De cómo se genera una
historia
(o Historia del tigre y la rosa)
A
Munchausen, Swift, Saint-Exupéry, Tim Burton, y otros
grandes fabuladores.
La
narración, como casi siempre, pues, empieza con una guerra. Y como casi
siempre, terminará con la muerte de Williams, a manos de la caballería rusa,
dirigida por el cruel e implacable general Ivan Paskevich.
Pero como casi siempre también, habrá que remontarse a
tiempos pretéritos. Para empezar, hay que subrayar que la vida de Sir Fenwick
Williams –honrado como Caballero del Imperio Británico después de su muerte-
fue ya singular desde el principio. Sólo hay que decir que nació de un manzano,
sí señor, un árbol frutal enclavado en sus propiedades de Yorkshire. Su madre
se lo encontró colgado de la rama de un inmenso árbol que constituía el mismo
centro del enorme jardín, atado por un pequeño tallo que le brotaba desde el
ombligo hasta una sección particularmente tierna de la madera. Los científicos
de aquel tiempo, en un atisbo de vuelta a las viejas tradiciones del pasado, lo
consideraron -a la par que un deslumbrante descubrimiento científico-, un gran
presagio de futuro, y auguraron que muchos acontecimientos relevantes nacerían
de él, y que cualquier admonición referida a su vida lo relacionaba sin duda
con grandes metas. Y lo cierto es que fue así, como pudo demostrar en la feria
del condado de Yorkshire, donde consiguió que todo un grupo de animales
cantaran a coro, las vacas imitando a los patos, los cerdos a los perros, en
fin, todo un espectáculo de dobles tonos del que además (añadió un ganadero de
Glasgow entendido en música) cabía destacar que estaba efectuado en do menor.
Dado que este muchacho estaba predestinado a acometer grandes gestas, a nadie
le extrañó pues que a los dieciocho años cogiera su petate y se marchara a
buscar aventuras, recorriendo gran parte del mundo. Hay noticias de él en
Australia, en el África Oriental, en el Congo, la Manchuria, y las grandes
dunas de Oriente Medio. Durante su periplo, se dice que reclutó a un fantástico
ejército, que luego le acompañaría a lo largo de sus viajes y aventuras: esta
milicia incluía un ganadero de la Pampa argentina que montaba sobre avestruces
y manejaba unas boleadoras que le permitían cazar todo clase de animales
salvajes; un chino mandarín que tenía el poder de adivinar el futuro, y también
el de viajar de manera mental al pasado; una bella acróbata de circo, descendiente
del Dios de los Tigres, famosa por sus acrobacias y por sus irresistibles ojos
grises; un flautista, el cual declaraba proceder de Hamelín, quien tenía poder
para convencer a casi cualquiera de casi cualquier cosa –incluyendo a animales
y plantas, ríos y montañas-, y narraba las más bellas historias que se pudieron
escuchar en el mundo; y por último, y no menos importante, un pequeño ejército
animal compuestos por un babuino, un perro que apareció en casa de Fenwick el
mismo día que el encontraron colgado del árbol (y que se mantenía vivo, y
perennemente joven, a pesar de los años), y un camello sobre el que Fenwick se irguió
en sus grandes batallas en el desierto, incluida aquella en Kars que le iba a
costar la muerte. Tan particular tropa de adeptos lo acompañó inmediatamente en
cuanto él ingresó en el ejército de Su Majestad británica, en el que sirvió
primero en la Marina y después en la caballería, para acabar siendo conocido,
finalmente, como el héroe más grande de todos los tiempos, o al menos, eso
opinan los ingleses, que para esta clase de asuntos siempre han sido muy
chovinistas.
¿Pero qué hecho, qué heroica acción aupó a nuestro hombre
a ese umbral que se confunde con el camino entre los dioses y le hace
confundirse con la leyenda? A pesar de las múltiples historias que se relatan
sobre él –como la vez en que empezó a barrer, y encontró todo un pueblo bajo el
desierto, cuyos habitantes todavía continuaban moviéndose, después de haber
estado sumergidos, respirando bajo las arenas, durante todos esos años; o como
cuando se pasó cuarenta días y cuarenta noches conversando con Buda en la cima
del Everest, volviendo luego sin más y preguntando, “¿Qué, cuándo almorzamos?
Este par de horas de charla me ha abierto un poco el apetito”; o cuando él y su
formidable ejército salvaron a una tribu africana de sus invasores británicos,
acción que él ciertamente siempre negó y que sin no obstante es la más que
probable causa de que, a pesar de sus hazañas, no le ascienda de capitán ni
tampoco le dirija nunca una misiva la Reina-, en realidad, el más afamado de
los relatos ha sido aquél que ha rodeado a su muerte, en la cual, ante el
temible cerco que los soldados rusos imponían a Kars, consiguió llegar al
corazón de todo un grupo de soldados turcos, los cuales, siguiendo a un hombre
de rostro pálido y sedosos cabellos rubios como si del más heroico de sus
antiguos profetas se tratase, se lanzaron junto a él en una carga sin límites
–no confundir con la reflejada por Elizabeth Thompson en su célebre lienzo Bakalava, más tarde representada en el
cine con el título de La última carga de
la brigada ligera-, en la cual estuvieron a punto de desmembrar por
completo a todo el ejército ruso; no obstante, aquí no contaron con la traición
de alguien, un cuervo, de malvado nombre Galois, el cual avisó al general
Paskevich del ataque, y consiguió preparar sus fuerzas, disminuyendo así el
daño, y obteniendo la muerte del capitán Williams. Fenwick fue enterrado con
todos los honores militares, siguiendo el mismo procedimiento que habían
seguido los mongoles con la tumba de Gengis Khan, pero en este caso por parte
de los turcos. Sin embargo, su último acto de heroísmo no fue en vano, ya que
el ejército ruso quedó tan desmoralizado ante las bajas recibidas –y la muerte
de tan gran hombre-, que el pueblo de Kars encontró fuerzas para resistir lo
suficiente hasta que llegaron los aliados. Desde entonces, el Imperio
Británico, pese al tremendo rechazo de la Reina y sus herederos siguientes,
organiza unos actos de conmemoración todos los años, el mismo día de la muerte
de Williams, para recordar a tan grande líder como dio la patria, y honrar el
nombre de aquel que, con tanto orgullo, todavía insufla ánimos a los corazones
de cualquier componente de la infantería o la armada británicas.
Claro que todo esto, por supuesto, se trata de una
leyenda. A principios de 1921, entre los historiadores europeos, y después de
una larga discusión sobre el tema, unos cuantos principios generales estaban
claros: sí, efectivamente, el capitán Fenwick Williams era un héroe, nadie lo
negaba, pero tampoco podíamos sustraernos como colegiales a toda la historia, y
creernos a pies juntillas esas enormes fabulaciones acerca de pueblos
enterrados bajo la arena o lluvias de diamante a la luz de la luna. Era obvio
que el capitán Fenwick Williams había desempeñado un gran papel en la guerra de
Crimea, y como tal habíamos de tratarle, sin falsos ídolos ni becerros de oro,
por mucho que éstos fueran populares entre la multitud, y resúmenes de las
aventuras de Williams circularan por todas las librerías de Europa. Y eso mismo
pensaba Cyrus Steinbeck, autor de una de las últimas revisiones sobre el tema.
Pero una nueva revelación, que nadie buscó, y que sin embargo apareció
súbitamente ante sus ojos, iba a desbaratar todo el entramado de medias
mentiras y suposiciones que los historiadores tenían ante sus ojos y que apenas
se atrevían a contemplar. Y esta revelación apareció, como casi siempre, por la
más absoluta de las casualidades.
Todo empezó por un circo.
Y es que Cyrus Steinbeck tenía un hijo, y quiso llevarlo
un día al circo que recientemente había llegado a la ciudad. Steinbeck y su
hijo asistieron con agrado a la actuación de tigres, elefantes, leones,
payasos, hasta que finalmente, en el número de acrobacia, el presentador
anunció que el peligroso número que iban a ejecutar había sido mostrado con
éxito en París, Berlín, Bangladesh, Calcuta, e incluso en la representación de
Kars, con los disparos de los cañones rusos por encima de las cabezas de los
artistas. Rápidamente, y al escuchar el nombre de la ciudad turca, a Steinbeck
se le encendió una bombilla en la cabeza, y fue a preguntar al director del
circo sobre si la última frase se trataba de una fanfarronada de cara a la
galería. El director juró solemnemente que lo que había declarado segundos
antes en el escenario se trataba una verdad como un templo, y se mostró
orgulloso de demostrarlo con un recorte de periódico –por supuesto, escrito en turco-,
de la época, el cual mostraba, para asombro de Steinbeck, a una bellísima dama,
de rasgos claramente felinos, y unos magnéticos, incandescentes, irresistiblemente
atrayentes ojos grises…
Rápidamente, Steinbeck se propuso averiguar más sobre esa
mujer. Tuvo que rebuscar, para alegría de su hijo –al que los componentes de la
compañía le abrieron todas las puertas, salvo la de los leones-, entre el
azaroso sistema de archivos del circo (de hecho, se encontró una bomba fétida
en la F), hasta finalmente encontrar el contrato de una mujer, Elsa Viscento,
de ascendencia italiana, que trabajó para el circo durante una época que
incluía la Guerra de Crimea. Steinbeck comprobó que ya no podía extraer nada
más de aquí, le agradeció su colaboración al dueño del circo, y finalmente,
volvió a su casa. Pero mientras lo hacía, no pudo evitar pensar que había
muchas reflexiones posibles detrás del hecho de que una de las componentes de
la mitológica armada de Fenwick Williams hubiera acabado por convertirse en un
personaje real. Y esto le hizo tener dos ideas: por un lado, releer aquella
famosa frase de Armentocles: “No te fíes de nada, salvo de lo que huelan tus
ojos”; y segundo, sacar un billete para Turquía, lo antes posible, para
averiguar más cosas sobre un misterio que comenzaba a serlo cada vez más.
Efectivamente, marchó a una Turquía desmembrada tras la
caída del Imperio Otomano, y bajo un nuevo sol de reformas emprendido por Kamal
Atartuk. La llegada a la ciudad de Kars no fue difícil, tampoco fue difícil (en
una época en la que se acogía favorablemente a eruditos occidentales) conseguir
acceso a los archivos de la ciudad. Fue algo más complicado tener que indagar,
preguntarle a los vecinos, rebuscar en cada restaurante, en cada contenedor de
basura, en interrogatorios que le llevaban a oscuros callejones, a pretéritas y
deformadas leyendas urbanas, a la memoria de aquellos ancianos que recordaban
la guerra como el patio de juegos que les tocó en aquella época en que eran
niños. Pero sin duda lo más complejo, lo auténticamente difícil de asumir, fue
aceptar algunas de las realidades que se le fueron presentando, y que no tenían
nada que ver con los hechos preconcebidos que su mente había albergado hasta
entonces, y que incluso había llegado a publicar. Entre ellos, encontrar a
algunos de los miembros del particular ejército de Fenwick Williams: el
argentino del avestruz y las bolas giratorias era en realidad un vendedor de
antigüedades que almacenaba entre sus tesoros dibujos de exóticos animales; el
chino mandarín que adivinaba pasado y futuro era una especie de timador local,
mafioso y bandido a tiempo parcial; el babuino y el camello viajaron junto con
el circo que se trajo a Elsa Viscento, y lo más curioso de todo es que muchos
testigos declaraban que los cotilleos de aquellos tiempos apuntaban a que el
joven coleccionista de antigüedades era el amante de la trapecista, y que el
chino de mirada torva simuló un espectáculo una vez, con el objeto de ganar
algunas monedas, en el interior de la carpa del circo. Poco a poco, esa
realidad escondida, esos personajes que se iban volviendo vivos conforme
Steinbeck oía hablar de ellos, comenzaban a salir a la luz, y a superponerse al
mismo tiempo con esa otra realidad, la auténtica por mucho más conocida, que se
estaba fraguando en otro tiempo y ese mismo lugar, hasta acabar desplazando a
los personajes originales. Hasta la misma lógica se le volvió en contra a
nuestro investigador, cuando descubrió en una aparentemente intrascendencia
comprobación de los archivos, que Iván Paskevich, el mítico y sanguinario
general ruso que tanta crueldad desplegó sobre los integrantes de la última
carga de Williams, nunca combatió en la guerra de Crimea: su guerra había sido distinta,
en 1828, cuando cercó eso sí la ciudad de Kars, comportándose como un auténtico
caballero, perdonando a sus enemigos, y procurando que el número de víctimas
civiles se redujera al máximo. Steinbeck pudo contemplar, observando
daguerrotipos de la época, que su aspecto físico no difería en absoluto de
aquél que la narración tradicional le atribuía, amplios y poblados bigotes
castaños, sombrero y ropajes absolutamente negros. Pero lo que a nuestro hombre
más le impactó, lo que le dejó absolutamente alucinado, fue el comprobar, tras
esa última revelación que le había hecho dudar de todo, que entre los oficiales
de la guarnición de Kars en aquellos días, no había ni un solo hombre cuyo
nombre respondiera al de Fenwick Williams.
Algo pasaba, desde luego, y ese algo era grave. Buscó,
buscó y remiró, llamó a sus colegas; no les dijo muy bien lo que pasaba, uno no
puede negar a estas alturas que un personaje histórico existe, sería una
insensatez, sería negar Napoleón, Gibraltar, Troya, el suelo que pisas. Pero
efectivamente, y por más que lo miraba, no había ningún Fenwick Williams.
Entonces, en aquel juego de personajes trasvestidos y transformados, decidió
jugar también a su juego; y buscando entre los nombres no sólo de los
oficiales, también de los soldados rasos, no encontró ningún Fenwick, pero sí
un Guillaume Fenebécque.
La similitud del nombre, aún en francés, era demasiado hermosa
para ser una casualidad. Steinbeck comenzó a investigar con el objetivo de
obtener más datos sobre este asunto. Y lo que encontró, fue todo lo contrario
de lo que esperó ponerse a buscar.
Fenebécque, en palabras de un hombre que lo conoció en su
juventud, era el perro más vil y sarnoso que podría haber nacido del interior
de las entrañas de Francia. Criado en un barrio portuario de Marsella, su niñez
conoció el pillaje y la picaresca a partes iguales. Implicado en un par de
delitos menores, conocida su afición por la bebida y las mujeres, no encontró
otra solución que alistarse en la legión imperial francesa, en concreto en al
decimonovena, que fue la que le llevó a Kars. Allí, siguió cultivando sus
viejas aficiones: un gusto desmedido por las juergas, y un aire mujeriego que
le acompañaría allá donde fuera, con su abrigo de soldado y su cetme sobre el
hombro, guiñando levemente el ojo izquierdo (un gesto por lo visto muy
característico), sonriendo por un lado al contemplar la figura de una bella
mujer. Fue muy aficionado, durante su estancia en Kars, a las representaciones
del Circo Mundial, probablemente por la presencia de Elsa, aunque los testigos
de los hechos no se ponían de acuerdo en si había manifestado interés por
alguna más de las actividades del espectáculo. Steinbeck los tenía a todos
encima de la mesa, e interaccionando en el pasado, Fenebecqué, Elsa, el chino,
el argentino, el mono… Incluso el cuervo Galois pareció brotar vida de entre lo
más recóndito del simbolismo de la historia: a mediados de 1855, Fenebécque fue
expulsado durante seis días del ejército, e impuesta una fuerte multa, debido a
un comportamiento indebido en un indudable estado de embriaguez. El comandante
de la guarnición francesa era Dominique Lecoq, un hombre íntegro, honesto, de
conducta familiar intachable, y cuyo apellido (equivalente en nuestra lengua a
“El Gallo”, animal símbolo a su vez de la nacionalidad gala), le señalaba
inequívocamente a aquel cuervo traidor que, como Iván Paskevich, era todo lo
contrario que había constituido su origen en una realidad alterantiva, pero a
Fenebécque, por supuesto, herido en su amor propio, probablemente no se lo
pareciera. Ahora bien, se preguntó Steinbeck, si Fenebécque era entonces un
tramposo, un buscavidades, un antihéroe en definitiva, ¿quién había realizado
aquella carga en el último canto de cisne de la ciudad de Kars –pues ésta,
finalmente, y a pesar de la leyenda, había caído a manos de los rusos-, quien
protagonizaba la leyenda que ahora se le atribuía a Williams? A Steinbeck le
costó mucho averiguarlo, tuvo que adentrarse en el desierto con los ojos
vendados para ser dirigido por los pocos receptivos bereberes, recelosos
todavía del hombre blanco y sus barbarismos. No obstante, el esfuerzo fructificó
en los resultados apetecidos: el hombre que dirigió la carga de la caballería
era, obviamente, como era lógico, un turco, Ahmed al-Sihri, el cual consiguió
convencerlos de que un último esfuerzo frente a los rusos era posible, y en
contra de la opinión de los superiores militares de Kars –rendidos ya a su
suerte, y a la alternativa entregar a la población de pies y manos ante el
enemigo-, se lanzó a una última acometida, que si bien terminó en fracaso (con
la mayoría de sus líderes, incluido al-Sihri, muertos), convenció a los rusos
de que no iba a ser tan fácil tomar Kars, y les urgió a firmar un acuerdo de
paz lo más pronto y con las menos víctimas mortales posibles, mucho más favorable
a los intereses de la ciudad turca que lo hubiera sido sin mediar esa carga.
Pero lo sorprendente, lo auténticamente emocionante, fue lo que encontró
Steinbeck al comparar las dos fotografías que representaban las dos caras del
héroe, al-Sihri y Fenebécque… Y es que descubrió que sus rostros eran iguales.
Todo cuajaba, todo terminaba de encajar. Tanto Fenebécque
como el turco coincidían en protagonizar extrañas desapariciones durante
temporadas enteras las cuales coincidían con el protagonismo del otro en un
ambiente radicalmente distinto. Allí, en el interior de la ciudad de Kars, como
el miembro más inferior de la guarnición francesa, Fenebécque se entregaba a
sus mujeríos y sus escándalos, a sus amores de puerto en puerto y a poner pies
en polvorosa en cuanto Lecoq amenazaba con convocarle un consejo de guerra:
allá afuera, con los bereberes, al-Sihri era un hombre sereno y valeroso, capaz
de arrastrar a decenas de hombres hasta el mismo infierno, de fidelidad inquebrantable
por una sola mujer, Azahara Bderibi, de cuyo amor proverbial hubo durante años leyendas… Dos caras,
efectivamente, un solo hombre, un mito, un hombre que se reconvirtió a sí
mismo, y se transformó en otra persona, y finalmente ambos, habían quedado, por
la fuerza de la literatura, convertidos en héroes de un país extranjero,
xenófobo hasta cierto punto, que se vanagloriaba de las raíces camperas de su
héroe de Yorkshire, y que nunca hubiera rendido tributo a un turco, mucho menos
a un francés. Qué astucia, meditó Steinbeck, qué tremenda ironía. Fenebécque
llegó a Turquía como soldado francés, se convirtió, durante ese tiempo, en
algún momento y Alá sabe cómo, en al-Sihri, murió como tal –sus compañeros
franceses creían que ese hombre que murió como un héroe había desertado-, y
veinte años más tarde, cuando toda la historia había sido olvidada (o había
empezado a fermentar como leyenda, poco a poco, igual que un buen vino que
necesita tiempo para madurar), apareció la primera edición de las aventuras de
Williams, todavía muy primitiva en cuanto a elaboradas historias –iría
creciendo, como los rumores, como las bolas de nieve que se arrastran, con el
paso del tiempo-, como un pequeño librito en una pequeña editorial de Baviera,
a cargo de un desconocido, de nombre perdido, escritor que decía provenir de
Hamelín… ¿De quién fue la idea, se preguntaba Steinbeck?¿Fue un flautista
inadvertido, que pasaba por allí, y se enteró de la evolución, tal vez entró en
contacto con toda esa gente, con el soldado, la trapecista, el argentino, el
mafioso, y decidió ponerles a todos en contacto, y como en un cuento de hadas
en el que los niños de la fiesta de cumpleaños son los protagonistas,
transportarles a un entorno mágico donde librarles a todos de la mediocridad?¿O
fue idea de Fenebécque, el, ya que de paso trataba de crearse a sí mismo una
nueva identidad, quizás tratando de salir de la suya pasado propia que tanto le
avergonzaba, convertirse en un héroe, hacer feliz y verdaderamente feliz a una
sola mujer –una vez llegados a este punto, podemos incluso sopesar la
posibilidad de que Fenebécque tal vez considerara adoptar esta nueva vida en el
campo enemigo, convirtiéndose en un sencillo campesino ruso: pero bien es
sabido que Fenebécque sentía una especial debilidad por las mujeres de origen
exótico- quien decidió hacer un último esfuerzo, consagrándose definitivamente
y limpiando su nombre de cara a la leyenda? Fenebécque
no sobrevivirá, pensaría, pero sí lo
hará Williams. Quién sabe. En todo caso, la leyenda había fraguado, a la
gente poco le importó que Kars la ganaran los rusos, total, ellos habían
perdido la guerra, ¿quién les iba a creer? Además, era una historia tan
hermosa, el heroísmo, la aventura, el absurdo, lo extraordinario, la fantasía,
¿a quién le importaba que no fuera realidad?, o como respondió Dumas: “Sí, es
verdad, violo la Historia… Pero hago con ella hermosas criaturas”. Aunque
quizás lo más hermoso, lo más poético, fue lo que Steinbeck se encontró a
continuación.
El árbol. El hermoso manzano que gobernaba la mansión de
los Williams, aquel del cual según la leyenda nació el propio Williams para
asombro y orgullo de sus conciudadanos… Un árbol, muy similar, en gallardía y
permanecencia, al centenario abedul que coronaba la mansión familiar de Iván
Paskevich, su declarado enemigo mortal, el cual solía pasearse por su jardín
todas las mañanas aspirando el olor de las rosas…
Steinbeck fue hacia allí. Contempló las poderosas ramas
del abedul, que todavía perdura: y se imaginó, en esas mismas circunstancias, a
Ahmed al-Sihri, antes conocido como Fenebécque, formando parte de las
delegaciones de paz en representación de la parte turca, mientras que su
homólogo francés, que tenía que aguantar a este beduino porque era la única voz
que obedecían los incontrolables hombres del desierto, no se sospechaba que ese
mismo hombre estaba, por derecho, varios escalafones por debajo de su propio
rango, pesándole todavía un juramento de obediencia. Y se imaginó a al-Sihri
contemplando los daguerrotipos de Iván Paskevich, con el militar apoyándose
sobre su árbol o jugando justo al lado de su perro, un perro joven, valiente y
fiero, fiel hasta la médula a su amo, el cual ya había muerto hace tiempo, pero
cuyos hijos, ya viejos, correteaban junto a los nietos de Paskevich alrededor
del centenario abedul. Y entonces tal vez al-Sihri, o mejor dicho, Guillaume Fenebécque,
se dijo a sí mismo, <<yo quisiera ser así, yo quiero esto para mí>>,
y tomó los atributos y los abalorios de su enemigo, honrándole de esta manera,
aunque en la historia entendida como narrativa, apareciera como un cruel y
salvaje villano…
Un hombre, una transformación. Un don nadie sin vergüenza
ni moral, de quien nadie reclamaría su cuerpo en Francia, a quien nadie
añoraría, solo en este mundo, descartado por sus compañeros… y que se
convirtió, más adelante, en un hombre que se enamoró y que fue amado terriblemente
por una sola mujer, a la que quiso más que nada en este mundo, que encontró a
sus amigos en gente nacida a miles de kilómetros de su hogar y que acabó por
ser recordado como un ejemplo, como un héroe, como el hombre cuyas historias
tanta felicidad aportaron a miles de niños en sus noches leyendo a escondidas
bajo la sábana en la oscuridad, a lo largo de generaciones de los mismos…
Fenebécque había creado su propia leyenda. No le gustó su
vida, la reinventó, y consiguió, más aún, que la gente le creyera. Lo que no
podía conseguir Guillaume Fenebécque, a quienes sus compañeros no creían ni una
palabra, lo pudieron lograr unos cuantos historiadores ingleses (¡quién hubiera
dicho que a través de ellos hubieran oído hablar de su compatriota los franceses!),
y un desconocido escritor de Hamelín. Y de esa manera, además, consiguió que
sobrevivieran unos cuantos: una trapecista bellísima nunca dejó de ser joven.
Un perro leal que siguió acompañando a su dueño. Un vendedor de antigüedades,
que observó cómo sus sueños se hacían bruscamente realidad…
Verdad, ficción, fábula, historia… Steinbeck se
encontraba todavía demasiado cerca (aunque ya empezaba a intuirlo) para
entender hasta qué medida su propio viaje le había transformado. Cómo fue capaz
de apreciar una leyenda que, meses atrás, le hubiera enardecido debido a la enorme
distorsión de los hechos que suponía con respecto a la Historia original… Y
ahora, sin embargo…
Steinbeck lo redactó todo: se sentaba sobre de su sillón
en Yorkshire, tras haber comprado la propiedad que en su día se dice perteneció
a los padres de Williams. Ahora él sabía que no fue así. Recostado en ese
sillón, contemplando el fuego de la chimenea, repasaba sus cuadernos, y fijaba
su vista en cada uno de los rincones de un personaje que, tan vivo como
Sherlock Holmes y el Rey Arturo, sin embargo, probablemente como ellos, nunca
lo fue…
Steinbeck se levantó, y arrojó todas sus notas a las
llamas.
Mientras lo hacía, le pareció que alguien, con el pelo
rubio y sedoso, y galones de capitán en hombros, le contemplaba agradecido, y
un hombre moreno y bajito, de belleza dudosa, con el cetme en el hombro y un
guiño en un ojo, también sonrió.