Viernes tras
viernes, a la hora de comer, de vuelta a casa tras el trabajo, los veo. Están
en uno de esos pasillos que ven pasar riadas inconmovibles alternas con
periodos de silencio, como un cruce de semáforos. Sentados, no se los ve, hasta que te preguntas de donde
viene la música. Es un hombre el que toca, sentado en un pequeño taburete, con
un atril que sujeta pentagramas llenos de líneas para mí indescifrables.
Acaricia las cuerdas del violín, nada destacable, suena… afinado. A su lado, una
mujer, de su misma edad, o similar, compartiendo arrugas y apenas un metro
cuadrado de una estación suburbana. Su esposa, piensas, que le acompaña allá
donde va, por amor, por obligación, por no quedarse sola, ¿quién sabe?. Allí están los dos, él ligeramente volteado dando la espalda a su compañera, quien
mira con tristeza a los viajeros que pasan. Eso es lo que me transmite,
agotamiento, tristeza, pesadumbre, hastío, a pesar de ser capaz de tocar un
instrumento difícil, de esgrimir notas y hacerlas volar por encima del rebaño,
haciendo que empapen a algunos de los que pasan sin ver. Quizá me gustaría
conocer su historia, pero tengo prisa. O me da miedo saberla.
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