre pensando en lo mismo –me comenta socarrona, mientras termina de alisar
la colcha y colocar la jofaina con el agua. Mientras lo hace, no le echa ni el
más mínimo vistazo al paciente, ni tan siquiera hace el intento de demostrar
otra cosa que la más intencionada indiferencia. Es su forma de trabajar, su
modus operandi; una forma de ver el mundo que le permite sobrevivir día a día en
estas habitaciones sin quemarse con la enfermedad de cada inquilino, dolencias
que han provocado que muchos tengan que retirarse del trabajo por depresiones,
o envejecer en algunos casos al mismo ritmo que los enfermos. En eso esta
enfermera se diferencia completamente de Luisa, la cual se deshace
continuamente en atenciones, hasta el punto de llegar a exponerse a ella misma
hasta límites que la mayor parte de los seres humanos considerarían
inaceptables.
-¿Quieres
un pitillo?-le pregunto, acercando el tabaco hacia ella.
Iria
toma uno de los que le ofrezco, y se lo coloca con toda la sensualidad con que
le es posible en sus labios. Después, le acerco el fuego, ella cierra los ojos
mientras el cigarrillo se enciende, hace un movimiento muy curioso de los
párpados al salir las volutas de humo, luego aleja el cigarrillo de su boca con
dos dedos, y me encara con un aire de coquetería, apoyando la mano sobre una de
sus caderas.
-¿Qué
te cuentas últimamente? Hacía rato que no nos encontrábamos por aquí.
Yo sonrío levemente, pero me callo. Trato de
hacerme el interesante.
-Aquí,
allá. Ya sabes. Manteniéndome oculto.
Ella
suelta una bocanada de humo que procura que se deslice suavemente por mi
mejilla.
-Dicen
por aquí que sigues siendo la herradura de la suerte del hospital.
Me
encojo de hombros, como en un gesto de menosprecio con respecto a esa fama.
-La
gente dice muchas cosas.
Iria
tuerce irónica los labios. El humo del cigarrillo emite señales al estilo de
los indios.
-Tú
siempre con tus secretos...
Luego
apaga el cigarrillo sobre un cenicero cercano, demasiado cerca quizás del
paciente, y recoge su bolso.
<<Tengo
que irme>>, me dice. Que no tengas sorpresas, me desea.
Asiento
con agradecimiento. La normalidad. En este mundo tan incierto, qué mejor deseo
para los otros que ésta.
-Nos
vemos mañana –le suelto.
Iria
se aleja, con un leve guiño, dejándome por fin definitivamente solo. Tan sólo
yo y el pulmón de acero. Y el ente biológico, indefinido y amorfo, que tal vez
aloja en su interior.
Luego me acomodo, evitando rozar con
ninguna parte del cuerpo el más mínimo milímetro de la máquina o del paciente,
ya dormido, colocando una silla justo a su lado, como para detectar mejor la
falta de sonido del pulmón a causa de los apagones, si es que éstos finalmente
se suceden. Me coloco unos cuantos cojines entre la envarada silla y la espalda,
y ajusto el asiento todo lo buenamente que puedo. Como no me encuentro cómodo
del todo, le robo incluso la almohada que hay debajo de la cabeza al paciente
(entrecerrando mis ojos), colocando el cráneo directamente sobre la brillante
superficie de una mesita, y ajustando el almohadón sobre mis ahora satisfechas
posaderas. Lo único malo de este oficio, es la posibilidad de no poderte mover;
al menos no demasiado. Un compañero se salió a fumar un cigarrito al pasillo, y
cuando volvió a los diez minutos, su presencia había dejado de ser imprescindible.
Esa persistencia ininterrumpida, esa especie de cordel invisible que se ata
sobre tu cuello impidiendo alejarte de allí, era el yugo más pesado que me
tocaba ejercer esa noche. Eso –no el no dormirse, a lo que ya estaba
acostumbrado-, y dedicarse a soportar un ruidito molesto que era el indicativo
más claro y directo que alguna vez pude encontrar de la vida. Lo cual te
recuerda que ésta (después de todo), es una actividad desagradable, incierta, e
inconstante, y que para cada respiración, cada mínimo movimiento, se requiere de
un esfuerzo titánico y adicional...
Me recuesto entonces –evitando, como
digo, en todo momento, mirar aunque sea en un descuido al paciente, para ello
apoyo los codos sobre el sarcófago, como si lo hiciera sobre un animal pero sin
sentir el calor sino frío, y me mordisqueo las uñas mientras tanto-, y medito
sobre la última cara que Luisa (siempre a pesar de todo con una sonrisa,
continuamente tratando de parecer amable, ante Antonio, ante los pacientes,
ante el mundo), ha colocado ante mí. Luisa no puede disimular conmigo delante,
lo sabe, hemos estado juntos demasiado tiempo como para hacerlo. Ella ya se
intuye algo, hemos tenido bastante discusiones últimamente, y aunque yo me he
mantenido callado, en sus lágrimas, sus silencios, y en sus puños crispados,
creo que comienza a entender que esto no puede durar mucho más. Aunque no sabe
ni cómo ni cuándo, es como un niño en mitad de una guerra, se siente capaz de
sentir el peligro, pero no sabe exactamente de qué lado va a llegar el palo que
le ha de matar. Sin embargo, yo todavía no le digo nada, tiendo a postergar el
momento, me da miedo dar la puntada definitiva, porque sé que cuando lo haga,
voy a herir a Luisa en lo más profundo; soy consciente de que con el tiempo, ha
llegado a hacerse completamente dependiente de mí, de la misma manera en que
ella se considera imprescindible para sus pacientes, y creo que en ese momento en
el que le diga el “no” definitivo tendrá lugar una escena desagradable que nos
va a doler a ambos y en la cual me puede llegar incluso a suplicar. Y a pesar
de que trate cada día de mostrarme más insensible, no quiero que sea esto lo
que suceda. No quiero, como hace Iria con sus pacientes, dejarla de lado. Y sin
embargo, no se me ocurre otra manera en la que podamos cortar...
Pero es posible que sea precisamente por
eso, por la abnegación con la que Luisa se comporta con aquellos a quienes el
hospital ha puesto bajo su responsabilidad, por lo que esté deseando que esta
relación -que lleva ya más de un año-, toque a su fin. Porque Luisa, para bien
o para mal, significa la entrega. El cariño. Un compromiso muy íntimo y muy
duro, que tiene como beneficio una lealtad suprema, pero que por el contrario,
la exige también. En cambio, mirando hacia el otro lado, tenemos a Iria, que
significa una nueva brisa, un soplo de aire fresco aunque no sea límpido, con
olor a tabaco, distinto y en una orientación contraria. Implica no mirarle a la
cara a los enfermos mientras les haces la cama; alivia aquellas largas noches
de insomnio por aquella paciente que se te acaba de morir. Significa una
relación más insustancial, más de yo vengo y tú vas, de adiós y hasta luego, de
un día si no quiero no te vuelvo a ver. Permite aliviar esa opresión que tengo
constantemente encima de que Luisa me necesita. Y de que mi ruptura la va a
dejar destrozada. Cosa que con Iria sé, positivamente, que no me pasará.
Además, creo que a nivel sexual se notará
también la diferencia. Luisa es una mujer a la antigua usanza: el sexo es una
prolongación del compromiso, y por tanto, es una demostración activa de que se
encuentra perdidamente enamorada; cada acto está impregnado de caricias, de
besos, y de un respeto mutuo que es más que suficiente para cortarle el rollo a
cualquiera. En cambio, para Iria, por lo que cuentan, es algo mucho más
terrenal, mucho menos enigmático: a tí te apetece, a ella también, pues
entonces estupendo, vamos allá, cuándo nos vemos. Incluso dicen que no pone
reparos a sexo oral; en cambio, Luisa para eso siempre opinó que se trataba un
terreno demasiado escabroso para una relación de pareja. Aunque tal y como la
veo ahora, creo con bastante seguridad que aceptaría llevarlo a cabo si creyera
que ésa es la única forma de salvar nuestra relación. A lo mejor se lo acabo
pidiendo bajo esos supuestos: aunque en dicho caso, el problema realmente sería
que me acabara diciendo que sí.
Permanezco justo al lado del ataúd de
metal, y oteo (es mucho menos vergonzoso que mirar a la cara, incluso aunque
esté dormido) el interior del habitáculo, a través de ese cristal que, como un
ojo de buey, permite atisbar el interior. Puedo admirar el pijama estampado, y
percibir, justo debajo de la tela, cómo las costillas son impulsadas a
contraerse y elevarse a cada pedalada de esta inmensa cuesta que le está
permitiendo subir el aparato. Pienso que podría adivinar si el enfermo es un
hombre o una mujer nada más que por la forma de su silueta, pero no quiero hacerlo,
me abstengo conscientemente de averiguarlo. La sola forma de su respiración
asistida me indica que el paciente todavía no es terminal, que –puedo darlo por
seguro- no morirá esta noche; y con eso me basta. Quizás el coordinador me eche
la bronca mañana por haber cambiado mi puesto: pero Antonio jurará que fue bajo
iniciativa suya, él será el que se lleve el mal trago de firmar los
certificados de defunción (pobrecillo, probablemente, significará el suyo
propio), y yo, mientras tanto, seguiré manteniendo reluciente mi récord de mano
de santo una noche más. Y espero hacerlo por mucho tiempo...
Mientras medito sobre estas reflexiones,
estiro los brazos hacia los lados y doy un bostezo, relajado. Pero cuando lo
hago, un movimiento brusco me aparta la mano y casi me consigue hacer caer de
la silla.
-Ten
cuidado, que me das –escucho rudamente.
Cuando
consigo recuperar el equilibrio, acierto a girar la cabeza y a contemplar a
quien ha pronunciado esas palabras.
Es una mujer. Tiene el pelo corto, negro,
facciones afiladas, mirada firme. Lleva prendas demasiado veraniegas para esta
época del año, camisa negra sin mangas. Ojos verdes.
Se encuentra sentada a mi lado, en una
silla que hace un instante tampoco estaba por aquí. O tal vez me la ha quitado.
Ha aparecido de pronto, de manera desconocida, sin avisar.
-¿Quién
eres?-le pregunto-. ¿De dónde has salido?
Ella me
sonríe displicente. La chica mantiene un halo de personalidad enigmática, de
esconder algún secreto que le hace gracia ocultar.
-¿De
verdad quieres que te responda la verdad?
Me
pregunta con voz grave, que tiene en parte un cierto aire de desafío. Me da la
impresión de que esta chica va a tratar de vacilarme desde el principio. Es
guapa, reflexiono, sin tenerle en este caso en cuenta que se ha colado en un
lugar que está restringido a los visitantes.
-Adelante
–le respondo, devolviéndole el guante que me ha lanzado-. Dime quién eres.
Ella
planta entonces una expresión serena en su cara. Cuanto más la contemplo, más
percibo la intuición de que en esta chica lo más destacado es precisamente lo
más recóndito, lo inaccesible, la absoluta impenetrabilidad que rodea sus
labios cerrados y su piel ligeramente más pálida de lo debido. No da la
impresión de ingenua ni mucho menos de pretender pasar por graciosa, pero
cuando me habla, lo hace con toda naturalidad, y con un eco en su voz que deja
traslucir que en sus palabras se alberga la mayor inocencia del mundo. Y sin
embargo, el contenido, no tiene nada que ver con todo aquello que estábamos
diciendo.
-¿Yo? Soy un hada.
Elevo
las comisuras de los labios. Si es un truco para ligar, es el más tonto que he
visto en la vida. Pero no importa. No me disgusta. Me decido a seguirle el
juego.
-¿Ah,
sí?¿Un hada?¿No se supone que tienen sólo quince centímetros de altura, y un
par de alas en la espalda?
La
chica niega muy levemente con la cabeza, siempre con el mismo imperturbable
rostro, como si estuviera destacando algo obvio, comprensible para todo el
mundo excepto para los idiotas. Simplemente me reprocha, con un tono a media
voz, nada exaltado:
-Deberías
saber que las hadas pueden adoptar múltiples formas y tamaños. Y que la forma
en que las ve cada uno depende en buena medida de cómo se imagina que son, o de
cómo les gustaría verlas. Así que si has terminado ya con las preguntas tontas,
déjame un cigarrillo y dame fuego, por favor.
Elevo
las cejas divertido y sobresaltado: “¿Las hadas fuman?”
A mi
pregunta maledicente contestó ella con una mirada arisca y una respuesta borde.
-Es
una cuestión tan tonta como inquirir si vosotros lo hacéis. Pásame el pitillo
de una vez.
Lo
hago, y ella aspira con fruición el humo del cigarro, como si fuera el oxígeno
que hacía demasiado tiempo no impregnaba sus pulmones.
-Cómo
lo echaba de menos –suspiró...
Durante
unos minutos, se hizo el silencio. La desconocida siguió fumando sin ruido,
aspirando con parsimonia la columna de humo de tabaco, cuyas volutas se
elevaban como pequeñas hadas con las alas ardiendo en una pira erigida por los
inquisidores. Yo, mientras tanto, con mirada divertida, admiraba su cuidada
manera de no hacer nada, sus gestos parcos y discretos, su forma de realizar
cada pequeño movimiento con la solemnidad de las evoluciones de un sacerdote en
misa, y al mismo tiempo, con el típico desinterés y falta de atención con que
se arranca uno el barro de los zapatos. Y esa tranquilidad con la que se ha
colado en la habitación de un paciente que –cada vez más- tiene pinta de que no
tiene nada en común con ella. Me apetece interrogarle a ese respecto.
-Bueno,
y ahora en serio. ¿Qué haces aquí?¿Quién eres?
La
desconocida se encoge de hombros:
-¿Otra
vez?¿Es que hay que repetirte las cosas? Ya te lo he dicho. Soy un hada.
La
broma ya no tiene la misma gracia que antes, pero aún así, decido no mostrarme
brusco con ella. Me inclino hacia su posición desde su silla, y la vuelvo a
interrogar:
-¿Y
qué tal se mueven las hadas en el mundo visible?¿Revolotean sin más por entre
las habitaciones de los centros estatales, o tienen que comprar una casa, pagar
hipoteca y tener cuidado con la secreta como todo el mundo?
El
hada no pareció inmutarse. Le echó un vistazo a la estancia, casi como si
estuviera de paso, o no supiera muy bien cómo había llegado hasta allí. Luego
volvió la vista hacia mí: la insondabilidad de sus pupilas –anormalmente profundas
desde mi percepción, como el abismo que se cierne desde las grietas de miles de
kilómetros en mitad de las llanuras abisales- me turbó durante unos segundos. Y
sin embargo, la muchacha no pareció sufrir la menor alteración en el ritmo de
evolución de sus planes, desdeñando toda emoción con respecto a mis temblores.
-La
verdad, esta parte de la realidad me parece mucho más interesante que la otra.
Por lo menos, cambia, evoluciona, se altera, cada vez que llego aquí os
encuentro haciendo algo nuevo, como si estuviérais intentando batir vuestra
propia marca a ver quién produce algo más necio que lo anterior. En todo caso
–sentenció-, siempre es distinto.
Creo
que hablé demasiado pronto, antes de meditar con profundidad sus palabras.
-Claro,
en cambio en el bosque, toda rodeada de tocones de árboles...
La
otra me abonó una mirada distante, indiferente. Seguía esquivándome la
trayectoria de los ojos, sin afrontarla directamente pero no por miedo, sino
por el puro deseo de ningunearme.
-De
vez en cuando, es necesario sacudirse un poco el polvo de las alas. Así por lo
menos no se hacen tan pesadas.
Se
hizo un nuevo y plúmbeo momento de quietud, durante la cual ella estuvo
sorbiendo una invisible y –al mismo tiempo- tan sólida bebida, que a mí casi me
pareció ver brillar las burbujas. Decidí cortar el hielo, y entrar al trapo.
-Bueno,
y suponiendo que fueras un hada, ¿a qué habrías venido aquí?
Ella
me mira con ojos glaucos.
-He
venido a advertirte sobre tu paciente.
Me
pareció que sonreía ligeramente mientras lo decía.
-¿Mi
paciente?¿Qué le pasa a mi paciente?¿Es que le conoces?
La
desconocida negó con la cabeza.
-No
–dijo mientras expulsaba de nuevo el humo-. Nada de eso.
Contempló las evoluciones de las volutas
de humo como si se tratara de las de su propia vida.
-He venido a decirte que va a morir.
Apuró
otra calada de su cigarro, mientras creo que yo me quedaba con la boca tan
abierta como un –aún incrédulo por su captura- atún recién pescado.
-He
venido a decirte que no pasará de esta noche.
Reitera,
aún con más seguridad, sin el más mínimo sentido de la compasión en sus ojos.
Me desternillo en un franco arranque de risa.
-¿Ah, sí?-me cachondeo.
-Ah, sí –me contesta con un cierto
retintín en la mirada.
No puedo evitarlo. Me estrumpo delante de
su cara, esperando que me siga. Pero no lo hace. Se queda así, pétrea como una
estatua. Lo glacial y lo insistente de su gesto me están dejando un poco
cortado.
-Ah, sí, pues que yo no me lo creo –le
replico, continuando el antiguo inicio de frase.
-Ah, pues que te lo creas o no no es mi
misión, mi labor es tan sólo advertírtelo.
-Ah, mira, que esta broma ya está
empezando a dejar de tener gracia.
-Ah, mira, ¿quién te ha dicho que esto
fuera en ningún momento una broma?
Confieso que aquella respuesta, de puro
simple, me dejó un poco descolocado. Comienzo a balbucear, más que de miedo, de
enojo.
-Óyeme
bien –decidido ya a ponerme serio-: no sé bien qué crees que estás haciendo, ni
a qué has venido aquí, pero una cosa la tengo clara, y es que este paciente
tiene aguante por lo menos para una semana o dos, y que por tanto, mañana por la
mañana estará fresco como una lechuga. ¿Lo has entendido?
La
otra, con el cigarrillo en una mano, arqueando en una sonrisa cínica los
labios, simplemente responde:
-Eso
habrá que verlo.
Y en
ese instante, un apagón.
Tras unos instantes de duda, contemplando
a la supuesta hada y preguntándome si esto es algo premeditado o pura suerte, y
mientras ella me realiza un gesto calmado e inequívoco que me ordena que deje
de mirarla y que mueva el culo, giro la cabeza hacia la campanilla para pedir
ayuda –la cual, inexplicablemente, ha desaparecido-, y me abalanzo como un gato
sobre las palas mecánicas. Son las únicas cuyo movimiento conseguirá reproducir
mecánicamente el (Dios mío, cuánto lo echo de menos) insoportable mecanismo del
pulmón de acero, y yo, visto el completo pasotismo de la desconocida, soy el
único que puedo accionarlas, cosa que hago con todo el esfuerzo con que me es
posible. Tras varios minutos en marcha, el sudor perlando a goterones mi
frente, y sobre todo, la mirada glacial de la desconocida que sigue fumando y
echando un vistazo distraída a otro lado, las luces vuelven, en un mágico
influjo, de nuevo a funcionar.
Exhausto, la contemplo a ella, que ya ha
terminado su cigarro, y lo ha depositado sobre el mismo cenicero que empleó
anteriormente Iria. Y quizás en ese momento, por primera vez en todo este rato,
y al volver a ponerse en marcha los mecanismos eléctricos, me doy cuenta de que
en el pasillo ha habido luz todo el rato, allá afuera, que el corte del
suministro de energía, ha sido exclusivamente para esta habitación. Unos
instantes de confusión, de desconocimiento sincero acerca de qué aptitud
adoptar en esta situación, se apropia de mi mente como si fuera una espesa
niebla. Pero finalmente, decido tomar la iniciativa y pasar a la acción: avanzo
a grandes zancadas hacia la desconocida, y la encaro aún de pie, desde una
posición de altura.
-¿Qué
es esto?¿Qué clase de truco es éste? Si éste es un intento para sabotear el
hospital...
La
otra elude la amenaza como si se tratara de la emitida por un niño pequeño.
-No
sé de qué te quejas. Ya te lo he dicho. Tu paciente morirá esta noche. No es
nada personal. Es así simplemente, y punto.
Y
sigue a lo suyo, así, tan tranquila. Se queda tan ancha. Con una sangre tan
fría, que le haría hervir la suya a cualquiera.
-No
tiene derecho a estar aquí –dejo de tutearla, me tiembla el labio de miedo, con
la misma intensidad que a un caniche en el polo cantando flamenco-. Dígale a
quien esté allá afuera controlando los fusibles que...
-Creo
que tienes problemas más importantes a los que atender –me avisa tranquila
señalando con un dedo.
Y nada más decirlo, a continuación,
vuelven a desplomarse las luces.
Me
abalanzo sobre las palas mecánicas, y emito con todas mis fuerzas un grito de
auxilio. Pataleo, aúllo, vocifero, me desgañito con todas mis fuerzas.
-No
servirá de nada –me advierte con una aterradora serenidad ella-; nadie te va a
escuchar. Por más que lo pidas, nadie acudirá en tu ayuda. Y si sales más de
dos minutos por esa puerta, créeme, tu paciente morirá. Eso, te lo prometo.
Y me
mira con la misma impenetrabilidad e indiferencia con la que me ha contemplado
durante todo este tiempo.
-No puedes salir de aquí –concluye
mientras yo sudo la gota gorda accionando las palas, sin el más mínimo sentimiento,
como una revelación no demasiado importante-: estás atrapado.
Un
sudor frío recorre mi cuerpo mientras constato que es cierto, que es verdad,
que nadie responde a mis alaridos, que pese a hallarme en un hospital lleno de
enfermos y de compañeros haciendo su turno, parecen como si todos hubieran
desaparecido.
¿Cuántas
veces ocurrió esto a lo largo de la noche? Tres, cuatro, diez, mil doscientas.
Todas en idéntica manera, cada una en el mismo sentido, yo al borde del colapso
encima de lo que en estos momentos representa -y es más real-, que los mismos
pulmones del paciente, el hada (si finalmente lo es) allí, sentada, plantada
tan irreal como una palmera en mitad de la M-30. Ajena a mis sudores o los
estremecimientos los cuales –si estuviera consciente y no a punto de entrar en
coma- emitiría el enfermo, impávida ante el miedo y ante la ira, sin sufrir por
el cielo o el mundo, mientras yo, con cara de odio, la miro cada vez más
enrabietado, suspiro cada vez para mis adentros, y mascullo con insana ira, “No
sé ni qué maldecir”. Pero un único propósito, un solitario sentimiento me hace
abstraerme de esa rabia, o concentrarla aunque sea al menos en un solo punto, y
volver, una vez más, a pesar de la impotencia, a la suave impaciencia de las
palas mecánicas: y es un pensamiento que me cruza, y que no puede apartarse de
mi mente.
No se
me ha muerto un solo paciente a lo largo de todo este tiempo. Y no pienso dejar
que éste sea el primero.
En un
momento determinado, la presión empezó a ceder, el ritmo precipitado a
decelerar. Tuve la oportunidad de sentarme un poco, de recuperar algo de
aliento, y cuando lo hacía, me sentaba al lado del hada, y aún con las sienes
latiéndome y las mejillas rojas, le preguntaba lo único que se me pasaba por la
cabeza:
-¿Por
qué?¿Por qué?
Ella,
ante esta pregunta, no me responde. Tan sólo una sonrisa compasiva –por fin, al
menos un atisbo de humanidad en su bello y tétrico rostro-, y un encogimiento
leve de hombros. En un momento determinado, y como hastiada de mis continuas repeticiones,
se decide por fin a contestar:
-Vamos,
no lloriquees. No es tu paciente. Sólo es un pulmón rodante, que un día, como
todos, se parará. ¿Qué más da que sea en tu turno o en el del siguiente? No
tiene ninguna importancia.
Yo
sabía que tenía razón, pero aún así, tenía una sensación inminente de que
aunque todo esto fuera verdad, no me agradaba perder.
Durante
todo ese tiempo, tuve en algunos momentos que abstraerme, que olvidarme durante
unos segundos de que el hada se encontraba allí, y pasear de un lado a otro con
los ojos enrojecidos por la falta de sueño, rozando con la punta de los dedos
las paredes blancas de cal como si éstas significaran para mí una especie de
cordón invisible que me mantuviera indisolublemente unido a esta habitación de
la que, a menos que pretendiera perder para siempre a mi paciente, no podía
separarme. Y esto aconteció hasta un momento determinado, en el que giré la
cabeza, y me di de repente cuenta de que aquella presencia perturbadora había
desaparecido de la habitación, y me había dejado solo. Completamente agotado,
me senté en el lugar que hasta hace sólo unos instantes el hada había ocupado,
y me pasé la mano por el pelo, comprobando que éste se encontraba empapado en
sudor, a pesar de que por mi cara y por mi frente pasaba demasiado frío. Durante
esos preciosos minutos (los cuales llevaba sollozando a la providencia en las
últimas horas), traté de tranquilizarme, de no pensar en la situación que
estaba viviendo, llegar a imaginar que esta noche era una normal, cualquiera,
una de tantas, que todo esto no estaba pasando, que por un segundo, podía
apoyar la cabeza sobre el brazo del sofá, y tal vez descansar...
Pero
en ese efímero y breve instante, y ajeno a toda posibilidad de tregua, un
movimiento procedente del otro lado del sarcófago acorazado y carente de sueños
me hizo levantar la cabeza. Y asistir, inmóvil desde mi asiento, a cómo por
primera vez en toda la noche la persona por la que había estado velando durante
todo este tiempo emitía un movimiento, y comenzaba por primera vez a hacerme
creer que se hallaba de verdad viva.
Era
definitivamente –se despejaba por fin la duda-, una mujer. De cuarenta y
demasiados años. Tenía el pelo castaño muy claro, con tintes anaranjados, tal
vez alguna cana de color gris plateado que parecía dibujada a pincel le cruzaba
como un relámpago los cabellos; las arrugas comenzaban a hacer una ligera mella
en un excesivamente maltratado rostro, a causa sin duda de la enfermedad, pero
a pesar de todo aún se conservaba maquillada, probablemente por los esfuerzos
de alguna abnegada enfermera, la cual sin duda alguna, no había sido Carla. En
esos momentos, levantaba la cabeza con gran esfuerzo, con toda la voluntad con
que le era posible, agitándola suavemente de un lado a otro presa aún de la
confusión propia del recién despierto, haciendo oposición contra la pétrea
rigidez de su propio cuello, y contra la inmovilidad añadida que le hacía
encontrarse encerrado en el inmodificable pulmón de acero. A duras penas, y sin
ninguna ayuda, consiguió elevar la cabeza en un ángulo de noventa grados con
respecto a su propio cuerpo, y en una posición sumamente incómoda, mirarme fijamente
por primera vez a los ojos.
Las
primeras palabras le costaron. Tenían aún el sabor resacoso de una inmensa
sequeda de boca.
-¿Dónde
estoy?¿Esto ya es el infierno?
Yo
sonreí, con cierta sorna. A pesar de mis ropas completamente blancas e
inmaculadas, probablemente tenía menos pinta de ángel que cualquier otro
momento de mi vida. Luego esa misma mujer negó con un suspiro mientras
inclinaba de nuevo la cabeza hacia atrás.
-Ah,
no. Todavía tengo acoplado este inmenso armatoste. Así que aún no debo de
haberme muerto.
Yo
negué con la cabeza.
-No,
en realidad está muerta. Lo que pasa es que el inmenso armatoste te acompaña en
las primeras fases del viaje. En cuanto te despiertes, después de volverte a
dormir, te encontrarás por fin libre de él. O tal vez no.
La otra
sonrió con sarcasmo. También se dió cuenta en esos instantes de que la almohada
dispuesta para su cabeza estaba sirviendo de sostén para mi culo. Creo que
mostré una expresión profundamente avergonzada. Quizá no por lo que había
hecho, sino porque me pillaran.
-Uf,
menos mal –me dijo ella, sin embargo, respondiendo a la frase que le había
dicho-. Me siento muy aliviada.
Le coloqué la almohada bajo los cabellos, y
por un momento sentí que lo que me había dicho era real.
Durante
unos instantes la contemplé callado, sereno, con sus largos cabellos apoyados
sobre la almohada y la cara todavía congestionada por el cansancio al haber
realizado ese ímprobo esfuerzo de levantar la cabeza. El pulmón mecánico,
mientras tanto, seguía funcionando, pero esta vez era distinto, al contemplar
cómo lo hacía mientras ella se movía, hablaba, pensaba, simulaba que todavía
poseía una vida independiente de aquel ritmo inalterable que imprimía el
desangelado e inagotable artefacto mecánico. Yo pensé en los primeros momentos
en que esta mujer tuvo que sufrir el adaptarse a una presencia ajena a la suya,
una presencia que la poseía y hasta tal punto la invadía, sentir cómo el mismo
esfuerzo de respirar (al entrar en disonancia con la cadencia del aparato),
provocaba que en su lucha lograra ahogarse, como en un vaso completamente vacío
de agua, asfixiarse en un mar de desvaída nada, finalmente asumir que suspiros,
canción, miedos, anhelos, deberían no ser suyos, sino los que fuera a
determinar el compás de la máquina, y simular acaso que era ella la que se lo
permitía, cuando era la máquina, en realidad, la que quisiera ella o no, finalmente
triunfaba. Y luego la miré a la cara, miré sus ojos, esta vez cerrados,
silentes, cansados, y a través de ellos, y de sus oídos sólo aparentemente
dormidos, le pregunté:
-¿En
qué trabajaba antes de que empezara todo esto?
La
mujer abrió por fin los ojos, y se volvió, sólo el cuello, lo único que le
permitió el pulmón de acero. Y con un confort calmado, me respondió:
-Era
maestra. Profesora de música. Daba clases en un instituto. Oiga, ¿de qué se
ríe?
Yo me
disculpé, aún entre risas escondidas, apagando el humo de un cigarrillo
imaginario.
-No,
nada. Es que yo no era muy aplicado en clase. De hecho hacía muchos novillos.
Sobre todo en clase de música.
La
otra sonrió comprendiéndolo todo en un susurro.
-Ya.
Seguro que era para estar haciendo diabluras con una chica, ¿verdad? Lo sabía.
Reconozco a ese tipo de alumno cuando lo veo.
Y me
guiñó un ojo muy rápido, de tal manera que casi ni se vió. Pero el impacto
quedó en el aire por unos momentos. Creo recordar que en esos momentos refugié
parte de mi cara entre las manos, y entre la incredulidad y la risa, vertí
alguna lágrima suelta. El agotamiento y la crispación de tantas horas acababa
por desahogarse por alguna parte, como un traje demasiado apretado que acaba
explotando por una costura, y se desparramaba ahora como un río de aguas
fecales que hubiera encontrado el camino expedito hacia el mar. Emití un
suspiro ahogado, y apreté los puños contra los dientes. Dios sabía lo cerca que
habíamos estado de la muerte en las últimas horas, y a pesar de todo esa
señora, se dedicaba a hacer bromas y chistes delante de una persona a la que
hasta hace tan sólo unas horas no le importaba un pito su vida, salvo por lo
que pudiera repercutir en su sueldo.
-¿En
qué piensas, muchacho? Te veo muy reflexivo. ¿Has pasado una mala noche,
quizás?¿Te he dado mucho la lata?
Aún
riendo y llorando, negué con la cabeza.
-No.
En absoluto. Ha sido una balsa de aceite. Ande, cuénteme algo –le propuse
pretendiendo desviar la atención-. Las profesoras siempre narran anécdotas bonitas.
Una historia curiosa, interesante.
Y la
señora no pareció extrañarse, todo lo contrario, elevó la cabeza de nuevo como
recurriendo a un cuento ya relatado más de mil veces, y simplemente empezó:
-Esta
historia se la suelo contar de vez en cuando a mis alumnos, acompañada de algo
de música. Es un cuento de hadas, pero no uno convencional, de ésos tan
empalagosos que se han puesto tanto de moda. Éste, por mucho que algunos les
pese, es así de descarnado, es así de peligroso: es así porque es real.
>>Hace mucho tiempo, en un país muy
lejano, en lo más recóndito del más oscuro bosque, en su más pequeño árbol,
nació un hada. Un hada conocida por su excepcional gracilidad y belleza. La
gracilidad, lejos de constituir una característica que los necios humanos
tienden a considerar como un aderezo gracioso al simpático tintineo del
entrechocar de las alas, es una cuestión vital, casi diría que hasta mortal
para las hadas. Pues mientras que a las más ligeras se les permite salir de los
tocones del árbol y libar, de rama en rama, de los placeres del vuelo y de
natura, aquellas a las que les ha tocado sufrir la diferencia de esos pocos,
escasísimos décimos de gramos de más, les inducen a descender a las
profundidades de las cavernas subterráneas en las que habitan las hadas cuando
nadie las mira, pues sólo su trabajo incansable y continuo en el subsuelo más
oscuro será el único recurso capaz de garantizar la estabilidad de la gruta,
impidiendo que todo ese complejo entramado que les soporta –y con ello el
completo mundo vivo que les rodea- se colapse hasta su destrucción.
>>Pero este hada tan etérea, tan
danzante en sus evoluciones como una pluma deslizándose de un rincón a otro,
llegó por ello también a las profundidades que sus compañeras solían evitar, y
por ello contempló el sufrimiento de sus pares, condenadas por un injusto
sistema de castas. Algunas de ellas, desesperadas por no contemplar jamás la
luz, ajadas sus alas por la falta de uso, huyen hacia el territorio de los
hombres, encarnándose en niños pálidos y enclenques. Son los llamados feéricos,
y su apariencia de fragilidad, de seres del inframundo, hacen que sean
inmediatamente identificados como “hijos de las hadas”. Nuestra princesa,
desdichada por el engaño de un mundo al que había creído amar, huyó por el
mismo camino, pero su apariencia esbelta le permitió sobrevivir sin estigmas en
el ámbito de los seres humanos. Parecía
simplemente un niño tranquilo, excesivamente tranquilo, casi no hablaba, pero
como no se metía con nadie, la gente le dejaba estar. No obstante, siempre
sintió que aquél no era su sitio, y por eso buscó constantemente un refugio en
el que sintiera que ése era su lugar...
>>Un día, ese niño, en una de sus
habituales excursiones entre la naturaleza, se adentró en lo más profundo de una
cueva. Al hacerlo, llegó hasta la orilla de un inmenso lago, rodeado de
estalagmitas y aterradoras estalactitas... Se introdujo en el lago, y al
contacto con el agua, volvió a adquirir la apariencia de un hada y de nuevo, y
bajo la oscura superficie de las aguas, comenzó otra vez a volar. Y allí,
encontró para su sorpresa todo un universo de ninfas acuáticas, las cuales,
ajenas a la nimiedades como la gravedad o el peso de los cuerpos, vivían
iguales en un entorno en el cual sin embargo (todo en esta vida tiene un pero)
habitaban en la oscuridad. Sin embargo, esto no era problema para ellas. Los
roces, las caricias, todo aquello que los seres mágicos también necesitan, para
crecer, evolucionar, para sobrevivir, se obtenían mediante contactos
esporádicos, generalmente entre dos, raramente tres o como mucho cuatro, en los
cuales se proporcionaban lo que necesitaban, sonreían, y se iban, habiéndose
quedado todos satisfechos, cada uno a su lugar. Eran encuentros casuales, azarososo,
necesiariamente anónimos, casi diríase, dada la eterna nocturnidad del
acontecimiento. Pronto nuestra hada se habituó a su presencia en este mundo, y
de alguna manera, creyó que era feliz.
>>Pero un día, en uno de esos
encuentros, encontró una ninfa que le parecía especial. No supo decir por qué,
quizás encontró un lóbulo de más en alguna de las orejas, o los cabellos
demasiado cortos, o tal vez el ausente ruido que hacían sus alas al entrechocar
con el agua. El caso es que supo que era distinta, y quién sabe si real, y
sintió un dolor punzante al alejarse de su lado. La buscó por todas partes,
luego preguntó por ella a todos los que iba encontrando, desechaba desde
entonces los contactos sexuales, para despecho y hasta enojo de sus iguales, los
cuales, hastiados de sustituir su gozo por una pregunta tonta, todos le
supieron decir lo mismo: que quizás hubiera huido, o estuviera llorando, o que
alguno de los muchos depredadores de hadas, en una caza horrible y hambrienta,
la hubiera por fin encontrado. Qué más da que da lo mismo. Porque en un mundo
sin diferencias, sin distintivos, sin órdenes que impliquen clasificaciones, en
un mundo sin nombres, todo lo que se refiera a un solo individuo ni tan
siquiera es posible poderlo explicar.
Y la profesora de música calló, exhausta
a causa de mantener la cabeza elevada sobre su cuello, y de tanto esfuerzo.
Después, dejó reclinar de un golpe la cabeza hacia atrás, y casi
inmediatamente, cerró los ojos. Comprobé las constantes vitales. Sin duda
alguna, seguía viva. Le recosté de nuevo la cabeza sobre la almohada (de tanto
trajín subiendo y bajando, se le había descolocado un poco), y la dejé
descansar.
Y de repente, ya de nuevo sumido en la
tranquilidad de mi isla, me puse a pensar. Pero no en la patética leyenda que
me había contado (por supuesto que era mentira que se lo narraba a los niños,
¿qué se creía?, por mucho menos han echado a profesoras de los colegios menos
católicos), ni en el hada capulla que había decidido darme por culo esa noche,
sino... La verdad, no lo sé, no sé en qué me puse a pensar. Lo que sí sé es
que, por primera vez en todo el tiempo que llevaba trabajando allí, el sonido
del pulmón de acero ya no se me hizo desagradable, monocorde, sino hasta cierto
punto... Familiar. Y dejé de pensar en él como un aparato insensible que nos
revelaba hasta qué punto y por las enfermedades del cuerpo dejamos todos de ser
humanos y nos convertimos en máquinas (poniéndonos quizás a tono entonces con
el universo que estamos creando a nuestro alrededor), sino que me fijé en él
como el artefacto mecánico que había posible que esta mujer se levantara en
mitad de la noche y le contara una mentira de mierda a un desconocido que le
había robado la almohada y a quien no le daría la hora de encontrárselo en un
supermercado. Qué más da que da lo mismo. Lo hizo porque había querido así.
Pero allí estábamos nosotros dos, en
aquella noche maldita. Y una enfermedad muy puñetera, que la había lastrado a
ella en cama. Y a mí con mi llegar a final de mes, y al resto del mundo
aguantando quiéranlo o no a los dictadores y los bombazos, y sobre todo, y por
encima de todo, la posibilidad de un contacto... Un encuentro casual.
Porque el mundo es un lugar duro, al que
todos los días nos cuesta aclimatarnos. Porque los dos queremos dormir, y preferimos
hacerlo acompañados. Y porque entre la jerarquía pétrea e incólume de las
cuevas enterradas y el oscuro anonimato silencioso que proporciona la noche
olvidada, puede hallarse entre las rocas, atisbando por entre las aristas de
los huecos, un camino intermedio, una huida hacia la luz, un remedio, que nos proporcione
un descanso, y un breve momento de paz. Porque ese instante fugaz que no dura
ni medio segundo y merece por tanto dejarse pasar, es precisamente por eso tan
valioso, por no ser eterno, y de no ser por nosotros tan sencillo e indoloro de
olvidar. Porque todos hemos dependido alguna vez en la vida de un pulmón de
acero; y ni siquiera los apagones pueden hacer deslucir el bruñido del dorado y
brillante metal.
El sol fue saliendo poco a poco por entre
las persianas entrecerradas. A Antonio le sorprendí todavía durmiendo, cuando
le desperté algo brusco y le dije que ahuecara el ala y se cambiara de sitio,
dejándome a mí un paciente que justo unos instantes después se moría, pese a lo
cual, impertinente, el pulmón de acero se negaba a dejar de funcionar.
Muy pronto se despertará el resto del
mundo. Dejaré de estar solo en mi mundo de hadas, tendré que firmar un parte de
defunción y veré entrar por la puerta a una enfermera, quizás a Amparo, quizás
a Luisa o tal vez a Iria, la cual me contó una historia rara anoche, y que me
ha hecho soñar fantasmas en lugar de dormir. No sé cuál de las dos es la que va
a entrar. Y a decir verdad, y a pesar de la relevancia del nombre concreto –que
al contrario que a las hadas, me incumbe más porque acaba de adquirir un mayor
peso-, no me importa. No me puede volver a importar...
Me siento inestable conforme ando. Me
caigo. Cada paso cuesta un poco, soy como un niño empezando andar.
Hoy en cierta medida, siento que estoy aprendiendo
de nuevo a respirar...